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El río entre nosotros por Kaiku_kun

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Notas del fanfic:

Escrito para el 26to Reto Literario de Mundo Yaoi.

La historia se situa aproximadamente al 5000 AC en el río Danubio a su paso por la frontera entre Rumanía y Bulgaria. Y se basa en la siguiente canción (en parte): https://youtu.be/PbviwAuEXqc

El río entre nosotros

 

La historia que hoy os contaré sucedió hace milenios, cuando los dioses no tenían nombre ni forma y las ciudades no existían.

Existió una vez un valle fértil y tan verde que un daltónico como yo lo confundiría con el color naranja, por el que transcurría el mayor río que se conocía en semanas de camino a la redonda.

Tal maravilla de paisaje fue descubierto por los humanos en una gran migración y montones de ellos se asentaron en las riberas, donde se reunían gran cantidad de peces, aves y mamíferos, además de albergar muchas especies de árboles frutales, arbustos de frutos silvestres y plantas muy nutritivas.

Durante mucho tiempo, los humanos vivieron de la naturaleza usándola en su favor sin excederse, no sin evitar conflictos puntuales entre las aldeas. Aquellos humanos sabían que en el valle habitaban espíritus y entidades naturales que castigaban los excesos duramente, pues cuando las peleas y el egoísmo escalaban, dichas entidades reaccionaban haciendo que los animales se fueran, la vegetación se pudriera y el río desbordara.

Muchas veces esos seres hablaban directamente a los humanos enviándoles sus pensamientos a gritos, causándoles una locura pasajera en el menor de los casos. Así, con el tiempo, aparecieron personas a las que llamaron «sentinentes» que consiguieron cierta resistencia a las voces y que podían transmitir sus saberes y advertencias. El ser humano es así de tonto, y empezó a tener en más estima y estatus a todo aquel que resistiera las voces de la naturaleza, en vez de conseguir resistir él por su cuenta.

Uno de esos humanos afortunados se llamaba Dagu. Dagu, un hombre que se encontraba a mediados de su tercera década de vida, experimentó muchas veces el poder aplastante de la voz de la naturaleza desde niño, y creció rodeado de personas que alababan su resistencia y le preguntaban por lo que había escuchado.

—¿Cómo podríamos cruzar el puente durante la época de lluvias?

—¿Han dicho las voces si podemos usar el grano de esta planta? ¡Los viajeros del este hablan de grandes campos sólo de ellas!

—Las voces nunca me dicen qué hay que hacer —repetía una y otra vez—. Siempre prohíben, siempre hablan de nuestros límites.

Dagu no se consideraba afortunado. Había tenido hijos con una hermosa mujer del pueblo más cercano, pero tanto ella como dos de sus tres hijos ya habían fallecido por enfermedades. El único superviviente, Abod, se había marchado a viajar por el valle. Dagu estaba solo, recibiendo voces de advertencia y alabanzas, trabajando en sus también famosos remedios para heridas y otros problemas físicos habituales en sus vecinos.

Un día, Dagu decidió pasear cerca de la ribera del gran río que cruzaba el valle. El río cargaba con el agua de lluvias recientes al oeste, así que su cauce había crecido hasta inundar las raíces de los árboles más cercanos a la ribera.

—Ha empezado la época de lluvias. No podemos cruzar al otro del río —había anunciado a sus vecinos del poblado.

Los pueblos de ambos lados del río estaban conectados la mayor parte del año, pues a pesar de ser un río ancho, solía ser transitable en puntos clave, y también usaban barcas sencillas hechas con los juncos crecían cerca del río. Pero en cuanto la época de lluvias daba comienzo, el río se tornaba inestable y agresivo, y era peligroso cruzarlo de cualquier forma.

Dagu prosiguió su tarea de recoger hierbas medicinales hasta mediodía. El sol picaba bastante cuando se levantó para volver a su poblado. Y miró al oeste, esperando ver nubes de tormenta. En su lugar, una persona se acercaba. Dagu esperó a que llegara hasta él.

—Hola, me llamo Derba. Estoy buscando al reputado curandero y sentinente Dagu. Me han dicho que podría encontrarlo en la ribera sur.

