Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

El ronin y el vendedor de soba por Lukkah

[Reviews - 3]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del fanfic:

Los personajes pertenecen a Eichiiro Oda.

Notas del capitulo:

Bueno, después de 800 años, he vuelto. Cosas de la vida.

Quienes os acordéis de mí, sabréis que mi OTP es KidLaw, pero ZoSan le sigue por muy poquito. Y claro, después de ver a Zoro ataviado con ese kimono en Wano... Nadie en su sano juicio puede resistirse. De verdad, Zorojuro, deberías estar prohibído.

Advierto que toda la histora transucrre en Wano, y ninguno de ellos es pirata. Sólo he cogido los disfraces que Kin'emon diseña para ellos y los he hecho realidad, como si esa fuese su vida. Así que, si alguien no ha llegado a la saga de Wano, creo que no debería seguir leyendo (por posibles spoilers).

¡Dentro cap! 

El mundo, desde tiempos inmemoriales, se había dividido en cuatro grandes ambientes. El Mar Azul era el océano que cubría la mayor parte del globo terráqueo, una inmensa masa de agua que, a su vez, se compartimentaba en mares más pequeños y una larga cadena de islas llamada Grand Line. Las Nubes Marinas dominaban el cielo. El Fondo Marino era el tercer ambiente, repleto de criaturas fantásticas. Y, por último, estaba el Red Line, el único continente del mundo que se extendía de norte a sur.


El Red Line partía en dos mitades el Mar Azul y el Grand Line, y los primeros hombres, quienes bautizaron así a los lugares que se encontraban, llamaron Paradise a la primera zona, y Nuevo Mundo a la segunda. Si bien había islas extraordinarias en todos los mares, en el Nuevo Mundo había verdaderas maravillas.


Y una de esas maravillas era el País de Wano.


Antiguamente conocido como el País del Oro, Wano era una isla de tamaño considerable que se regía por sus propias normas. No estaba afiliada al Gobierno Mundial, y mantenía una estricta política de aislamiento –sakoku. La isla se dividía en seis regiones, incluyendo una isla cercana llamada Onigashima. El clima inestable que rodeaba la zona ayudaba al aislamiento, ya que impedía que muchos barcos pudieran llegar a sus costas.


Durante el shogunato del clan Kozuki, el país era próspero e inmensamente rico. La flora y la fauna reinaban en las regiones, cada una de ellas con sus peculiaridades. Grandes bosques florecían de este a oeste, exuberantes y exóticos. Animales de todas las especies vivían de norte a sur, y el río, que separaba las regiones por sus márgenes, abastecía todo el territorio con sus aguas cristalinas y limpias.


Sin embargo, veinte años atrás, un grupo de piratas llegó al país, causando una gran convulsión. El clan Kozuki controlaba el shogunato, mientras que los jefes de los clanes Shimotsuki, Kurozumi, Uzuki, Amatsuki y Fugetsu servían como daimyōs de las regiones –señores feudales. Sin embargo, el clan Kurozumi se alzó contra el shogun, aliándose con los Piratas de las Bestias.


Kurozumi Orochi se autoproclamó shogun, ejecutó a los daimyōs del resto de clanes y colocó a altos miembros de los Piratas de las Bestias al mando de las regiones. Con este nuevo gobierno, Wano sufrió una drástica transformación debido a los negocios que Kaido, líder de la banda pirata, tenía con el exterior.


Los bosques de todas las regiones fueron talados, la fauna fue erradicada y, poco a poco, la orografía de las regiones se fue transformando en desiertos y tundras infértiles. El terreno se llenó de fábricas de armas –principal negocio de Kaido con el exterior– y la población de la isla, a excepción de la capital, fue empobreciéndose cada vez más. Como la política de aislamiento seguía vigente, los ciudadanos no podían comerciar con el exterior y sólo podían subsistir con las sobras de la capital.


Todas las regiones del país se vieron afectadas por el nuevo gobierno del clan Kurozumi, pero fue la región de Kuri, donde transcurre esta historia, la peor parada. Otrora región sumida en el caos y sin ley, sería el clan Kozuki quien lograría imponer la paz. Es por ello que Kurozumi, cuando se hizo con el poder, castigó severamente a la población, pues seguían siendo fieles al antiguo shogun. Poco a poco, las gentes del lugar abandonaron la región en busca de una vida más próspera, pues sentían que siempre serían mal vistos por los nuevos dirigentes.


Uno de los pueblos que se vio más afectado por la pobreza fue Okobore. La aldea fue arrasada por los Piratas de las Bestias cuando estalló una rebelión en favor del clan Kozuki, y sus habitantes se vieron obligados a rehacer la aldea de nuevo con los escasos materiales que desechaban los habitantes del pueblo Bakura.


