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Wind of Gold por Camui Alexa

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En el corazón de los bosques, cerca del lugar donde el lago daba origen al río, se alzaba una construcción de madera, imponente aún en la armonía que conservaba con su entorno. La edificación, obra de los mejores artesanos de Edo, podría fácilmente llamarse palacio; sin embargo, su propietario repudiaba tal nombre, al ser un leal súbdito del Emperador.

El magnífico lugar no era otro que la morada del Shogun Ogawa Tetsuo, quien se mantenía en la cima de su poder sin la necesidad de alzar el abanico de mando para poner en movimiento a sus ejércitos.

Corría entonces el mes de abril, en esa semana especial en que todo Japón se teñía del sutil tono rosado de las flores de sakura, y la casa de Ogawa se encontraba vestida con las telas de la serena festividad de la contemplación. Docenas de invitados habían acudido a admirar los opulentos jardines, que superaban por mucho a los del propio Emperador. Sin embargo, una solitaria figura se deslizaba furtiva por entre los muros y los jardines, ajena al ambiente de fiesta.

Vestido con un gi de seda azul, con las geta en una mano para evitar el ruido y el rojizo cabello sujeto por una cinta blanca, quien escapaba del lugar era Ogawa Tetsuya, primogénito del Shogun. Con agilidad felina, saltó un espeso muro de piedra y miró a sus alrededores para constatar que nadie le seguía.

– ¡Yoshi! – dijo para sí mismo, se calzó las geta y tomó la vereda que conducía a la ciudad.

El camino serpenteaba por el bosque, que en esa época del año era casi todo rosa. Luego permanecería verde por mucho tiempo hasta que el otoño lo colorease todo de rojos y naranjas. Al girar una curva, el joven Ogawa vislumbró la silueta de un hombre a caballo. Frunció el entrecejo, pero no se detuvo. En cambio, su mano se acercó a la daga que llevaba oculta entre los pliegues de su ropa.

– Llega tarde, honorable príncipe Tetsuya – dijo el hombre acercándose a él.

Tetsu, como sólo unos pocos de sus amigos tenían el privilegio de llamarlo, sonrió y dejó caer la mano a su lado.

– Si mi padre te escuchara darme ese título alguna vez, estarías muerto antes de la luna nueva.

– Tal vez. Pero no por eso deja de ser verdad – sin bajar de su caballo, le siguió hasta un lugar entre arbustos donde otra montura esperaba –. Todo Japón sabe que el poder no le pertenece al Emperador desde hace mucho tiempo.

– Mi padre sirve al Emperador.

– Quizá. Aunque la quinta parte de su ejército bastaría para derrocarle, ¿no es verdad?

– Nunca lo sabremos – montó en su caballo y emprendió el camino.

– Tu padre tiene el poder suficiente para apropiarse del trono diez veces.

– ¿De dónde has sacado eso? – preguntó, empezando a sentirse incómodo con el tema.

– De ningún lado. Son mis propias predicciones.

– Me pregunto qué pensaría el honorable Kitamura Isshiro si llegara a enterarse de los pensamientos revolucionarios de su heredero.

– Seguramente estaría de acuerdo conmigo antes de mandarme a callar. Sirve al Shogun con demasiada reverencia.

– Mi padre le tiene en alta estima por ello.

– No lo dudo. Los viejos piensan igual – una sonrisa socarrona apareció en su rostro –. Lo cual me lleva a preguntarme qué pensaría el Shogun de que su hijo mayor se escape de su casa en los días de observación de sakura.

– Quizá...

– O mejor aún – le interrumpió –, de que ha rechazado su política pacifista y ha aprendido el arte de la espada.

– Ejecutaría al maestro, pienso yo – sonrió, triunfal.

– Claro, y tú le delatarías sin titubear, ¿eh?

– Por supuesto.

Ambos rieron, como no se les permitía hacer en público. El hijo mayor del Shogun, a quien éste no había nombrado aún su heredero y hábil espadachín contra los deseos de su padre, y el primogénito de una antigua casta de samurai, maestro de espada para su mejor amigo.

– ¿A dónde vamos, Ken?

– Oh... sólo a beber un poco de sake.

– Sake. No estarás pensando en volver a esa casa, ¿verdad?

– No. En la casa sólo podemos tener una ceremonia de té y admirar las danzas – sonrió maliciosamente.

– Si sigues jugando con esa mujer, sólo mancharás su reputación. Sabes bien que a las geishas no se les permite tener amantes.

– Lo que no sabes, amigo mío, es que pienso pagar por tener derecho a ella.

– Pero aún no lo haces. Además, ni aún así tendrías derecho a reclamarla durante el día.

– Quiero hacerlo pronto – dijo como si hablara para sí mismo.

– Claro – dijo alzando los ojos al cielo y sin sonar muy convencido. A Kitamura Ken el enamoramiento le duraba lo mismo que la luna llena.

– Ogawa sama, apuesto a que no puedes llegar a la ciudad antes que yo – retó antes de arrear a su caballo.

Tetsu se lanzó a todo galope tras él.


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