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Sin culpa por Elena

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Adelante, adelante, siempre adelante. Mi voz se ha vuelto ronca y sólo puedo murmurar obscenidades, mezcladas con palabras cariñosas, las pocas que recuerdo de mi padre. Le beso el rostro, el cuello. Estamos húmedos, algo asfixiados. Él respira a bocanadas difíciles, mientras que yo me aprieto contra su cuerpo y avanzo.

Me pregunto qué dirían de él si lo vieran ahora, aplastado bajo mi peso, mi saliva esparcida por sus partes nobles, mis huesos arrojándose sobre sus huesos, mi sudor salpicando su espalda, el aire del mar penetrando por la ventana. O si tuvieran en la garganta el gusto a vino y ajo de sus labios que no eran vírgenes.

Tiene las manos fuertes. El Garbanzo lo disimula con esa mirada esquiva y alicaída. La verdad es que parece una gran langosta que cierra sus pinzas contra mis hombros. El sonrojo no le ayuda. Y yo presiono, restriego, agarro con mucha confianza lo que nadie debería tocar. Figura en el maldito reglamento de convivencia, ¿Creen que no me lo sé al dedillo? Geez. No soy un mediocre.

Es para ésto que vivo.

No importa si algo me pasa. Debo buscar a esa persona que es capaz de hacerme sentir más que sólo placer.

 

Éste placer carnal que es fruto de dioses, no puede ni debe resistirse, pero drena. Por momentos, algo en el fondo de él se remueve.

 

Yo me hundo más, me clavo como una estaca, le llego y exploto en mil pedazos agudos. Y pide más, con la polla dura en mi mano y esos ojos almendrados color plata.

 

Su boca se tuerce por el gemido y yo le froto el miembro. Todo está en la muñeca y en la fuerza con que se cierran de los dedos. Lamo sus labios para que no piense en alejarse más. Siento las gotas de sudor en mi lengua y luego me introduzco en su boca, en busca de más.

Presiono su cintura contra la mía. Le tomo los cabellos, los desordeno entre mis dedos. Se los jalo, obligándole a ofrecerme su cuello.

 

Todas las injusticias de las que me acusa retozan con nosotros, en mi lecho.

Cuando le saco lo que tiene su verga adentro, no hace más que un grito sordo. Me mira un momento, como si le sorprendiera verme tendiéndome, cruzando los dedos tras mi nuca.

 

-No pareces tú hoy, Kanda.-Me dice, encendido. Como una maldita hada, la piel brillante por el sudor. Y mis fluídos, por supuesto.

 

Me duele la cabeza. ¿Por qué es tan asquerosamente sentimental?

 

-No me conoces, puta.-Le gruño, con los ojos escondidos bajo el brazo. Me molesta hacer el amor tan temprano. Un jodido rayo de luz se cuela por su puta ventana y me quema las retinas. Él está en sombras, me mira con el pecho en la almohada, curioso y deleitado.

 

No crean que sé cuánto tiempo pasó así; sin más ropa que mis sábanas, enroscadas en su cadera. La misma que casi rompo. Se quejó del dolor. Me reí. Como si nunca le hubiese pasado antes.

 

-Eres cruel.-Me susurra, con los labios sangrando por mis mordidas.

 

¿Creen que es nuevo para mí? Otra aventura, nada más. No soy un viejo con la ingle muerta.

Me levanté y alcé del suelo su túnica. Se la arrojé, sin pegas, y le cayó sobre la cabeza. Casi se ríe, el estúpido brote de haba.

Tiene todavía la cara roja cuando me mira. Acabo de coger, no tengo por qué demonios cubrirme el sexo. Hasta hace menos de una hora, me lo lamía.

 

-¿Kanda?-Se está arreglando el cabello otra vez. Es rubio platino. Parece un viejo, en especial cuando se encorva para abrocharse la camisa y su cara de niño bueno queda escondida bajo una cortina de mechones.

 

Abro la ventana y espanto a las golondrinas que descansaban en el marco. Necesito aire.

-No quiero hablar ahora, brote de Haba.

 

 

¿No lo entiende?¿Soy el único en éste cuarto que aún guarda cerebro en el interior de su cuero cabelludo?No le hice daño, ni le obligué a dejarse coger. No quiero escenas. Es mi habitación.


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