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La Cúpula por Gadya

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Notas del fanfic:

Totalmente dedicado a Miss Directora Songfic_Maniak por su cumpleaños (si, es viejo, es que no he escrito mucho ultimamente u_u)

Notas del capitulo: Basado en "Lo que Sangra (La cúpula)" de Soda Stéreo, que sé que te gustan, Songfic, y te vas a ir a verlos (si es que no te fuiste ya, no sé cuándo iban para México) Y yo no puedooooooo Tocan a dos cuadras de mi casa y no puedo irrrrrrr CALAMARO USURERO!!!!!! QUIÉN EN SU SANO JUICIO PUEDE PAGARTE 400 MANGOS!!.

                             LA CUPULA

 

 

Un par de ojos azules le devolvieron la mirada desde el empañado espejo del baño, pupilas azulinas demarcadas elegantemente por las señas de otra noche de desvelos. Como pudo, manoteó el pulcro uniforme que colgaba del respaldo de una silla, y entre bostezos fue prendiendo cada uno de los pequeños botones que lo ataban a tan demandante trabajo, mientras su mente le recordaba una y otra vez por qué aún no había renunciado, evocando la imagen del muchacho que, cada mañana, se sentaba en el asiento trasero de su coche, su reino, su mundo de 15 horas. Milo sonrió ante la figura que su memoria le mostraba, un par de ojos celestes, enmarcados por una abundante cabellera ondulada del mismo tono, los pálidos dedos finos, apenas apoyados en el asiento de cuerina negra y una sonrisa de labios coral, cortesía del labial que, rebelde, descansaba en el bolsillo de su pantalón caro… todo él, encarnación de una belleza casi femenina que gustaba de realzar, para enfado de sus adinerados padres, los jefes de Milo.

 

¿Cómo había acabado allí? Apenas si podía recordarlo. Había llegado a la mansión de los Fälldin una fría mañana de Septiembre hacía ya dos años, cuando sus padres habían dejado de mantenerlo, y sus números, en rojo, habían comenzado a reírse despectivamente de su vida licenciosa. Apenas si había terminado la preparatoria, aunque no con muy buenas calificaciones, y lo único que, consideraba, podía hacer de modo aceptable era conducir, así que allí había llegado, siguiendo el aviso de un periódico hurtado, a la puerta de la enorme casona. Gustave Fälldin le había entrevistado en persona, sorprendiéndolo gratamente, jamás se hubiese imaginado que el propio dueño de casa, un importante empresario de la industria constructora, fuese  a recibirlo, ni mucho menos a evaluarlo. Poca importancia habían tenido las instrucciones del caballero, muchas menos, las referencias del pasajero del automóvil que le asignarían, a Milo no le había importado entonces que el hijo del propio Gustave fuese su eterno ocupante del asiento trasero… no, no le había importado, hasta que el pequeño Fälldin, Ingvar, entró en la habitación.

 

Se sentó en el asiento delantero del elegante BMW riendo al recordar sus comienzos en aquel agotador trabajo, hacía ya dos años. Desde entonces todas las mañanas había visto el femenino rostro de Ingvar, resaltado por aquellos infames cosméticos, reflejarse en el espejo retrovisor, usándolo como lejana guía para el delineador negro que enmarcaba sus celestes orbes, esas que, incluso reflejadas, le producían vértigo, pero que, al mismo tiempo, al mirarle entre infantiles pestañeos, colmaban de melancolía todo el aire del automóvil.

 

El carro aparcó en la entrada de la enorme mansión, sin apagar el motor, el hijo de Fälldin no debía tardar. A pesar de los 23 años que cargaba en su espalda, el muchacho no aparentaba más de 20, los mismos 20 que a Milo tan terribles le parecían en su propia existencia. Aphrodite le decían los criados entre burlas escondidas, refiriéndose a su delicada a apariencia, e innumerables anécdotas casi imposibles le habían contado ya al peliazul, ridiculizando su enfermizo capricho de asemejarse a una mujer.  Todos y cada uno los había oído Milo en espera de conocer un poco más a su callado patrón,  pero nada había sacado en claro, más que la enmarcada mirada que, desde la parte posterior del carro, lo miraba con anhelo.

