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Ignacio y Álvaro por TadaHamada

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Notas del fanfic:

Holi :3 ~ <33333

Notas del capitulo:

Me gusta escribir sobre otras épocas. Incluso Frontera comienza a desarrollarse en el año 2006 y en su línea de tiempo apenas vamos en el año 2012 xD

Ésta historia la quise ubicar en principios del siglo XX, ha sido un reto porque siempre estoy preguntándome "¿esto existía en esa época o todavía no?". Los ventiladores ya existían, no había penicilina aún, el nombre de los moñitos de los trajes es "pajarita", el uso del sombrero de copa empezaba a reducirse y se cambiaba por el bombín. Amo escribir, pero sobre todo investigar sobre lo que escribo, me ayuda a saber de todo un poco. Un montón de datos curiosos para la gente que me rodea :3

Tengo errores, no digo que no, pero espero que si alguien sabe algún dato que yo no, pueda decírmelo para corregirlo :'T <33333

Escribir es hermoso UwU <33333

Pero más hermoso es que a la gente le guste lo que escribes :'3 <3333333

La música de la orquesta sinfónica era suave y los invitados bailaban al centro de aquella enorme estancia. Las mujeres habían adquirido los vestidos más hermosos que habían podido, y los lucían con joyas costosísimas, tocados preciosos, zapatillas altas y elegantes. La mayoría llevaba guantes de seda, abanicos con los cuales cubrían sus rostros ruborizados al ver al hombre del que estaban enamoradas o simplemente ponerse a cuchichear con la que estaba sentada a su lado.

Aquel lugar parecía más un palacio que una casa. La decoración para la ocasión tenía centenares de flores blancas, candelabros con cristales colgando, telas blancas y etéreas pendiendo de éstos hacia los muros, donde caían graciosamente.

Al medio de la estancia se hallaba la pintura de una jovencita preciosa de cabellos negros hechos bucles y unos ojos azules muy hermosos. Su expresión de seriedad no le quitaba belleza. Tenía una cara pequeña, las mejillas sonrosadas, la piel de porcelana… Era una visión angelical...

Miró el retrato de su hermana menor por largos minutos antes de volver a la realidad.

En aquel retrato la joven apenas tenía 15 años. Al pie de ésta había una placa dorada que ponía el nombre de la jovencita: Esther Diener Landeros.

Seguía igual de bella a sus 23 años… Muchos hombres habían ofrecido sus fortunas para poder comprometerse con ella. Los padres habían rechazado tantos candidatos que ya no recordaban cuántos eran.

Y finalmente habían elegido a uno.

¿Por qué tenía qué ser precisamente un Lascuráin Montiel?

¿Por qué tenía que ser precisamente Ignacio?

Esa fiesta era para celebrar el compromiso. Todos parecían felices… Todos menos él…

—¡Álvaro! — saludó Enrique Villaseñor Molina. Era uno de los integrantes de su selecto grupo de amigos.

—Enrique… Bienvenido — estrechó la mano que el mayor le ofrecía.

—Y pensar que ahora sí Esther se casará — habló Enrique, jovial. Tenía 25 años y un compromiso matrimonial igualmente. Se casaría en un año más o menos, según cuentas de Álvaro.

—Quería tener al mejor marido — respondió Álvaro sin poder evitar algo de tristeza.

—¿Entonces por qué eligió a Ignacio? — bromeó Enrique y le palmeó la espalda. Álvaro secundó la risa de su amigo, aunque por dentro la tristeza lo estaba carcomiendo.

—Señores… — se les unió el mejor amigo de Enrique: Raúl Iturbide, también de 25 años —. ¿Qué es tan divertido y por qué no me han contado? — pasó su brazo por la espalda de ambos fraternalmente.

—Estamos tratando de dilucidar por qué Esther elegiría a Ignacio para casarse, habiendo tantos buenos partidos por ahí que la pretendían, querido Raúl — respondió Enrique.

—Las mujeres son complicadas, querido Enrique — respondió Raúl, divertido.

—Están hablando de mi hermana, sean más respetuosos — pidió Álvaro, queriendo mostrarse de igual humor —. Ella no lo conoce como nosotros, no lo olviden.

—Tienes razón, querido Álvaro. Brindemos por ellos… — sugirió Enrique y les instó a ir hacia la mesa donde cenarían esa noche. Un mesero se acercó y sirvió las bebidas que solicitaron.

Álvaro echó un rápido vistazo hacia la gente, buscando a Ignacio. Era muy alto, así que dio con él muy pronto. Los padres de Ignacio y Esther parecían estar hablando con los futuros novios sobre lo felices que serían, las cosas buenas que les deseaban, los muchos nietos que querían…

La mirada de Ignacio y la de Álvaro se cruzaron por una milésima de segundo, pero fue Álvaro quien la apartó y volteó a ver a sus amigos.

—¡Por la futura familia Lascuráin Diener! — alzó su copa Raúl.

—¡Salud! — secundó Enrique.

—Salud… — murmuró Álvaro y bebió su copa casi de un trago. Exhaló y sonrió a sus amigos, para dar la apariencia de que todo estaba bien, como siempre.

Pero no lo estaba…

Ignacio, su mejor amigo… El hombre al que amaba en secreto desde hacía tantos años… Estaba a punto de casarse con Esther…

Mi hermana… — se bebió otro trago de whisky cuando se lo sirvieron. El mesero estaba por servirle de nuevo y Álvaro tomó la botella —. Déjela aquí, por favor — pidió —. Hoy es un día para festejar, ¿no? — pronunció para convencer a sus amigos de que su actitud era festiva.

—Álvaro…— aquella voz le hizo erizar los vellos de la nuca —. ¿Estás bebiendo? — inquirió Ignacio a sus espaldas.

—¿Quieres unirte? — le señaló la silla contigua — Estamos festejando que te vas a casar por fin — apuntó.

—Es todo un acontecimiento, querido Ignacio — agregó Enrique encendiendo su puro —. Saldrás de circulación al fin y dejarás algo para nosotros — bromeó.

Aunque no era tan falso lo que decía. Ignacio era el que solía captar todas las miradas, ser quien recibiera cartas de amor de jovencitas que no tenían la menor idea de que era inalcanzable.

Su porte elegante, su piel nívea, sus ojos verdes, su cabello castaño, ese perfil recto, ese mentón anguloso, esa sonrisa, esa voz tan varonil… Ignacio era un Adonis... Era perfecto…

—Tengo qué estar con tu hermana toda la fiesta, lo siento — respondió Ignacio a Álvaro luego de reírse del comentario de Enrique —. No bebas mucho…

—¿Quién eres? ¿Mi madre? — inquirió Álvaro, riendo. Los demás secundaron con risas aquello.