—Soy yo mismo —dijo, sin inmutarse por la palabra «reputado»—. ¿Qué ocurre?

—Me envía tu hijo Abod con un mensaje.

Dagu abrió bien los ojos, por la sorpresa, e invitó al mensajero a que le siguiera con una sonrisa en el rostro, la primera en varios días.

—No es costumbre hablar de un tema importante fuera de un hogar cómodo —le explicó. Le miró un segundo y vio que había un rasgón importante en la ropa cerca de la rodilla derecha—. Y creo que estás herido. Ser mensajero en tierras de las voces puede ser peligroso.

—¿Crees que no soy del valle? —le preguntó.

—Estás más moreno que yo, y salgo todos los días a recoger plantas y frutos.

—Caminar todos los días bajo el sol tiene sus pegas —repuso Derba.

Cuando llegaron a la primera de las cabañas de madera y paja, Dagu frenó y le abrió paso por la cortina de piel que protegía la entrada. Dentro, los rescoldos del fuego nocturno aún emanaban cierto calor.

—Siéntate. Tienes un poco de agua ahí para refrescarte.

Dagu ordenó sus plantas mientras miraba de reojo al viajero deshacer su prenda inferior. Tenía una herida fea ahí, pero nada que no pudiera arreglarse con una buena limpieza y uno de sus remedios.

Derba le pilló mirándole, pero a Dagu no le importó sostener su mirada.

—Abod me explicó lo que le pasó a vuestra familia. Lo siento.

—Hace ya tiempo de aquello —suspiró Dagu, sentándose delante de su invitado—. ¿Cómo te has hecho eso?

—Huía de una cierva que protegía a su cría. No me alcanzó, pero me tropecé por el camino. Me hice eso tropezando con unas piedras.

—Estarás bien, deja que prepare una plasta curativa. ¿Puedes limpiarte eso con el agua mientras tanto?

Derba asintió, y Dagu se puso a trabajar. El segundo podía notar cómo el extranjero le miraba, aunque estaba medio de espaldas. Estaba acostumbrado a las miradas, siendo tan famoso por resistir las voces de la naturaleza, así que ya esperaba la preguntita de siempre: «¿Qué cosas te dicen las voces?»

—Tu hijo también me ha hablado de eso de las voces —empezó Derba. Dagu sonrió sin que le viera—. Vengo de más allá del valle, así que apenas me estoy enterando.

Dagu decidió que podría explicarle su experiencia de sentinente sin parecer cansado de la vida.

—Hay sentinentes que reciben instrucciones y son capaces de evitar conflictos entre poblados. En mi caso sólo son un montón de advertencias y prohibiciones. La que más se repite es la de: «No cruces el río en época de lluvia. Te matará».

—Parece algo lógico y evidente.

—Hay veces que son mensajes premonitorios.

—¿Por ejemplo?

—Un día me hablaron sobre mi vecino Royu. No querían que cogiera ninguna planta de cerca de las montañas. Royu intentó hacer caso, pero su hijo se perdió al sur del poblado, así que fuimos a buscarlo. Le rescatamos sin problema, pero Royu se hizo un rasguño parecido al tuyo. Yo quise curarlo, así que le di una planta medicinal de la zona sin caer en la cuenta del mensaje. El cuerpo de Royu reaccionó mal, se hinchó y murió ahogado.

—Uau, eso da miedo.

—Me lleva a pensar que aunque son mensajes muy tontos, predicen lo que va a pasar, lo sepamos o no.

—Entonces, ¿crees que el río te matará?

—No lo sé, no siempre es tan evidente. Prefiero no pensar en ello.

Derba ya se había limpiado la herida de la pierna. Sin duda no era tanto como aparentaba al principio. Dagu aplicó su plasta de hierbas trituradas en su jugo y con agua en la pierna. Derba hizo una mueca de molestia. Aquello debía de arder un poco.

—Mantenlo fresco un rato y luego sécatelo. Y ya estarás listo para seguir.

—En realidad, pensaba quedarme aquí un tiempo.

