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Una Distracción por Rising Sloth

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Notas del fanfic:

Después de Runner, no esperaba escribir otro fic tan pronto. Más bien, no espera escribir otro fic en general, pero supongo que ya llevaba dos historias con una tensión sexual no resuelta entre Zoro y Law y pues aquí estamos. De todas formas, me sorprendería mucho si este fic llegase a tener más de cinco capítulos.

Como siempre, espero que os guste.

Notas del capitulo:

Yo me he sentido un poco rara porque hacía muchísimo que escribía algo que no fuese AU. De hecho, no recuerdo que escribiera algo alguna vez con Zoro tuerto. Como sea xD

Capítulo 1. En la torre vigía.

 

Hacía tres días con sus tres noches que la tripulación de Sombrero de paja, acompañados de sus nuevos aliados; un padre y su hijo venidos desde Wano, así como el capitán cirujano Trafalgar Law; y su nuevo rehén; el científico chiflado Caesar Clown; habían salido de Punk Hazard y tomado ruta hacia Dressrosa.

Esa mañana, libres por un instante de la locura de temporales sucesivos del Nuevo Mundo que desquiciaban a cualquiera, el cielo amaneció despejado y la mar en calma. Los tripulantes y sus aliados se permitieron un desayuno en paz. Aunque, como bien iba viendo el capitán de las ojeras prominentes, "en paz" no era igual a tranquilidad, no en ese barco.

No negaría que a veces no diferenciaba a su propia banda de piratas Hearts con una guardería, pero lo del Thousand Sunny superaba por mucho a lo que estaba acostumbrado. Once personas y el escándalo que hacían; gritos, carcajadas, sopapos e incluso un esqueleto que se tiraba cuescos; se desbordaba como el de circo completo. Lo peor, que casi que él se veía también arrastrado a ello. Intentaba que no, aún así, conforme Monkey D. Luffy le quitaba más bolas de arroz de su plato le quedaba más claro que no habría alianza que valiera, le rebanaría el pescuezo.

Fuera como fuese, aquello terminó. Cada uno de los tripulantes se dispersaron hacia su respectivos intereses. Uno de los últimos fue el espadachín.

–Bueno, yo ya he acabado –anunció conforme se levantaba y estiraba la espalda con los brazos cruzados por encima de su cabeza–. Si alguien me necesita estaré fuera, entrenando.

–¿Entrenando? –preguntó el cocinero con sarcasmo–. En el arte de la siesta, será.

–En el arte de no tener las cejas de dardo.

–¡Vuelve aquí, marimo, y dímelo a la cara!

Zoro le ignoró y avanzó su paso hacia la puerta. Law no creyó que el peliverde se estuviese percatando de que le seguía con la vista, sin embargo, en el último instante antes de salir, su miradas se cruzaron.

–Vas a gastarlo de tanto que no le quitas el ojo.

Aquella voz femenina le sobresaltó. La navegante, que aún se tomaba su tiempo en leer el periódico.

–¿De qué me hablas?

–¿Hum? –pronunció con suspicacia mientras pasaba página–. Quizás me haya equivocado, pero no me parecías un hombre de estos que le interesan las mujeres.

–Roronoa-ya no es mi tipo. Los que van con esa actitud masculina tan sobreactuada me generan cierto tedio.

–¿Crees que Zoro sobreactúa?

–Sois vosotros los que habéis navegado con él, me sorprende que no os deis cuenta de que intenta aparentar por todo los medios que no es un acomplejado homosexual.

Sanji, que lavaba los platos, se rió.

–Eso es duro hasta para ese cabeza alga.

–No sé yo –afirmó Nami–. Zoro tendrá sus cosas, pero no es de aparentar lo que no es. Le guste lo que le guste estoy segura de que no le importaría llevarlo por delante.

–Me tomas el pelo –respondió Law–. ¿De verdad confías en que es tan hetero como quiere que se entienda con su pose de machito?

La sonrisa de la joven se ensanchó.

–¿A qué te apuestas? –le retó–. ¿A qué te apuestas a que Zoro le gustan las mujeres?

