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SWEET NOTHING por M O N S T E R A

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Aquella era una tierra plagada de insepultos. Bastaba con desembarcar en el agazapado puerto, para percatarse de porque la isla de Kage era casi considerada un mito. Se trataba de la más angosta de las cuatro que componían el reino de Shion; conocida no solo por ser la más lúgubre, remota e infértil, sino por sus habitantes de fe marchita.

En aquella isla habitaban dos tipos de hombres: los que no eran nada y los que se permitían volverse nada. Era, a todas luces, un sitio plagado de miseria y carencias. La gente vivía a expensas de lo que proveía el mar y de lo poco que mendingaban de la tierra. Kage también era un sitio repleto de transeúntes, pues una vez terminada la estación de tifones, la benevolencia del mar permitía a los barcos atracar brevemente en el puerto de Karasuno.

Más allá del malecón, Karasuno se componía de no más de una decena de calles, dispuestas perpendicularmente, en torno a una plazuela central sobre la que resonaban con un aire luctuoso las campanas de la iglesia varias veces al día. Eran pocas las ocasiones en las que la tediosa y sofocante atmosfera de aquel poblado se veía interrumpida, pero cuando así ocurría, generalmente se debía a un hecho trágico o inverosímil que paralizaba momentáneamente el ensimismamiento de sus pobladores.

Aquella tarde, mientras los vendedores comenzaban a recoger con parsimonia sus puestos antes de que cayera la noche, comenzaron a escucharse gritos dispersos más allá de la plaza. Pronto, el fragor de los llamados de auxilio se mezcló con los rostros aterrados de los que notaron una columna de humo ascendiendo hacia un cielo igualmente grisáceo. Nadie supo exactamente dónde comenzó el fuego, pero el retumbo de lo que parecieron explosiones en cadena, hicieron recordar a los más longevos, aquellos tiempos en que los piratas se acercaban al puerto y amedrentaban a la gente con sus balas de cañón.

Nadie los estaba atacando, al menos no desde el mar. Los que tuvieron oportunidad de escapar tras los primeros estallidos, advirtieron que éstos provenían desde las entrañas de la tierra, pero el olor a pólvora fue indiscutible para los más avezados. Las explosiones, cortas y erráticas en su mayoría, fueron lo suficientemente potentes como para lanzar por los aires el empedrado de las calles y pronto, el fuego fue ganando terreno.

Para fortuna de los perpetradores, nadie se percató que la cadencia de las explosiones tenía un propósito: derrumbar los tres arcos de piedra caliza que servían como acceso al poblado. Aquellos gruesos muros de piedra y coral tergiversaron su propósito, imposibilitando el escape de la gente ante el acecho del fuego. Tras las primeras explosiones, las más estrepitosas, Karasuno quedó tapiado. Detrás de sus colosales muros, las humildes casas de madera añeja fueron las primeras en arder con horrenda rapidez, ante la impotencia de las personas que se apresuraban con trastos de agua a cuestas y los que se precipitaban a sacar lo que estuviera a su alcance antes de que el fuego acaparara lo poco que tenían.

La gente estaba tan cegada por el pánico, tan absorta en su intento de salvar algo más que la vida, que nadie se percató de un niño que se escabullía con agilidad entre la multitud, en dirección a uno de los pocos edificios de concreto en Karasuno. El inmueble, que fungía como oficina postal, estaba vacío. No era de extrañarse que en medio de aquella conmoción, se olvidasen de asegurar las puertas y ventanas, cuando el sitio no albergaba nada de verdadero valor.

Tsukishima, con apenas la edad suficiente como para distinguir el norte del sur, había logrado mantener la calma hasta ese punto, a pesar de que la primera explosión le había ocasionado un temblorcillo en los dedos. El tiempo era un factor que jugaba en su contra y antes que perder un sólo minuto observando el caos que había ayudado a ocasionar, se apresuró al interior de la oficina postal. A pesar de que el lugar estaba vacío, más bien por costumbre que por las circunstancias, se movió sigilosamente por el sitio hasta ubicar las cajas metálicas de correo, dispuestas a todo lo largo del muro que daba hacia la calle. Rápidamente ubicó la que tenía el número 1289, introdujo la llavecita que colgaba de su cuello y escarbó debajo de sobres y notas escritas a mano, hasta hallar un pequeño librillo de cubierta oscura bastante maltrecho.

Con la misma agilidad con la que entró, Tsukishima se apresuró hacia la calle, pero ni bien sus pies tocaron el empedrado, observó aterrado, por segunda vez en su vida, las consecuencias del fuego; algunos hombres sacaban en brazos a los heridos. Los techos de varias casas habían cedido y debajo de las vigas de madera, identificó los cuerpos de niños apenas mayores que él. Algunas mujeres, las que todavía no sucumbían al llanto, intentaban rescatar los cuerpos quemados de los que no habían corrido con tanta suerte, dejándolos sobre la acera a falta de un espacio digno.

A Tsukishima el corazón le golpeaba el pecho con demasiada intensidad. Estaba aterrado, como pocas veces lo había estado en sus diez años de existencia. Jamás había visto una persona muerta, mucho menos de una manera tan horrenda de la que él había sido tanto o más responsable como los otros dos.

