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Antojos Nocturnos por midhiel

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Antojos Nocturnos


…….

Quince…Dieciséis…Diecisiete…Dieciocho…Diecinueve… ¡Veinte orcos decapitados!

Aragorn azotaba el denso aire con Andúril, cortando sin piedad las cabezas de las bestias, que protegían la Puerta Negra de Mordor.

El olor a sangre y los aullidos poblaban el ambiente. Todo era muerte y desolación. Pero el Heredero de Isildur continuaba peleando con una fuerza implacable, que inspiraba valor en sus hombres y compañeros.

Veintiuno…Veintidós…Veintitrés…

-Aragorn – llamó una voz suave y varonil.

Aragorn la reconoció enseguida pero apenas alcanzó a fisgonear a los costados, cuando cinco orcos más le salieron al encuentro. El ágil mortal los degolló con su espada y miró hacia el frente, buscando la voz.

A pocos metros, la Puerta Negra se alzaba oscura y atemorizante como un águila negra custodiando la tierra de Mordor.

-¡Ya estamos cerca! – gritó Aragorn, con una sonrisa triunfal, volviéndose hacia sus soldados con Andúril en alto -. ¡La victoria es nuestra, pueblo de Gondor!

Miles de guerreros respondieron a su grito con vítores.

-Mi amor – volvió a llamar la voz.

El hombre ladeó la cabeza, confundido. Otro orco más le saltó encima, blandiendo su cimitarra, y el hombre apenas logró encogerse para evitarlo.

-Mi amor, despierta – reclamó la voz.

Aragorn quiso descargar otro sablazo, pero unas manos cálidas lo asieron de los hombros para sacudirlo suavemente. De pronto, la humareda del campo de batalla se fue espesando hasta formar una niebla gris. El olor a sangre y sudor mutó por un aroma a almendras.

Aragorn abrió los ojos y se encontró acostado en su lecho nupcial, en la fresca y cómoda recámara que compartía con su esposo en el Palacio Real. Y es que Aragorn se llamaba ahora Elessar I Telcontar, el Rey de Gondor y Arnor, y estaba felizmente casado con Legolas Thranduilion, el bello príncipe elfo de Mirkwood y su Consorte Real.

-Mi amor, estás sudando –sonrió el gentil Legolas, mirándolo con sus radiantes ojos azules y limpiándole las gotas con un paño perfumado de almendras -. No me digas que volviste a soñar con una batalla – frunció el ceño.

Aragorn bostezó, sin reponerse aún del sueño. Aguardó a que el elfo terminara de secarle la frente y se incorporó.

-Soñé cuando peleábamos frente a la Puerta Negra – confesó el hombre con otro bostezo. Sentía mucha modorra y tenía la boca seca.

Legolas suspiró con fastidio.

-Esos sueños no te dejan descansar bien, ya lo sabes. Después andas con un humor de perros, que ni siquiera Faramir soporta.

Aragorn bufó.

-Quizás, si no me despertases en medio de la noche, podría dormir mejor y…

-Con que te despertaste con ganas de protestar – se burló Legolas y lo calló con un beso.

¡Ah, el poder de los besos y mimos de su elfo! Aragorn no podía resistírseles, Legolas lo sabía muy bien y se valía de ellos para conseguir cualquier capricho.

¿Capricho? En realidad, debería llamarse antojo porque Legolas tenía siete meses de embarazo y…

-Aragorn – pidió el elfo con un puchero, apenas separaron los labios.

-Sí, mi elfito – repuso el hombre, picaronamente, acariciándole la abultada barriga por debajo del camisón blanco.

Legolas rió, las caricias le provocaban cosquillas. Su esposo lo sabía por eso adoraba sobarle el vientre para escucharlo reír.

-Aragorn, desperté con hambre.

-¿Con hambre? – se hizo el sorprendido -. Creí que los dos platos de estofado y las tres porciones de pastel de manzana de la cena habían sido suficientes.

-Yo también – suspiró el elfo.

Aragorn le pellizcó el ombligo. Su esposo soltó otra carcajada y el bebé pataleó.

-Entonces, ¿sigues con hambre? – insistió el hombre.

