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TRiADA por Kitana

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Notas del fanfic:

Todos los personajes de Saint Seiya le pertenecen a Masami Kurumada, yo solo los he tomado prestados para hacer algo divertido.

Los personajes estaràn completamente OCC asì que espero que a nadie le moleste como he decidido interpretarlos, caso en el cual les pido que omitan comentarios ofensivos, recuerden, cuando no hay nada bueno que decir, es mejor no decir nada.

 

Notas del capitulo:

 

Declaro que mi Afro esta inspirado en el de Cyberia Bronze Saint, con todo respeto y cariño hacia  mi amiga.

 

Se dice que la muerte llega en diferentes formas y tamaños... y aquella noche de septiembre, la muerte usaba perfume de rosas. El rubio contempló el paraje con un mohín desdeñoso en su hermoso rostro, arrugó la nariz al percibir un olor desagradable. Detestaba esas cosas, detestaba sobremanera que le hicieran salir de su adorado templo solo para eliminar algún estorbo, abandonar a sus preciosas rosas aunque fuera un instante le parecía un enorme sacrilegio. Y sin embargo ahí estaba, repitió la operación acostumbrada, se cubrió el rostro con una máscara muy parecida a las empleadas por las amazonas del santuario y se dirigió con paso despreocupado hasta el sitio donde debía ir a "plantar sus rosas" como solía decir para matizar un poco el nombre de su oficio.

 

Finalmente alcanzó el caserón de aire antiguo que era su objetivo. Calculó mentalmente que tardaría a lo sumo veinte minutos, no era la gran cosa para él, solo tenía que hacer lo suyo y volver a su templo y ocuparse de sus rosas, era todo lo que le importaba en ese momento.

 

Levantó el rostro enfundado en aquella máscara que solo se quitaba cuando estaba a solas, contempló un instante las estrellas y se dirigió a la construcción. No detectó más que tres presencias lo suficientemente respetables como para "sembrar una rosa" en sus pechos, sin embargo, órdenes eran ordenes, se introdujo en el lugar haciendo gala de habilidad y silencio, no había tiempo que perder, sus rosas esperaban.

 

Con pasos serenos y firmes avanzó por cada corredor de aquella casona, sembrando sus rosas en cada sitio en el que detectaba la presencia de alguien, por pequeña que fuera. Ordenes eran ordenes, después de todo, ¿quién era él para desafiar los mandatos del poderoso Arles, patriarca del Santuario?

 

Finalmente llegó a la última habitación, sonrió detrás de la máscara y de una patada echó abajo la puerta de madera que cayó al suelo emitiendo un estruendoso sonido.

 

- Se que están ahí... salgan... - canturreó con esa dulce voz que a cualquiera le habría parecido inofensiva. - ¡Maldita sea! Mi tiempo es condenadamente valioso, ¡así que salgan de una maldita vez! - gritó con una voz que rayaba en la histeria. - Con mil demonios... de todos modos van a morir, así que... da igual la forma, solo importa el resultado. - en sus labios se dibujó una sonrisa algo maligna que hubiera helado la sangre de quien la hubiera visto. Con un cadencioso movimiento de su mano izquierda hizo brotar centenares de rosas rojas que inundaron la habitación con su toxico perfume. Habría querido terminar aquello con sus rosas blancas, pero... daba igual, el resultado era lo importante. Abandonó el lugar sin prisa alguna, no le importaba que nadie lo viera, el veneno de las rosas era suficiente motivo para alejar a los curiosos y desalentar a los estúpidos que pretendieran siquiera verle de cerca.

 

Al fin llegó al sitio donde debía reunirse con sus compañeros, dos más de los santos de Atenea que gozaban del dudoso honor de ser los ejecutores del santuario, trabajo sucio pero necesario del que nadie hablaba más que lo indispensable.

 

Contempló la rubia melena de Milo agitada por el viento. Los ojos azules tan apagados como de costumbre y ese gesto neutro posesionándose del hermoso pero apático rostro. Solo faltaba el italiano, ese maldito italiano loco que gozaba de matar solo cuando estaba drogado. Pero, ¿con que autoridad moral juzgarle? Todos eran asesinos al final de cuentas. Aún los honorables santos excluidos de la tropa de asesinos oficiales, habían cometido uno que otro crimen en aras de la paz y la armonía del mundo, pero ¿qué más daba? Quizá un día habría lugar para represión o recompensa, pero mientras tanto, solo debía cumplir su labor y no hacer demasiadas preguntas.

