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El único sol por Ayesha

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Notas del fanfic:

Esta historia es una mezcla de la película y los libros de Renault, que pintan bellamente el amor de Alejandro y Hefestión. He tratado de consignar hechos históricos conocidos y a la vez intercalar memorias contenidas en “Fuego en el paraíso” y escribo esto para quitarme la espina de la luna de miel de Alejandro en la película. Según una conversación que encontré en el libro de Renault y revisando una enciclopedia, encontré que Alejandro y Hefestión tenían casi la misma edad. En algunos indica que Hefestión era un año mayor y en otros dice eran iguales, incluso nacieron el mismo mes. Coloco esto debido a que algunas personas me han dicho que Hefestión era mucho mayor, aunque eso no viene mucho al caso en la historia. En la película, en la escena previa a la boda, donde los generales discuten, aparecen Filotas y Parmenión. Pero me temo que ellos, así como Kleitos, estaban muertos hacía mucho. Esta historia se desarrolla durante la noche de bodas de Roxana y Alejandro.

”Para demostrarte
que mi sangre se desvive
por tu sangre
no tengo más que hacer esto:
escribir tu nombre”



Pensamiento de Hefestión

Estoy aquí, solo en mi tienda, tratando de alejarme del bullicio y el jolgorio de los que celebran tu matrimonio. Quisiera aislarme del mundo, pero no puedo, de modo que me revuelvo inquieto en mi lecho, reflexionando en todo lo que nos ha sucedido.

Es el año 327. Un año que quizá marcará un hito en esta loca carrera de la conquista, que empezó en el 336, con el asesinato de tu padre y tu coronación como rey de Macedonia. Después de tres años de resistencia, el último bastión persa cayó, como todos los anteriores, en tu poder. Este año será considerado para muchos como la realización del sueño de Filipo, aunque yo sé que tus propios sueños son aún más ambiciosos.

Un grandioso año, aunque para mí, es el año en que conocí el mayor de los dolores.

Pero tenía que ser así. Yo lo sabía.

Lo sabía, me temo, desde el día en que nos conocimos, yo con ocho años y tú con siete, aunque aparentabas menos. Recuerdo que tratabas de ajustar la correa de un carcaj que uno de tus amigos te había regalado y que te quedaba demasiado grande. Entonces no sabía quién eras, pero tu tenaz determinación, a pesar de tu edad, se me quedó grabada para siempre, luego de que esa misma mañana, mi padre, furioso, me alejara de ti.

Nos volvimos a encontrar luego de seis años, cuando los jóvenes nobles disputaban el privilegio de ser parte de tu escolta. Muchas de tus hazañas se comentaban entonces, algunas verdaderas, otras exageradas, porque tu nombre empezaba a ser leyenda; y aún otras, deformadas por la envidia mezquina de jóvenes como Casandro. Más de una vez lo puse en su lugar y estoy seguro de que eso fue el inicio de su antipatía hacia ambos.

Recuerdo bien el día que montaste por primera vez a Bucéfalo. Todos creyeron que no tendrías éxito, pero yo no dudé de ti un sólo instante. Vibré contigo cuando la multitud aclamaba tu triunfo y luego fui a tu encuentro, pensando que no me recordarías. Pero me equivoqué, recordabas bien al niño que te ayudó con tu carcaj. Me recordabas tan bien como yo a ti y pude sentir el vínculo mágico que me envolvía al oír tus palabras. Paseamos por las caballerizas, charlando despreocupadamente, y desde ese día, no me separé de ti. Tenías entonces trece años.

Ese recuerdo me hace sonreír. Nunca fui bueno para poner palabras a mis ideas. Tú, por el contrario, siempre estabas hablándome de tus sueños con la facilidad innata que caracterizaba cada uno de tus actos.

¡Oh, Alejandro! Si entonces hubiera sabido el dolor que me traerías, ¿me habría alejado de ti? Creo que no, porque como una polilla, vuelo incesantemente alrededor de tu luz, aunque esa luz finalmente me consuma.

Me estoy poniendo nostálgico y la nostalgia no es buena para un general macedonio enamorado de su rey.