El cirujano arqueó una ceja. Algo tramaba esa pelirroja, eso era evidente. No obstante, no creía que él estuviese equivocado con el espadachín, le gustaban los hombres, ese tipo de cosas se veían a la legua; sobre todo con tantas miraditas que se habían cruzado.

–¿Cuánto tienes para apostar?

 

A penas unos minutos más tarde...

 

Law salió a la cubierta revestida de hierba. Se fijó un segundo en Caesar, parecía tan bien esposado cómo la última vez que lo comprobó; después, su atención fue al espadachín. El tal Roronoa tenía un gimnasio acomodado en la torre vigía, no obstante, había decidido sacar una barra, que mínimo traían sus pares de toneladas en pesas, y hacer con ella movimientos de esgrima; a plena luz del sol, con el torso al descubierto y sudado, en la narices del cirujano.

–¿Se te ofrece algo o qué? –le percibió el peliverde.

Reaccionó, se había quedado demasiado tiempo observándolo. Carraspeó con sutileza y se acercó al mástil, donde tomó uno de los asientos y cruzó su rodillas una sobre otra.

–Creí que tenías un gimnasio bien equipado ahí arriba.

–Hace demasiado buen tiempo para estar encerrado.

Con cada movimiento levantaba un brisa que llegaba hasta las ojeras de Law.

Las cartas sobre la mesa: en esos tres días no era la primera exhibición que Roronoa hacía delante de sus narices, a eso se le sumaban las miradas de soslayo, así como determinados acercamientos y extraños tonos cuando se dirigía directamente a él. ¿Podía ser todo imaginación suya? Sin duda existía esa posibilidad, pero estaba demasiado seguro de que el peliverde le tanteaba. Y si bien era cierto que no le molestaba que alguien le tantease, sí lo hacía el que lo hiciera por lo bajini. Esa preocupación por que alguien descubriera que tan hombruno como aparentaba no era hacía que Law sufriera de arcadas.

–¿Vas a pasarte todo el día ahí mirándome? –se quejó Zoro.

Por tercera vez en esa mañana le sobresaltaron, aún no mucho, su atención aún seguía dispersa en como bajaban las gotas de sudor por el pecho del espadachín, como le marcaban los brazos o como se apretaban sus pectorales el uno con el otro al sujetar con dos mano la barra de la pesa.

–¿Te molesta?

Ahí el peliverde paró en seco su entrenamiento. Le miró de frente, con su ojo derecho. Law creyó ver como abría la boca para decirle algo, se detuvo; el de las ojeras entendió que se fijaban en algo que había a su espalda; recordó la presencia de Caesar trás el mástil.

–Pues sí que aprovechas tu tiempo libre.

Dicho esto, el peliverde volvió con sus pesas, dejando bastante circunspecto a Law. La ira entró a punto de ebullición. Prefirió levantarse, abandonar esa estúpida cubierta. Para colmo de su humillación, pilló a Caesar, que se había coscado de todo, aguantándose la risa. Activó el poder de su fruta diabólica y le puso la cabeza del revés. Y muchas gracias tenía que dar que no se la pusiera en otro sitio.

 

A la noche...

 

Como si el resto del día sólo hubiese sido un paréntesis, de nuevo se encontraban todos juntos comiendo. Esta vez se reunieron en el césped de cubierta, con los platos de la cena y sus jarras de vino. Law sostenía la suya, apenas había dado buche y medio cuando sus ojos, escondidos bajo la visera de su gorro, buscaron de nuevo al peliverde, que ignorante de él charlaba con su animado capitán.

El cirujano contuvo una mueca. ¿De verdad el espadachín había reculado porque se había dado cuenta de que no estaban solos? Hasta él reconocía que parecía mentira de tanta confianza natural como desprendía Roronoa. En ese punto ciertas dudas emergían. ¿Habría entendido mal los cruces de miradas con el espadachín? Quizás estaba tan centrado en el plan de Dressrosa que se había confundido, tal vez...

Roronoa le devolvió la mirada. No, no estaba siendo de manera fortuita, era intencionado, y tiempo se dilataba mientras se la mantenía.