Dagu le miró a los ojos, intrigado. La escasa barba de su invitado y el pelo largo y sucio le daban un aire de salvaje que él mismo tuvo de más joven, e inspiraba misterio.

—¿Es cosa de mi hijo?

—No, pero siempre me quedo a ayudar un tiempo allá donde entrego mis mensajes.

—Bueno, pues aquí tienes un sitio donde quedarte a dormir —le sonrió con tranquilidad—. La cabaña es lo suficientemente grande para los dos.

Y así, Derba pasó todo un ciclo lunar en la aldea de Dagu. Presenció en primera persona las preguntas sobre las voces y cómo Dagu suspiraba, cansado, de responder siempre las mismas cosas, por muy absurdas y evidentes que parecieran. Derba admiraba la paciencia de su anfitrión, que se pasaba la mano por su pelo corto y algo canoso esperando el momento en el que las preguntas fueran más elocuentes.

Dagu solía ver a Derba trabajar en las cabañas, reemplazando las cañas del techo y enseñando a algunos de sus habitantes a entrelazarlas mejor para que la humedad no entrara tan fácilmente. Y cuando Dagu iba hacia el río a observar su estado o a recoger plantas, Derba le acompañaba, normalmente mirando hacia la otra ribera: se podía ver otra aldea cercana desde allí.

No le hizo falta a Dagu que pasara todo el ciclo lunar para darse cuenta de que a Derba le gustaba más pasar el rato a su lado, aunque fuera trabajando, que no estar por su cuenta. Hacía mucho que nadie le había dedicado tanto tiempo de su vida. Normalmente sus vecinos le trataban con respeto, sin más.

—Me han encargado que lleve un mensaje a un pueblo de la otra ribera —dijo, al final de ciclo—. Hace días que no llueve, el río muestra el paso a pie un poco más al oeste.

—Entonces ¿es una despedida? —preguntó, pues Derba ya le había avisado de que se iría si le encargaban un mensaje.

—En realidad estaba pensando en quedarme un tiempo más. Me siento más bienvenido aquí.

Dagu le sostuvo la mirada a su invitado, que le sonreía con una mezcla de tranquilidad y perspicacia. Luego se giró, fingiendo que trabajaba en uno de sus remedios.

Apreciaba muchísimo que Derba le prestara tanta atención, y que encima le gustara. Era un caso extraño en su vida, pues sólo su difunta mujer le había deseado de ese modo. Sólo había un problema: él no sentía lo mismo. No negaba su atractivo, pero no había surgido nada. Y le fastidiaba muchísimo, porque una parte de él le decía que le quería a su lado. No quería sentirse solo.

Aunque la conversación quedó zanjada en ese momento, Dagu estuvo dando vueltas toda la noche, sin poder dormir, pensando en cómo salir de aquella situación.

Quizás fue la privación de sueño lo que hizo que Dagu aceptara un abrazo de Derba cuando estuvieron en la ribera del río. Y fue especialmente largo. Estaba dando las señales equivocadas, pero se encontraba cansado como para resistirse a la tentación.

Fue entonces cuando llegó la voz de la naturaleza.

NO CRUCES EL RÍO CUANDO EL CAUCE ESTÁ LLENO. TE MATARÁ.

La voz retumbó en su cabeza como un trueno y le desorientó. Notó el agarrón de Derba para evitar que se cayera al suelo. Como era habitual en los mensajes que recibía, su visión se tornó borrosa y se mareó. No hubo visiones extrañas esa vez, quizás porque era un mensaje conocido.

—¿Estás bien? ¿Qué ha sido eso?

—La voz de la naturaleza.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Derba con curiosidad.

—Otra vez ese mensaje de no cruzar el río cuando no debo.

—Pues ahora está tranquilo —repuso el viajero, mirando el agua y el paso de rocas que había poco más allá.

—Y tampoco lo voy a cruzar yo. Ve, aprovecha ahora. Vuelve pronto.

—Lo haré.

Derba le dio otro abrazo rápido, aprovechando el aturdimiento de Dagu, y se puso a saltar roca en roca. Dagu se mantuvo quieto un rato, dejando que su cuerpo recobrara la compostura física, y luego se fue, de vuelta a su casa.