-Creo que nuestro hijo no se sació.

-¿Nuestro hijo? –ahora sí Aragorn se sorprendió -. ¿Te refieres a esta cosita que no mide más de quince centímetros y adora golpearme? ¿Cómo puede tener tanta hambre algo tan pequeño?

-Adora golpearte porque no lo alimentas bien.

-¿Ah sí?

El hombre tomó a su esposo de los brazos y lo recostó boca arriba. Después se acostó encima de su redondeado cuerpo y lo llenó de caricias, besos y nuevas cosquillas.

Legolas no resistió otro ataque de risa.

-A ver, elfito consentido – aclaró Aragorn, atrapando y liberando los bordes de sus carnosos labios -. ¿Afirmas que yo, Elessar Telcontar, el Rey Ungido de Gondor, no alimento a mi familia?

Legolas asintió.

Aragorn lo acosó con más cosquillas y mimos.

-¿Y de qué tienes hambre o debería decir…antojos?

-De manzanas rojas y jugosas – replicó el elfo, riendo.

-¡Manzanas! – exclamó Aragorn y una lluvia de pellizcos y besos invadieron la panza de su esposo -. ¿Me despertaste por simples manzanas? ¡Ah, elfito atrevido! ¡Ahora me las vas a pagar caro!

Legolas no alcanzaba ni a respirar de la risa.

-Manzanas, mi amor… manzanas recién arrancadas del árbol.

Aragorn enarcó una ceja.

-¿De cuál árbol?

El elfo sopló, recuperando recién el aliento.

-De aquel manzano alto junto al muro, ¿lo recuerdas?

El hombre se incorporó en la cama y miró hacia el ventanal, abierto de par en par, con sus cortinas blancas ondeando por el viento. Acostumbrado a la vida silvestre de Mirkwood, Legolas adoraba dormir con las ventanas abiertas.

-¿Quieres que salga al jardín a recoger manzanas de un árbol en medio de la noche? – Aragorn no sonaba complacido.

Moviéndose con cuidado por el peso de su vientre, Legolas se sentó y lo abrazó por la espalda.

-Te pido, por mí y por nuestro bebé que es un comilón como su padre humano – el elfo rió con complicidad, mientras Aragorn se reservaba el comentario -, que vayas a traerme manzanas recién bajadas del árbol. Cuatro en total, dos para comer ahora y las otras dos para cuando nos despertemos dentro de – miró el reloj sobre la mesa de luz -…dentro de tres horas.

Aragorn suspiró. Sólo tres horas más de sueño. Ni el mejor estimulante de su padre evitaría que se durmiera en plena reunión de Consejo a las ocho de la mañana.

-No pongas esa cara – Legolas adivinó su pensamiento -. No puedo creer que el atrevido cacique de los montaraces del norte proteste por tres horas de sueño.

Aragorn volvió a suspirar, esta vez asombrado de lo bien que su esposo lo conocía. A veces se preguntaba si Legolas no tendría como la Reina Galadriel o su padre Elrond, el poder de leer las mentes.

Pero no, su esposo lo conocía tan bien porque llevaban años de amistad y de romance, contándose todos sus secretos y proyectos. Habían construido una vida, juntos. Ninguno guardaba misterios para el otro y, por ende, los pensamientos de Aragorn se reflejaban instantáneamente en la cabeza de Legolas.

-Iré a buscar tus manzanas – decidió finalmente el hombre -. Pero – apuntó el dedo hacia la redondeada barriga -, cuando regrese quiero que tú y este pequeñín me duerman con mimos y masajes.

Legolas se dio unas palmaditas en el vientre.

-Trato hecho, mi amor.

Aragorn hizo un ademán de levantarse, pero antes volvió a mirar a su esposo.

-Y quiero verdaderos masajes – ordenó, seriamente -. De esos que te alivian como si estuvieras en una casa de relajación en Valinor.

El elfo asintió otra vez.

-Tendrás tus masajes, Aragorn. Ahora ponte la bata, que afuera está más fresco, y también tus botas.

Sonriente, su esposo se echó la bata crema sobre los hombros y partió, satisfecho.