Como si nada, el peliverde le apartó la cara y empinó el codo. De nuevo parecía todo una invención de Law, si no fuese porque el jodido espadachín, de repente, cambió su postura. Fue algo sutil, algo que nadie se daría cuenta a menos que estuviese tan pendiente como el capitán de las ojeras, pero ahora, con su espalda apoyada en su brazo izquierdo, el pecho de Roronoa estaba más expuesto. Un par de gotas se escaparon de la jarra y sus labios por su torso.

Se rió con sadismo para sus adentros. Así que ese era su juego. ¿Qué pasaría si se lo echara abajo de un plumazo? Tan confiado, tan hombruno y machorro. ¿Cómo se comportaría si lo expusiera delante de todos sus compañeros? No creía que a sus camaradas le importase, ¿pero a él?

En cierta parte de la cabeza de Law se recordaba que no era el momento para aquello, que en unos días arribarían en Dressrosa, que tenían que moverse todos como el engranaje armado por el mejor relojero. Aún así, le resultó demasiado divertido; inconsciente, decidió no darle más vueltas al plan por ese instante. Cuando se dio cuenta había dejado su jarra en el suelo, se había puesto en pie y tomado asiento en la banqueta al lado del peliverde.

–¿Hum? –Roronoa viró hacia él–. ¿Quieres algo?

Le besó. Le besó imaginando que le apartaría de un empujón o puñetazo, que le gritaría histérico, enrojecido, avergonzado, incluso culpable por haberle provocado. Se equivocó.

Al instante después de la sorpresa, notó la mano de Roronoa en su cogote, como ésta le agarraba del pelo y presionaba de golpe el rostro del cirujano contra el suyo propio. De repente, lo que era un sencillo choque de labios se convirtió en un beso de torniquete. En el ímpetu del movimiento no supo qué fue, si que el se levantara para apartarse o que el espadachín le obligara a ello con forme más arrojo le incorporaba a su beso.

Cuando le soltó, dio un para de pasos hacia atrás para recuperar las bocanadas sin las que se había quedado. Casi pierde el equilibrio y se cae de culo. Roronoa, incluso con su ojo izquierdo inutilizado, le mostró un perfecto gesto de arrogancia y, sin pudor alguno, se relamió.

Alrededor de ambos se había creado cierto silencio expectante que solo fue roto por la voz del samurai.

–¿¡Pero que hacéis!? –les gritó Kin´emon tapándole los ojos a su hijo, y de paso a Chopper–. ¡Que hay niños delante!

–Debería dejar a un lado tus ideas SUPER anticuadas –le aconsejó Franky.

–¡He visto más pudor y recato en el barrio de las Geishas!

–¿Geishas? –el rubor en la cara de Sanji indicaba que su imaginación iba por otro lado. Brook no se ruborizaba porque no tenía mejillas, pero estaba igual.

–Bueno –dijo Nami con ábaco y libreta en mano–, pues gracias a Law tenemos en nuestras arcas un total de...

–¡Un momento! –le alzó la voz aún asumiendo lo que acababa de ocurrir–. ¿Por qué te comportas como si hubieses ganado? ¿Y de dónde has sacado ese ábaco?

–¿Ganado? –preguntó el peliverde.

–Nami apostó con Law a que a ti te gustaban las mujeres –le explicó el cocinero.

–Ah, eso, la verdad es que ni me sorprende –dijo, lo que consiguió una carcajada de su capitán.

Law, que se arrodilló y recogió su sombrero; se le había caído a mitad de la subida del beso; aprovechó mientras se lo ajustaba de nuevo en la cabeza para recobrar calma.

–Como sea. Mi apuesta era que a Roronoa-ya le gustaban los hombres.

–Ah, no, querido Law –le habló la pelirroja–. Tú no apostaste que Zoro le gustaban los hombres, apostaste que era homosexual.

Se hizo una pausa, Nico Robin rió con suavidad.

–Ya entiendo el juego.

–¡Desde siempre ha sido una tramposa! –se rió Luffy a carcajadas.

–Oye, sin insultar –le tiró ella de los mofletes estirándoselos.

El de las ojeras, empezando a comprender, miró al espadachín, éste se encogió de hombros.