 

Milo le dedicó la mirada indiferente de costumbre, sí, era más fácil sacarle un gruñido a esos labios que una palabra de más de dos silabas. Por eso era que le agradaba, nunca hablaba demasiado, nunca se esforzaba por agradarle a nadie y nunca, jamás había pedido ver su rostro, y mucho menos se había atrevido a tocarle ni siquiera por accidente. Básicamente a ese hombre no le importaba nada en la vida. Ese era el misterioso encanto de Milo de Escorpión, y eso le gustaba, no era que le gustara su persona, no, más bien era esa extraña sensación de que aún estando él ahí no había nadie era lo que le agradaba. Milo jamás había intentado conversar con él, y a su modo, él lo agradecía, no le gustaban las personas, las personas hacen preguntas, siempre quieren saber más, siempre quieren tocarte, y él odiaba con todas sus fuerzas ser tocado. Nada como la extraña personalidad de Milo para hacerle sentir cómodo. El griego generalmente se quedaba quieto en donde lo encontraba y ni siquiera lo miraba, a Milo no le interesaba.

 

Al fin llegó Death, sonriente se acercó a ellos.

- Bene, tutto bene. - dijo arrastrando las palabras, como era su costumbre estaba completamente drogado, era lo única forma en que podía realizar su trabajo sin detenerse a pensar ni un instante en lo que hacía. - Andiamo, a casa. - dijo mientras contemplaba con gesto desquiciado la túnica hecha jirones de Milo, manchada aquí y allá con oscuras salpicaduras de sangre.

- Cállate y comienza a andar. - dijo el rubio enmascarado.

- Oh Afrodita, bellísimo, deja de amargarte la vida, ¿qué más da un par de minutos extra fuera de nuestra prisión? - dijo Death inclinándose hacia Afrodita.

- Vete al infierno. - dijo el rubio molesto por la cercanía inoportuna del otro y se echó a andar en dirección al santuario. Milo se puso de pie, recogió el jirón de su túnica que arrastraba y con paso cansino se fue detrás de Afrodita. Aquellos dos le tenían harto, hacían demasiado ruido cuando estaban juntos, se dijo el griego.

 

Death Mask se encogió de hombros y los siguió, no tenía a donde ir, el efecto de los enervantes pasaría en veinte minutos a lo sumo y no tenía intención de estar fuera de casa cuando eso sucediera, si había algo peor que la resaca producida por el alcohol, era sin duda la resaca producida por la cocaína.

 

Afrodita cruzó por los once templos que precedían al suyo prácticamente a la carrera, Milo se había quedado muy atrás, el griego nunca parecía tener prisa para nada, ni siquiera para hacer su trabajo. Death Mask al fin había llegado a su templo. Se apresuró a llegar a su cama, los efectos de la cocaína comenzaban a desaparecer, adiós a la euforia, y bienvenida de nueva cuenta la conciencia, esa vocecita chillona que se empeñaba en meterse en sus asuntos. Y a esa maldita sensación de vacío que seguía a las salidas de trabajo que constantemente tenía que atender.

 

Se acostó en la cama, seguramente sería otra de esas noches de insomnio. Y seguro que al día siguiente no iría a entrenarse en el coliseo, era lo menos que merecía por haber hecho lo que le ordenaron hacer, detestaba su trabajo. Sus compañeros nunca hablaban ni bien ni mal de su trabajo, aparentemente a Milo aquello le parecía tan trascendental como limpiarse la nariz, y en el caso de Afrodita... ¿cómo saber? Ese sueco siempre llevaba el rostro cubierto y jamás se quedaba lo suficiente en ningún sitio como para que pudieran hablar de algo más que estupideces o discutir. Definitivamente nunca llegarían a ser un equipo, o al menos no como Arles pretendía que lo fueran.

 

El amanecer llegó demasiado pronto. Lentamente el santuario de la misericordiosa Atenea comenzaba a despertar y agitarse como cada mañana. Uno a uno los santos dorados abandonaron sus templos y se dirigieron al coliseo a entrenar como cada mañana.