Suspiro brevemente. He comprendido y apoyado cada uno de tus actos y a éste también lo apoyo, pero, aunque he tratado de encontrarle explicación, no puedo comprenderlo. Y creo que jamás podré.

Todo empezó luego de la rendición de los sogdianos, cuando el jefe Oxiartes ofreció aquél banquete en tu honor y ella danzó para ti. Nunca te había visto tan entusiasmado por una mujer. Tú, que jamás te entregaste a los excesos porque pensabas que le restaban fortaleza a tu carácter, perdiste completamente la razón. Pero no te conformaste con pedirla para tu cama ¡Querías casarte con ella!

Cuando anunciaste tu decisión, el primero en saltar fue Casandro y luego todos te reprocharon escoger una reina bárbara que te daría un hijo que no sería macedonio. Te reprocharon incluso tu sueño de unir la cultura helénica con la persa, y te echaron en cara el apoyo que te dieron cuando murió Filipo.

Yo simplemente callé para no ponerme a gritar. Exigiste lealtad hacia tus decisiones y sentí que te había traicionado con mis celos, de modo que, cuando saliste furioso luego de encarar a Casandro, les grité a todos que debía hacerse la voluntad del rey.

Y ahora te has casado, como querías y tomé parte de las celebraciones.

Esta noche es hermosa y apacible; y las llamas de las hogueras arden verticales. Una noche como tú te mereces.

La fiesta fue un estallido de luz, calor, oro y colorido. El aroma de las carnes asadas llenaba el ambiente. La música ensordecedora apenas acallaba los gritos de los presentes. Hasta que empezó la ceremonia y todo el mundo calló. Trajeron la hogaza ritual y la partiste con la espada, le diste una mitad en la boca y saboreaste la otra mitad. Eran ya marido y mujer y todos los vitoreamos y bebimos a tu salud.

Me embriagué en tu nombre y también para ahogar mi propio dolor. Pude ver esa tristeza también en los ojos de Bagoas, el hermoso muchacho persa que te acompañaba desde que lo encontramos en Susa. Él sufría como yo y saberlo me hizo sentir un poco mejor.

Ahora, con los vapores del vino ya disipados, sigo tratando de entender por qué la elegiste a ella. ¿Por qué? Sospecho que es el modo que tienes de rebelarte contra la voluntad manipuladora de Olimpia, de cuyo yugo no has escapado del todo. Nunca fui ajeno al odio que tu madre me tiene desde que éramos casi unos niños, inseparables y unidos. En ese entonces las habladurías en el palacio comenzaban a oírse. Eran insidiosas, ponzoñosas, llenas de envidia al cuestionar tu hombría, cuando tú habías dado muestras de más valor que muchos de los generales que rodeaban a tu padre. Pero tú no te enterabas o no querías hacerlo. Creo lo primero, tú estuviste siempre por encima de toda esa mezquindad. Luego tu madre se dedicó a sembrar con mujeres cada paso que dabas, cortesanas, damas nobles, incluso llegó a meter en tu habitación una muchachita de quince años con la que probaste lo que Olimpia quería demostrar: su hijo Alejandro era un hombre y pronto debería contraer matrimonio.

¿Creíste que yo no lo sabía? Yo vivía para ti, respiraba del aire que te rodeaba y esa noche lloré solo en mi lecho, añorando tu compañía. Nunca me dijiste una palabra, sabías que sufriría y quisiste ahorrarme ese sufrimiento. Al día siguiente sólo te acurrucaste sobre mi pecho como solías hacer y dijiste que nada había cambiado entre nosotros.

Sí, creo que es a causa de tu madre.

Olimpia no se detuvo ni siquiera cuando partimos a la campaña de Persia. Sus cartas, llenas de intrigas y de veneno perturbaban tus noches. Nunca me las ocultaste, yo leía, como siempre, con una mano enlazando tu cintura y la barbilla apoyada en tu hombro. Hasta Bagoas, ese noble muchacho que te ama sin pedir nada a cambio y que al inicio me miraba escandalizado, acabó por acostumbrarse a ello.

La reina te exigía casarte con una macedonia y engendrar un heredero que consolidaría tu posición y la de ella. ¡Qué motivos egoístas se desprendían de cada una de sus palabras! Aún así, era tu madre y yo no diría nada en su contra. Por eso en Babilonia, te pedí que la trajeras con nosotros.