–Zoro nunca le ha hecho ascos a nada –le contó Usopp–. Antes de que salieramos del East Blue ya lo sabíamos todos.

–¿Y cómo no saberlo? –preguntó Sanji con ironía–. Si este mariquita iba obsesionado conmigo.

–Más quisieras tú que yo tuviese tan mal gusto –le respondió tras otro empinamiento de codo.

–¿Qué has dicho, cabeza de alga?

–Lo que has oído, dardo.

Iniciaron una gresca y todo volvió a tomar el tono anterior, como si no tuviese mayor importancia. Law se sentó y fingió que para él también era así. El corazón le palpitaba rápido y fuerte.

 

Cerca de dos años atrás...

 

La humedad de Kuranaiga dominaba aquella porción de tierra. Se trataba de una isla donde pocas veces aparecía el sol, donde las sombras campaban a sus anchas entre las ruinas y el silencio emanaba soledad y reflexión. O al menos así era cuando dos de los tres habitantes de aquella isla no se pegaban gritos el uno al otro.

–¿Cuantas veces he de decirte que así no es? Es como si llevaras dos días con la espada. No eres capaz ni de tomar una simple postura.

–¡Callate! ¡Si la técnica no me sale es porque no te da la gana de enseñarme en condiciones!

–Era lo que me faltaba por oír. ¡Después de que me apiadara de tus lacrimógenas súplicas por que te instruyera!

–Tú lo has dicho: te pedí que me entrenaras, no que me hicieras perder el tiempo.

–Sí abrieras bien tus oídos y pusieses a trabajar el serrín que tienes en la cabeza ninguno de los dos lo perderíamos.

Perona, que sobrevolaba aquel escenario, puso los ojos en blanco. Los dos llevaban desde la tarde pasada en esas tesituras, por no hablar del tiempo que llevaban igual pero de manera latente. Los hombres son insoportables.

–¡Tus estúpidas posturas no sirven para nada!

–Porque como llevo diciéndote de hace horas que así no es.

–¡Y yo llevo acatando tus órdenes desde que me topé contigo en esta isla! ¡A rajatabla! ¡Y lo único que te oigo es "así no es, así no es"! ¡Indícame de una vez como quieres que lo haga!

–¡Así!

Zoro había tomado la postura para repetir aquella técnica, pero en esta ocasión no llegó a efectuarla, ni bien ni mal. Mihawk le había tomado de las caderas y, en un movimiento más que brusco, se las había enderezado como el entendía que debían estar.

Los dos se quedaron quietos, no se miraban pero tampoco hicieron amago alguno de apartarse. La humedad y las olas tomaban fuerza mientas el peliverde sentía aquellas manos, la respiración del otro en su nuca. Con suavidad, el mayor las apartó.

–¿Lo ves? –dijo más calmado, no del todo–. Así te saldrá bien. No... No era tan difícil.

El peliverde no le enfrentó, no con la cara ardiendo como la tenía. Le oyó carraspear.

–Haz la técnica hasta que te salga perfecta, de lo contrario tienes prohibida la entrada en el castillo.

Sus botas sobre la tierra se alejaron. El joven observó su marcha de soslayo, vio su abrigo negro, que ondeaba sobre sus hombros, antes de que se perdiera en los árboles.

–Como sigas así de despistado los humandriles te darán otra paliza –le sobresaltó la princesa fantasma a su espalda–. Aunque seguro que no te importaría si fuese él el que te pusiese la vendas, ¿verdad?

–¡Pírate! –le rugió aún como un tomate.

Era tan gracioso así que Perona ni usó sus poderes para enseñarle modales, se limitó a volar más alto y reírse de él en su cara.

 

De vuelta al Sunny...

 

Zoro despertó. Aún tenía medio cerebro en lo que acababa de soñar. Se frotó los ojos, tanto el sano como el de la cicatriz, se incorporó en lo que entendía que era su litera. Estaba en el camarote de los chicos, sin embargo, a pesar de que estaba muy lejos ya de aquella isla, el silencio, las olas que balanceaban el barco y la humedad le daban la sensación de que no estaba allí.

Tal vez me venga bien que me de el aire, recapacitó.