Ignacio le lanzó una mirada de molestia y arrebató la copa que estaba a punto de beber el menor para beberla él de un solo trago.

—Nos vemos a las 11 en el jardín — se inclinó hasta su altura y le tocó el hombro. Dejó la copa en la mesa y se fue de ahí hacia donde su prometida esperaba.

—Ignacio te sigue tratando como a un niño, querido Álvaro — le palmeó la espalda Enrique —. Siempre tan protector contigo…

—¿No tiene ya un hermano menor a quien cuidar? — preguntó Raúl.

—Sí, pero César se sabe cuidar solo. En cambio, nuestro querido Álvaro es tan frágil…— apuntó Enrique, a sabiendas de que Álvaro se molestaba cuando lo llamaban así.

Siempre había estado acomplejado por su complexión. Ellos, Enrique y Raúl, además de Ignacio, eran tipos de complexión robusta, fuertes, imponían respeto. Y él se sentía un enclenque junto a ellos. Era el más bajito de todos, menudo. Con frecuencia Ignacio lo llevaba casi a rastras a donde quería porque no podía ni siquiera oponérsele con todas sus fuerzas… Aunque no era como que quisiera hacerlo. Él sabía que seguiría a Ignacio hasta el fin del mundo si era preciso.

Pero en esos momentos estaba molesto… Molesto con la vida, que no le permitía estar con Ignacio… Como si Ignacio siquiera pudiera fijarse en él, se dijo. Esther tenía tanta suerte…

No dijo nada. Usualmente reaccionaba apartando el brazo de Enrique cuando comentaba cosas así, pero ésta vez no fue así. Se quedó mirando la copa que Ignacio había dejado en la mesa… Había bebido de la misma copa que él muchas veces, pero ésta vez sentía que quería atesorarla… Ojalá pudiera tener a Ignacio ahí y decirle todo lo que sentía… Ojalá tuviera el valor de enfrentar a la sociedad porfiriana de ese 1901…

—Míralo, está demasiado ebrio ya, quizá ni oyó lo que dijiste — apuntó Raúl.

—Es muy temprano para esas cosas, querido Álvaro — le dijo Enrique.

—Buenas noches, caballeros — saludó Gerardo Navarrete, otro amigo del pequeño grupo —. Lo están pasando bien según veo…

—Buenas noches, querido Gerardo — saludó Enrique y estrechó la mano del recién llegado amistosamente —. Vaya, traes un invitado…— hizo esa observación al notar a una persona de pie tras éste.

—Así es — carraspeó —. Caballeros, permítanme presentarles a Emiliano Landa Gamboa… Es un amigo muy querido. Recién volvió de París — dijo luego de saludar a Raúl y Álvaro.

—Mucho gusto — saludó Emiliano con una sonrisa algo nerviosa.

—Soy Raúl Iturbide… Tranquilo, aquí el único que muerde es Ignacio, pero está por allá — bromeó Raúl al estrecharle la mano al recién llegado.

Emiliano soltó una risilla nerviosa y saludó a Enrique para luego saludar a Álvaro.

No pudo evitar mirarlo a los ojos… Esos ojos azules, como los de la bella Esther. Eran tan parecidos, salvo los rasgos masculinos de Álvaro. Ambos parecían delicados, frágiles… como una preciosa pieza de porcelana…

—Álvaro Diener Landeros, un placer — se presentó, sonriente.

—El placer es todo mío — respondió Emiliano con una sonrisa más relajada.

Álvaro sintió escalofríos cuando la mano de Emiliano lo soltó de una manera tan suave, como un roce muy íntimo.

Quizá había sido accidentalmente, se dijo, pero notó que Emiliano de repente lo miraba. Sus miradas se cruzaban en ocasiones y éste sólo sonreía con timidez.

Estaba algo incómodo, pero Emiliano le parecía bastante apuesto. Hasta donde había arrojado el interrogatorio de Raúl y Enrique, Emiliano tenía 24 años y provenía de una muy influyente y adinerada familia de médicos. Tenían varias haciendas en el país y una hermosa casa en París, donde Emiliano había vivido los últimos 6 años debido a la Universidad en la que estudiaba Medicina, pero se había tomado un año sabático al graduarse. Luego seguiría con una especialidad.

Cada uno de ellos había vivido en algún momento fuera de México, debido a sus carreras. Raúl había elegido Barcelona y recién había vuelto también. Ahora administraba las haciendas henequeneras de su familia. Enrique, por su parte, había estado en Londres, donde había estudiado Arquitectura y actualmente estaba al frente de la empresa de su familia.

Álvaro había estudiado Leyes, igual que Ignacio. Sus familias se dedicaban a eso y así habían amasado sus enormes fortunas desde hacía más de un siglo.

Álvaro había querido separarse de Ignacio durante la época de estudios para probarse a sí mismo, para alejarse de su máxima tentación. Sólo había logrado sufrir mucho, pero había logrado concluir sus estudios y volver a México con su título profesional. Había elegido Berlín.

Ignacio había estudiado en Estados Unidos, en la mejor Universidad. Era muy inteligente también, muy audaz…

Es perfecto…— Álvaro intentaba seguir el hilo a la conversación de sus amigos, pero no podía. Se sentía algo mareado por haber bebido tan rápidamente, aunque aún no estaba perdido.

—¿Y tú, Álvaro? — inquirió Emiliano, sonriente.

Álvaro miró a sus amigos con gesto de que no se había enterado de nada, así que Emiliano le preguntó nuevamente, a modo de retroalimentación.

—¿Cuándo te vas a casar? — inquirió.

—Yo… El año que entra. Mi prometida es la hermana de Enrique — señaló.

—Hablas como Ignacio…¿No has notado que siempre dice “la hermana de Álvaro”? Como si no tuviera un nombre… — refunfuñó Raúl.

—Bueno… Yo siempre he sido honesto con ustedes… Yo no deseo casarme con Lorena… Yo no… no la amo…

—Querido Álvaro, parece que vives en otro mundo — habló Enrique —. Aquí eso de “amar” no tiene importancia. Lo importante es unirte en sagrado matrimonio con el mejor postor, ¿no es así, caballeros? En nuestro caso, con la dama más hermosa posible también...

—Claro que sí — secundó Raúl, como si fuese la respuesta más obvia y universalmente aceptable.