Esa noche, al ver su cabaña vacía de nuevo, decidió que quería a Derba en su vida, pero que necesitaba un empujón para hacer que sus emociones le incluyeran. Por suerte, entre tantas voces y prohibiciones a lo largo de los años había conseguido desentrañar los secretos de un brebaje que potenciaba las sensaciones y emociones. Algunos habitantes del valle ya lo habían probado y habían estado contentos con el resultado, así que él podía probarlo también.

Hacia el mediodía siguiente ya había vuelto de las montañas del sur cargado con todo lo que necesitaba para que el brebaje funcionara.

—Derba dijo que volvería en dos días. Será suficiente —se dijo, convencido.

Trituró todos los ingredientes y los mezcló con agua durante la tarde y lo dejó reposar toda la noche. Por la mañana, después de asegurarse de que hacía un buen día, se tomó el brebaje sin siquiera mirarlo.

Supo que algo había ido mal al instante. Las voces de la naturaleza le bombardearon con frases apenas comprensibles sobre sus vecinos, sobre él mismo, sobre personas que ni siquiera conocía, y no conseguía entender qué era lo decían. Era como si hubiera saboteado su habilidad para resistir las voces.

—El efecto inicial pasará pronto —se dijo, en un intento de relajarse.

No salió de su cabaña en todo el día, hundido en sus mantas, esperando el momento en el que pudiera descansar en paz. Y esperando a Derba.

La llegada de una tormenta durante la noche fue lo que le permitió dormir en paz. Las voces se fueron en cuanto los truenos explotaron en el cielo y el agua empezó a caer. Dagu se acercó a la fogata para pasar menos frío mientras se sumía en un feliz sueño en el que él y Derba vivían juntos y construían una cabaña más grande para pasar el resto de sus vidas en harmonía.

Se despertó al día siguiente con una sensación de felicidad absurdamente placentera. Lo primero que hizo fue salir a ver qué día hacía, esperando que la tormenta no hubiera sido tan grave como había sonado la noche anterior. Se moría de ganas por ver a Derba y descubrir qué era lo que sentía ahora.

—El río vuelve a bajar lleno —musitó.

No había ningún paso visible. El río no mostraba una corriente furiosa, pero el nivel del agua había subido igual que cuando conoció a Derba, lo que lo hacía transitable sólo por barca. Dagu sabía, pese a ello, que el tiempo podía empeorar y que Derba aún tardaría un día en volver.

El miedo se escurrió como una hoja de árbol pasando por las rendijas de su cabaña y empezó a crecer a lo largo del día: «¿Qué pasa si no puede volver? ¿Y si decide marcharse por su cuenta finalmente? ¿Y si no puedo salvarle de alguna herida? ¿Y si no soy capaz de corresponderle?». Preguntas que nunca se había hecho, pero que ahora le atormentaban más allá de la sensación de soledad que siempre había sentido.

Otra noche en vela, intentando dormir, con un horrible peso en el estómago que nunca había tenido y que no conseguía quitarse. No redirigió su atención forzadamente a algo que le ayudara a calmarse, sino que su mente directamente empezó a hacer planes sobre plantas, hierbas y otros ingredientes que necesitaría para sus ungüentos. Y pese a ese mecanismo natural, ese peso seguía ahí. Y si por casualidad se le ocurría fantasear con el reencuentro con Derba, era peor.

—Sólo han pasado un par de días, relájate —se decía constantemente.

No se relajó.

Cuando los primeros rayos de sol inundaron el valle, Dagu salió de su cabaña y se dirigió a la ribera del río, donde tendría que haber estado el paso.

—No, no, por favor, no…

El río no sólo bajaba más cargado, sino que amenazaba con desbordar por su agresividad. Agua marrón, mezclada con fango y el fondo del río revuelto, con trozos de plantas y árboles aquí y allá, a más velocidad de la habitual. Quizás hasta habría hecho desaparecer el paso permanentemente.

