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L'ultima Arancia por yaoilandia

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Notas del fanfic:

One shot, Frak Sinatra x Elvis Presley.

Para celebrar que los amo, que son grandes musicos y que su música me inspira.

                La apacible sombra del árbol se cernía sobre él, similar al cumulo de pensamientos que asechaban cada uno de sus últimos días. Cayó una naranja rozando la tela de su traje azul marino; dejando un rastro aromático, único de la fruta cítrica. El sol le dio un pequeño vistazo a su rostro, sintiendo cómo encima de los parpados, se posó un pequeño rayo que logró colarse entre las hojas. Dejándole una —casi— inane gracia del cielo.

De esa forma se sentía la vida, errando de vez en cuando, frente a sus ojos. Eran sus últimos momentos, lo sabía. Su corazón no mentía, nunca lo hizo. Fue sincero cuando latió desenfrenado en el momento que conoció a la joven Nancy, y hasta ahora, latía apasionado al recordarla. El corazón no opuso resistencia cuándo fue presa de unos ojos que escondían un peligroso tifón de emociones, tras los irises azules de Elvis.

Aquel, que le arrancó la razón; que le dio un vuelco a su vida, y que aún, obcecado por su dulzura, fue capaz de seguir el sendero de la rectitud. Como se esperaba del joven Presley; nieto de un veterano de guerra, preparado toda su vida para ese momento.


No para él.

 

1942

Le doblaba la edad, pero era diez centímetros más bajo. Su mirada indómita era sinónimo de su carácter áspero. No lo culpaba, el italiano no respondería mejor en su situación. Era un rehén, en aquella bodega vieja donde acumulaban polvo y telaraña.

Taconeaba insoportable, taladrando pertinaz los oídos de Presley, expandiendo el sonido como una infección, hasta los más recónditos rincones del lugar. Merodeando al cautivo, detallando su figura, sus rasgos. Hasta sentarse frente a él, para continuar fascinándose con el trofeo que había conseguido.

Admirando la firme fiereza, en esos ojos; que protestan contra las ansias de arrancarle las extremidades que desbordaba su ser. Solo pensaba en cómo apaciguar esa ira, ya que  contrastaba repulsiva con lo que idealizaba de él. Imaginando que era amable y cálido, como el sol de verano que se cuela por las hojas verdes del naranjo.

—¿Sabes por qué estás aquí? —No obtuvo respuesta, la mordaza que rodeaba la boca de Elvis permanecía atada en su nuca.

Precisó tanta concentración al momento de quitar la mordaza para evitar caer en la tentación de acunar su rostro tarareando hermosas melodías. Lo intentó, pero camino al nudo, las puntas de sus dedos recorrieron la mejilla enrojecida y el cabello negruzco —desacomodado por el forcejo—. Saciándose del corto tacto que en ese momento significó mucho más, que una ingenua concomitancia. Elvis cerró los ojos con fuerza, tratando de adivinar qué era lo que tanto le perturbaba de ese pequeño hombre; quizá por ser mafioso, o quizás por el delicado y minucioso roce con el que tanteó la epidermis sin consentimiento. Jadeó al ser liberado de la decente blancura del pañuelo; de los bezos distendió un visible hilo de saliva que le cayó, con fineza, sobre la barbilla.

Sinatra sintió los vellos encresparse y todo su cuerpo sacudirse. Sacó un pañuelo que llevaba al frente del saco, lo sacudió y se acercó para borrar la delgada línea de saliva que emanaba de la comisura de esos fruncidos y testarudos labios carnosos. El otro gruñó y se removió haciendo a Frank alejarse, instintivamente.

—¡Tus hombres me trajeron aquí! —masticó cada palabra, hasta escupirla frente al hombre de altos ideales.

Sinatra no pudo más que dedicarle un gesto de sorpresa, para luego romper en una sencilla carcajada, esparciendo su voz por todo el lugar. Enternecido con la respuesta del nombrado.

—Hablo de la razón por la que estás aquí —Negó con la cabeza repetidas veces, digiriendo la inocencia del joven—. Sé quién te trajo, yo mismo di la orden.

—Te arrepentirás de eso.

Sinatra lo rodeó y se posó a sus espaldas. Él sabía lo que provocaba en ese joven, él mismo lo había sentido la primera vez que lo vio; su altura, ese rostro y esa voz, que le hizo cavilar durante muchas semanas su postura, ante lo que consideraba sensato.  