- “Estás loco”, dijiste, y me pediste que pasara la noche contigo.

Horas más tarde, cuando me retiraba de tu cuerpo, ofrecido con la misma entrega de siempre, y te ayudaba a asearte para dormir, volví a sentirme dichoso porque me habías demostrado que el amor que sentías por Bagoas no cambiaba nada el que sentías por mí.


Me pongo de pie, incapaz de dormir, y me siento junto a la ventana, tratando de que el aire de la noche pueda hacerme olvidar la humillación de horas antes, cuando, animado por el vino, me puse a rondar el campamento en busca de Bagoas para compartir mi dolor.

Pero incluso el hermoso Bagoas es humano al fin y al cabo, y buscó ahogar su pena en los brazos de otro hombre. Los vi escapar del banquete y refugiarse entre las rocas de la montaña, donde Ismenios extendió su capa y ambos se tendieron. Los contemplé un momento mientras Bagoas desplegaba su arte y se dejaba amar.

Yo no podía hacer eso.

Tú no lo merecías, tú merecías sólo felicidad.

Entonces recordé que tiempo atrás, en Egipto, había comprado un anillo. Nunca me interesaron demasiado las joyas. Sólo tengo las que me dio mi madre y algunas que tú me regalaste, pero en cuanto vi ese anillo brillante como un sol, me acordé de ti y simplemente tuve que comprarlo.

Con el ficticio valor que da el vino, me atreví a ir hacia la cámara real, donde acababas de retirarte con tu esposa, y llamé a la puerta.

Cuando abriste irritado y viste que era yo, pude leer en tu rostro la misma pena que seguramente pregonaba el mío, y, sin palabras, desenvolví el lienzo donde estaba el anillo.

- “Lo encontré en Egipto” dije con voz ahogada. “El hombre que me lo vendió me dijo que es de los tiempos en que el hombre veneraba al sol y a las estrellas.”

¡Tus ojos me dijeron tantas cosas mientras mi mano enlazaba la tuya y colocaba la joya en tu dedo!

>> “Siempre te he imaginado como el sol y oro porque tu sueño brille sobre todos los hombres”, seguí diciendo y las palabras me salieron del corazón.

Me abrazaste y la emoción volvió a embargarme. No pude hablar, podría haberme quedado para siempre en tus brazos. Pero entonces recordé a qué había ido.

>>”Deseo que tengas tu hijo”, logré decir cuando pude encontrar mi voz.

- “Eres un gran hombre”, susurraste a mi oído.

Las lágrimas resbalaron por mis mejillas. Con esas simples palabras resumías los años de estudios con Aristóteles, donde tantas veces discutimos el verdadero significado del amor y de la grandeza.

«El amor hace que uno se avergüence de la deshonra y despierta la ambición de lo glorioso. Sin amor, nadie puede hacer nada bueno ni grandioso», era tu cita favorita y ahora tus palabras me daban ese privilegio.

Pero la magia fue rota por Roxana y por su mirada supe que me había ganado una nueva enemiga, quizá más formidable que Olimpia.

Me separé de ti y ahora estoy solo en mi tienda, oyendo aún la música y el jolgorio por tu boda, de la que no puedo alegrarme por más que lo intento.

Y una vez más vuelvo a preguntarme ¿Por qué?

¿Ese es tu modo de decirle a Olimpia que deje de entrometerse en tu vida? ¿Casándote con una bárbara que merecerá su total reprobación?

No quiero pensar que te dejas llevar por la pasión, tú jamás permitiste que la pasión te cegara, ni siquiera conmigo.

Sonrío al recordar nuestra primera vez en el bosque de Mieza. Tenías quince años y la pureza de una virgen. Sé que todos se preguntaban si ya lo habríamos hecho y yo sufría porque no me atrevía a tocarte, aterrado de romper nuestra amistad. Porque tu idea de amistad y amor iba más allá de lo físico; y en lo espiritual, nuestras almas estaban unidas.