 

Afrodita fue el último en llegar, no le extrañó la ausencia de Death Mask. Debía estar bien, ya que Milo estaba ahí. El griego era de lo más extraño. No perdía oportunidad para hacerle notar al italiano que lo detestaba, sin embargo, él era el único que se escabullía en el templo de Cáncer a comprobar que Death siguiera con vida. A veces, cuando el italiano se encontraba verdaderamente mal, Milo permanecía a su lado, le cuidaba. Definitivamente Milo era alguien extraño. Pero le agradaba.

 

El entrenamiento había terminado, el grupo de los chicos buenos, como burlonamente los llamaba  Death, se encontraba diseccionando visualmente a Milo. Afrodita contempló detrás de los ojos eternamente ciegos de su máscara lo que hacían. Notó la chispa que apareció en los ojos de Camus de Acuario. Definitivamente estaban tramando algo. Generalmente el blanco de las bromas de Camus, Shaka y Mu no era otro que Aioria de Leo. Esos tres si que lo despreciaban.

 

- ¿Qué tanto le miras a esos? - dijo la voz amargada de Shura. Afrodita lanzó un resoplido de indignación y se dijo que eso sacaba por prestarle atención a esa gente tan molesta, se dio media vuelta para irse, pero Shura le detuvo. - Hey tú, afeminado. - le dijo tomando su brazo. Ante aquella provocación  Afrodita invocó a un par de sus rosas negras.

 

- Será mejor que me sueltes si no quieres que mis niñas destrocen tu asquerosa mano. - dijo Afrodita siseando furioso. El resto comenzó a mirarles con insistencia. Afrodita jamás permitía que le tocaran.

 

- ¿Tú harías algo más que esconderte detrás de esa maldita máscara contra mí? ¡No me hagas reír!

 

- ¡Cállate! - gritó Afrodita sintiéndose furioso. El aroma a rosas comenzaba a intensificarse, pronto los más cercanos se sintieron mareados. Milo contemplaba la escena con esa apática mirada de siempre. Sin embargo su mente era un hervidero de conjeturas, todo el mundo sabía que el sueco detestaba ser tocado, así que cuando menos ese español recibiría una fragante rosa negra por su atrevimiento. Una imperceptible sonrisa se plasmó en sus labios cuando Afrodita le lanzó una de sus rosas a Shura justo en la cara. Afrodita se retiró a su templo y Shura se dirigió al pueblo echando cualquier cantidad de maldiciones contra el sueco.

 

- ¿Disfrutas de ver como casi se matan entre ellos? - le dijo Aioria de Leo al notar el gesto casi complacido en la normalmente impasible faz del griego.

 

- Por supuesto que no, habría sido mejor si el sueco hubiera "sembrado" una de sus rosas blancas. - comentó Milo con sorna.

 

- Ustedes dos son iguales.

 

- Error, yo no soy igual a nadie que tu conozcas. - dijo Milo mirándole con esos ojos rojizos tan atemorizantes. - Si yo fuera tú no debería quejarme, después de todo, ese español fue el que despachó a tu hermano y el sueco sabe cuidarse. - Milo hablaba con la misma indiferencia de siempre, pero Aioria notó que Milo se preocupaba por su compañero, a su modo, pero lo hacía.

- ¿Seguirán conversando o prefieren bajar al pueblo a beber algo bueno? - dijo Aldebarán con la sonrisa que le caracterizaba, a Milo le parecía que ese hombre era demasiado ingenuo, ¿quién podía sonreír teniendo una vida tan horrenda como la de un santo de Atenea?

 

- Yo voy.- dijo Aioria.

 

- Nosotros también vamos. - dijo Mu, el tibetano contempló con no muy buenos ojos a Milo y se acercó a Aioria. El león le dedicó una mirada extraña y luego se dirigió al escorpión.

 

- ¿Vienes Escorpión?- le dijo.

 

- Paso, hace demasiado calor; además tengo cosas que hacer. - dijo para luego darles la espalda. Como de costumbre se dirigió al lago, acostumbraba bañarse ahí después de los entrenamientos. El resto de los santos se dirigieron hacia el pueblo, como santos dorados podían ir y venir al pueblo cuantas veces quisieran, y por supuesto que no desperdiciaban la oportunidad.