 

 

                                Yo conozco ese lugar

                                Donde revientan las estrellas

                                Yo conozco la escalera en espiral

                                Hacia la cúpula

 

 

La puerta trasera se abrió, dando paso a un delicado crujir de telas al sentarse sobre la cuerina, y una falsa sonrisa, cargada de tristeza, se reflejó en el espejo retrovisor, ese que usaba el peliazul para espiar a su jefe en secreto, como única forma de poder verlo sin mirarlo, enamorándose cada vez un poco más de su taciturna fragilidad, su prisión de buenos modales y vacíos ademanes de comportamientos insulsos.  Como cada día, pudo ver sus orbes apagadas esconderse tras capas de polvos de colores y mentiras, sus labios abrirse en capullos falsos de frescas rosas de jardín, su masculina juventud transmutarse en  la inquietante belleza andrógina causante de su escarnio entre la servidumbre, y suspiró, intentando desembarazarse de aquella obsesión que encarnaba su presencia silenciosa en la mañana, ocultándose del mundo en aquella máscara de coloretes y viscosos labiales que fingieran su sonrisa perdida. El motor del caro auto arrancó, dejando tras de sí la acostumbrada estela grisácea, y doblando en la enorme fuente frente a la amplia Mansión, Milo esperó instrucciones del muchacho transformado en alegre damisela entre ropas masculinas.

 

-Al Parque Central- indicó Ingvar, sin mirarle siquiera, y el pesado portón de hierro forjado se abrió frente a ellos, cediéndoles paso al mundo exterior.

 

Doblaron por una pequeña calleja apenas transitada, evitando a los molestos paparazzis que buscaban, en el maquillado rostro del joven Fälldin, algún nuevo escándalo con qué rellenar las vacías revistas que Milo compraba, sólo por tener su rostro en el espejo, mirándolo sin mirar, estando, sin estar, en su habitación, dejándole soñar con una cercanía que jamás le correspondería fuera del automóvil. El cielo, despejado, se reflejaba en los cristales polarizados tan celeste como los ojos cansados de su inalcanzable amado, rozando con la tibia suavidad de los rayos solares sus pálidas mejillas. Milo sonrió; quizás fuese por el tiempo compartido, o los sueños descarados, tal vez sus ojos apagados, su amarga sonrisa, o el beso con que cada noche soñaba de su boca casi femenina, lo cierto era que ya no quería permanecer callado con aquel joven, escondiendo aquel secreto que corroía su romántico corazón con tan prohibido secreto… deseaba aunque más no fuera unas palabras, una amistad mentida que pudiese granjearle al menos una sonrisa coloreada de rosa.

 

-Señorito Ingvar…- dijo al fin, captando la atención del susodicho.

 

-Dime Aphrodite. A fin de cuentas, todo el mundo lo hace- reprochó Ingvar, como si aquel mote payasesco apenas le importara lo suficiente, como si, al utilizarlo, él también pudiese burlarse de sus propias desgracias –Todo el mundo se mofa de mi- dijo, desviando su mirada hacia el suelo –De seguro también tú-

 

-Aphrodite…- susurró Milo, y en sus labios, el despectivo mote sonó a dulce poesía –Si así lo desea, así le llamaré.-

 

Aphrodite sonrió por primera vez en mucho tiempo, agradeciendo aquel tono cortés, y echándose contra el respaldo del asiento, volvió a la carga.

 

-Milo ¿Verdad?- Milo asintió  sorprendido. No estaba seguro de que el muchacho supiese su nombre a pesar de dos años de forzosa convivencia, y ahora que lo oía de su boca, no podía pensar en un mayor premio que no fuese ese -¿Por qué no eres como los demás?-

 

-¿Por qué usted no lo es?- respondió Milo, y en sus ojos pudo Ingvar ver que tan lejos habían visto en su alma.

 

-No quiero ser como los demás, y creo que eso ya lo sabes- enunció el peliceleste, con aires de suficiencia, entrecerrando sus ojos de manera picaresca, y una risotada se escapó de los labios del joven chofer. Con apenas un par de frases, sentía que estaban en confianza, y por eso se animó a decir lo que varios meses llevaba ya pensando

 

-No quiere ser como los demás porque su padre quiere que lo sea- musitó Milo como si fuese un descubrimiento –Quiere ser como usted quiera, no como le digan que debe ser-

 

Aphrodite rió, con una larga carcajada que resonó en las paredes acolchadas del BMW, y sonriéndole al peliazul, con afeminada coquetería, cerró con fuerza su polvero para ocultar su evidente sonrisa, invitando a su subordinado a sumirse en aquel juego con el que adoraba escandalizar a su padre