Los segundos que pasó contemplando sus hombros anchos, fueron siglos eternos en los que se debatía si estaba dispuesto a tocarlo. Las manos le cosquilleaban nerviosas, y las yemas de los dedos llevaban en sus intenciones una electricidad única de la adrenalina. Junto a sus pupilas azules, que chispeaban ambiciosas, mientras admiraban la obra de arte que había ordenado atar a una silla.

Podía magrear, con las palmas sudorosas, la inquietud en ese joven, tanto como en sí mismo. Sus manos habían transpirado únicamente ese día, cuando vio a una mujer desnuda por primera vez. Nunca más su ansia se había manifestado tan violentamente hasta ahora.

—¿Es eso una amenaza? —siseó cada palabra en el oído del Elvis, apoyándose en él—… Niño.

Se retorció, iracundo, en la incómoda silla de madera, mientras que Frank solo presionaba más sus trapecios. El joven se agitaba, adelante y atrás, de un lado a otro, repudiando el tacto que le era ejercido con tanta libertad.

—¡Suéltame!

Su voz estalló, abarrotando el amplio lugar, haciendo al eco percutir en los tímpanos finos de Sinatra.

—Permanecerás hasta que tu padre corresponda con el pago —explicó, hundiendo las yemas de sus dedos en los tensos y sensibles músculos de Elvis—. Negocios son negocios. —Envolviendo con su voz aterciopelada los oídos del más alto, dejándole saber, que de tener otras opciones, no lo fuera usado a él como cebo para que su tacaño padre pagara su deuda.

Quizá Elvis lo entendió, eso quería creer. Aún era un niño cuando fue su prisionero. Precoces dieciocho tenía en el momento, y ya él había aterrizado en los treinta hacía un par de años. ¿Qué pasaba por su mente?

La transacción fue rápida. Sinatra obtuvo su dinero y se obligó a dejar en libertad a Presley, deseando que no fuera la última oportunidad.

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Meses después, lo descubriría asaltando su naranjo. Aún era un pequeño árbol que daba frutas inmaduras, rodeado de un vasto campo verde. ¿Cómo podría pensar en colocar esas manos, ajadas por el tiempo y los dificultados, sobre aquella preciosa creación divina que aún no maduraba?

—¡Oye, chico! —llamó una de las ratas subordinadas de Sinatra—. ¿No tienes nada de provecho que hacer?

Elvis se acercó, desorientado por su llamado y la pregunta que no comprendía. El hombre le mostró el puño, disgustado por su atrevimiento. En las manos llevaba algunas naranjas maduras y, el cinismo en su rostro inocente. Sinatra solo contemplaba desde la ventana, con un puro en la mano que no había encendido por el ajetreo.

—Hazlo pasar.

La orden fue cumplida por el hombre. Rústico, lo tomo de la nuca, introduciéndolo violentamente a la casa. Elvis era más alto, y en efecto, más fuerte que aquel tipo de edad media, pero no tenía un arma en la mano cómo el contrario, y sabía que no dudaría en usarla.

—Ha pasado tiempo —comentó Frank, extendiendo su mano al joven para ayudarlo a incorporarse. Las naranjas se esparcían, rodando gráciles sobre el piso. Sinatra esperaba una respuesta en su mano libre—. ¿Sigues metiéndote en problemas?

—No, señor.

El curso de la guerra arrastraba consigo penuria y desdicha a los más vulnerables, marcada en los pómulos sobresalientes del joven frente a él. Sus ojos examines se paseaban impúdicos por el contorno y el exterior, su aspecto y consistencia. Era imposible no diferenciar los meses que habían pasado arrolladores sobre él. Frank dejó el puro sobre la mesa y tomó el antebrazo del más alto, guiándolo hacia el interior.

—Quiero disculparme contigo. Antes fui… muy rudo —comenzó Frank, buscando entre sus trajes, uno que había despreciado como una mala broma por parte de un viejo amigo, sabía que no se arrepentiría de conservarlo—. Quería darte esto.

Elvis —aduras penas— digería la bien decorada habitación monocromática, impoluta en todos los sentidos, cuando fue sorprendido por aquel traje blanco y los alegres ojos azules de Sinatra, que extendía generoso aquel obsequio.

—No puedo aceptar esto, señor — tan obsecuente como los gritos de su padre lo obligaron a ser—. No es algo apropiado.

—Es apropiado para mí —le dijo, colocando la ropa sobre la cama, dispuesto a no tocarla nunca más si no era Presley quien la vestía—… A mi manera, claro está.

Elvis lo consideró.