Bakura era la aldea en la que vivían los funcionarios y miembros de otras clases sociales más elevadas puesto que, aunque hubo un cambio de shogun y los Piratas de las Bestias obtuvieron muchas cotas de poder, el sistema social feudal siguió vigente. Todos los naturales de Wano tenían un estatus por nacimiento, y era muy difícil escalar posiciones –por el contrario, era tremendamente fácil caer en desgracia.


*


                Como todos los días, Sangoro cerraba su puesto de soba después de atender a sus comensales para, antes de comenzar el turno de cenas, relajarse unos momentos en la tetería de Tsurujo. La buena mujer había llegado hacía un año a la aldea, pero enseguida se había hecho con las gentes del lugar, y todos disfrutaban de un buen té en su establecimiento. Además, se había hecho cargo de Kikunojō, una joven huérfana de la aldea.


Sangoro saludó a los pocos lugareños que se encontró por el camino –el pueblo no era muy grande– y entró en el establecimiento dejando las sandalias en la entrada. Dejó que el característico olor del té verde le embriagase y, como por arte de magia, sintió cómo su cuerpo se relajaba.


–Bienvenido, Sangoro-san –saludó Kikunojō con una leve reverencia. La muchacha, alta y grácil, era una de las más hermosas del lugar. Bajo la tutela de Tsurujo, además, había aprendido modales–. Siéntese donde prefiera, ahora mismo le traigo su té.


–Muchas gracias, O-Kiku-chan –le contestó el joven de forma cariñosa.


Si Sangoro no sintiese predilección por los hombres, le habría pedido matrimonio a Kikunojō hacía mucho tiempo. Por suerte para él, la casa de té estaba vacía y tuvo el lujo de sentarse al lado de la ventana que daba a la calle. En menos de un minuto, la muchacha le sirvió una taza de té en un vaso de barro cocido, circular e irregular pero precioso en sí mismo. Era igual que todo lo que había en Okobore, viejo, desgastado y usado, pero hermoso en cierto sentido.


–¿Cómo ha ido el día? ¿Clientes? –preguntó la chica, sentándose frente a él. Sangoro era cliente habitual, y cuando no había nadie, tanto ella como la dueña de la tetería podían relajarse con su compañía.


–Bueno, he tenido una cuadrilla de carpinteros que están arreglando el viejo puente que conduce hacia Udon –comentó, soplando suavemente el té antes de dar un sorbo–. No es mucho, pero es mejor que nada –sonrió–. ¿Y por aquí qué tal?


–Esta mañana han venido unas vecinas después de ir a comprar al mercado. Tsurujo-san ha comenzado a preparar mochi, y querían asegurarse unas raciones –respondió la joven con dulzura.


–Oh, es cierto –advirtió el rubio, pues se había olvidado por completo–. Ya es primavera. Debería avisar con antelación o me quedaré sin los deliciosos mochis de Tsurujo-san.


–No es necesario –intervino la dueña de la tetería, apareciendo por la puerta que daba acceso a la vivienda superior–. Para ti siempre hay mochis.


Tsurujo era una mujer de mediana edad, alta y delgada, de tez pálida y cabello oscuro. Ella no lo había mencionado nunca, pero Sangoro sabía que, antes de llegar a Okobore, había sido una mujer de un estatus elevado. Se veía en sus formas, en su manera de vestir, en su manera de hablar… Además, el arte del té estaba reservado a unos pocos privilegiados y, aunque él no era uno de ellos, sabía que Tsurujo preparaba muy buen té.


–Es muy amable por su parte, Tsurujo-san –Sangoro dijo con una reverencia cuando la mujer se sentó con ellos–. Esta noche prepararé una soba deliciosa para que cenen.


–No-no es necesario –se apresuró a decir Kikunojō, algo ruborizada–. No lo hacemos para recibir algo a cambio.


–Es cierto –intervino Tsurujo antes de que el hombre pudiera alegar nada–. Te apreciamos, y es lo menos que podríamos hacer por ti.


La mujer acarició suavemente la perilla de Sangoro, un gesto que solía hacer habitualmente, y éste sonrió con ternura. Era como una madre para él. Además, era la única de la aldea que conocía su orientación sexual, y el hecho de que le hubiese aceptado sin reparos reforzaba más esa visión que Sangoro tenía de ella.


Continuaron hablando animadamente durante un tiempo más, pero Sangoro acabó por abandonarlas para volver a abrir su puesto de soba. El pequeño establecimiento se situaba en la planta calle de su casa, reservando el piso superior para la vivienda. Como todos los edificios de Okobore, la casa de Sangoro era estrecha y algo elevada, construida con madera de bambú viejo. No tenía muchos clientes, pero podía vivir.


Además, tenía un don especial para la cocina. Siempre estaba probando ingredientes, que compraba –si su bolsillo se lo permitía– a los mercaderes ambulantes. Hacía los fideos con mimo, como llevaban haciendo en su familia de generación en generación. Le gustaba mezclar diferentes harinas para hacer la masa de la pasta, utilizar productos de temporada y cambiar la oferta para hacer su puesto más atractivo.