—La verdad… Yo también creo que uno debería casarse con la persona que ame — opinó Emiliano y miró de reojo a Álvaro —. ¿No es así? — inquirió.

—Debería ser así… ¿Qué sentido tiene la vida sino? — agachó la mirada. A su mente sólo venía Ignacio… Ojalá pudiera casarse con él, pensaba. Pero le parecía una idea tan ridícula que se sentía patético.

Enrique miró su reloj de bolsillo, eran las 10:55.

—Deberías ir donde Ignacio, ya sabes que no es nada paciente — instó Enrique.

Álvaro simplemente asintió y se puso en pie para ir. Ignacio y él eran tan cercanos que no les extrañaba que tuvieran sus pequeñas reuniones donde nadie se enteraba de nada a no ser que ellos mismos lo quisieran.

Esquivó a las personas que aún estaban por la estancia, conversando en pequeños grupos, dándose los pormenores de las próximas nupcias. Podía oír que la gente parecía muy satisfecha de que esa pareja que conformaban Ignacio y Esther fuese tan “perfecta”.

Sus hijos serán bellísimos…

Son perfectos el uno para el otro…

Esos comentarios eran como dagas para Álvaro. Dagas que se clavaban en su corazón con fuerza…

Trataba de no quebrarse mientras caminaba hacia el jardín. Aquella fuente donde siempre se encontraban, donde solían observar juntos las estrellas en las noches en que compartían largas conversaciones.

Llegó hasta ahí y apoyó ambas manos en el mármol. Miró su reflejo en las tranquilas aguas, esperando que sus ojos no lucieran tan llorosos. Respiró hondo y se sentó en el borde de la fuente, como siempre.

—Álvaro…— aquella voz le hizo dar un respingo y se puso en pie al ver a Ignacio —. ¿Te pasa algo? — inquirió con cierta preocupación y le tocó el rostro.

Álvaro sólo se apartó… Aquel tacto quemaba…

—Estoy bien — negó con la cabeza y le dio la mejor sonrisa que fue capaz.

—A mí no me engañas — se cruzó de brazos —. Desde hace rato estás extraño, ¿qué te pasa? — volvió a preguntar, ahora además de preocupado, molesto porque le ocultara algo.

—Es sólo… la idea de que te cases… Te amo… Ya no va a ser lo mismo… Te amo… Ya no vamos a poder salir como siempre… Te amo tanto… Supongo que estoy molesto por eso, soy un egoísta — agachó la mirada con una sonrisa culpable.

—Tonto…— se acercó y le pasó el brazo por los hombros —. Siempre voy a estar ahí para ti… Sabes que no dejaré de ser tu amigo por eso. Las cosas seguirán igual…

—¿Tú cómo te sientes? — el cálido abrazo de Ignacio le llenaba de cierta paz, pero a la vez de muchísima culpa por desear que su hermana desapareciera del mapa e Ignacio pudiera quedarse con él solamente, para siempre.

—Me da igual, lo sabes… No amo a tu hermana. Esto es cosa de familias — entornó los ojos —. Conviene a ambas familias y es todo… Nunca ha habido mujer que me haya cautivado lo suficiente como para casarme… Bueno, ahora es un compromiso familiar… Lo siento por todas aquellas que se quedarán sin mí — aquel tono altanero con que lo decía animaba más a Álvaro.

Ignacio, siempre con una actitud positiva, con esa manera de querer comerse el mundo… Quien lo viera, creería que era un altanero, pero sólo usaba esa faceta suya para hacer reír a Álvaro cuando las cosas estaban tensas.

—Eres incorregible…— negó con la cabeza, divertido.

Ignacio era tan alto… robarle un beso, además de ser muy arriesgado para su propio bienestar físico y su imagen social, iba a ser casi imposible si no lograba atraerlo hasta su altura. La fuerza física de Ignacio lo pondría en jaque sin dudas.

Ignacio estuvo a punto de revolverle los cabellos, pero se detuvo.

—No quiero despeinarte…— murmuró —. Vamos… Ya va a terminar la fiesta y podremos irnos de aquí.

—Sí… — Álvaro caminó a la par de Ignacio. Éste caminaba lento cuando estaba con él. Como le sacaba casi 20 cm y sus piernas eran más largas, lo dejaba atrás en ocasiones, pero la mayor parte del tiempo era consciente de ésto e iba al ritmo de su mejor amigo.

Al llegar de vuelta con sus amigos, Álvaro presentó a Ignacio, cosa que le extrañó un poco al mayor hasta que notó al nuevo miembro del grupo.

—Mucho gusto, Emiliano Landa Gamboa…

—Es un placer — estrechó la mano de éste y le lanzó una gélida mirada, aunque pareció no intimidar a Emiliano.

Los invitados de la fiesta fueron retirándose, hasta que quedó sólo aquel grupo de amigos. Jugaban naipes y conversaban sobre la próxima fiesta que daría Diego Castelli, un amigo de todos que aún no volvía del extranjero. Diego Castelli ofrecería una fiesta muy particular… Una fiesta privada, solamente para su selecto grupo de amigos, donde habría alcohol, juegos y prostitutas muy finas.

—Han pasado años desde la última — señaló Gerardo Navarrete con el puro entre los labios. Puso un naipe en la mesa y tomó uno de la pila.

—El querido Diego, seguramente ofrecerá la mejor fiesta de todos los tiempos — aseveró Enrique y miró sus naipes para luego mostrar uno.

—Las fiestas de Diego son las mejores, por mucho — habló Raúl, que también tenía naipes en su mano.

—¿Puedo considerar esto como mi despedida de la soltería? — inquirió Ignacio, divertido. Bebió un gran trago de whisky y colocó un naipe en la mesa.

Álvaro estaba a su lado, no jugaba, sólo observaba al igual que Emiliano.

—¿Qué clase de fiesta es? — inquirió Emiliano con curiosidad y Álvaro le instó a alejarse un poco de la mesa para explicarle las cosas.

—Pues verás… Diego Castelli es un amigo de la infancia. Tiene una hacienda a las afueras de la ciudad y desde que cumplió 16 años, se dedicó a hacer fiestas para sus amigos más cercanos. Lleva alcohol, mujeres y mucha comida. Es muy privada y nadie más que nosotros sabe de esto. Obviamente tú ya eres parte de nuestro círculo también, así que estás incluido… Hay qué ser discretos, ¿sí? — Álvaro notó el sonrojo de Emiliano y se imaginó que sería porque la idea le escandalizaba — ¿Estás bien?