 

Milo se dirigió al lago pensando en sus asuntos, sabía de buena fuente que el patriarca les enviaría pronto a Rusia a aplacar a una turba de renegados que se negaban a aceptar la supremacía del santuario griego en la orden de Atenea y que tenían planeado un levantamiento que pensaban llevar a las puertas mismas del santuario.

 

- Llegas tarde pequeño espartano. - dijo una voz que parecía provenir de los arbustos que había a sus espaldas.

 

- Más bien tú llegas temprano... - dijo Milo acercándose al agua con una sonrisa en los labios que si alguien se la hubiera visto habría creído sinceramente que estaba alucinando.  Se dijo que aquello no podía ser más insultante.

 

- Cierto... esta vez me han echado antes de casa. - dijo su interlocutor saliendo de su escondite.

 

- ¿Puedo saber por qué?

 

- Conoces de sobra esa respuesta Milo, no seas absurdamente predecible. Bien sabes que mi aburrido hermano siempre está tratando de esconderme.

 

- Vamos, no te burles de mí, ¿quieres? ¿Por qué te haces pasar por Kanon? - le espetó Milo con cierta molestia asomándose a sus ojos azules. - ¿Dónde está Kanon?

 

- Lejos, donde no puede hacerle daño a nadie con esa alma corrupta que posee. - le dijo Saga remarcando cada palabra.

 

- No me hables a mí de corrupción... no me interesa escuchar un sermón sobre el honor y las buenas costumbres de un santo de atenea, bastantes he escuchado ya de mi maestro y del patriarca, solo me interesa saber en donde esta, lo demás me tiene sin cuidado. - dijo Milo clavando sus ojos en el rostro de Saga.

 

- ¿Para qué? ¿Para revolcarte con él como solían hacerlo aquí cada semana? - dijo Saga en tono francamente provocador. Por toda respuesta Milo se echó a reír.

 

- Guárdate el secreto todo el tiempo que quieras, terminaré por averiguarlo por mí mismo... como todo lo que pasa en este maldito lugar. - dijo Milo volviendo sobre sus pasos.

 

- Maldito niño imbécil.

 

- Te recuerdo que no soy ningún niño y no soy tan imbécil como crees pues no has podido engañarme. - dijo sin mirar atrás el santo del escorpión.

 

Saga lo miró furioso, no le agradaba ni siquiera ver a ese niño fastidioso que había osado preferir a Kanon por encima de él en todo momento. Nunca se imaginó que alguien lo extrañaría cuando decidió desaparecerlo. Tenía que cuidarse de ese niño idiota antes de que terminara enterándose de lo que no le importaba.

 

Aquella misma tarde se apareció por la prisión de su hermano, simplemente para torturarle con lo que sabía le era más doloroso.

 

- Buenas tardes hermanito, espero que no te estés aburriendo, y dime, ¿qué tal te tratan tus nuevos vecinos los cangrejos? He oído que se ponen de lo más insoportables cuando sube la marea... ¿a que no adivinas con quien estuve hoy? - dijo Saga con tremenda burla en cada una de sus palabras.

 

- Déjate de idioteces Saga y sácame de una vez por todas de este condenado encierro. Ya he entendido que eres superior a mi y toda esa palabrería que dijiste cuando me encerraste aquí. - replicó Kanon aforrándose a los barrotes de la celda donde Saga le había encerrado en lo que él creyó era solo un arranque de furia.

 

- Kanon, ¿acaso nadie se encargó de enseñarte que es de mala educación interrumpir? Estaba a punto de contarte que hoy he tenido un muy interesante encuentro con tu queridísimo Milo de Escorpión.

- ¡Cállate!- gritó Kanon.

- Ja... sabía que te enfadarías, si solo lo hubieras escuchado gemir como perra en celo...

- ¡Imbécil! Él no me habría engañado, él no me confundiría con un imbécil, cretino como lo eres tú. - gritó el menor de los gemelos.

- Puedes decir lo que quieras... pero esto estuvo dentro de tu adorado insecto. - dijo Saga mientras se llevaba la mano a la entrepierna.  De haber podido, Kanon le hubiera aniquilado allí mismo. Estaba cansado de su hermano, de los aires de bondad que mostraba al mundo cuando en realidad era tan corrupto como lo era él.