 

-Pero qué listo eres, Milo… nunca creí que fuese tan evidente-

 

-No lo es- respondió el muchacho –Al menos no para ellos- y entonces fue Milo quien rió, secundando la risotada de su jefe, que aún vibraba en el ambiente. –Y no, jamás antes le había llamado Aphrodite, Señorito Ingvar-

 

-No me llames Señorito- protestó Aphrodite – no me trates de usted, me haces sentir viejo- y una enorme sonrisa iluminó su rostro, antes de que Milo lo sintiese apoyado contra el asiento del conductor, como una criatura emocionada. –¡Anda! Apresúrate, te mostraré algo especial.-

 

El automóvil aceleró, dentro de él, Aphrodite apresuraba a su joven conductor, impaciente por llegar al dichoso Parque, que, por fin, se alzó frente a sus ojos.

 

Con prisa, el maquillado muchacho bajó del vehículo, corriendo a abrir la puerta del conductor y casi arrastró a Milo con él hacia el centro del parque. Tras sus pasos apurados, el joven peliazul buscaba la manera de conectar sus ideas coherentemente mientras sucumbía a la disimulada fuerza de su superior, sin encontrar una manera de detenerlo para pedirle al menos una explicación.

 

-Aphrodite, Señorito... ehh, espere... por favor, espere… ¿A dónde vamos?- concedió al fin, viendo que su emocionado patrón no prestaba atención a sus súplicas

 

-A La Cúpula- dijo Aphrodite volteando a verlo con una sonrisa en los labios –Eres especial, Milo, y estoy seguro que eres ese que aparece en las paredes de La Cúpula.…-

 

                                Los rayos x no penetran

                                Los obscuros vidrios de una limousine

                                Te rescataré

                                Te rescataré

 

Camino de regreso a la Mansión, Aphrodite no estaba ya acompañándolo con su anhelada presencia. En la pausa del semáforo en rojo, Milo rió, recordando la atípica mañana antes de dejar a su secreto amado en su odiosa junta de trabajo; su figura, esbozada con destreza infantil, en las paredes de una abovedada capilla abandonada en la parte antigua del parque. La Cúpula, como Ingvar le llamaba a los restos de la nave central de la olvidada cripta semienterrada entre la salvaje vegetación del paseo afrancesado, había sido el refugio del andrógino muchacho en sus días de infancia, en sus paredes había tatuado sus deseos  y decepciones rodeadas de estrellas descascaradas en el cielorraso, y entre ellos, una figura evocada, deformada por su falta de arte, una figura semejante a la del chofer que lo había hecho reír en la mañana.

 

Un bocinazo lo hizo regresar a la realidad, al tiempo que la luz verdosa del semáforo le concedía el paso hacia la gran Casona, oculto por los amplios vidrios esmerilados, y un suspiro se perdió entre la nube de smog que empañaba las ventanillas; encaminándose a su lugar de trabajo, el peliazul tomó una resolución, una decisión destellante en sus ojos ocultos bajo el ridículo sombrero de chofer… ayudaría a Ingvar a ser lo que quería, lo rescataría de aquella prisión  de fachadas y etiqueta, aunque ello le costase la vida. No le importaba, tan sólo la risa del muchacho contaba, esa que, por la mañana, lo había deleitado con inusitada frescura.  Sonrió, recordando su propia figura plasmada en las paredes ajadas, y la voz, ya sin distorsionar del joven, contándole con emoción la historia de aquel garabato, un intento de plasmar lo que, en su niñez, esperaba, su príncipe azul de ensueño, salvándolo de la torre de cristal falso que era su mundo. Entonces le había sorprendido, su apariencia delataba un innegable afeminamiento, pero de sobra sabía el peliazul que era una máscara burlona para molestar a su padre… nunca hubiese sospechado que el muchacho que tan tontamente lo había enamorado fuese asumido homosexual. Él no lo era, o al menos eso pensaba antes de entrar en el trabajo. Muchas mujeres habían pasado por su cama en sus turbulentos años de adolescencia como para considerar la posibilidad de serlo… o la menos eso había creído hasta conocer al joven. Milo rió, perdido en sus propias divagaciones metales, tantos años reafirmando su masculinidad frente a los hombres, para acabar enamorado de un muchacho de empolvadas facciones femeninas… un muchacho que, por largo tiempo, lo había esperado, compartiendo sus anhelos con las derruidas paredes de una iglesia abandonada.