—Sí…— aseveró. Álvaro sólo asintió, sin creerle por completo y sonriéndole, divertido por su reacción.

*—*

Habían pasado algunos días desde la fiesta de compromiso y todo parecía volver a la normalidad, al menos por un tiempo, pues en seis meses sería la boda de Ignacio y Esther. Álvaro quería disfrutar de ese corto tiempo con su mejor amigo, así que con frecuencia lo pasaba fuera de casa yendo a donde Ignacio quería.

Y en esas salidas era frecuente también encontrarse con algunos amigos. Así había sido como su relación con Emiliano había comenzado a ser más estrecha.

Emiliano le agradaba, era bastante extrovertido contrario a la primera impresión que dio, gracioso, inteligente y tenía tanto por contar. Cualquier tema, con él podía hablarlo sin problema.

Lo que no notaba era que Emiliano le prestaba más atención que a nadie, que esos roces “casuales” eran cada vez más frecuentes y que la distancia entre ambos parecía acortarse cada vez más.

Pero Emiliano no se atrevía aún a nada. Él había notado ya cómo Álvaro se desvivía por complacer a Ignacio, por estar a su lado. Sabía que Ignacio no estaba al tanto de eso, lo notaba. Álvaro tenía una mirada llena de devoción hacia él e Ignacio parecía sólo verlo como un amigo.

De hecho era normal que cualquiera luchara por su atención. Ignacio tenía ese magnetismo y a nadie le parecía tan raro que Álvaro tuviera esa actitud con él.

Además, era privilegiado por ser su mejor amigo.

—Emiliano — saludó Álvaro en cuanto lo vio ahí, en uno de los amplios sofás de la sala de la enorme hacienda de los Castelli.

—Álvaro, qué gusto verte — se puso en pie y lo abrazó fraternalmente.

—Buenas noches — saludó Ignacio con su usual cara de pocos amigos. Solía comportarse así ante Emiliano, aunque todos decían que así era Ignacio al principio con cualquiera, pues le costaba aceptar nuevos amigos en su círculo más íntimo.

—Ignacio — le tendió la mano. El recién llegado correspondió el saludo por mera educación y porque sabía que, de despreciar a Emiliano, Álvaro le molestaría la noche entera como ya había sucedido en un par de ocasiones antes.

—¿Quieren tomar asiento? —inquirió, contento. Era la primera vez que asistía a una fiesta de esa naturaleza, así que estaba algo nervioso.

—Claro — asintió Álvaro. Emiliano comenzó a andar hacia allá y, cuando Álvaro iba a seguirlo, Ignacio le tomó del brazo para detenerlo — ¿Qué pasa?

—...Vamos por algo de beber — murmuró, aún con su cara de pocos amigos.

—Emiliano, ¿Quieres algo de beber? — le preguntó y éste negó con la cabeza — En seguida te alcanzamos — le avisó y fue hacia la mesa de bebidas con Ignacio.

—Te he dicho muchas veces que no termina de agradarme — murmuró mientras tomaba una copa de whisky. No había sirvientes en esa ocasión por lo privado de la fiesta, así que ellos debían servirse solos.

—Pues no entiendo por qué, Emiliano es agradable — encogió los hombros —. Estás siendo demasiado duro con él, ya ha pasado tiempo suficiente…

—No me agrada, punto — zanjó Ignacio y se giró para poder ir hacia el sofá donde los esperaban.

—Olvídate ya del tema y disfruta la fiesta, que a eso vienes — Álvaro comenzó a andar hacia Emiliano y de sentó junto a él.

Ignacio se sentó junto a Álvaro y no pudo evitar notar la cercanía de esos dos. Le frustraba el no poder evitar que Álvaro se acercará tanto a Emiliano, le hacía sentir desplazado y eso no era admisible, no para él.

El pensamiento de que Álvaro terminaría sustituyéndolo por Emiliano luego de la boda era cada vez más frecuente. Al casarse, Ignacio no tendría ya tanto tiempo para poder pasar con Álvaro, tendría qué ocuparse de su esposa, del negocio familiar, de su propia casa… Sabía que era una realidad y estaba cada vez de más mal humor por eso. Él amaba su libertad, amaba hacer lo que le venía en gana, amaba pasar tiempo con sus amigos… con Álvaro…

Pero las cosas cambiarían drásticamente y lo sabía, por eso no le había resultado tan extraña la actitud de Álvaro en aquella fiesta. Sabía que su mejor amigo era muy sentimental a veces, tanto más que la propia Esther.

Esther era más fría, más seria. Ni siquiera la mitad de afectuosa que Álvaro. Le costaba creer que fuesen físicamente tan parecidos pero tan opuestos de carácter, sobre todo porque cualquiera esperaría que Esther fuese la cariñosa al ser mujer.

Se sumió tanto en sus pensamientos que no se dio cuenta cuándo llegó Diego Castelli con todas aquellas mujeres, las prostitutas más finas del país, según sus propias palabras.

Todos comenzaron a elegir. Por lo regular Ignacio siempre buscaba una mujer rubia. Eso había notado Álvaro y ésta ocasión no fue la excepción. Una preciosa chica de cabellos dorados, ojos verdes y abundantes senos se sentó sobre el regazo de Ignacio para comenzar a prodigarle mimos y caricias lascivas.

Álvaro simplemente eligió a la que le pareció más dulce. No quería hacer nada con ella, pero como en las ocasiones anteriores, se vio forzado a actuar ese papel de macho. La acariciaba con tal cuidado que parecía más que quería hacerle el amor.

Y Álvaro luchaba por pensar en Ignacio mientras lo hacía, luchaba por lucir como si le excitara aquello. La chica era hermosa, tenía una cara angelical, cabello castaño, ojos miel y un cuerpo delicioso para cualquier hombre heterosexual.

Emiliano tomó a una chica pelinegra, muy menuda, de ojos grises. No tardó en desaparecer de la sala para ir a alguna habitación a tener sexo con ella. A nadie le pareció raro, algunos ya habían ido a hacer lo suyo desde el principio. Tenían toda la noche para hacerlo cuantas veces quisieran.

No se preocupaban tanto de enfermedades, para eso Diego Castelli elegía a las mejores, para eso las seleccionaba y pagaba muchísimo dinero por ellas.

Álvaro no se dio cuenta cuándo fue que Ignacio desapareció del sofá para irse con esa mujer.

Sintió que el corazón se le estrujaba en el pecho, como todas esas veces que habían asistido a tales fiestas.