Cuidando con recelo el valioso libro que había ocultado entre su ropa, corrió hasta el final de la calle, donde había un viejo pozo seco en desuso. Retiró parte del empalizado que cubría la boca del agujero y se introdujo, atando a su cintura una gruesa cuerda que él mismo pusiera ahí horas antes, para poder descender. Caminó por un túnel mohoso y cuando éste se hizo demasiado estrecho, terminó arrastrándose los últimos metros antes de salir nuevamente a la superficie, casi medio kilómetro lejos de los muros de Karasuno. No se sintió a salvo hasta que los arbustos espinosos y la tierra arcillosa bajo sus pies le confirmaron que estaba ya demasiado lejos del pueblo, a pesar de que los gritos de auxilio y el olor a chamuscado parecía aún a sus espaldas.

—¡Sigue las hojas violetas!—se recordó, casi como un regaño.

Intentó mantener la compostura tanto como le fue posible, pero nada logró amainar las lágrimas silenciosas que se le escaparon. Tsukishima era un chico bastante listo, lo suficiente como para recordar con exactitud cada uno de los pasos de aquel elaborado plan en el que habían invertido casi tres semanas.

— ¿Y todo para qué? —pensó, sintiendo como si el peso de aquel insignificante libro que llevaba consigo, fuera equiparable a la enorme tragedia de lo que había ayudado a ocasionar.

Al cabo de una hora de caminar hacia el norte, logró divisar un humo violeta ascendiendo como espiral en el manto nocturno. La pequeña fogata de ramas de la que emanaba el humo estaba a punto de consumirse y atizando la minúscula flama, un joven alto de gesto endurecido, ya estaba esperando por él. Cuando Tsukishima estuvo lo suficientemente cerca como para distinguir su rostro, notó que Bokuto, como se hacía llamar aquel sujeto de cabellos platinados, en realidad no lo estaba mirando a él, sino que tenía la vista fija en el horizonte, allá donde dificultosamente, se alcanzaba a ver el humo de un incendio recién sofocado.

—Deberíamos irnos ya —lo apresuró Tsukishima, a pesar de que Bokuto le restó importancia a su llegada— ¡Vámonos!

Bokuto no se movió ni un centímetro, a pesar de que Tsukishima había tirado de su brazo. Aunque sabía que aquel sitio no había ardido por completo con todo y su gente, Bokuto hubiera deseado tener el tiempo suficiente para contemplar como aquel sitio se reducía a cenizas hasta los cimientos. Tsukishima estaba a punto de tirar nuevamente del brazo ajeno, cuando las campanas en la torre más alta resonaron a la distancia, por encima del silencio que inundaba el oscuro páramo; sonaron como un último grito de auxilio, pero esa isla, tan apartada del mundo, parecía también haber sido olvidada por Dios.

Tsukishima quería salir cuanto antes de Kage,  alejarse lo más posible de aquella escena y con gesto frustrado, empujó con los pies un montón de arena para sofocar el fuego, antes de adentrarse entre los matorrales altos. Quería irse lo más lejos posible de Karasuno, pero sobre todo de Bokuto y sus ansias por destruir todo lo que encontraba a su paso.

—¡Dijiste que la gente no estaba en sus casas a esa hora! —reclamó Tsukishima cuando al fin Bokuto había comenzado a caminar tras él.

—¡Dije que normalmente la gente aún está en la calle a esa hora!—le corrigió Bokuto alzando la voz—. No es culpa nuestra que esa gente sea perezosa.

Bokuto no era ningún ignorante, mucho menos solía pasar por alto algún detalle importante para algún plan, de manera que aquella respuesta fue una mentira a todas luces. Incluso Tsukishima ya sabía identificarlas; posiblemente Bokuto sí era el demonio que todos los que se cruzaban en su camino aseguraban que era.

 Mientras se alejaban del camino lo más posible para desplazarse entre los árboles, Tsukishima pudo observar con el rabillo del ojo una sonrisa de satisfacción en el rostro de Bokuto, una repleta de regocijo, propia de un ser sin alma. Ni aunque toda la gente del pueblo hubiera estado dentro de los edificios más longevos del puerto, ninguno de los muros de éstos  hubieran resistido las explosiones que habían emanado de los olvidados túneles de escape bajo las calles de Karasuno.

Tsukishima lo observó con desconfianza. Bokuto no sentía ni el más mínimo remordimiento por lo que habían causado, tampoco parecía sentir culpa por haber engañado a Tsukishima. El terreno comenzó a volverse cada vez más escarpado y pronto el sonido de las olas chocando contra las piedras de la orilla, les indicaron el camino hacia la balsa que los esperaba. Otro joven, de cabello oscuro y mirada adusta, ya se encontraba soltando los amarres de la pequeña embarcación cuando ellos se aproximaron a la orilla.

—¡Buen trabajo, Tsuki! —lo felicitó el joven de gesto estoico, dándole una palmada en el hombro. Pero sus manos estaban tan frías como el mensaje de sus palabras. Era evidente que Akaashi tampoco estaba del todo contento con el resultado de aquel plan. Tsukishima por su parte, no quería ser felicitado, sino que le quitaran del pecho aquella horrible sensación de culpa.

 A pesar de las cosas que ya había tenido el infortunio de presenciar, el niño comprendía que a aquellos dos seres con los que viajaba, no les importaba la diferencia entre el bien y el mal, a pesar de la insistencia de Bokuto y Akaashi por hacerle creer que ellos eran «los buenos».

 

 

 

 

 


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