 

 

                                Los guardianes pierden el honor

                                Mientras desfilan

                                Hay tanto fraude a nuestro alrededor

                                y veras que...

 

Llegó a la Mansión con la sonrisa bailándole en el rostro por primera vez en los dos años que había pasado al servicio de los Fälldin, el cabello, bajo la estúpida gorra, despeinado por el viento que, por la ventanilla, se había colado dentro del carro, y la firme decisión de robarse el corazón de Aphrodite, de salvarlo de la mustia vida que le esperaba como dueño del imperio de su padre, del casamiento que, de seguro, sus progenitores arreglarían con alguna aburrida muchacha de la alta sociedad. Nada lo haría retroceder, rescataría la risa de Ingvar, salvaría sus sueños, haría realidad sus deseos atropellados de niñez, madurados en rebelde juventud, y le mostraría la verdad que, por  tantos años, había bailoteado oculta entre las frías paredes de su casa, cubierta por capas de mentiras y falseados discursos.

 

Descendió del coche con paso firme, directo a la parte trasera de la casa, dispuesto a descansar al menos unas horas, hasta que su joven amo lo llamase de nuevo para ir  a retirarlo en mitad de la odiosa junta en la que no deseaba estar, y resoplando se dejó caer en una de las sillas de la cocina.

 

-Aphrodite te deja agotado ¿Ne, Milo?- dijo una voz risueña, deteniendo sus pasos frente al aplastado cuerpo del joven chofer.

 

El peliazul alzó la vista, para encontrarse con otra chocolate bajo una enredada cabellera rojiza, una burlona sonrisa femenina, y el destello del despecho casi olvidado de una amante desdeñada.

 

-Marin…- apenas musitó Milo, sonriendo a la atractiva mucama, recordando apenas, los días que, a su lado, había disfrutado.

 

-Te diviertes más con él de lo que lo hacías conmigo ¿Cómo te trata la princesita? ¿Eh? ¿Te trata bien? ¿O es tan caprichosa como dice Aioria?- le increpó la pelirroja, con una punzada de celos que bien se adivinaba en su irónica voz.

 

Milo curvó sus labios en justo rechazo. Odiaba aquel tono en la  voz de los empleados, siempre dirigiéndose hacia el peliceleste con desdén, siempre atacándolo, como si con aquella velada burla le hirieran verdaderamente. Todos lo hacían, pero sin duda Aioria, el actual amante de la pelirroja, era quien más hiriente era en sus ridículos discursos, y aquello le causaba repugnancia… miles de burlones comentarios y falsos rumores haciendo las delicias del personal, incitando sus críticas venenosas que, en presencia de Ingvar se tornaban en  hipócritas simulaciones de respeto, intentando hacer pasar inadvertidas sus miradas despectivas. Cómo detestaba que fuesen así, tan ciegos a la verdad cuando, frente a ellos, Aphrodite pedía a gritos libertad en su teatro de polvos y labiales.

 

 

                                Es amor lo que sangra

                                Desde el cielo en la cúpula

                                Es amor lo que sangra

                                Sobre el techo en la cúpula

-No es caprichoso- le espetó Milo a la muchacha, con cierto desdén en sus palabras. Sabía que, si no hubiese sido ella una mujer, hubiese saltado sin dudar a su rostro, a golpearla hasta dejarla inconsciente, o al menos oír una disculpa de sus labios. Pero Marín era Marín, él no podía tocarla, ni siquiera increparla… si lo hacía, ella lo sabría, y si eso sucedía, Aioria lo sabría también, y entonces ya nadie le daría paz al muchacho, ni siquiera en su propio hogar. –Es sólo que tu no puedes verlo porque estás ciega… porque todos están ciegos…-

 

-O tú si puedes verlo porque a ti te gusta- insinuó la mujer, sin saber que sus palabras rozaban peligrosamente la verdad

 

-No… tú eres la que no lo ve, ni tú ni nadie, porque no pueden entender lo que significa estar preso en tu propio mundo-

 

-¿Y tú si puedes?- rió burlonamente Marín, sintiendo los celos corroerle por dentro.

 

-Al menos lo intento- concedió el peliazul, escapando de la inquisidora mujer, antes de que su verdad quedase  al descubierto.

