POINT OF NO RETURN
La guerra contra la nación del fuego le había quitado todo lo que tenía. Había reducido su vida a cenizas miserables. Era impulsivo, y el sentimiento de impotencia brotaba desde el interior de su cuerpo y se desataba en furiosos movimientos. A diferencia de otros, no estaba ciego y su espada no se entorpecía al intentar derramar venganza por aquellos que había perdido.
Saltó haciendo una voltereta en el aire, al mismo tiempo lanzó el boomerang contra su oponente. Cayó sobre un pie y se agachó, esquivando una llamarada que iba directo a su rostro. La pierna con la que no se sostenía, la deslizó en una patada baja que hizo caer al otro. Inmediatamente, se subió sobre el cuerpo del heredero al trono y acercó el filo de su arma al cuello de aquel.
Los ojos dorados de Zuko lo veían, esperando a que le sangrara la garganta.
- ¿Cuánto te ama tu padre Zuko?-
El susodicho no le respondió. Se limitó a mantenerle la mirada, aún sintiendo el polvo de la batalla posado sobre sus mejillas.
- ¿Será suficiente? ¿Crees que tu padre sentirá todo el dolor que yo sentí? ¿Bastará con sólo matarte?-
Entrecerró los ojos; el lado izquierdo de su rostro -la quemadura- había comenzado a arderle. No entendía por qué. Culpa quizás, pero siguió sin decir nada. Se dedicó a observar el azul turbulento de los iris del de la tribu del agua del Sur. Distinguió las lágrimas que se acoplaban allí.
- Aang no va a perdonarme... Katara, Toph, Suki. Y yo no me perdonaré tampoco... mi padre...-
Regresó la espada a su funda y se levantó; con expresión apagada extendió su mano y tomó la muñeca del maestro fuego para ayudarlo a ponerse de pie. Al rededor, cuerpos sin vida de aliados y enemigos. Sokka no dijo ni una palabra más, giró sobre sus talones y comenzó a andar en la dirección opuesta.
Un viento frío hizo bailar los cabellos negros de Zuko. Parado donde estaba, contempló la figura del chico que se alejaba lentamente y su corazón se aceleró. Le recordaba a sí mismo: Desdichado, triste, derrotado.
Apresuró sus pies y cuando lo hubo alcanzado, lo abrazó por la espalda. Entonces sintió ese cuerpo estremecerse entre sus brazos y temblar. O por la sorpresa o por el llanto, no lo sabía bien.
Y por un momento temió, dudó. Cualquier persona como él, involucrado en la época auge de una guerra sangrienta, desconfiaría hasta de sus aliados; pero ahí estaba, reconfortando al enemigo. Pero es que todo aquello le sabía amargo, se le hacía familiar, demasiado familiar. Volteó al moreno y volvió a rodearlo. Eso hubiera querido él en su momento, pero su estúpido orgullo de "príncipe" lo había rechazado con asco.
Deseó que nadie apareciera, que se congelara el tiempo. Deseó también regresar al pasado, evitar todo el dolor, pero no podía y la punzada en su pecho le advirtió que dejara de pensar. Le picaban los ojos y tenía que contenerse, aparentar fortaleza, mentir y colocarse la máscara solo unos minutos más.
Sokka lloraba en silencio, odiándose a sí mismo. Por no poder salvarlos, por no poder salvarse. Por ser débil. Se odió por no llegar antes. En su cabeza recordaba: El pasillo interminable; la luz inalcanzable que se burlaba de él; el encogimiento de su corazón por un mal presentimiento y por fin, el rostro de su hermana. Incinerado.
Apretó con fuerza el mango de la espada. Revió la posibilidad de atravesar a Zuko, hundir el arma en su estómago y removerlo para hacerle sufrir. Pero no podía.
En sus brazos se sentía cálido, protegido. Se mordió el labio inferior por lo que se le cruzaba por la mente. No podía, no debía sentirse bien, no con él. Eso era traición.
Pero ya no le quedaba nada. ¿A quién estaba traicionando entonces? ¿A su nación? ¿Al Avatar? ¿A sí mismo?
De Sokka, el estratega, solo quedaba un croquis borroneado; al Polo Sur lo sabía devastado y Aang... Aang podría aún estar luchando; o podría haber muerto y perdido la guerra; o podría haberle ganado al Señor del Fuego.
Realmente, ya no le importaba.
Tomó una de las manos del otro y la posó sobre su pecho.
- Mátame-
Los ojos ambarinos brillaron apenas, sorprendido, nada más varió en el duro rostro del príncipe.
Y juntó sus labios, y se aferró al cuerpo de ropas azules, extinguiendo la distancia con el suyo. Le acarició la espalda, con fuerza y sin brusquedad. No se extrañó de la respuesta positiva, en aquel momento era lo que ambos necesitaban. Sentirse queridos, o para no engañarse, deseados, que los reconfortaba y les hacía crecer un calor en el pecho. Aunque en menor nivel.
Era eso o nada.
Eso o la muerte.
Y ellos, no querían morir; no ahí, no así.
Ellos no iban a ser un número más entre los cadáveres.