Se puso el abrigo y se ató el fajín rojo, se ajustó en el sus espadas. La brisa fría le dio en su cara cuando salió de la habitación. Caesar seguía encadenado al mástil. Observó su alrededor, a veces el Sunny parecía un barco distinto cuando todos dormían.

Un par de acordes de violín le alertaron. Se dio la vuelta, en el segundo piso de la proa, Brook tocaba una melodía calmada, como una nana, como un requiem.

–Oh, buenas noches –le saludó el esqueleto al descubrir que tenía público.

–Haciendo guardia, ¿eh?

–Uno de los Siete Grandes Piratas anda detrás nuestra, no hay descanso que valga, seguiré aquí incluso si se me caen los ojos de sueño. Aunque, ¿qué digo? Si yo no tengo ojos.

Zoro no era muy de reírle las gracias, por lo que siguió a esa ocurrencia fue una pausa. Luego, el esqueleto tocó de nuevo su violín.

–De todas formas, no estoy solo en la Vigilia. Nuestro aliado me acompaña a su manera.

Con esas palabras, el peliverde se fijó donde Brook había señalado con su mandíbula. Una tenue luz salía de la torre de vigía.

–Desde que salimos de Punk Hazard se pasa las noches en vela. ¿Me pregunto si de verdad duerme?

La mirada del espadachín se quedó en aquella luz. La humedad que arreciaba en cubierta no era la misma a la que recordaba, no era tan profunda, se preguntó si allí arriba...

–¿Vas a hacerle una visita? –le preguntó el músico cuando lo vio dispuesto a subir.

–Algo así.

 

Arriba, en la torre vigía...

 

Encontró al cirujano acompañado de un candil, con su espada al hombro como acostumbraba, y la mirada hacia el horizonte difuminado en la noche. Law viró cuando oyó sus pasos.

–Vaya, sí que te atreves a visitarme después del dinero que me has hecho perder.

El peliverde se rió y encogió de hombros.

–No sé de que me hablas. Yo no he apostado contra una mujer cuyo apodo es La Gata Ladrona.

Con sus ojeras un poco más marcadas, le mostró una media sonrisa.

–Supongo que tienes razón. En cualquier caso: ¿a qué debo el honor de tu presencia, Roronoa-ya?

Zoro, al tiempo que sacaba sus espadas del fajín y las apoyaba con cuidado sobre la pared, se pensó sus palabras, no sabía exactamente que hacía ahí, delante de él. O eso quería creer.

–Me preguntaba si esa apuesta con Nami es lo que ha hecho que no pares de mirarme desde que salimos de Punk Hazard.

Law analizó de arriba a abajo al espadachín. Su postura seguía confiada, no obstante, notaba algo distinto. No era duda, tampoco parecía cohibido.

–Lo de la apuesta fue esta mañana –respondió al final.

A Zoro no le pasó desapercibido como Law dejaba también su espada a un lado, y caminaba hasta que sus pies se posicionaran entre él y la salida de la torre. La propia mirada del cirujano indicaba que no le dejaría una vía de escape. Eso, divirtió bastante al peliverde, retiró sus pasos y se apoyó de espaldas en una de las vigas de la torre, con las manos en los bolsillo, le esperó.

Law, al que si hubiese querido le hubiese sido imposible ignorar esa barbilla alzada con tanta arrogancia, fue hacia él. Le arrinconó y colocó su mano tatuada sobre la viga, a la altura de la cabeza del peliverde. Hizo presión con su cuerpo sobre el del espadachín, con su otra mano tomó su hombro. Sus alientos se rozaban.

El siguiente beso le gustó tanto como el anterior a la hora de cena, se procuró disfrutarlo esta vez. Luego, separó su boca poco a poco, con un pequeño mordisco en los labios del espadachín. Su mano tatuada había subido desde el hombro del peliverde a su cuello, su pulgar hizo una sutil presión en su nuez.

Zoro le retó con la mirada a que lo intentara si era valiente. A Law le hizo gracia; no era un cobarde, pero en realidad el tema de la asfixia sexual no le iba. Su mano se apartó de su yugular y bajó hasta su torso. El pecho del peliverde bajaba y subía bajo sus caricias mientras él se dedicaba a besar la curva de su cuello y clavícula.