Legolas aguardó a que saliera y, sosteniendo su pesada barriga, se levantó de la cama. Fue hasta su armario de nogal para abrir un cajón y quitar varias cajitas.

-Claro que tendrás tus masajes, mi amor – aseguró, con una sonrisa traviesa.


………….



Con la promesa de los masajes, Aragorn salió alegremente. Afuera corría una brisa helada, y el pasto y las hojas estaban bañados de escarcha. El hombre sintió frío y se sobó los brazos.

Caminó y caminó por el sendero de abedules, que conducían a la plantación de manzanos, hasta que el pie derecho se le hundió en un charco de lodo.

-¡Por el estúpido Morgoth que se pudra encadenado! – gruñó, sacudiéndose la pierna. No había sido buena idea salir al jardín, descalzo. Si hubiese hecho caso a Legolas y se hubiera calzado, recordó, ahora, ¡tendría sus botas nuevas embarradas!

-¡Aragorn! Pero qué sorpresa encontrarte aquí…quejándote.

El rey volteó hacia atrás y vio a Faramir, su Senescal, caminando en su dirección. El joven estaba envuelto en una bata verde, con pantuflas negras, el pelo revuelto y una expresión de cansancio que no podía disimular.

-Hola, amigo – saludó Aragorn -. Salí a respirar aire helado y a buscar manzanas, ¿y tú?

-Rosas escarchadas – suspiró -. El único aroma con el que se le quitan a Éowyn los mareos.

Aragorn se encogió de hombros. La esposa de su amigo estaba atravesando los primeros meses de embarazo y ya lo torturaba con pedidos a altas horas de la noche.

-En ese caso, los rosales están en aquella dirección – el rey señaló un sendero a su izquierda.

Faramir le agradeció la indicación con una palmada en el hombro.

-Ya te devolveré el favor, Aragorn.

-Entonces, la próxima vez podrías salir tú a buscarle manzanas a mi Legolas – bromeó.

-Sabes que Legolas sólo acepta sus manzanas si se las llevas tú.

Aragorn sacudió la cabeza, frustrado. Faramir se despidió y el rey continuó marchando.

El manzano que Legolas le había nombrado, se encontraba plantado junto al muro que dividía el jardín. Se trataba de un árbol frondoso, que producía las manzanas más sabrosas del reino. El único inconveniente era que alcanzaba los diez metros de alto y para recolectar sus mejores frutas había que trepar hasta la última rama, ya que las más exquisitas sólo crecían en su copa.

-Bien, mi elfito consentido – rezongó Aragorn, estudiando el árbol -. Espero que tus masajes valgan el esfuerzo.

El ascenso no parecía difícil. El tronco tenía amplios huecos bien distribuidos y las ramas eran sólidas y anchas. Aragorn introdujo su pie embarrado dentro de una muesca y se aferró a una rama para tomar impulso. Así comenzó a subir. Ya llevaba subiendo casi dos metros, cuando el lodo resbaló su pie.

-¡Por todos los balrogs calcinados! – maldijo, antes de perder el equilibrio y pegar la espalda contra el pasto.

Faramir volvía causalmente por aquel sendero con un par de rosas cortadas y vio la caída.

-¡Aragorn! – corrió, asustado, hacia su rey.

Aragorn se levantó de un salto y se sacudió la bata, tratando de recuperar la regia compostura y también su dignidad.

-¡Magnífico! – protestó, mirándose las manchas -. Ahora mi bata también quedó con barro.

-¿Quieres que te ayude a subir? – se ofreció Faramir, preocupado -. Podríamos llamar a algún guardia para que nos consiga una escalera.

El rey se negó rotundamente y puso el pie en el mismo hueco y se aferró a la misma rama. Obstinado y soberbio, insistiría cuantas veces hicieran falta, aun a costa de pasarse el resto de la noche subiendo y cayendo. No se daría por vencido, aunque su poca paciencia acabase en Mordor.

Subió un par de metros y se volvió hacia Faramir. Ver que ahora su amigo lo observaba con picardía, terminó por irritarlo.

-¿Todavía sigues ahí? ¿No tenías rosas que cortar?

El senescal le enseñó las flores.

-Aquí están.