Llamó su atención que el joven demorara tanto; si no sabía atarse la corbata, se aseguraría de enseñarle. Ingresó por segunda vez a la habitación y el joven Presley permanecía absorto en una fotografía. En ella se dibujaba la hermosa figura femenina de Nancy Barbado, risueña, notablemente feliz al lado de quien dejaba un beso sobre su mejilla, Frank Sinatra. El día que prometieron amarse hasta la muerte; ella en ese espléndido vestido blanco y él, adornado con nada más que el amor que emanaba tan genuino de su ser, vestido con un típico traje negro.

—No nos dio tiempo de amarnos —comentó, con un tono más tenue, captando la atención de Elvis, haciéndole salir trance.

—Lamento su pérdida —dijo bajando su mirada.

No había podido conocer en vida a Nancy, pero todos conocían su historia. Eternamente enamorada del pandillero italiano, el dolor de cabeza de sus padres; Frank Sinatra. Quien, después de años de noviazgo, se armó de valor y le propuso matrimonio. Ella nunca fue más feliz. Hasta su muerte, a manos de un atracador, drogado y con un arma en mano, extinguió la vida de la joven Barbado. Dejando en Frank, un sollozante espectro maligno… lo que dejó de ser cuando obtuvo su venganza.

—Te queda muy bien el traje —alagó, cambiando el tema de golpe. No quería regresar al blanco y negro detrás del cristal—. Tu novia estará encantada cuando te vea.

Elvis se contempló a sí mismo, fascinado. Nunca en su vida imaginó calzar unas prendas tan costosas como las que Frank le obsequió.

Sin embargo…

—Yo no tengo novia, señor.

Sinatra soltó una risa.

—No me llames señor, llámame Frank.

Tomó la corbata, se empinó para pasarla sobre la cabeza de Elvis, envolviendo el cuello con ella. Comenzó a atarla, con cuidado de no ajustarla demasiado. Los faros azules desde la altura admiraban la destreza del elegante hombre. El nudo estuvo, y Sinatra reparó en cada minúsculo detalle, sacudió su camisa, ajustó el saco.

Entonces se tropezaron en miradas etéreas. Alelados por los mismos matices; ese cerúleo tan profundo y misterioso en los ojos de Sinatra, mientras el océano libre parecía dejarse entrever en las irises de Elvis. Las palabras se esfumaron de su garganta, cuando intentó decirle lo feliz que lo hacía poder sostener entre sus manos eso que no cabía en ellas: él… Todo su ser.

Deseaba protegerlo.

Las manos enormes del menor se alzaban tímidas a la altura de los hombros de Frank, hasta que se cerraron en puños frustrados y volvieron abajo. Por un solo segundo, Sinatra se presintió envuelto en un abrazo… pero nunca llegó.

—Daremos una vuelta —comentó el mayor. Separándose, rompiendo la conexión de sus miradas.

Subieron al auto del italiano, con un rumbo desconocido; sumidos en un silencio tácito, porque las palabras que deseaba decirle no eran apropiadas, un hombre nunca debía expresarlas.

Al llegar a la cafetería de Tony, Elvis se sorprendió, no lucía como los lugares de los que imaginó aficionado al jefe de la pandilla. Entraron como cualquier otra persona lo haría, pero las miradas silenciosas asediaron sus pasos. Las mujeres murmuraban risueñas y los hombres quisquillosos solo mantuvieron sus ojos sobre los dos.

En el lugar bien iluminado, decorado en tonos pastel, resonaba una música alegre que Elvis distinguió rápidamente y comenzó a tararear. Le encantaba esa canción. Sinatra se percató y comenzó también a disfrutar de la melodía, y de los agradables sonidos que emitía su compañero. «Una voz divina», llegó a pensar.

—Caballeros, ¿qué les sirvo? —preguntó el hombre un poco mayor que Frank, sonriente.

—¡Tony!... ¡Viejo amigo! —exclamó Frank, entusiasta, como pocas veces lo había visto Elvis. Los mayores estrecharon sus manos—. Tráeme algo fuerte. Ah, y para mi amigo… —desvió la vista a su acompañante, esperando que pidiera algo de su gusto.

Frank, no tengo permiso para vender alcohol —explico Tony, su amigo siempre había sido un buen bebedor—, solo sirvo malteadas.

El italiano no tomaba esa porquería. Mientras que, Elvis perdía la concentración, enfocándose en la más grande malteada de chocolate que había visto cuando la sirvieron en la mesa contigua. Sinatra ordenó dos, exactamente iguales.

—Tony… —Detuvo a su amigo, sujetándolo del brazo para susurrarle—, mi batido que sea ochenta por ciento Jack Daniel’s —guiñó un ojo, insinuando que pagaría más por ello.

—¿Suele frecuentar este lugar? —preguntó Elvis, intentando crear una amena conversación sobre cualquier cosa.