- Vete al diablo Saga... él no sería capaz...

- Pero vaya que lo fue... es más, creo que pienso repetir la experiencia. Sin duda es una gran zorra el chico. Bien, te veré después hermanito, diviértete en tu palacio. - dijo Saga en tono burlón.

 

Kanon lo miró con odio y furia. Detestaba esa parte de su hermano. Detestaba que intentara jugar de esa forma con su mente y sus sentimientos.

 

En el templo de Cáncer solo se podía escuchar el monótono sonido de una gotera. Tendido en su cama como un muerto, yacía Ángelo de Cáncer, ese que años más tarde sería llamado Deathmask.

 

Contemplaba el techo de su habitación con gesto enajenado, sus vidriosos ojos negros permanecían fijos en un punto que solo él podía distinguir. Se había drogado apenas unos minutos atrás. Necesitaba dejar de pensar en lo que había hecho el día anterior. Necesitaba que los gritos histéricos de esas pobres mujeres dejaran de resonar en su mente. Y solo la droga le permitía evadirse de ese nefasto recuerdo.

 

Se inyectó un poco más de heroína. A los pocos minutos del templo de Cáncer emanaba una rítmica música que se alcanzaba a escuchar hasta Aries.

 

- Ya va a empezar... - susurró Mu mientras intentaba concentrarse en la reparación de la maltrecha armadura del Pez Austral. La amazona dueña de la armadura  estaba frente a él con los brazos cruzados sobre el pecho.

 

Lejos de ahí, en el templo de Piscis, Afrodita se encontraba arrodillado al lado de un macizo de rosas de un impresionante color rojo. Se entretenía despojando de parásitos a los impresionantes y mortales rosales que era su orgullo. Eran la más mortífera de sus creaciones.

 

Detrás de la bruñida máscara Afrodita frunció los labios en una expresión de disgusto al ver aparecer a uno de los guardias del templo del patriarca.

 

- ¿Qué quieres? - dijo Afrodita con el mismo tono frío y despótico de siempre. El guardia lo miró concierto terror, de los tres asesinos, Afrodita era el que más temor inspiraba debido a sus excentricidades.

 

- Su Santidad le llama al templo principal señoría. - dijo el guardia con más temor que respeto.

 

- Ummm ¿a quién más ha llamado?

 

- A los santos de Cáncer y Escorpión.

 

- Así que es trabajo... bien, ya me diste el mensaje, ahora lárgate, no necesito que un insignificante guardia me vigile. - dijo el santo de Piscis destilando odio en cada palabra que pronunciaba.

 

Detestaba a los guardias, detestaba que siempre le miraran de esa maldita manera, ¿es que no tenían a nadie más que molestar? Se puso de pie. Con un gesto majestuoso sacudió el polvo de sus rodillas y entró en su templo.  Se cambió para subir a visitar ala patriarca. Detestaba las entrevistas con el patriarca, que para su desgracia eran bastante frecuentes dado el oficio que ejercía en el santuario. Lo que más odiaba era que Arles insistía en que debía aparecer sin la máscara, y como de costumbre el hacía oídos sordos a las recomendaciones del patriarca.

 

Cuando salió de su templo dispuesto a irse vio aparecer a Milo de Escorpión con ese típico andar cansino que el dorado del octavo templo solía emplear de ordinario. Se sonrió al notar que el griego había empleado el camino largo, como de costumbre estaba evitando al resto de los dorados.

 

El griego levantó la mano derecha a modo de saludo. Afrodita sonrió detrás de la máscara. Ese hombre era el desgano en persona. Por el gesto del griego entendió que él seguiría a su paso y que no le importaba en lo absoluto que le dejara atrás.

 

Afrodita recorrió a toda velocidad el trecho que le separaba del templo del patriarca, estaba de muy mal humor.

 

Tuvieron que esperar a que Milo llegara, Afrodita lo maldecía entre dientes mientras que Ángelo se limitaba a andar de un lado a otro de la habitación ansioso por una nueva dosis que calmase su ansiedad y acallara su conciencia.

 

El griego llegó y ni siquiera les dirigió la palabra, se limitó a andar de esa manera pausada tan suya en dirección a la puerta que llevaba al salón del patriarca. Estaba tan de mal humor... y el patriarca de seguro iba a enviarles a alguna misión, algo grande porque los había llamado a los tres.