Pero yo soy humano y mi cuerpo gritaba de pasión cuando rozaba el tuyo, atreviéndome sólo a pasar mi brazo por tu cintura o alrededor de tus hombros. Y de pronto, un día, me retaste a una carrera por el bosque, eras el más veloz de todos nosotros. Cuando por fin te encontré, yacías en medio de la hierba con una sonrisa en los labios y solo me dijiste:

- “¿De verdad es eso lo que quieres?”

-“Tú deberías saberlo”, respondí y no pude evitar rozar tus suaves labios con mi boca ansiosa.

Te dejaste amar y lo hice con el mayor de los cuidados, momentos después, tu cabeza descansaba en mi hombro y susurraste a mi oído:

- “Para Sócrates ése no es el final; él dice que el más grande amor, el más puro, sólo puede brotar del alma. Hacer el amor con el alma es la victoria más grande”

Yo te besé sin saber qué decir.

- “Tú eres el primero y el último”, dijiste, no con alegría sino con una profunda tristeza que sólo años más tarde comprendí. Tu sueño de grandeza muchas veces no dejaba lugar a los placeres terrenales, pero no soportabas lastimar a quienes te amaban.

Siempre te jactaste de no perder el tiempo con mujeres cuando había tantas cosas en las que pensar.

¿Por qué, maldita sea, elegiste a Roxana?

Estoy llorando de nuevo porque no sólo desafiaste a Olimpia, sino que, por primera vez en tu vida te dejaste llevar por el desenfreno de la pasión y no fue conmigo, ni con Bagoas, de quien ya no puedo sentirme celoso.

Por un momento quiero huir, pero sé que jamás lo haré. Una promesa me ata a ti, una promesa que te hice a los catorce años y que por ello es mucho más sagrada, porque es la promesa de un niño hacia el que será su señor.



No. No puedo dejarte.

Somos Aquiles y Patroclo como tantas veces soñamos, paseando de la mano por los bosques de Mieza y con la luz del amor iluminando nuestras pupilas. No puedo dejarte aunque tenga que contemplarte todos los días junto a ese bello joven que comparte también tu lecho; aunque pases las noches con esa muchacha que parece despertar en ti una pasión que jamás creí posible. No, tengo que protegerte de las envidias y las intrigas, como te protegí de Filotas, tengo que apoyarte cuando te equivoques, como te apoyé cuando mataste a Kleitos, como cuando estuve a tu lado, meses atrás cuanto te dieron esas fiebres.

Tengo que estar contigo, porque esta noche la mirada de Casandro hablaba de esa mezquina envidia que siempre te tuvo y debo protegerte de sus intrigas.

Nunca permitiré que intenten opacar tu luminosa luz.

Quizá deba hacer como Bagoas y buscar consuelo en otro cuerpo esta noche y las que vendrán, pero no puedo hacerlo. No lo mereces y no lo habrías hecho de hallarte en mi lugar.

¿Qué espero, sentado junto a la ventana?

Hace mucho que los parientes de la novia mostraron el lienzo ensangrentado símbolo de la consumación de tu matrimonio. A esta hora debes estar dormido.

Pero sigo sentado aquí, con mi egoísta pena, aguardando el amanecer mientras escribo tu nombre en el espaldar de mi silla con una daga.

Alejandro.

Alejandro.

Mi Alejandro.

De pronto, oigo el sonido metálico de la lanza del centinela al saludar y una voz que sólo puede ser la tuya le dice que se retire.

Y te veo frente a mi, vestido aún con tus galas de boda.

- “Alejandro”, murmuro sin poderme levantar de la silla.

Te acercas y caes de rodillas, sepultando la cabeza en mi regazo. Y lloras.

No entiendo tus lágrimas, éste debería ser un día feliz y temo que lo he arruinado a causa de mi pena.

- “Alejandro”, sollozo acariciando tus rizos dorados y reparo entonces que están húmedos, que te bañaste antes de venir a verme, borrando todo vestigio de tu estancia con esa mujer.

- “Era necesario”, dices levantando la mirada líquida.

- “Lo sé”, respondo tratando de que mi voz suene convincente.

- “Ella me preguntó si yo te amaba”, dices con profunda tristeza y yo tiemblo, porque nunca te lo pregunté por miedo a recibir una respuesta negativa o peor aún, un silencio.

Mis ojos cuestionan sin palabras y los aparto. No quiero obligarte a decir algo que no sientes, tan sólo por verme feliz.