-¿Y no tienes una esposa que las necesita?

Faramir entendió que su presencia lo fastidiaba y se marchó. No sin antes, lanzarle una broma.

-Mañana espero verte completo en la reunión.

Aragorn masculló algunas frases poco dignas de su real figura y continuó ascendiendo. Una vez en la copa, desprendió las cuatro manzanas más rojas. Las guardó en los bolsillos de su bata y, antes de bajar, se recargó contra el tronco para observar el jardín y el palacio. Todo se apreciaba de manera diferente desde esa altura. Aun el aire parecía más frío por el movimiento del follaje.

El hombre sonrió al notar que las luces de su recámara estaban encendidas, señal que su elfito consentido lo esperaba. Pensar en el dulce Legolas, le devolvió su buen humor.

Aragorn era así, podía irritarse con una facilidad increíble, pero bastaba la sola mención de su bello consorte para quitarle el mal humor. Amaba a Legolas con locura y no veía la hora de conocer al hijito que esperaban.

Con la sonrisa más feliz de Arda, el ahora relajado Aragorn comenzó a bajar. Al llegar al suelo, vio a un soldado que lo estaba aguardando.

-¿Todo está bien, Su Majestad? ¿Se os ofrece algo?

-Faramir –suspiró el rey, reconociendo que su preocupado senescal lo había enviado, y respondió al guardia -. Todo está en orden. Puedes marcharte.

El hombre saludó con la cabeza y se alejó.

Aragorn se sacudió las ramitas de la bata y enfiló rumbo a sus aposentos.


………..


Antes de abrir la puerta de su recámara, Aragorn palpó sus bolsillos para asegurarse que las manzanas seguían allí. Bajó el picaporte, lo empujó y una fragancia a hierbas, flores y frutas le sedujo el olfato.

-¿Qué ocurrió aquí? – preguntó, asombrado.

El travieso Legolas había convertido la recámara en una sala de relajación. Había cerrado el ventanal y encendido velas aromáticas en distintos rincones. Había cambiado las sábanas y cubierto el lecho de hojas de menta, que sabía eran el aroma favorito de Aragorn.

El hombre sonrió, entendiendo al fin el motivo del pedido de las manzanas. Su adorable esposo había querido sacarlo de la alcoba para decorarla.

-Mi pícaro elfito. ¿Se puede saber dónde te escondes? – preguntó, buscándolo con la mirada por todo el recinto.

Una risa juguetona salió del cuarto de baño.

Aragorn se acercó a la puerta, preguntándose qué travesura podía estar planeando.

-Mi amor – sintió la voz de Legolas, con un tonito seductivo -. ¿Estás listo para tus masajes?

-Sabes que los espero con ansias – le siguió el juego -. Especialmente después de caerme del manzano.

-¡Oh no, Aragorn! – el elfo abrió asustado la puerta -. No me digas que te lastimaste.

A Aragorn se le dispararon los ojos como dos saetas. Su pícaro elfito había cambiado su holgado camisón por una túnica transparente, que dibujaba sus curvas, voluminosas por el embarazo pero aún excitantes para su romántico marido.

-¿Qué te pasó, Aragorn? –preguntó el elfo, preocupado -. ¿Estás bien?

Con una sonrisa juguetona y sugerente, el hombre le plantó un beso en la redonda barriguita y lo cargó en sus brazos para llevarlo hasta la cama.

-Nada que unas cuantas caricias de mi travieso elfito no puedan sanar – replicó, apartando las hojas de menta y acostándolo en el lecho.

Legolas rió. Aragorn se recostó encima de él, con extremo cuidado para no aplastarle el abultado vientre, y comenzó a besarle ardientemente el cuello y la boca hasta que un bulto chocando contra sus piernas, los interrumpió.

-¡Qué rápido te despertaste, mi amor! – bromeó el elfo, entre risas.

-No te ilusiones que son tus manzanas – explicó el rey con fastidio, arrodillándose -. ¿Quieres comerlas ahora?

Legolas sacudió la cabeza. Su esposo quitó las frutas de los bolsillos y las colocó en la mesa de luz, junto al reloj que ya marcaba las cuatro y media. Aragorn miró la hora distraídamente, antes de inclinarse sobre su elfo para seguir devorándolo a besos.