—No, pensé que te gustaría. Hay chicas por doquier —Le señaló los alrededores y las jóvenes que admiraban al joven Presley, rieron nerviosas cuando éste último recorrió el salón con la mirada—. Dijiste que no tienes novia, ¿no es cierto?

—No quiere decir que quiera una.

Pretendió pasar por alto la respuesta, pero su sonrisa lo delató.

—Aquí tienen. —El viejo Tony entregó los batidos.

Sinatra nada más saborear el líquido quiso vomitar. El Jack Daniel’s y el chocolate no era una agradable combinación. Como él y Elvis, pensó. Lo intentaría de todas formas, no tenía nada que perder. Aprendió a llevar una vida amarga, también podría aprender amar el chocolate.

—¿A qué te dedicas?

—Me preparo para el servicio militar —contestó como cualquier cosa, dando un sorbo al batido—, y rezo para volver con vida.

Lo miró. Las cosas comenzaban a desvariar. Lo pudo suponer, pero no lo había previsto, porque quiso ignorarlo hasta convertirlo en una mentira y no tener que afrontarlo

¿Cuánto tiempo duraría su suplicio?

Pagó la cuenta y se marcharon.

Otra vez sin rumbo. Se encontraba con una calle ciega y otra después de la primera y así sucesivamente. Con Elvis podría intentar abrir un nuevo sendero, uno en el que nadie le dijera que no podía conducir, donde nadie pusiera calles y callejones para desviarlo. Pero el joven Presley no era un campo abierto, era uno minado. Peligroso y silencioso. Tan atractivo para él por estas mismas cualidades.

Se estaciono en un hermoso mirador. El ocaso se exhibía como la más grande obra de arte en el cielo, pero él no lo miraba, no, porque sus ojos se posaban en la manga de la camisa, en el cabello negro que el viento agitaba y en la sonrisa que se dibujaba cuando la luz naranja se disipaba. Porque consiguió algo más valioso que admirar… lo sentía efímero y temía, entonces se negaba a quitarle la mirada de encima.

Ambos estaban recostados sobre el capó tibio del auto. Esperando el fin del día, otro día mas de vida, un día menos para sus muertes. Sinatra se dejó ser, recostándose suavemente sobre el hombro de Presley, quien pasó el brazo detrás de su espalda para reconfortarlo.

Era el fin del mundo.

El arrullo gentil y desinteresado que recibía lo colocaba en la posición más vulnerable, pero no importaba. No habían más pandillas ni enemigos, tampoco venganza. Eran solo ellos dos en el mirador, sentados bajo el basto cielo, ahora estrellado.

Elvis soltó una bocanada de aire, capturando la atención de Frank. Se giraron esperando que el otro dijera algo… Algo que nunca llegó. El italiano fue sorprendido cuando sus labios fueron cautivos por los de Elvis, en un beso torpe y genuino.

Fue un poco más que un roce, pero menos que error.

El menor era tímido así que se dejó guiar por Sinatra, que tenía experiencia y ansias de ese placentero momento.

El resto de la velada conservó un silencio exótico, sin nombre. Tomados de la mano, observando las estrellas, fueron cómplices de un pecado y un delito.

Se besaron nuevamente al amanecer, cuando el sol decidió saludarlos nuevamente.

—¿Me despedirás en la estación de trenes?

—Por supuesto —Alzó su mano que continuaba entrelazada con la de Presley y dejó un beso en los nudillos de su cómplice—, y esperare por tu regreso, cada día.

No mintió.

Espero paciente su llegada.

Cuando la despiadada guerra acabó, los sobrevivientes llegaron a casa. Incompletos, ajados, heridos, pero felices por volver.

Frank Sinatra se quedó de pie en la estación de trenes, cada día desde entonces, esperó su regreso, con una naranja entre las manos, una del árbol que Elvis asaltó hace mucho tiempo. Ya daba frutos frescos y enormes, aptos para las manos grandes del joven.

Pasaron días que se convirtieron en semanas, hasta volverse meses.

Nunca entendió porque no volvió. Siempre llevo una naranja fresca entre las manos, por si ese era el día de su reencuentro… Una jugosa naranja, del naranjo bajo el que ahora dormitaba. Recordando las piezas que construyeron su pasado.

Bajo aquella sombra, rodeado del olor característico de la fruta escuchó su voz:

«¿Señor?»

Esa encantadora risa… y los firmes pasos que se aproximan hacia él.

Finalmente, antes de exhalar su último aliento, aquella mano tocó su hombro.

Frank.

 

Notas finales:

Gracias.


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