>>”Le dije que eres mi vida”, dices ahora, volviendo a sonreír.

- “¿Tú le dijiste…?”

- “Sólo confirmé lo que ya era evidente, Hefestión. Ella no es tonta”, replicas poniéndote de pie y me tomas de la mano para sentarte conmigo sobre la cama. “Entiendes que tenía que hacerlo, ¿verdad?”

Asiento, pero no digo una palabra. Siempre confiaste en mí, siempre me contaste tus secretos, y debo confesar que entendí todos tus motivos, excepto éste.

>>“Es muy hermosa, y tiene mucho valor”, continuas en voz muy baja, “con ese temperamento nacerá el futuro rey y nadie, ni siquiera mi madre, podrá imponerle la conducta que deba tener. Quiero que sea libre, mucho más libre que yo”

Suspiro aliviado. ¿De modo que se trataba siempre de Olimpia?

>>”Es extraño, ¿sabes? Descubrir que debajo de la pasión, no queda nada”, dices mientras te recuestas en mi hombro y yo paso mi brazo alrededor de tu cintura. “Ahora entiendo más a los filósofos, cuando apartaban de sí algunos placeres. Para mí nunca habrá pasión más grande que aquélla que va acompañada de la unión de las almas y nosotros hemos hecho el amor con el alma durante todos estos años”

¡Qué tonto he sido!

Se trataba también de la pasión, acabas de confesarlo. Pero tienes derecho a sentirla, tienes derecho a dejarte llevar. ¿Quién soy yo para cuestionarte lo que cualquier ser humano hubiera hecho?

>>”Hefestión”, dices mirándome y me doy cuenta que mis mejillas están mojadas de nuevo con lágrimas.

Las limpias con besos suaves, hasta llegar a mi boca, donde te detienes.

>>”Me obsequiaste esto”, dices mostrándome el anillo en tu mano y el corazón se me encoge pensando que vas a devolvérmelo. “Quiero que tú también tengas uno, en recuerdo de la promesa que hicimos años atrás, en Pella”.

Sacas un envoltorio de entre tus ropas y tomas mi mano.

>>”Desde hace doscientos años este anillo ha pasado de manos de una reina a otra. Es una reliquia que me dio mi madre para el día en que contrajera matrimonio. Ese día ha llegado, es tuyo”, dices poniendo la joya en uno de mis dedos.

Ambos lloramos, comprendiendo lo profundo del significado de ese símbolo. Esta noche hemos hecho los votos y renovado las promesas de nuestra infancia y juventud. Luego de esta noche, nada ni nadie podrá separarnos, sólo la muerte, y ésta incluso, tendrá que luchar contra el Gran Alejandro.

Cuando susurras en mi oído “Tú eres el primero y el último”, me siento dichoso. Ahora entiendo todo y soy el más afortunado de los hombres. Tú jamás te entregaste a nadie más que a mí aunque muchos se entregaron a tus brazos.

Me ofreces tus labios y los tomo febrilmente, saboreando un sabor que es sólo tuyo, deslizando las manos por tu cabello dorado y luego por tu espalda. Has venido a ofrecerte esta noche, nuestra noche de bodas, y yo no puedo decepcionarte.

Despacio te quito la ropa, tu cuerpo me es tan familiar como el mío propio. Conozco cómo te hiciste cada una de las muchas cicatrices que lo cubren y que sólo sirven para que yo te vea más hermoso. Eres un guerrero, fuerte y poderoso, un guerrero que jamás ha perdido una batalla, y también eres un gran hombre. El más grande de los hombres.

Pero esta noche, quiero que seas solamente mi Alejandro y tú también lo deseas, al gemir suavemente mientras te tiendo, desnudo ya, en el lecho.

- “Te amo, Alejandro”, susurro besando las cicatrices de tu espalda. Esta noche es nuestra y sonrío al pensar que nadie se atreverá a interrumpirte en tu noche de bodas.

Ondulas suavemente ofreciéndote, pero me besas para hacer durar más el momento. No quieres prisas, los años que has pasado con el hermoso Bagoas te han hecho aprender a demorar el placer y yo lo comprendo.