Dagu empezó a caminar nervioso, a derecha e izquierda, bordeando la orilla desde una distancia segura, pensando en qué hacer o qué decir. El sol se alzaba e iluminaba a medias, pues las nubes de tormenta seguían llegando desde poniente. Era la época de lluvias, y Dagu lo había olvidado por completo.

—¡Dagu!

Se giró al instante a la llamada. Al otro lado del río, Derba le llamaba y le saludaba con la mano. Él hizo lo mismo con buena energía, aliviado a medias de que estuviera allí y quisiera volver. No podía hacerlo.

—¡Esperaremos a que se calme! —le sugirió Derba.

Dagu tenía una inquietud. Quería decirle todo lo que sentía, pero ese estúpido río había decidido arruinarle el día. Podía sentir su cuerpo en ebullición, pensando en mil cosas que decir a la vez.

—¡Volveré todos los días hasta que el río vuelva a su estado natural! —le aseguró Derba, viendo que la persona que le gustaba se veía en tantos apuros.

La promesa le hizo sentir mejor. Apenas podían hablar, pero tampoco habían hablado tanto mientras estuvieron juntos. Todo lo que podría hacer era esperar y mirarse mutuamente.

Y así, Derba y Dagu esperaron durante dos semanas a que el río volviera a ser transitable. Todos los días, sin embargo, había algo que lo impedía: o se convertía en un peligroso torrente, o había demasiados restos de vegetación que podrían hundir cualquier barca, o las lluvias amenazaban con hacer enfermar a los amantes.

Y cuando podían, Derba y Dagu pasaban horas cada uno sentado en su lado del río, descuidando sus tareas con frecuencia. Derba siempre lucía relajado y feliz de poder pasar tiempo al lado de Dagu. Éste siempre se debatía entre sus sentimientos y su deseo de una vida tranquila juntos, y la firme idea de que tenía que revertir los efectos de su propio brebaje.

En cuanto Dagu tomaba una débil decisión de actuar, su cuerpo se negaba a responder. Daba igual qué fuera, simplemente no podía. No podía mostrarle sus sentimientos como tampoco era capaz de encontrar un remedio a su propio mal. Se recordaba constantemente que su brebaje había sido un fallo, y que esa situación era su consecuencia, pero en su mente reinaba una sola voz: «mejor esto que nada».

Hacia el final de la segunda semana, Dagu se dio cuenta de que las voces no le habían enviado un solo mensaje desde que su brebaje había hecho llover prohibiciones y advertencias de esa forma tan delirante. Ni siquiera susurros de fondo. Aunque siempre había odiado oír esas voces, ahora se encontraba indefenso, desnudo, sin la protección que le daban esas extrañas profecías. Por fin entendía qué era para los demás tener a un sentinente en su aldea.

—Tengo que decírselo. Tiene que saberlo —se dijo.

Se levantó un día más para ir al río. Llovía suavemente, a ratos, lo que le daba poco tiempo para verle. Era malo quedarse empapado lejos de un fuego.

Derba ya le esperaba al otro lado, como siempre. Estaba relajado, de pie, observando el curso del río que, aunque no se mostraba tan agresivo como en días anteriores, seguía mostrándose intratable. Dagu lanzó cuatro maldiciones contra las voces de la naturaleza por tenerle incomunicado de esa forma de Derba.

—¡No te preocupes! Esperaré lo que haga falta. Quiero pasar el resto de mi vida contigo —le confesó Derba.

—¡Yo también! —le correspondió, de esa forma escueta que era tan propia de él.

Dagu sintió que una parte de su peso en el estómago desaparecía casi al instante. La otra parte estaba allí por ese río, por la sensación de que no todo estaba completo.

Un día más, Dagu volvió a su cabaña sin Derba. La idea de revertir el brebaje había quedado en el fondo de su mente, pues estaba mucho más en paz sabiendo que Derba estaba allí todos los días por él. Sin embargo, estaba sacrificando su contacto con las voces de la naturaleza a cambio. Y, a diferencia de su amado, él no podía esperar con esa tranquilidad.

Otro amanecer, y el río seguía estando intratable. Decidido incluso a dejar el poblado, Dagu tomó una de las barcas comunitarias y se acercó a la ribera. Pero cuando llegó a la ribera, se encontró solo. Derba no estaba.

