Sobre los altos edificios de la ciudad una silueta se dibujaba a contraluz. Los cabellos flotaban en el aire y parado de manera elástica parecía estar levitando sin apoyo alguno.
Su estatura media y delgada era resaltada por el traje que llevaba. Otro quizás hubiera lucido estrafalario. Pero él era de tal porte que cualquier vestimenta era capaz de lucir magnífica sin dudas.
Se trataba de un traje francés con una casaca negra en relieves de cuadros rojos y negros. El pantalón oscuro estaba rematado por unas botas finas y pequeñas atadas con cintas delgadas. Cubriendo su rostro, una máscara veneciana de triste y felina expresión ocultaba sus facciones.
Aspiró el olor de la nueva ciudad y cerró los ojos para escuchar todas sus notas musicales.
Cuando se dedicaba por entero a sentir la energía de la cinética y ondulante de la gente ya no se sentía solo. Ellos, los seres humanos estaban allí y aunque no eran eternos como él, desde donde podía recordarlo siempre habían estado.
Le encantaban todas las emociones sin distinción de maldad o bondad. Lo que le atraía era la intensidad de las pasiones. Podía pasar días enteros observándolas sin aburrirse. Por eso siempre que llegaba a un lugar nuevo lo primero que Pierrot hacía era embriagarse del espíritu de todas esas personas que morían, nacían y latían a sus pies.
Sin embargo toda esa alegría toda esa alegría se veía ensombrecida por el motivo que lo había traído allí.
Preferia no pensar en ello. Eran tantos y tantos que una avalancha de rostros sin nombre con sus gestos horrorizados invadía su memoria y le dejaba una sensación de culpa.
Allí no sería diferente, para eso le habían traído y él, Pierrot, el verdugo de Les Enfants du Paradis, estaba listo para ejecutar a las almas negras bajo el cielo de la noche