Te hago girar, tomo tu virilidad en mi boca y siento en el vello que corona tu pubis pequeñas gotitas de agua. Te has aseado para mí y por eso puedo saborear tu esencia explorando tu cuerpo con toda la lentitud de la que soy capaz, a pesar de que hiervo de pasión.

Me detengo para besarte en los labios, que tienes entreabiertos, susurrando mi nombre. Abres los ojos y me devuelves el beso con una pasión que nunca te había conocido.

- “Soy tuyo”, susurras contra mis labios y dejas caer tu cabeza en el lecho, como si fueras incapaz de resistir la ansiedad.

Vuelvo a recorrer tu cuerpo con besos, tus hombros, tus brazos casi tan fuertes como los míos, tu pecho, donde los latidos de tu corazón esta noche son sólo para mí. Bajo lentamente por tu abdomen en el que se dibujan los músculos producto de los intensos entrenamientos a los que nos sometemos. Separo más tus muslos y me arrodillo entre ellos, elevando tus piernas sobre mis hombros.

Acaricio con ternura tu erguida erección y luego desciendo por la cara interior de tus muslos, besando y mordiendo suavemente. Llego finalmente al objeto de mi deseo, un lugar que nadie más que yo ha profanado jamás, un lugar que sólo yo he acariciado y poseído porque tú te has entregado a un solo hombre y ese hombre soy yo.

- “Hefestión”, murmuras con desmayo cuando mi lengua se apodera del ansiado trofeo.

Te saboreo con la convicción de que nadie más que yo tocará ese lugar, te preparo sabiendo que sólo mis dedos tienen el derecho de deslizarse de ese modo en tu cuerpo y arrancarte gemidos de pasión.

Esta noche estás más necesitado que nunca, jamás te había visto así, elevando tus caderas y clavándote sobre mis dedos en muda súplica. Los ojos se me llenan de lágrimas porque por fin te estás entregando completamente a la pasión y es por mi causa.

Quiero poseerte, pero es tan hermoso tenerte así, desesperado, que continúo torturándote con mis dedos mientras mi boca busca la tuya.

- “Te amo, Alejandro”, repito una y otra vez, embriagándome de tu nombre.

- “Tómame”, jadeas con desmayo.

Es la primera vez que me lo pides. Tú, mi amado Alejandro, de quien un hombre mezquino dijo que sólo habías perdido las batallas entre mis muslos. Tú, mi adorado sol, mi único y verdadero amor, me pides que te tome.

Retiro los dedos con cuidado y tus caderas se elevan pidiendo algo más. Estoy a punto de estallar, pero me contengo, presionando tu dilatada abertura. Una vez más, recorro ese camino que es sólo mío y la habitación se llena de gemidos.

Es una suerte que hayas despedido al centinela, aunque para ellos siempre seremos Aquiles y Patroclo, los soldados son hombres sencillos que se contentan con adorarte desde lejos.

Soy afortunado, Patroclo nunca soñó que Aquiles se entregaría a él con toda esta desenfrenada pasión.

No puedo detenerme, me adentro en tu cuerpo sin pensar que puedo hacerte daño, nunca antes he sido tan impetuoso en el momento de poseerte. Pero tú no pareces notarlo y nuestros cuerpos marcan el mismo ritmo furioso y desesperado, mientras nuestras almas vibran juntas en perfecta armonía.

Tu semilla inunda mis manos y mis sábanas y con un grito, me derramo copiosamente dentro de ti, como si mi cuerpo quisiera mostrarte la inmensidad de mi amor.

Ambos hemos gritado nuestros nombres en el momento cumbre de nuestra unión y ahora yaces con los ojos cerrados. Tus piernas tiemblan y las bajo de mis hombros con cuidado, sin querer retirarme aún de tu cuerpo. Despacio, me recuesto junto a ti y dejo que la naturaleza haga su trabajo al deslizarme fuera de tus cálidas entrañas.

Me das un beso y suspiras.

- “¿Me seguirás hasta el final?”, cuestionas nuevamente. En ese momento tan importante, necesitas la reafirmación de nuestros votos.

- “Hasta el fin de mis días, mi rey”, susurro y tomo tu mano para besarte en la punta de los dedos.