Minutos más tarde, apenas se separaron para que el hombre desatara los botoncitos de la túnica y desnudara el pálido torso del elfo.

-Tus pechos están más firmes y abultados –opinó Aragorn con una tentadora sonrisa, mientras fundía sus labios en las tetillas.

Legolas se arqueó, liberando un gemido. Sus pezones se habían vuelto excitables durante el embarazo. Su esposo lo sabía por eso adoraba besarlos y acariciarlos.

-E…Elessar – el elfo soltó su nombre con un jadeo.

Aragorn se arrodilló con celeridad para desanudar su bata y quitarse los molestos calzoncillos, que ya presionaban su erguido miembro.

Legolas observó su desnudez, fascinado, reconociendo por enésima vez que se había casado con el hombre más apuesto de Arda. Con los dedos, surcó sus pectorales y su plano abdomen, hasta que Aragorn le tomó las manos y las descendió hacia su palpitante virilidad.

El elfo le acarició el miembro, arrancándole gemidos. Con el último aliento, Aragorn se inclinó con cuidado sobre el cuerpo de Legolas y le robó un beso prolongado y ardiente. Legolas lo saboreó con apasionante delicia, sintiendo cómo la invasión en su boca despertaba su propia hombría.

Las caricias, los besos, el roce de sus cuerpos desnudos, todo los llamaba a poseerse. Liberando apenas los labios de su elfo, Aragorn abrió el cajoncito de la mesa de luz y extrajo un frasquito con una crema de color malva.

-¿Estás preparado? –preguntó el hombre, conociendo de antemano la respuesta.

El elfo asintió con una tentadora sonrisa.

Aragorn se arrodilló entre las piernas separadas de su esposo, y hundió los dedos en el ungüento.

El hombre mojó con cuidado el ano del elfo mientras introducía lentamente el primer dedo. Legolas cerró los ojos. La frialdad y humedad de la crema le producían una excitable sensación.

El elfo se arqueó de placer. Al contrario de lo que se pensaba comúnmente, una virtud del embarazo élfico era lograr que el abertura se expandiera con mayor facilidad e incentivara las zonas erógenas del cuerpo.

Después de unos segundos, Aragorn introdujo el segundo dedo y más tarde el tercero.

El elfo liberaba soplidos de goce. Su pecho se elevaba y descendía, acompañando la respiración entrecortada.

El hombre fue quitando sus dedos, uno por uno, asegurándose que el movimiento acariciara la zona erógena de su marido para excitarlo aún más.

-Aragorn – musitó Legolas.

-Déjame amarte – fue todo lo que pidió el hombre, antes de descender la boca a sus labios y dirigir el miembro hacia la cavidad de su esposo.

La penetración lenta y suave deleitaba a Legolas, mientras su interior tibio y blando acariciaba ardientemente el miembro de su marido. Una vez acomodado dentro, Aragorn comenzó a moverse en lentos círculos. El elfo abrazó a su esposo y lo empujó despacio para que yaciera sobre él.

Mirándose el uno al otro, volvieron a fundir sus labios en un apasionado beso.

La temperatura de sus cuerpos fue aumentando, conforme a los vaivenes y caricias. Como una copa rebosante de elíxir, sus miembros luchaban ansiosos por liberar sus semillas.

-Aragorn –era la única palabra que Legolas alcanzaba a jadear, mientras su esposo acariciaba con la lengua cada espacio de su boca y rostro.

Finalmente sus simientes estallaron, derramándose la del rey en el interior de su príncipe y la de éste, entre sus muslos y piernas.

Sin dejar de besarlo, Aragorn quitó su virilidad del interior de su elfo y recién separaron los labios, sólo por la necesidad de recuperar el aliento.

-¿Estáis satisfecho con vuestros masajes, Su Majestad? –preguntó Legolas con una mirada cargada de picardía.

Como respuesta, Aragorn lo fundió en otro abrazo y volvió a devorarlo a besos, entre las risitas ahogadas de su hermoso príncipe.


…………

Cuatro años después.