–Con la cara que tienes imaginaba que me harías cosas más perturbadas que tocarme los pectorales.

–Dame tiempo, te has pasado tres días levantando pesas en mi cara y necesito saber como se siente al tacto. O si puedo ordeñarte.

–Ese comentario si se parece más a lo que esperaba de ti.

Law, sin marcar algo de distancia, fue, con sus dos manos, a por aquella tela roja que le hacía de cinturón; con calma, desató el nudo. Zoro se dejó mientras el fajín se deslizaba por su cintura y quedaba en las manos del cirujano. Su abrigo quedó suelto, lo que permitió que el otro lo tomara por las solapas y se lo apartara de sus hombros anchos hasta que cayera al suelo.

Cuando se conocieron en Shabondy, Law no le prestó demasiada atención, aún así era evidente que su cuerpo había cambiado en esos dos años; más fornido, endurecido como la propia madera, sin dejar de ser carne y piel cálida. Miraba sus pezones y solo podía pensar en engullirlos. Inspiró por la nariz en un intento de recoger algo de paciencia.

Aún sostenía la tela del fajín en su mano derecha, con su izquierda recogió las muñecas del peliverde.

–No me las ates demasiado fuerte. Me gusta como me queda y no quisiera romperlo si una hay una emergencia.

El nudo se ciñó a sus dos muñecas. Law había dejado un extremo alargado, como una correa; se apartó y tiró del, el peliverde no tuvo otra que seguirlo. No obstante, le sonrió, alzó sus manos hasta la visera de Law y, con un golpecito de índice, dejó que su gorro se desprendiera de su cabeza y le hiciera compañía a su abrigo en el suelo.

–Será mejor que vayas aligerando. No tengo toda la noche.

La sonrisa de Law se ensanchó. Sin soltar el fajín anduvo de espaldas, obligando al otro a seguirle. Aunque, como entendió, Roronoa estaba de todo menos obligado. Se sentó en el sofá y con un último tirón hizo que el peliverse se pusiera a horcajadas sobre su regazo.

Zoro colocó el nudo que el propio Law le había hecho tras la nuca del cirujano, e inició un nuevo ataque a su boca. El de las ojeras respondió en la misma medida, mientras tanto, no se quedó quieto. El peliverde notó los largos dedos el otro en su trasero, haciendo con el lo que le daba la gana.

Separaron sus bocas para recuperar aire, Law aprovechó y bajo hasta el pecho del peliverde. Ahora sí, lo estaba deseando demasiado.

–¡Ah! –se le escapó una queja al peliverde.

Law succionaba, mordía y lamía el pezón derecho, mientras que con la mano izquierda amasaba el izquierdo, todo sin soltar su nalga derecha.

–¡Ah! –salí esa queja ronca de la garganta de Zoro. Ese cabrón... ni si quiera sabía si le estaba gustando o simplemente doliendo.

Ese jadeo que casi sonaba como un gemido encendió aún más al de las ojeras. De un empujón, echó a un lado al peliverde, tumbándolo sobre los asientos del sofá. Cruzó sus brazos y se deshizo de su sudadera, la cual venía sobrando desde hacía bastante. Se posicionó encima del espadachín. Zoro observó su cara, su sonrisa.

–Levanta los brazos y mantén las manos por encima de tu cabeza.

El peliverde oyó aquellas palabras. Resopló por la nariz una risa. Con lentitud, con parsimonia, acató esa orden y, mientras lo hacía, mantuvo la mirada a Law, con una media sonrisa cargada de arrogancia.

Para el de las ojeras le quedó claro el mensaje, el espadachín le obedecía porque le daba la gana, porque le venía bien en ese momento. Le importaba bien poco, ya lo tenía justo como quería.

Room.

Ambos fueron rodeados por una extraña esfera.

Tact –dijo, a la vez que movía su dedo índice cual batuta.

Las botas de Zoro se desataron y salieron cada una disparadas a un punto distinto de la habitación. La esfera se deshizo.

