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Incendios por JazzNoire

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—¡El rey ha vuelto!


El rumor se propaga junto al aire, junto a las voces de quienes se encargan de esparcirlo para que, en tan solo instantes, la comitiva de recibimiento esté lista para brindarle la bienvenida al rey.


Una fila de sirvientes se extiende desde la entrada del castillo hasta el final del jardín helado, justo donde el carruaje se detiene y todos se postran en alabanza hacia él, todos con el aliento contenido y miradas que mantienen bajas en señal de sumisión; todos con sutiles sentimientos de extrañeza, de que hay algo fuera de lugar cuando el rey desciende acompañado por su único guardia y su chofer, pero nadie se atreve a preguntar, a juzgarlo, a siquiera dedicarle una sola mirada de sospecha: es la palabra del rey la única que debe importarles, aun si esta es mentira para todos los demás.


El cabello azabache resplandece bajo una corona de oro que no solo esclarece su estatus, sino que lo enaltece ante todo aquel que pueda ponerle los ojos encima. Su cuerpo es protegido del frío por un abrigo de piel de la mejor calidad, por telas finas y aterciopeladas que solo él y su majestad tienen el derecho a portar. Las joyas preciosas también lo envuelven, desde su corona hasta los propios adornos de la capa, mismas que acentúan la belleza magra de sus facciones, el propio brillo carmín de esos ojos que parecen en continuo incendio.


Al final de la comitiva, Christophe, el consejero principal de su majestad, espera por él y se inclina también para su recibimiento. Después del saludo, del «Bienvenido de vuelta, alteza», Christophe lo sigue unos cuantos pasos atrás por su continuo camino dentro del castillo. Yuuri nota como los ojos del consejero son fieros hacia él, como es el único quien se atreve a darle cabida a esos sentimientos raros que parece inspirarle a todos los demás.


—¿Cómo fue su viaje, alteza? —pregunta Christophe, más por obligación que por una sincera duda.


Yuuri se detiene ante estas palabras y le dedica una mirada pesada, analizadora. Después sonríe. 


—Ha sido un viaje maravilloso. Siempre es reconfortante volver al lugar que me vio nacer.


El rey contiene una risa para sí mientras nota como Christophe entrecierra los ojos y trata de sonreír en respuesta.


—¿Dónde se encuentra su majestad? —pregunta Yuuri tras reanudar sus pasos.


—En la sala del trono, alteza, esperando por usted.


Es la misma conversación que ambos tienen cada vez que Yuuri regresa de uno de sus viajes: son las mismas preguntas, las mismas respuestas, pero la sensación de sospecha en Christophe aumenta cada vez, con cada reunión, con cada palabra. El consejero, sin embargo, no tiene otra opción más que cumplir con su deber y acompañar al rey hasta el lugar que le ha indicado, donde su realeza aguarda impaciente por su llegada.


Pronto, los pasos del rey abandonan a los del consejero, quien debe esperar por él fuera de la sala. Dentro, solo una silueta de cabello largo y plata espera sentado en el trono, todo lo demás es soledad, intimidad para los dos reyes que se observan y se sonríen por primera vez en un par de días.


Tan parecidos en las telas que los abrigan, en la cantidad de piedras preciosas que adornan cada una de sus prendas, pero tan diferentes en esos orbes que estallan de modos muy distintos: Yuuri es un incendio eterno, Víctor un mar bravo que se estrella ante su presencia. Y, justo así, se conjugan para apagarse y encenderse mucho más potentes después, para amarse cada segundo de su existencia.


Yuuri se tienta en perder la solemnidad de su presencia para correr hasta él, hasta sus brazos en los cuales podría enredarse una vida entera sin que sea suficiente; pero prefiere mantenerla, caminar con pasos lentos y apenas perceptibles hasta su majestad, mientras este lo detalla con la mirada, a él, a su rostro y sus facciones, a la figura pequeña que le provoca proteger y esa belleza exótica que le parece el delirio mismo.


Víctor extiende los brazos en su dirección cuando está lo suficientemente cerca, deseoso y desesperado porque deje de jugar y pueda recibirlo como se merece, pero Yuuri se detiene justo en el punto crítico y se postra frente suyo como lo haría cualquier súbdito: es un rey haciendo reverencia ante otro.


—No deberías postrarte ante nadie más — Víctor le anuncia con una sonrisa cálida, una que nadie esperaría que ese hombre de hielo le pudiera dedicar a otro ser humano.


—Solo ante usted, su majestad, porque mi amor está postrado al suyo.


Víctor no puede resistir esas palabras, ese gesto humilde y devoto hacia él y hacia su amor. Se levanta del trono y camina en dirección a Yuuri para poder sostener su barbilla y hacer que lo mire, mientras sus dedos helados acarician las mejillas ardientes del otro. La piel de Yuuri siempre es tan cálida que contrarresta deliciosamente con su toque. De esa forma sucede con sus labios, mismos que terminan por unirse entre sí en un estallido de temperaturas.


Yuuri sonríe una vez más, sobre todo porque el cabello largo de Víctor siempre cae contra su rostro y le hace cosquillas cada vez que lo besa de esa forma.


—Bienvenido, amor. 


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