Decidió irse también y terminar con eso de una vez. Demostrar que funcionaba como hombre y sumirse en el olvido a través del alcohol, como siempre hacía en esas ocasiones.

Antes de entrar a la habitación, se bebió dos copas apresuradamente para anestesiarse. A la chica pareció extrañarle un poco eso, pero no dijo nada y lo tomó de la mano para guiarlo hacia la habitación más cercana disponible.

Las prendas de ésta quedaron en el suelo en poco tiempo, quedando al descubierto sus generosos senos y su sexo. A Álvaro esto no le provocó la reacción que ella siempre veía en todos los hombres y de inmediato supo que había algo mal.

—¿No te gusto? —inquirió haciendo un puchero.

—N-No es eso… — negó con la cabeza y se acercó a ella, le besó el cuello y fue descendiendo lentamente.

El resto fue algo que ni él mismo sabía cómo había logrado terminar. Se sentía sucio en cierto modo, pero al menos había cumplido. No quería ni pensar en qué sería en su noche de bodas con Lorena Villaseñor, pues la chica sí parecía enamorada. No quería fallarle porque sabía que nunca iba a poder amarla.

Se puso en pie y se comenzó a acomodar la ropa. La mujer estaba recostada en la mullida cama, mirándolo con curiosidad.

Álvaro se sentía nervioso ante tal escrutinio, pues de reojo lo había notado.

—Dijiste su nombre… — murmuró ella. Álvaro sintió como si le vaciaran agua helada encima y se quedó inmóvil, creyendo que había oído mal —. Descuida, no se lo diré a nadie… solo quería que lo supieras para que seas más cuidadoso la próxima vez — aseveró.

—N-No sé de qué estás hablando — todo él temblaba, incapaz de controlarse.

—Ignacio, ¿cierto? — pronunció ella con voz suave, como en un secreto. Se incorporó, se cubrió y se sentó junto a Álvaro. Pasó sus largos y finos dedos sobre la mejilla de éste y le sonrió, traviesa.

—¿Q-Qué quieres? — pronunció. Sabía que no tenía caso seguir negándolo, se había delatado totalmente.

—¿Qué quiero? — enarcó una ceja.

—Sí, ¿cuál es tu precio? — inquirió, molesto.

—Querido… — bufó, algo ofendida, y cruzó las piernas. Alargó la mano hacia el buró junto a la cama y tomó su bolso. Sacó una cigarrera y le ofreció uno a Álvaro, que negó, con gesto serio.

—Dilo ya…— tragó saliva. Se puso en pie y la encaró.

—Álvaro, ¿verdad? — dio una calada a su cigarro luego de encenderlo —. No hay precio, querido… Sólo quería decírtelo… Ya te lo dije, quiero que tengas cuidado la próxima vez, porque podría ser que yo no esté ahí para guardar tu secreto. Y sabes las consecuencias de que algo así se haga público, ¿no?

—Esto no puede estar pasando… — se sentó a distancia prudente de la mujer y se llevó las manos al rostro.

—Si estás pensando que algún día usaré esto contra ti, estás muy equivocado, no soy esa clase de persona. Podré ser una puta, pero no haría eso — dejó su cigarro casi terminado en el cenicero que había sobre el buró y buscó su ropa y sus zapatos.

—¿Y se supone que deba creer y confiar en ti? — la miró por un instante pero volteó la mirada al notarla desnuda de nuevo. Ella comenzó a vestirse parsimoniosamente.

—Me has caído bien, es todo… Eres un muchacho muy dulce, apuesto, eres un sueño — le sonrió —. Mira, te diré algo… Esto me pasa con más frecuencia de la que me gustaría admitir, pero nunca he tomado ventaja de ello. Si no me crees, te mostraré algo… — le tendió la mano.

Álvaro tomó aquella delicada mano, dudoso, pero no perdía nada con intentarlo, no le quedaba de otra. Sentía que lo tenía por completo a su merced.

Ella lo llevó hacia afuera, a la sala. Ahí estaban algunos de sus amigos aún, muy concentrados en satisfacer sus instintos con aquellas mujeres. Algunos estaban en los sofás, otros en el suelo, sobre los muebles que encontraban disponibles, en la escalinata, la cocina, el comedor...

—Mira… Aquel tipo… —señaló a Raúl Iturbide, su amigo —. Obsérvalo… — le dijo y comenzó a andar hacia él, caminando con sensualidad.

Raúl estaba sentado en uno de los sofás, con una pelinegra inclinada hacia su hombría, complaciéndolo. Él le marcaba el ritmo con una mano, mientras la observaba hacer el trabajo. Jadeaba sin pudor alguno, como si fuese el único en la habitación, al igual que el resto de sus amigos, cada quien en su mundo.

Pero de pronto notó la presencia de aquella mujer caminando hacia él. Ella le sonrió y le guiñó el ojo y él cambió por completo su semblante. Hasta se había puesto pálido y había apartado a la pelinegra que aún no terminaba el trabajo. Él se subió los pantalones y se fue de ahí, hacia el jardín, bastante nervioso.

Álvaro vio a la mujer volver con un par de copas de whisky y recibió la que ella le ofrecía.

—¿Qué fue lo que…? — inquirió en voz baja.

—Hace un par de años él me eligió en una de estas fiestas… Él dijo el nombre de un tal Álvaro y se lo hice saber. Me abofeteó — soltó esto último con molestia —. De él te lo he dicho porque me las debe, por abofetearme. Desde entonces, cada que me ve, sale huyendo — se rió bajito —. Tú eres Álvaro, ¿no es así? — inquirió, sorprendida.

—Debe ser otro Álvaro… aunque… Es que él siempre ha sido muy duro con esa clase de temas. Detesta a las personas como yo, siempre hace comentarios horribles acerca de eso, dice que esa gente debería ser esclavizada — no podía creer aún lo que la mujer le acababa de revelar.

—Pues créeme que cuando pronunciaba tu nombre no lo hacía con el más mínimo odio — encogió los hombros, divertida —. La mayoría de los hombres a los que les gusta otro hombre lo niegan… Se escudan en una actitud de machos… Te sorprendería saber más nombres, pero realmente he guardado el secreto de muchos. Sólo ese imbécil me las debía…

Álvaro comenzó a creer en las palabras de esa mujer. Él mismo no hacía comentarios homofóbicos cuando oía sobre el tema, permanecía al margen siempre, intentando no ser descubierto.

—Gema, ¿cierto? — inquirió él y ella asintió — ¿Podemos ir a sentarnos? — le vio asentir.