–¿En serio has utilizado tus habilidades sólo para quitarme las botas? Creí que alguien tan retorcido tendría más imaginación.

–Ante todo soy práctico. Y tus botas me molestaban.

Acopló su cuerpo sobre el del espadachín. Notó su erección por debajo del pantalón, hizo que él también notara la suya. La espalda del peliverde su arqueó un poco. Law liberó su aliento en su boca antes del siguiente beso; sus manos subieron por su torso, tomaron cada uno de su pectorales y los agarró presionándolos uno contra otros. Roronoa gimió en su boca. El de las ojeras apartó un poco su rostro, le observó; juraría que el peliverde estaba un poco ruborizado.

Aún no había degustado su otro pezón, fue hasta él; una de su manos fue a por la faja del espadachín y, mientras éste jadeaba, Law se la bajó junto con sus pantalones y su ropa interior. Cuando le dejó completamente desnudo, incorporó su espalda y vio por entero su cuerpo. Zoro, aún con las muñecas atadas por encima de la cabeza, echó su cara a un lado, su ojo derecho aún esta fijó en el cirujano, que no entendía cómo alguien podía mostrarse tímido y decidido a la vez. Quería más de él.

Inclinó una vez más su cuerpo, tomó los muslos del peliverde y dejó la cabeza entre sus piernas. Dio algunos beso en la virilidad alzada del espadachín, que cerró su boca y dejó sus jadeos entre dientes. Sin más aviso que ese, Law le devoró.

–¡Aah! –su espalda se arqueó como si le hubiesen azotado con un látigo. El interior de la boca del cirujano estaba caliente, húmedo, le envolvía. Y su lengua.

Law sentía la presión de las piernas del otro en su cara, se preguntó si de verdad eso era todo lo que Roronoa expresaba con su cuerpo o si se estaba conteniendo. Hizo la prueba, llevó el primer dedo a su entrada.

El peliverde, desde la frente hasta los dedos de los pies, sufrió una convulsión.

–Cabrón... ni que te costara avisar...

Estaba empapado en sudor, la bocanadas no le permitían recuperar sufiente aire. Law insertó un segundo dedo, casi seguido del tercero. Jugaba con su entrada, jugaba con su entrepierna. Hacía demasiado calor.

Law se vio con la garganta llena, a punto de atragantarse. A disgusto se separó, tosió un una cuantas veces, se le saltaron las lágrimas por ello.

–Oye, oye. Si te mueres no me hago responsable –se sentó el peliverde.

El de las ojeras le analizó, despeinado, sudado, enrojecido y la mirada aún perdida por el éxtasis. Se rió.

–Si muero por algo como esto, por favor, invéntate otra cosa.

Su propia mano fue a limpiarle la comisura del labio con el dorso, no hizo mucho antes de que llegaran los labios del peliverde. Atrapó su nuca e hizo más presión. Era definitivo, cómo le encantaba besarle. Los nudillos del espadachín se pasearon por el tatuaje de su pecho, una de sus manos bajó la cremallera de sus pantalones.

–¿No te los vas a quitar? –le susurró sugerente.

–Esperaba que me los quitases tú.

Tras esa frase la escena recuperó su rapidez. Law se puso de rodillas en el sofá adosado; Zoro, aunque la atadura de sus muñecas lo complicaba, tampoco tardó en liberarle de sus vaqueros moteados. Tal cual había hecho antes el otro, devoró la virilidad del cirujano. El de las ojeras alzó la cabeza en un gemido, cerró los ojos y disfrutó, no sólo de la felación, también del tacto de sus dedos a través de los cabellos del peliverde; sostuvo una de sus orejas, la de los pendientes, la acarició con el pulgar.

El espadachín se apartó. Juntó su frente con el vientre de Law, la restregó en él; tomó aire y alzó la mirada con una sonrisa.

–¿Será suficiente?

El de las ojeras le devolvió aquel gesto. Dejó una mano en sus cabellos, pero la otra recogió la correa de su atadura. Conforme se sentaba y tumbaba de espaldas, tiraba para que el peliverde le siguiera y se acomodara sobre sus caderas. Tomó sus nalgas y le ayudó a ajustar su entrada en su erección. Law gimió otra vez, entre dientes, cuando se adentró con él; incluso con eso, no le pasó desapercibida la queja de dolor del otro.