 

Arles estaba esperándolos. A pesar de la máscara fue obvio para los presentes que su santidad estaba de muy mal humor.

 

- ¿Cuándo será el maldito día que llegues a tiempo Escorpión? ¿Y tú Cáncer? ¿Hasta cuando vas a dejar de inyectarte esas sustancias? - el inexpresivo rostro de la máscara que usaba el patriarca se clavó en Afrodita. - En cuanto a ti, ya hemos discutido no sé cuantas veces el asunto de esa ridícula costumbre de llevar esa máscara. ¡Se supone que eres un santo dorado, no una estúpida amazona! ¡Quítatela inmediatamente! - gruñó el patriarca. Los tres dorados levantaron el rostro con incredulidad, vaya que su santidad tenía un mal día. - ¿Es que no me has oído? Dije que te quites esa máscara, ¡ahora! - gritó Arles descendiendo de su escaño para situarse justo frente al rubio guardián de Piscis.

- No lo haré. - dijo el rubio con convicción.

- ¿Estás desobedeciendo una orden directa?- siseó Arles presa de la rabia. - En ese caso... Ángelo, ¡quítale esa cosa! - el aludido ni siquiera se movió. - También a ti te ha dado por desobedecer... entonces tú Milo, hazlo.

- Me temo que no es posible, si me atrevo a hacerlo seguro que me costará a lo menos una mano... y me gusto tal y como soy ahora santidad. - dijo el griego, en sus labios se dibujó una imperceptible sonrisa que Ángelo compartió.

- Está bien... pero no crean que se librarán de su justo castigo. - siseo el patriarca. Avanzó un paso más hacia Afrodita, el rubio permanecía arrodillado al igual que sus compañeros pues en ningún momento Arles les había dado la orden de ponerse de pie. Una certera e inesperada patada al rostro del santo de Piscis le bastó a Arles para despojar de la máscara al rubio.

- Solo le diré una cosa santidad, espero que pueda lidiar con el demonio que ha desatado. - susurró Afrodita mientras limpiaba con furia el hilillo de sangre que escurría de sus labios. Estaba furioso, deseando saltarle encima y acabar de una vez con su podrida existencia o morir en el intento.

- Déjalo... tarde o temprano... - susurró Milo como para tranquilizarlo. El sueco apretó los puños y bajó el rostro que sentía arder de furia por la mirada que le había dirigido el santo de Cáncer.

 

Arles volvió a su asiento y les explicó en que consistiría su misión. Le importó poco que esos tres estuvieran furiosos, lo sentía en sus cosmos, la frustración de Ángelo, la suprema irritación de Milo y la rabia mal contenida de Afrodita, sus deseos de matarle...

 

Debían viajar a Inglaterra inmediatamente, había que sofocar un levantamiento en Gales, tenían que eliminar a todo ser viviente que se encontrara en el recinto de entrenamiento que atacarían.

 

Al día siguiente partieron con rumbo a Gales. Según los cálculos de Milo les tomaría unas diez horas llegar hasta donde debían ir.

 

Afrodita estaba sencillamente fastidiado. Se sentía humillado. Odiaba la sensación de ser observado, de tener el rostro aire después de tantos años de cubrirse en público. Detestaba sentirse de esa manera.

 

A su lado en el avión descansaba Milo, dormía como un bebé. Afrodita sintió envidia, no podía recordar haber dormido de esa forma jamás. Por su parte, el guardián de Cáncer aferraba las manos a los laterales del su asiento. Estaba nervioso. Odiaba los aviones. Era la primera vez que hacían algo semejante, por lo regular Arles les enviaba cerca, y Afrodita jamás acudía a misiones lejos del santuario.

 

Su nerviosismo no disminuía. Ya se había metido un par de líneas de coca, y ni  siquiera eso había sido suficiente para calmar sus alterados nervios.  No podía deshacerse de ese temor irracional.

 

El italiano parecía ser el más afectado de los tres. La belleza de Afrodita era sencillamente abrumadora. No podía entender como era que el rubio se había negado todo ese tiempo a mostrar su rostro. No podía entender a ninguno de sus compañeros de viaje. Sin duda el que le parecía más extraño era el sueco.