—Vamos, hay qué guardar las apariencias — le instó ella tomándole de la mano.

De repente Álvaro vio a Ignacio con aquella prostituta que había elegido. Ignacio se sentó junto a él, con aquella rubia sobre sus piernas. Ella podía hacer lo que Álvaro solamente en sueños. Besar cada palmo de piel de Ignacio, ser tocada por él de manera tan íntima…

Álvaro apoyó su rostro sobre los pechos de Gema, que se había sentado a horcajadas sobre él para aparentar que aún estaban jugueteando.

Ella lo abrazó y comenzó a acariciarle la espalda. Cualquiera habría visto aquello como un jugueteo sensual, pero ella en realidad lo estaba consolando.

—Resiste... — murmuró ella al sentir cómo se sacudía, intentando contener los sollozos.

*—*

Por la mañana, cuando salieron de la hacienda de Diego Castelli, Álvaro notó aquella sonrisa de satisfacción de Ignacio, que caminaba con el saco al hombro, muy animado a pesar del desvelo.

—¿Lo pasaste bien? — inquirió Ignacio cuando ambos subieron al auto de éste.

—Sí — fue la respuesta escueta de Álvaro.

—¿Por qué tan serio entonces? — indagó Ignacio mientras conducía por aquel camino de terracería. El auto era lento, como cualquier auto de principios del siglo, pero era de los pocos que había en el país.

—Estoy cansado, es todo — respondió Álvaro y esbozó una sonrisa —. Sólo quiero ir a tomar un baño y dormir — bostezó.

—No te vi el resto de la noche… Supongo que te divertiste mucho con esa mujerzuela — comentó Ignacio, jovial.

—Es cierto… — murmuró más para sí y buscó en el bolsillo interno de su saco. Había un papelito con el nombre de Gema y un número de teléfono. Habían conversado buen rato en una de las habitaciones y había encontrado en ella a una confidente. Se sentía ligero en cierto modo, pues había podido confesar lo que llevaba tantos años guardando.

—¿Y esto? — Ignacio le arrebató aquel papel — ¿Gema? ¿Vas a volver a ver a esa mujerzuela? — inquirió, molesto.

—Eso no es algo que te incumba — le contestó, molesto. Intentó quitarle el papel, pero Ignacio rápidamente lo arrugó en su puño y lo arrojó hacia los matorrales del camino para luego acelerar —. Pero, ¿qué…? — lo miró, con molestia — ¿Por qué hiciste eso? — espetó.

—Sabes que es una regla de oro el no ver a esas mujerzuelas fuera de las fiestas, es malo para tu reputación — excusó Ignacio.

—Deja de llamarle mujerzuela — se cruzó de brazos.

—Es lo que es. Debes entender cuál es tu lugar, Álvaro, y cuál es el de ella — aquellas palabras le sonaron crueles al menor, pero tenía razón. No podía permitirse aquello o pondría en entredicho el buen nombre de su familia y el de su futura esposa.

—Ya, tranquilízate… O, ¿qué?, ¿te enamoraste de ella? — soltó, irónico.

Aún así, estaba tan molesto con Ignacio que no le habló en todo el trayecto hacia casa. Solamente cuando bajó del auto y se despidió de él.

—Gracias — ni siquiera se asomó por la ventanilla, como siempre, sólo azotó la puerta y entró a su casa.

*—*

Si algo inquietaba a Ignacio, era cuando Álvaro se molestaba con él y no le hablaba. Había sido así desde la infancia. Ignacio tenía decenas de amigos, cientos de admiradoras y admiradores, pero él prefería la compañía de Álvaro.

Después de muchas llamadas no contestadas, visitas rechazadas, cartas devueltas hechas pedazos, Ignacio logró por fin que Álvaro le perdonara su grosería. Ignacio no era una persona que le rogara a alguien, a cualquier otro lo habría mandado al diablo al primer rechazo de una de sus gloriosas y extremadamente escasas admisiones de culpabilidad. Sólo Álvaro tenía el poder de hacerle humillarse así.

—Vamos, ya olvídate de eso — le tiró del brazo para llevarlo hacia la salida. Prácticamente lo había ido a sacar de su habitación para hacerle ir a una pequeña reunión con Enrique y Raúl.

—Vas a tener qué hacer muchos méritos para que lo olvide por completo — se acomodó la ropa en cuanto el mayor lo soltó, frente a la puerta del auto.

—Lo que tú digas — entornó los ojos. Parecía tomarle poca importancia, pero le aliviaba sobremanera el oírle decir aquello. Significaba que las cosas podrían volver a ser como antes. Una sonrisilla triunfal se dibujó en su rostro, pero la suprimió tan pronto entró al auto para que el otro no lo viera.

—¿Adónde vamos? — preguntó mientras terminaba de arreglarse la ropa. Ignacio lo había  obligado a vestirse prácticamente en un par de minutos. Su corbatín estaba desarreglado, su chaleco estaba sin abotonar, su cabello algo desaliñado. Podía jurar que sus calcetines no eran par. Colocó su saco en su regazo mientras se hacía cargo de su arreglo personal.

—Tomaremos un café con Enrique y Raúl, parece que hay novedades — dijo y comenzó a conducir.

Tardaron poco en llegar. Ignacio estacionó su auto y bajaron para entrar a aquel elegante establecimiento que frecuentaban. Cuando llegaron hacia aquella mesa que siempre elegían, notaron que había un tercer invitado a la reunión.

—Emiliano, qué gusto verte de nuevo — saludó Álvaro en cuanto llegaron hasta ellos. Los tres se habían puesto en pie para saludarles.

—El placer es todo mío, Álvaro... — estrechó la mano de Álvaro con efusividad —. Ignacio — le tendió la mano al mayor.

—Buenos días — respondió el saludo. Ignacio solía ser frío con las personas que no conocía bien aún, así que Álvaro solamente le sonrió con nerviosismo a Emiliano, como una suerte de disculpa.

—Caballeros, tomen asiento — habló Enrique luego de los saludos pertinentes —. Hay algo que nos compete a todos y es delicado — carraspeó. Llevó su mano hacia el bolsillo interno de su saco y tomó de ahí su cigarrera para encender un puro.

Raúl bebió parsimoniosamente un trago de coñac. Enrique dio la primera calada al puro y soltó largamente el humo con paciencia.

—¿Quieres decirnos ya? — Ignacio se estaba impacientando. Era una persona curiosa por naturaleza y eso lo sabía Álvaro a la perfección. Ignacio odiaba que le tuvieran en vilo.