–¿Te encuentras bien, Roronoa-ya?

–Preocupate por ti –se rió–. No sé yo si tus dolores de espalda soportaran esto.

El cirujano hizo un pequeño movimiento de párpados, pero ese fue todo el gesto de sorpresa que consiguió sacarle el espadachín.

–No estás tan gordo.

–Vete al carajo –le espetó.

Ambos hicieron una pausa, se concentraron, tomaron aire. Zoro se apoyó con cuidado en el pecho de Law.

El movimiento de caderas comenzó, con el los jadeos. Cerraron los ojos, se dejaron llevar. El vaivén les arrastraba, se movían por inercia. Cada vez hacía más calor, mucho más. En esa posición, el cirujano vio como los brazos del peliverde hacía en sus pectorales quedaran más apretados; estaban duros y enrojecidos, algo hincados, por las atenciones que les había dado. Puede que me esté obsesionando, pensó y un chispazo acertó en su cabeza. Se incorporó de golpe.

Zoro abrió los ojos cuando ya estaba tumbado bocarriba. Law permanecía dentro de él y, de esa manera, agarró sus piernas, giró su cuerpo e hizo que le diera la espalda. Al peliverde le fue imposible contener su voz ronca.

–Aguanta –le dijo el cirujano sosteniendo sus caderas.

El espadachín notó la mano y brazo del de las ojeras en su vientre, con ese abrazo, hizo que su espalda se levantara y pegara a su pecho tatuado. La otra mano del cirujano fue a su erección. Law le besó, sus largos dedos fueron a su pezón izquierdo. Se miraron, tenía el flequillo oscuro pegado a la frente por el sudor.

–Vamos –le dijo a media voz.

Las estocadas se iniciaron, el vaivén regresó con más ritmo. Los jadeos, los gemidos. En medio del paroxismo Law hundió su nariz en el hombro de Zoro, embriagándose de él mientras le masturbaba y agarraba uno de sus pezones.

Durante unos segundos la vista se les quedó en negro.

Los dos jadeaban asfixiados. Salió del peliverde lo menos brusco que pudo. Zoro resopló se dejó caer de lado sobre el sofá, luego, con los ojos cerrados se puso bocarriba. Su pecho subía y bajaba rápido. Law, en un estado parecido, se tumbó con él, descansó la cabeza en su pecho; oyó su respiración, sus latidos.

Poco a poco se fueron calmando, las olas del mar reaparecieron; de verdad parecía que se habían esfumado. Al de las ojeras le entraron ganas de reír, lo hubiese hecho, si no fuera porque el espadachín se incorporó sin previo aviso.

Zoro puso sus pies descalzos en el suelo y acercó sus dientes a sus muñecas para deshacer el nudo.

–¿A dónde vas con tanta prisa?

Le preguntó aquello medio en broma, no creyó que realmente el espadachín tuviese ganas de irse en ese momento. Sin embargo:

–¿Hum? aún queda algo de noche –contestó como si tal cosa ya con su manos liberadas–. Me daré una ducha rápida a ver si así cojo el sueño y duermo un poco antes de que alguien empiece la mañana dando voces.

Agarró sus calzoncillos y su pantalones y se puso ambos de una.

–¿En serio te vas?

–¿Qué pasa? –dijo ya de pie y vestido de cadera para abajo–. ¿Te da miedo quedarte a oscuras?

–No, imbécil. Es que... –se apartó el pelo de la frente–. ¿te ha gustado?

–¿El sexo? Sí, ha estado bien.

¿Bien? ¿Cómo que bien? Ante la mirada atónita de Law, el peliverde recogió el resto de su ropa, sus espadas, y se la cargó al hombro.

–Bueno, ya nos vemos dentro de una horas. Tápate antes de que te toque ir a Dressrosa resfriado.

Bajó por las escaleras y desapareció de la torre de vigía, sin darse cuenta o importándole bien poco que había dejado a su aliado pirata con la boca abierta.

 

Continuará...


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