 

Sabía que todos tenían sus razones para estar ahí, aunque podía decirse que en realidad lo que les había llevado a ser los ejecutores del santuario era su mala suerte. Por alguna razón Arles les había encontrado perfectos para ese trabajo.

 

Al igual que todos en el santuario, Ángelo tenía una historia un tanto extraña tras de sí. Nunca había querido ser uno de los ejecutores, o simplemente de "los tres" como muchos les llamaban por temor a siquiera mencionarlos directamente.  Se repitió una vez más que no había un modo fácil de enfrentar aquello, de  vivirlo, de hacerlo. Por eso se drogaba, de otro modo jamás habría soportado vivir con todo ese peso en la conciencia.

 

Bendiciendo a todos los dioses y felicitándose a sí mismo por sobrevivir a aquella experiencia, Ángelo notó que estaban a punto de aterrizar.

- Hey sueco, despierta al griego. - dijo Ángelo mientras a duras penas se ajustaba el cinturón de seguridad.

- Hazlo tú, ¿por qué tengo que hacer lo que  tú dices?

- Porque eres el que está más cerca.

- No quiero tocarlo.

-Solo despiértalo, no lo toques. - Afrodita lo miró con cara de pocos amigos. Milo se despertó una vez que la azafata se acercó para indicarle que debía ajustarse el cinturón de seguridad. En un perfecto inglés, Milo le agradeció  su atención y después de desperezarse, se ajustó él mismo el cinturón. Ángelo y Afrodita lo miraron confundidos, ese hombre estaba lleno de sorpresas.

 

Aún tenían que realizar un viaje de un par de horas en auto. Afrodita estaba que reventaba, no toleraba pasar mucho tiempo con nadie. Estaba hastiado con la manera en que Ángelo no dejaba de mirarlo. Esa mirada fastidiosa en los ojos negros del italiano le exasperaba sobremanera. El único que seguía tan indiferente como de costumbre era Milo, pero el griego en realidad era indiferente a todo. Pasaron por la aduana sin problemas. Lucían como un grupo de adolescentes pasando sus vacaciones lejos de casa. No pocos se les quedaron viendo, los dos rubios llamaban la atención poderosamente. Ángelo los seguía a corta distancia hecho un manojo de nervios. Necesitaba drogarse.

 

Al salir del aeropuerto se dieron cuenta de que Arles les había dejado solos en aquello, no había instrucciones fuera de matar a todos los ocupantes del recinto en Gales. No tenían apoyo de ningún tipo. Y esas no eran buenas noticias, para bien o para mal, tenían algo que compartir y eso no estaba en los planes de ninguno de los tres. Los tres pensaron que debían actuar con la mayor rapidez y precisión posibles.

-Tenemos que irnos de inmediato. - dijo Ángelo. - Habrá que conseguir transporte.

- Yo digo que busquemos un hotel, allá decidimos que hacer, esta no es una conversación que deba sostenerse en plena calle. - dijo Milo.

- Exageras, ¿quién demonios habla griego por aquí?

- Italiano estúpido. - siseo Afrodita. - El griego tiene razón, busquemos un hotel. - dijo el sueco lanzándole una mirada de odio a Ángelo.

 

Abordaron el primer taxi que pudieron encontrar, bastante apretados y de muy mal humor llegaron a un hotel económico y bastante discreto. La idea era no llamar la atención más de la cuenta. Se instalaron los tres juntos en una sola habitación, cosa que incomodó en extremo a Afrodita.  Cada uno se acomodó en su cama. Al poco rato, Milo se quedó dormido sin mayor trámite.

- Maldito griego. - murmuró Afrodita, ¿cómo era posible que ese griego pudiera dormir tan bien?

- Déjalo en paz... él si debe tener la conciencia tranquila.

- Es eso o que definitivamente carece de ella. - comentó el sueco con burla. Afrodita se acomodó en la cama esperando poder dormir al menos un par de horas, continuaba molesto.

 

La noche transcurrió lenta y tortuosa; Afrodita daba vueltas en la cama sin poder dormir mientras sus compañeros dormían profundamente. Ángelo se había quedado dormido después de inhalar un par de líneas de coca. Solo él no había podido conciliar el sueño. Había sido demasiado por un día.

 

 


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