 

 

 

                                Yo conozco ese lugar

                                Donde todos se la creen

                                Yo conozco la salida de emergencia

                                Que nos salvará

 

Mediodía casi marcaba el reloj, cuando la chicharra del teléfono sonó. Aphrodite clamaba por su BMW que lo salvase de otras varias horas más de hastío entre vejetes pomposos de ideas retrógradas, más hombres escandalizados por sus teatrales modales femeninos y su belleza peligrosamente delicada. Milo no tardó en oír su voz casi en susurros, indicándole en dónde debía aparcar para hacerle más sencilla la huída, y salir despedido, en el automóvil, a través de las carreteras atestadas de carros, manejando como maniático. Aphrodite no tuvo que esperar en el recibidor, supo que su chofer había llegado en cuanto oyó sus pasos apurados, y sonriendo, salió a su encuentro, a subir a toda prisa en su salvación de cuatro ruedas que lo llevase bien lejos de aquella conferencia sin sentido.

 

Como un muerto se desplomó sobre el asiento trasero, mustio de tantas ideas sin sentido, de discursos vacíos y miradas reprobatorias, de esas que, en un principio, le habían divertido casi tanto como los largos sermones de su padre, y cubriéndose los ojos con sus delicadas manos, suspiró, indicando sin palabras el camino a casa. Milo sonrió, sentado en el asiento del conductor, y sin pensarlo, puso una cinta de Wagner en el estéreo.

 

-Judas Priest-  pidió, lacónico, el joven empresario –No me pongas Wagner, me recuerda a esos idiotas-

 

-Mal día ¿Eh?- se atrevió a preguntar Milo, cambiando la orquesta por los pioneros del metal.

 

-Pésimo- reconoció Aphrodite, recostándose de lado –Se creen dueños del mundo, piensan que por ser momias saben mejor que yo cómo manejar mi negocio- bufó.

 

Cierto era que el tan dichoso negocio no le pertenecía a él, sino a su padre, mas sin embargo, la cuenta que dirigía había sido creada por su inagotable perseverancia, y bien sabía cómo manejarla, no en vano había estudiado cada estupidez que su padre le pusiese en frente. Llevaba ya tres años encargándose de la construcción de parques estilo francés por  todo el país, paseos que gozaban de excelente reputación, a diferencia de su creador, entre ellos, un rosedal de mágica presencia en el imaginario popular.

 

-Ya, no te preocupes- le calmó el peliazul, en tono afable –Ahora estás aquí, y yo estoy al volante. Puedes ir a donde tu quieras-

 

-Llévame a La Cúpula.- pidió Ingvar en susurros –Y quédate conmigo-

 

 

                                Pinto tu nombre en las paredes

                                Si se que esperas no podré dormir

                                Te rescataré

                                Te rescataré

 

Noche ya, y bien cerrada, en su habitación oscura, Milo sufría el insomnio al que la sola mirada de Aphrodite lo había condenado. Se habían refugiado en la escondida cúpula aquella tarde, perdidos en recuerdos de infancias inconscientemente ligadas, y entre aquellos relatos, en suspiros escaparon los ocultos sentimientos del peliazul, grabados en borrones en las paredes con el nombre del muchacho. Lo había visto reírse de espaldas, aferrado a los agrietados muros, sosteniendo en sus manos un pedazo de carbón, escribiendo con gracia palabras que no había alcanzado a vislumbrar, antes de marcharse ambos de aquel sitio ante la amenaza inminente de las manchas de tierra en la cara ropa blanca de Ingvar.

 

Las mantas cayeron al suelo, descubriendo ante el mundo a su inquieto sueño que, dando vueltas en la cama, intentaba recordar el camino trazado por aquellas pálidas manos manchadas de negro, simulando en el aire sus danzantes arabescos, hasta que una idea se apoderó de su mente… un trazo que ya no podría sacar de sus ideas hasta comprobar si realmente era el que creía.

 

Tanteó rápidamente las ropas que habían quedado sobre su cama, y a medio vestir, se subió al elegante BMW que lo aguardaba en la cochera. Como bólido, salió disparado a la calle en el medio de la noche, sin mirar siquiera el camino que seguía, tan sólo en su cabeza la estela evanescente de los trazos de oscura carbonilla en las paredes de la iglesia, el llamado desesperado de su amado entre risas de juguete.