—Tranquilo, querido Ignacio — sonrió Enrique, sabiendo que estaba haciéndole sufrir —. Se trata de Gerardo Navarrete… — soltó y puso un periódico doblado en la mesa. Raúl parecía poco sorprendido que oír aquel nombre, pero los otros tres enarcaron las cejas al ver aquel diario y aún sin entender de qué iba el asunto.

Ignacio tomó el diario y lo desdobló. La primera plana ponía en letras mayúsculas y muy grandes: “El Baile de los 41 maricones”. Casi como si aquel diario le quemara los dedos, lo soltó y miró a Enrique, interrogante.

Emiliano lo tomó y comenzó a leer en voz no tan alta para no llamar la atención de los demás clientes. Sus ojos se iban abriendo cada vez más al ir leyendo algunos nombres, entre ellos el de Gerardo Navarrete.

—Dicen que algunos compraron el silencio, por eso sus nombres no figuran ahí — agregó Raúl.

—No entiendo, Gerardo teniendo tanto dinero, ¿cómo es que…? — inquirió Álvaro. Sentía que las manos le sudaban. Gerardo era un amigo cercano, así que le asustaba qué sería de él. Y ver una situación así, tan cerca de sí mismo, le hacía temer. Era como si se cayera el velo que encubría sus preferencias, como si con aquel destape, ahora todo el mundo pudiera identificarlo a él también. Se sentía vulnerable, incluso tuvo la sensación de querer salir corriendo de ahí, pero aguantó lo mejor que pudo.

—Seguramente su padre lo dejó a su suerte — respondió Emiliano con pesar, conociéndolo más que el resto.

—Yo en su lugar habría hecho lo mismo — soltó Enrique —. Gracias a Dios que salió a la luz la clase de depravado que era — tembló como si le recorriera un escalofrío repentino —. Y pensar que hace unos días tomé un par de copas con Alejandro Redo de la Vega — soltó con desprecio el nombre de aquel hombre que también había sido mencionado en la nota.

—Esa clase de abominaciones deberían de ser ilegales — agregó Raúl y bebió un trago de su bebida.

—Dice que los enviarán a Yucatán a trabajos forzados — agregó Emiliano al terminar de leer la nota. Los cinco presentes sabían lo que significaba eso: Gerardo tendría muchísima suerte si volvía con vida.

Yucatán era el sitio a donde enviaban a los prisioneros políticos, a los indígenas, a todo aquel contrario al régimen de Porfirio Díaz. Era un verdadero infierno en la tierra. Año con año morían miles de indígenas en las condiciones más precarias, haciendo trabajos forzados desde que despuntaba el alba hasta que llegaba la medianoche, con poca comida y agua. Gerardo tendría la misma suerte por su “pecado”.

Y esto a Álvaro le daba más miedo aún. De haber sido él, ¿su padre le habría abandonado también? Lo más seguro era que sí. Lo desconocería, lo repudiaría…

—Este incidente sólo nos demuestra que debemos elegir mejor a nuestras amistades, no rodearnos de gente indeseable que pueda afectar nuestra reputación — habló Enrique con desprecio.

—Concuerdo contigo — agregó Ignacio. Oír aquellas palabras dichas por él, sólo hicieron que Álvaro sintiera que toda la sangre se le iba a los pies. Sintió como si su corazón se quebrara como una copa —. Nos han librado de semejante… invertido… — soltó con demasiado desprecio aquella última palabra.

Emiliano no agregó nada, se mantuvo con gesto serio, pensativo. Gerardo era su amigo desde la adolescencia y le dolía lo que le sucedía.

Y Álvaro sentía que se moría por haberle oído a Ignacio aquellas palabras tan llenas de desprecio…

*—*

Al finalizar aquella pequeña reunión, Enrique y Raúl se retiraron para resolver asuntos de negocios. Ignacio, Emiliano y Álvaro siguieron en aquella mesa un momento más, terminando de procesar la noticia.

—Álvaro, te noto algo pálido, ¿te encuentras bien? — le habló Emiliano con preocupación.

—Sí, es que… Pobre Gerardo…—murmuró. No era del todo mentira, le dolía que un amigo suyo estuviera pasando por eso y no pudiera hacer nada por él.

—No nos queda más qué rezar por él — le tocó el hombro a modo de consuelo.

—Vamos a tu casa, Álvaro— Ignacio se puso en pie de repente. Álvaro asintió, pero antes de ponerse en pie, se dirigió a Emiliano.

—¿Vienes con nosotros? — inquirió.

—Ah… ¿No importunaré? —inquirió, no pudiendo evitar ver a Ignacio de reojo. Ignacio sólo miraba alrededor, sin mucho interés.

—Claro que no — respondió Álvaro, sonriente.

—Gracias — Ambos se pusieron en pie y siguieron a Ignacio en cuanto éste comenzó a andar.

El camino fue en silencio, ni siquiera Ignacio soltó frases mordaces acerca de lo ocurrido como era su costumbre. Quizá en el fondo también le calaba perder así a un amigo, pues prácticamente estaba sentenciado a una muerte lenta y dolorosa.

Cuando llegaron a casa de Álvaro, pasaron a la sala. Emiliano tomó asiento junto a él y de inmediato posó su mano sobre la frente de Álvaro, que dio un respingo.

—No pareces tener fiebre — murmuró —. Oh, disculpa… —retiró su mano, apenado —. Es la costumbre… —se le pusieron rojas las mejillas.

—Qué bien tener un médico cerca, ¿no? — se rió nervioso Álvaro.

—Vaya, qué conveniente — habló Ignacio. Álvaro no supo distinguir si era sarcasmo o si era en serio que lo consideraba así; enarcó sus cejas mirando de reojo a Ignacio, que sólo encogió sus hombros.

—Tranquilo, me siento mejor — aseveró Álvaro —. Probablemente si tomo un poco de té se me pase.

—Es normal tener esas reacciones cuando sabes que un muy buen amigo está en semejantes aprietos — afirmó Emiliano y sonrió de forma comprensiva.

—¿Será que podemos hacer algo por él? — inquirió Álvaro, compungido.

—Puedo ir a buscar a su padre, pero no creo que resulte. Su padre es un hombre demasiado cerrado. Seguramente al saber la situación, lo desconoció por completo... — respondió Emiliano —. Es una pena.