- “Te amo, Hefestión”, dices y te acomodas entre mis brazos como vienes haciendo desde que éramos adolescentes.

¡Has dicho que me amas!

Tú siempre dijiste que más importantes que las palabras son los hechos y cada uno de tus actos me dejó siempre claro el amor que sientes por mí. Pero soy de carne y hueso y egoísta cuando de trata de ti, por eso esas palabras calan tan hondo en mi corazón que te beso una y otra vez.

Ahora yo parezco el niño y lo sé, pero no me importa. Nunca hubo secretos entre los dos, nunca temimos llorar uno en brazos del otro.

Te acaricio el cabello y busco una manta para cubrirnos. Te acomodas de nuevo en mis brazos y pienso que te vas a poner a hablar de tus sueños. Siempre, después del amor, dedicas largas horas a hablar y yo escucho embelesado, siempre consultas mi opinión sobre cualquier asunto y yo trato de aconsejarte lo mejor posible. Nadie más que yo desea que te eleves aún más y te rodees de grandeza, no por el poder que esto conlleva, sino porque es el vehículo para conseguir tu visionario sueño.

Pero ahora estás extrañamente silencioso, tanto que pienso que te has dormido y te abrazo con ternura besando tu frente. Elevas la mirada y me sonríes. Sabes que por una sonrisa tuya soy capaz de enfrentarme solo a un ejército de mercenarios, pero sé que nunca me pedirías eso, pues tu amor no es egoísta.

El brillo de la pasión no se ha extinguido aún en tus pupilas y tu mano traza delicadamente los músculos de mi espalda, mientras tu boca se entierra en mi cuello, besándome.

- “El matrimonio aún no se ha consumado”, susurras y por un momento pienso que te refieres a tu boda con Roxana.

Pero cuando tu lengua traviesa juega con la nuez de mi garganta, comprendo todo de pronto.

Es nuestra noche de bodas y la entrega debe ser completa.

La emoción me embarga nuevamente, seré tuyo. Nunca me lo habías pedido y yo tampoco me había ofrecido, no creyendo merecer tan maravilloso regalo. No me he entregado a nadie, estoy intacto para ti, luego de ver tu luz, era imposible que buscara cualquier oscuridad.

Me besas de nuevo en la boca y cuestionas con la mirada. Yo sólo puedo susurrarte:

- “Soy tuyo”, con el mismo abandono con el que tú te entregaste antes a mi.

Sonriendo, besas cada rincón de mi cuerpo, como nunca antes hiciste. Eres cuidadoso y apasionado a la vez y agradezco infinitamente a tu bello eunuco por haberte adiestrado en el arte del amor, que ahora ejerces conmigo.

Cuando tu aliento roza mi virilidad me estremezco. Temo que pronto te esté rogando como una cortesana, ese es el efecto que estás provocando en mí y no me importaría en absoluto hacerlo.

Me besas y juegas con mi hombría interminablemente, haciéndola despertar. Tú también estás listo y te ves más majestuoso que nunca ahora que has decidido ganar la última batalla que te faltaba.

Introduces tus dedos en mi boca y los beso fervorosamente. Luego los retiras y deslizas gentilmente uno de ellos en mi interior.

Un gemido se me escapa. Mis entrañas son vírgenes y la invasión resulta un poco incómoda, pero me besas para calmar el dolor, imitando mis actos cuando soy yo quien te posee. Otro dedo y otro gemido que se me escapa. Nunca pensé que esto podría ser tan doloroso y me recrimino por habértelo hecho pasar a ti.

- “Despacio”, dices y me besas en los párpados.

Tus dedos empiezan a moverse circularmente y trato de relajarme. En batalla he recibido numerosas heridas y jamás me he quejado como me quejo ahora, y tú nunca te quejaste cuando te amaba. Temo decepcionarte, pero me besas de nuevo.

- “Si deseas, me detendré”, murmuras, temeroso acaso de lastimarme.

Te beso la mano. Yo más que nadie deseo que seas tú el primero que me posea, porque igualmente serás el único.

- “Si te detienes, sería como si me arrancaras la vida”

Me besas y cierro los ojos, relajándome. Tus dedos se siguen moviendo cadenciosamente, con lentitud y pronto me acostumbro a ellos. Inconscientemente, estoy moviendo las caderas como tú hacías, pidiendo más. Me miras a los ojos e introduces otro dedo, pero me siento mucho más dispuesto a recibirte ahora.