 

 

                                Los guardianes pierden el honor

                                Aprovechemos

                                Hay tanta cama a nuestro alrededor

                                Y verás que...

 

Aparcó junto a un par de árboles desnudos, sus pupilas azules danzando con desesperación entre las sombras del parque, y con prisa descendió del vehículo, al que apenas si cerró con seguro; en su cabeza, miles de ideas giraban vertiginosamente en torno a una sola duda, un borrón con la marca de Aphrodite en las paredes de la cripta, un borrón de una sola palabra que ocultase horas de silencio vano. Sus pasos crujieron entre las hojas caídas de la añeja arboleda, abriendo un camino de polvo hacia la cúpula, la entrada a un mundo sin tiempo ni espacio, un universo donde sólo las reglas que Ingvar pusiese valían, plasmando en los muros su propia creación, y como un suspiro atravesó la entrada con sus ojos fijos en el fresco borrón de la mañana.

 

Reconoció la forma, cuatro letras bajo el infantil dibujo del príncipe azul, y cayó de rodillas sobre la tierra húmeda… conocía aquellas siluetas, muchas veces muchas manos las habían trazado, pero jamás con tanta gracia… bajo aquella vieja figura, su nombre, Milo, usurpaba la pared en los surcos que los dedos de Aphrodite no habían alcanzado a borrar, otorgándole aquella azulina nobleza capaz de rescatar su alma del cautiverio. Él era el Príncipe esperado, aquel destinado a gobernar en el corazón del joven Fäldin, el que, con magia invisible, tornase a La Cúpula a sus épocas de gloria, desprendiendo los inanimados dibujos para crear  su nuevo universo…

 

-Milo…-

 

La voz a sus espaldas lo hizo estremecer. La conocía, muchas veces la había oído ya en tan poco tiempo, y por eso fue que no pudo evitar sonreír.  Aquel timbre puro y grave, libre de aflautadas palabras fingidas, la verdadera voz de Aphrodite descubriéndolo en su secreto espionaje a las paredes de su santuario.

 

-Aphrodite…- respondió Milo, volteando a ver al muchacho. Ambos estaban allí, no había nada más, ni falsos guardaespaldas ni máscaras vacías. Era el momento que, por  tantas noches, ambos habían deseado, sin saber que su compañero en aquella travesía, ocupaba el mismo coche en las mañanas.

 

 

                                Es amor lo que sangra

                                Desde el cielo en la cúpula

                                Es amor lo que sangra

                                Sobre el techo en la cúpula

 

Las manos morenas de Milo sujetaron las pálidas de Aphrodite, en un intento por aproximarlo hasta su cuerpo, mantenerlo cerca y sumergirse en el amplio cielo de sus ojos claros, los mismos que, cada día, lo miraban impreso en una mala foto desde el espejo. Sabía que no habría otro momento igual, el silencio de la noche lo gritaba en el silbido de la brisa entre los árboles afuera, los labios de su amado, ya desprovistos del infame maquillaje, lo clamaban dentro del refugio, temblando en el intento de romper tan hechizante silencio sin hallar palabras que compensasen tan injusta  carnicería, el propio techo de la cripta lo lloraba en humedades de sangre mohosa adueñándose del firmamento descascarado. Sus manos corrieron a capturar sus mejillas, a rozarlas con infinita dulzura y cubrir de caricias el territorio que, por la mañana, los polvos de base usurparían, y un suspiro se escapó de su boca, enseñoreándose por esos labios que lo llamaban tan poderosamente como un imán, por los mismos que, con una caricia, su dedo pulgar recorrió, grabando a fuego en su mente su textura.

 

Aphrodite sonrió al contacto de tan placentero gesto, relamiéndose para no reír del incómodo silencio, sabía lo que, a continuación, sucedería, lo había soñado, lo había esperado desde que, cuando pequeño, había dibujado aquella figurilla en la pared. Sin esperar señal alguna se arrojó sobre los labios de Milo, a perderse en ese beso demorado, perdido en infinitos laberintos de trabas sociales e ingenuo desconocimiento, a deleitarse con el gusto de su boca, el calor de su aliento, el paraíso en donde nacían sus palabras milagrosas. Se adentró,  se desvaneció en aquel momento, sumido en los laberínticos juegos que sus lenguas despiertas iniciaron, enredando su existir en muda declaración de un amor destinado mientras La Cúpula, sempiterno testigo, sonreía en la humedad de estrellas de sus muros.

