Una brisa fría recorrió el lugar como una premonición, pero Keith se negó a prestarle atención. El rostro le caía del cuello, con la vista fija en sus pies que se movían apenas en la oscuridad de la noche previa a la misión de Kerberos. Un suspiro, un movimiento lento, receloso; eran detalles ínfimos los que lo delataban, pero las sonrisas de Shiro no cambiaban, así que suponía que la coraza con la que había aprendido a cubrirse desde la muerte de su padre, le daba sutileza a su actuar.
No había mencionado palabra alguna sobre Adam. No lo haría, no podría hacer meditar a Shiro sobre las consecuencias de su decisión, aunque sabía que lo había hecho en la soledad de su habitación, cuando podía escuchar sus pensamientos con calma.
El sonido de pasos a su espalda lo hicieron voltear en dirección a la figura que se acercaba iluminada por la luna del desierto, esa que le pintaba el cabello azabache con destellos blancos que, sin Keith saberlo, serían imágenes del futuro. Shiro tomó asiento a su lado y se mantuvo en silencio, con dedos dando masajes ausentes a la mano afectada por la enfermedad que era la verdadera razón detrás de las decisiones que habían forjado el camino hasta ese mismo momento, se le acababa el tiempo. Keith no se atrevía a hablar, el cuello del uniforme de cadete comenzó a sentirse un poco ajustado, o tal vez era sólo ese nudo en la garganta que no había podido tragar en todo el día.
—Sé que estás preocupado, pero estaré bien —aunque las palabras eran para Keith, los ojos de Shiro estaban fijos en el cielo, más allá de las estrellas circundantes.
—¿Cómo sabes eso?
—No lo sé, pero prefiero creer que será así. ¿Cuál es el punto de embarcarse en una aventura si ya conoces el resultado?
Hubo silencio por otro par de largos minutos. Ninguno de los dos movió un músculo. No necesitaban hacer más que sumirse en ese momento, en la misma energía, para entender lo que el otro pensaba. Keith nunca había sido bueno para comunicarse y sabía que las palabras amables de Shiro estaban resguardadas en la zona segura que abriría el día siguiente, en la despedida. El optimismo azucarado de mentiras para hacer sentir mejor a todos los presentes, porque Keith sabía que esa misión marcaba el término de un ciclo que todos conocían, pero del cual preferían no hablar. Iverson, la tripulación, Adam, Keith… todos sabían lo que vendría después del pequeño lujo que Shiro se permitió. Era por eso, por el sabor a libertad, a control, que Keith siempre estuvo de lado del piloto cuando supo su decisión. ¿Para qué son las alas sino para volar? Y Shiro se había ganado las suyas a punta de esfuerzo, nadie podía quitarle eso.
—Prométeme que vas a volver. Pase lo que pase en Kerberos, Shiro, prométeme que vas a volver —si el japonés vio la incertidumbre en esas palabras, lo escondió tras una máscara de tranquilidad. Los ojos grises y cálidos cayeron sobre Keith como una manta, mejor que un abrazo.
—Lo prometo. No podría perderme el ascenso del cadete Kogane a piloto —la esperanza le llenó al menor el corazón y, aunque intentó sostener la mirada contraria, la volvió hacia el cielo otra vez, hacia la luna a un par de planetas de distancia. Keith asintió con la cabeza, incapaz de articular mejor respuesta.
Volvieron al mutismo de la última noche, al camino recorrido y la expectación por la senda que quedaba por recorrer. A la tranquilidad de su dinámica en la oscuridad, esa que venían hace meses tanteando.