—Gerardo se lo buscó, debió pensar en eso antes de andar por ahí con semejantes personas — soltó Ignacio sin compasión —. Y si me disculpan, tengo mejores cosas que hacer que estar hablando de ese… — omitió aquella palabra altisonante, se levantó de su sitio y se fue de ahí sin decir más.

—Hay personas que temen mostrar sus verdaderos sentimientos — murmuró Emiliano luego de un par de minutos de silencio. La actitud de Ignacio le decía eso, que le había afectado lo de Gerardo y su mecanismo de defensa era la ira.

—Ignacio suele ser muy cínico, pero creo que tienes razón… —quiso pensar que así era, que aquellas frías palabras dichas en el restaurante eran falsas, que eran sólo una defensa para no mostrar lo preocupado que estaba por Gerardo.

Después de todo, llevaban años de ser amigos de Gerardo, no sólo durante sus fiestas clandestinas, sino también en la escuela. Habían pasado grandes momentos con él, haciendo travesuras típicas de los estudiantes, contando secretos que sólo se le confiaban a los amigos. Diez años de amistad no se podían ir por el caño sólo porque Gerardo era sodomita… ¿Y si Ignacio realmente había mandado esa amistad al carajo sólo por eso? ¿Sería capaz de rechazar a Álvaro de la misma manera si se enteraba de que él también era sodomita?

—¿Qué pasa? — preguntó Emiliano al ver el semblante de Álvaro entristecerse.

—¿Qué podemos hacer? — si bien le preocupaba la situación de Gerardo, la razón de su tristeza era el probable rechazo de Ignacio. Tenía qué ocupar su mente en algo más.

—De momento, creo que podría intentar hablar con la madre de Gerardo, quizá ella sea más comprensiva — le tocó el hombro, intentando transmitirle tranquilidad.

—Dios quiera que ella comprenda y pueda hacer algo — suspiró y le sonrió a Emiliano, a modo de agradecimiento.

En vista de que Ignacio se había ido, Álvaro decidió invitar a Emiliano a beber un poco de té al jardín trasero. La preciosa mesita donde su madre solía llevar a sus invitadas estaba en el medio de aquel amplio jardín. Un camino empedrado llevaba hacia ella. Había tres sillas blancas hechas de metal a juego con la mesita. Un árbol les proporcionaba la sombra adecuada para no sufrir directamente por los rayos del sol.

Una mujer de la servidumbre les llevó el té y se retiró de ahí rápidamente. Era menuda, de rasgos indígenas. Álvaro no paró de alabar lo bien que cocinaba.

—Parece que te agradan mucho las personas de la servidumbre — observó Emiliano.

—Son buenas personas. Aunque mi padre me ha dicho que no les tenga tanta confianza… pero no lo puedo evitar…—encogió los hombros —. Tenemos una hacienda en las afueras de la ciudad también, mi padre va cada fin de semana a verificar que todo ande bien. Ahí está lleno de indígenas y trabajan de sol a sol. Mi padre no es tan severo y permite que descansen en cuanto comienza a anochecer, además de que les paga un poco más que los demás hacendados. Aún así considero que es poco... —agachó la mirada. No sabía exactamente qué esperar de Emiliano, quizá aquella observación era porque le molestaba la familiaridad que Álvaro tenía con la servidumbre porque estaba acostumbrado a tratarlos mal como todos los ricos, pensó.

—Me agrada que pienses así, son seres humanos también. Es la única razón por la que no desprecio la idea de ser médico. Algún día pondré un consultorio para que todo aquel que no tenga los medios, pueda ser atendido gratuitamente — aseveró con entusiasmo.

—Ojalá hubiera más personas como tú — la amplia sonrisa de Álvaro y aquel comentario hicieron a Emiliano ruborizarse.

—Daré lo mejor de mí, te lo prometo — agachó la mirada, apenado.

—Estabas en el conservatorio musical con Gerardo, ¿cierto? — preguntó Álvaro, tratando de cambiar un poco el tema para dejar de incomodar a Emiliano.

—Eh, sí… Ahí conocí a Gerardo…—no pudo decir esto sin cierta tristeza —. Él toca el piano maravillosamente… Ojalá hubieras tenido oportunidad de oírlo — suspiró con pesar.

—Es una lástima… — suspiró de la misma manera —. ¿Qué tocas tú? — dirigió el tema hacia él.

—Yo… Yo toco la guitarra — respondió. Álvaro no pudo evitar notar ese dejo de vergüenza en aquella respuesta.

—¿En serio? — el entusiasmo con que pronunció aquello, hizo a Emiliano sentirse más seguro.

—Sí… Llevo unos cuantos años, no soy el mejor, pero… Me gusta mucho. Aunque a mi padre no tanto, pero la condición para que yo entrara a estudiar Medicina fue esa, que me dejara tomar clases de guitarra antes — encogió los hombros.

—Mi padre tiene una guitarra en su estudio, ¿tocarías algo para mí, por favor? — inquirió, sonriente.

—¡Por supuesto! — ni bien exclamó aquello, Álvaro le tomó de la muñeca y le guió hacia aquel enorme estudio, donde en uno de sus muros se hallaba una preciosa guitarra color negro, perfectamente cuidada, casi como un trofeo.

—Se la obsequió mi abuelo a mi padre. Mi abuelo era músico, pero mi padre no tenía esa vocación y sólo la conservó como un buen recuerdo del abuelo — relató mientras la bajaba y se la entregaba a Emiliano.

Las finas manos de Emiliano tomaron aquel instrumento con delicadeza y ambos tomaron asiento en un sofá cercano. Emiliano rasgó las cuerdas suavemente y procedió a afinarla con cuidado.

Álvaro no perdía de vista los movimientos de aquellas manos que tocaban ese instrumento como si fuera lo más delicado y preciado del mundo.

Una vez que estuvo afinada, Emiliano comenzó a tocar una melodía suave, lenta… Era una melodía rusa, “Heart” de Nikolai Alexandrov. Álvaro veía muy atentamente cómo tocaba, oía cada nota con suma atención. Sentía aquella música llegarle al alma, tan así que sintió los ojos llenársele de lágrimas. Emiliano de repente dejó de tocar y Álvaro pareció salir de un trance.

—Lo siento… No quise ponerte triste — se disculpó.

—Tienes mucho talento… Nunca, ni en la ópera o el teatro la música me había causado tanta emoción… Y mira que soy muy sentimental a veces — se rió, intentando aligerar el ambiente y quitarle esa cara de preocupación al otro. Se enjugó aquellas lágrimas que habían estado por desbordarse y le sonrió.

—Me gustas…



Notas finales:

Gracias por leer ;3

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