 

 

                                Los rayos x no penetran

                                Los oscuros vidrios de una limusine

                                Te rescataré

                                Te rescataré

 

Los brazos de Milo abrazaron con fuerza el cuerpo del muchacho peliceleste, sintiendo el cálido latir de su corazón en su propio pecho…  bajo ambos, los asientos de cuerina del BMW soportaban su peso apasionado, regados de los frutos de su completa entrega. Su cabeza se apoyó en el hombro de Ingvar que, sentado frente a él, y recargado en su propio pecho, sonreía, luego del febril encuentro… habían hecho el amor, escondidos en la parte trasera del coche, su universo de un día estableciendo las reglas de su vida,  y por fin, se sentía pleno, feliz, feliz de tenerlo allí, a su lado, sujetando su mano mientras sonreía… feliz de haberlo liberado.

 

-Te amo, Ingvar- susurró en su oído, mientras sujetaba con fuerza su cuerpo.

 

-Aphrodite- corrigió el nórdico muchacho, casi riendo –Para ti, Aphrodite…- y volteando a verlo, le plantó un descarado beso en los labios, un beso que condensó todos sus te amo en un solo instante por siempre atesorado

 

-Aphrodite- repitió Milo sonriendo, y su mirada iluminó la negrura de la noche, reflejada en los ojos celestes de su amante… Aphrodite, sin duda, hombre o mujer, no había mejor nombre para aquel hermoso joven que le sonreía, tan bello que, incluso humano, sobrepasaba en hermosura a los propios dioses. –Te amo…-

 

Y un nuevo beso los fundió al silencio del parque, al romance de la noche, al delirio del amor mismo bajo la mirada cómplice de La Cúpula.

 

 

                                Los guardianes pierden el honor

                                Mientras desfilan

                                Hay tanto fraude a nuestro alrededor

                                y verás que...

 

El sol llenó por completo el adusto estudio con sus cálidos rayos, atestando, con traviesa picardía, sus espacios con los cantos de gorriones alojados en las copas de los árboles vecinos. Sentado ante su elegante escritorio de madera pulida, Gustave Fälldin examinaba una hoja prolijamente escrita con tinta azul. Las letras diminutas, forzosamente comprimidas en unos escuetos renglones, rezaban la renuncia de cierto joven peliazul de magnífico servicio, escrupulosa puntualidad y excelente trato.

 

-Milo…- susurró Fälldin sin despegar la mirada del delgado papel blanco. A unos pasos de la puerta de salida, el mencionado se detuvo, volteando a ver a su antiguo patrón. –No lo entiendo…  ¿Por qué te vas?-

 

Milo le miró, esbozando una tenue sonrisa, y con total calma entreabrió la hoja de la puerta que le separaba de la salida de aquel mundo. Gustave no lo comprendería, y sin embargo, no podía marcharse sin serle completamente sincero al patrón que tanto había respetado

 

-Me voy porque estoy enamorado, señor- respondió entre suspiros, y ampliando su sonrisa ante el desconcierto de su jefe, agregó –Enamorado del joven Ingvar-

 

Sus pasos deshicieron el camino que, dos años antes, habían trazado con esperanzas, y resonando en la entrada de mármol, atravesaron la puerta principal, al encuentro de la luz solar que bañaba la fuente del jardín delantero. Sonrió, desperezándose ante la calidez del  sol en el límpido cielo, y con andar cansino, se acercó al joven que, sentado en los bordes de fina piedra, le aguardaba impaciente. Conocía aquellos ojos, la sonrisa finamente trazada, las mejillas, pálidas, libres al fin de toda ficción, todo él, Aphrodite, despojado de su teatro de rebeldía, esperando su sentencia de anhelada liberación.

 

-Renuncié- murmuró Milo, ahogándose en aquellos ojos celestes de mar calmo que, sin decir nada, sonreían.

 

-Somos libres, entonces- suspiró Aphrodite, rozando los labios de su amante sin pudores, y sujetándolo de las manos, se encaminó a la salida.

 

-Si, libres- se repitió el peliazul, apretando con fuerza los nudillos de su amado.

 

                                Es amor lo que sangra

                                Desde el cielo en la cúpula

                                Es amor lo que sangra

                                Sobre el techo en la cúpula.

 

               


Notas finales: ...

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