Se quedó paralizado cuando vio una columna de humo alzarse delante de él, allá donde tendría que haber el otro poblado. Allí era donde estaba pasando sus noches Derba.

Aterrorizado por la salud de su amado, Dagu lanzó su barca al río y se armó con un trozo de madera que servía de remo. Necesitaba saber que estaba bien, que aquello simplemente era un incendio causal por una hoguera, como era tan frecuente en su poblado. Pero no podía sencillamente esperar que fuera eso y que Derba volviera para calmarle, tenía que verle. Lo necesitaba. Derba no había fallado un solo día hasta entonces.

El río era mucho más ancho de lo que parecía desde la ribera, y la corriente mucho más fuerte. Dagu remaba con fuerza, pero avanzaba muy lentamente y de lado. Apenas había cubierto unos metros en línea recta, y ya tenía que mover el cuello para observar la columna de humo ascender al cielo encapotado.

Fue entonces cuando atisbó a Derba en la otra ribera. Éste, consciente del peligro que Dagu estaba corriendo, intentó hacerle señas de que volviera, gritando si corría lo suficientemente cerca de Dagu. Dagu, inseguro de si seguir remando hacia la otra ribera o hacer marcha atrás, desvió la dirección de su barca en la diagonal errónea, lo que hizo que la corriente se la llevara con mucha más fuerza. Al corregir aquel fallo, la barca dio un peligroso bandazo y Dagu terminó en el agua.

—¡Socorro! —gritó.

—¡Aguanta! —oyó de lejos.

No sabía nadar. Y, aunque hubiera sabido, sólo notaba el río arrastrándolo como a un tronco de árbol partido. Tragó agua tantas veces que empezó a marearse, y las fuerzas le fallaron pronto. Cuando las primeras cabezadas bajo el agua se produjeron, Dagu volvió a oír todas las voces de la naturaleza a la vez: «No cruces el río cuando el cauce esté lleno. Te matará»; «no salgas en un día de lluvia»; «no esperes que te trate como tú quieres»; «usa tu don para lo que se te encomendó»… Montones de frases que le estaban diciendo lo que en el fondo ya sabía: que nunca debería haber preparado ese brebaje. Que tendría que haber dejado marchar a Derba.

ESTE ES EL CASTIGO POR DESOÍR A LA NATURALEZA.

Un último mensaje demoledor que hizo que Dagu se rindiera definitivamente y nunca volviera a salir a la superficie.

Derba consiguió recuperar el cadáver de la persona que amaba al día siguiente, cuando lo encontró encallado en unas piedras, muy lejos de su aldea. La costumbre del valle era la incineración, y así hizo que sus restos desaparecieran. Y, aunque su experiencia fue traumática, Derba consiguió ser feliz con otra persona, siempre teniendo presente a Dagu sobre qué no es lo que puede permitirse.

Dagu cometió una cadena de errores en cuanto se decidió a preparar ese brebaje. Las voces de la naturaleza le habían advertido muchas veces sobre cómo evitar ser egoísta, y por eso Dagu se había dedicado a preparar remedios y medicinas para sus vecinos, nunca apostando por sanar su soledad poco a poco, sino entregando sus fuerzas a un bien mayor.

Desde el momento que forzó personalmente lo que la naturaleza no había dejado que sucediera, no sólo se condenó a sí mismo, sino que provocó la ira de la naturaleza con días y días de lluvias torrenciales y desperfectos constantes en todo el valle. Dagu tuvo sobradas ocasiones de frenar todo aquello. Podría haber dejado de visitar a Derba; podría haber preparado un brebaje que revirtiera aquellos desastrosos efectos; podría haber tenido siempre presente la profecía sobre su propia muerte y, por lo menos, retrasarla. Sólo escuchó sus miedos y temores y creó una falsificación emocional.

Fue el equivalente a suicidarse.

 

FIN

Notas finales:

¡Y eso es todo! Me podéis encontrar en Facebook, Ao3, Wattpad, Mundo Yaoi y Mundo Yuri como "Mare Infinitum".


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