Antes de que pudiera darse cuenta, el sol había caído y nadie quedaba en las calles. Sangoro cerró el puesto y, como había prometido, preparó dos cuencos de deliciosa soba para sus amigas. Por suerte para él, aún estaba anocheciendo cuando partió hacia la casa de té –ya que estaba prohibido caminar por las calles de noche.


Cuando llegó, Kikunojō estaba barriendo el suelo mientras Tsurujo recogía la última vajilla del día. Enseguida, prepararon una mesa y ambas comenzaron a cenar. Sangoro se excusó alegando que él cenaría en casa, prefería verlas disfrutar con su plato. Sin embargo, antes de que pudieran terminar los cuencos, la cortina de la entrada se abrió y apareció un desconocido.


Era un hombre alto y musculoso, con un cabello de un llamativo verde alga. Tenía una cicatriz en el ojo izquierdo, tres pendientes en una oreja, y una expresión facial bastante seria y marcial. Vestía un elegante kimono blanco con una delicada filigrana azul en la parte baja, a juego con el obi, sobre el que colgaban tres katanas. Se cubría del frío con un haori verde oscuro con un estampado en blanco.


–¿Está abierto? –preguntó desde la puerta, y su voz resonó por toda la estancia.


–¡C-Claro, adelante! –Tsurujo se apresuró a decir, levantándose de la mesa y haciendo una reverencia marcada al hombre. Kikunojō la imitó, nerviosa–. ¿Qué desea?


–Estoy buscando hospedaje –dijo el hombre de forma tajante. Había entrado en el local porque era el único que tenía luz, pero aquello no era lo que necesitaba–. Un futón para mí y una cuadra para mi caballo.


La mujer dudó unos segundos. Ella no tenía habitaciones libres, en la planta de arriba sólo estaban dos cuartos, el suyo y el de Kikunojō. Era una tetería después de todo. Pero ese hombre llevaba un buen kimono, y las espadas no mentían: era un samurái. Y los samuráis tenían dinero. Y un poco de dinero nunca venía mal.


–Por supuesto. Tenemos una habitación para usted –murmuró con una sonrisa, viendo por el rabillo del ojo cómo Kikunojō la miraba con sorpresa–. Si es tan amable de seguirme, se la mostraré para ver si es de su agrado. Kikunojō se ocupará del animal –le lanzó una mirada a la muchacha que no admitía réplica–. Sangoro-san, acompáñala.


Ambos asintieron y salieron de la tetería bajo la atenta mirada del desconocido. Sangoro le miró de reojo, sintiendo un escalofrío cuando sus ojos se cruzaron. Tenía los ojos pequeños y oscuros, pero su mirada era penetrante como un cuchillo.


–No me importa cómo sea la habitación, me la quedo –habló el samurái cuando se hubieron quedado a solas–. Sólo quiero que mi caballo esté resguardado y tenga heno y agua fresca.


–No tiene de qué preocuparse, señor –contestó Tsurujo con otra reverencia. Sabía lo importante que era un caballo para un samurái–. ¿Cuántas noches planea hospedarse? –curioseó con educación mientras echaba a andar hacia las escaleras, asegurándose que la seguía.


–No lo sé. Le pagaré cada día que me quede –contestó el hombre, siguiendo a la mujer.


Tsurujo asintió conforme, no sin antes advertir que, aunque hubiera mencionado el dinero, el hombre no le había preguntado por el precio. Señal de que el dinero no le importaba. Pero tampoco quería estafarle, la vivienda era modesta y no tenía muchas comodidades. Al final llegaron a la habitación de Kikunojō.


Era pequeña, con una estrecha ventana en una de las paredes. La esterilla del suelo estaba algo roída, y los muebles brillaban por su ausencia –una pequeña cómoda de madera y una estantería con un par de libros y una lámpara de aceite–, pero el hombre pareció conforme. La mujer suspiró aliviada, no las tenía todas consigo. Sin embargo, el hecho de que un samurái necesitase una habitación de forma tan desesperada le hacía desconfiar.


Escucharon a Kikunojō y Sangoro entrar, y bajaron. Sangoro llevaba el equipaje del samurái, un macuto no muy grande y unas mantas. Tsurujo ordenó a Kikunojō que preparase la habitación de la izquierda –así sabía que se refería a la suya–, y Sangoro la siguió para dejar el equipaje. Mientras, ella se quedó formalizando el primer pago con el desconocido.


–¿Desea algo más, señor…? –dejó la pregunta en el aire, aún no le había dicho su nombre.


–Zorojuro –contestó él, no necesitaba saber nada más–. Sí. Una botella de sake.

Notas finales:

El fic está completo, así que iré añadiendo los capítulos ininterrumpidamente. Como ya sabéis, me encanta leer vuestros comentarios, así que no tengáis miedo de decir lo que queráis! De momento, no me he comido a nadie xD

Nos leemos<3


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).