Por un rato que parece eterno, me preparas cuidadosamente. Ya son cuatro los dedos y he empezado a gemir y agitarme como una hetaira en celo. Tú solo me besas y me acaricias y siento que es agonía, necesito más de ti.

- “¿Estás listo?”, susurras de pronto y yo asiento desesperado.

Retiras los dedos y grito su pérdida con un gemido desmayado. Pero son rápidamente reemplazados por tu candente virilidad, que pugna por abrirse paso en mis entrañas.

Eres ligeramente más pequeño que yo y en ese momento me pregunto cómo es que todos estos años has podido recibirme con aparente facilidad. Ahora me parece una empresa imposible el que entres en mi cuerpo y me lleno de impotencia.

- “Alejandro”, escucho mi propia voz suplicante. “No deseo que te retires, pero si sigues empujando, temo que me quebraré”.

- “Con calma, lo haremos despacio”, dices, “tenemos toda la noche”

Te pones de pie y buscas algo en tu túnica. Me quedo en la cama, aterrado de que decidas irte, pero no lo haces. Un olor a aceites aromáticos inunda la habitación y tus dedos se hunden de nuevo en mí, empapados en el aceite que hace que se deslicen con facilidad.

Me relajo de nuevo y te introduces dentro de mi cuerpo con suavidad y firmeza. Ahogo un grito.

Me besas y sonríes.

- “Te amo, Hefestión”, dices y esas palabras son un bálsamo. Por oírlas nuevamente me dejaría cortar en trozos. “Te amo”, repites y logras tu cometido, empalándome completamente.

>>”Acostúmbrate a mi cuerpo, sin prisas”

Tus palabras son dichas con ternura, nunca pensé sentirme así. Ahora estamos unidos completamente y sé que nada nos podrá separar. Me muevo con suavidad y tu erección roza un punto en mis entrañas que me hace enloquecer.

Estoy dando un espectáculo, lo sé. Pero no puedo detenerme, quiero que te claves más en mí, que me desgarres si es necesario, quiero sentirte como nunca he sentido a nadie. Fuiste mío durante muchos años, ahora soy tuyo y no seré de nadie más.

- “Alejandro… Alejandro”

Has empezado a gemir al mismo tiempo que yo, nuevamente desesperado y ansioso. Gritas mi nombre. Bendito seas, gritas de nuevo que me amas y yo también lo grito.

Con un estremecimiento, siento tu semilla inundar mis entrañas y me siento completamente distendido, mi erección arroja sobre mi vientre una nueva descarga acompañada de un nuevo grito.

- “Te amo, Alejandro”

Jadeamos agotados y te retiras delicadamente, refugiándote en mis brazos.

No hablamos, no es necesario porque ya está dicho todo.

Apenas tengo fuerzas para cubrirnos con mi capa y nos quedamos dormidos, uno en brazos del otro.

Cuando despierto, estás acariciando mi cabello. Me acurruco contra tu hombro y te beso en el pecho.

- “Hefestión”, dices con suavidad y me apartas un poco para mostrarme algo entre las sábanas.

Ahogo una exclamación.

Un círculo de sangre rojiza mancha la sábana. Sangre que sólo pudo provenir de un lugar.

- “Está consumado”, me sonríes y me besas nuevamente. Luego tomas mi mano y la entrelazas con la tuya. Ambas lucen los anillos que intercambiamos. “Ahora debo irme, ella estará por despertar”

- “Ve con ella”, te digo sin sentir más celos.

Esta noche ha sido enteramente de los dos y ese recuerdo no se borrará jamás.

Después de un último beso, te vas y yo me acomodo de nuevo entre las mantas, para sentir el olor de tu cabello.

Más tarde, me preparo para enfrentar de nuevo los demonios de la corte, pero antes de eso, doblo cuidadosamente la sábana ensangrentada, escribo en ella tu nombre y envuelvo el anillo que me diste. No es necesario que me lo pidas, sé que nadie debe verlo en mi mano, así como nadie verá el que yo te di.

Alejandro, mi único sol.

FIN

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