-Y así el valiente y gallardo rey trepó el árbol, alto como una montaña, y consiguió arrancar las cuatro manzanas de oro para su amado príncipe elfo. Una vez que las tuvo en mano, las escondió en su brillante armadura de mithril y volvió al castillo.

-¿Y qué dijo el príncipe elfo? – preguntó Telperion, el hijo y heredero de cuatro años de los Soberanos de Gondor, fascinado con la historia.

Aragorn hizo una pausa para crear la intriga.

-Recibió a su valiente y gallardo rey con los brazos abiertos y le entregó un regalo muy especial.

-¿Cuál era ese regalo? – fue la obvia pregunta del niño.

Aragorn sonrió, acomodándole un rizo dorado detrás de la picuda oreja.

-Ése, Telperion, es un secreto que sólo el rey y su príncipe conocen.

El niñito replicó con un puchero. No le gustaban los finales de los cuentos que no brindaban toda la información.

Su padre soltó una carcajada. El principito era el digno vástago obstinado de sus dos tercas majestades.

-Ya aprenderás cuando crezcas que todo el mundo guarda secretos – sermoneó Aragorn, guiñándole un ojo. Y dicho esto, lo cargó en brazos hasta su lecho para arroparlo y darle el beso de las buenas noches.

-No tengo sueño – bostezó el niño.

Aragorn lo acostó en la cama e inmediatamente el pequeño se llevó el pulgar a la boquita y cerró sus ojos grises. A pesar de ser medio elfo, Telperion dormía como los édain, con los párpados cerrados. Su padre lo cubrió con las cobijas y le besó la frente.

-Eres hermoso, Telperion – susurró el hombre con una orgullosa sonrisa. El niño había nacido exactamente cinco meses después de aquella noche de antojos y había heredado en el rostro una mezcla de los bellos rasgos de sus dos progenitores. Tenía el cabello áureo y las orejas picudas como su ada, y los rizos y ojos de su padre. Y la sonrisa, bueno, la sonrisa y la risa eran las mismas encantadoras de Legolas.

Aragorn anticipaba que con ellas, en un futuro no muy lejano, Telperion conseguiría lo que se le antojase.

Igual que su ada.

El rey se dirigió a su alcoba, conectada con la de su hijo por una puerta. Al entrar, sintió la brisa nocturna, colada por la ventana abierta, y vio a su Legolas durmiendo de lado, envuelto con las mantas hasta el cuello.

Aragorn se acostó junto a él y lo abrazó por debajo de las cobijas, rodeando con el brazo su redondeado vientre de once meses.

-¿Telperion se durmió? – preguntó Legolas, sacudiéndose suavemente en sueños.

-Sí, mi amor – respondió Aragorn, obediente, besándole la puntiaguda oreja.

El hombre apoyó la cabeza en la almohada, pegada a la rubia de su esposo, y cerró los párpados. Como cada noche antes de dormir, jugó unos minutos con el bebé, empujando la piel del vientre de su esposo. La criatura lanzó un par de pataditas, arrancándole una tímida sonrisa.

-Aragorn – sintió la voz adormilada del elfo -. Tengo antojos con manzanas.

El rey alzó la cabeza, arqueando una ceja, inquisidoramente.

-¿Después de devorarte un pastel entero de manzanas antes de venir a la cama?

Legolas giró hacia él con su encantadora sonrisa.

-Nuestro hijo sigue con hambre, mi amor –replicó, dándose golpecitos en la abultada barriga -. Lo despertaste con tu juego y reclama las del árbol alto junto al muro

Aragorn rió, los mismos antojos y la misma excusa que cinco años atrás.

-¿Y qué me darás a cambio si voy a traértelas?

Legolas le recorrió el puente de la nariz con el dedo.

-El mismo regalo que recibió el valiente y gallardo rey de tu cuento.

El valiente y gallardo rey en cuestión quedó de una pieza.

-¿Escuchaste el cuento para Telperion?

-Sí, mi amor – le besó la boca -. Tengo audición élfica, no lo olvides.

Aragorn suspiró con aire divertido.

-¿Me prometes que será el mismo regalo? ¿Con las mismas caricias, los mismos besos y los mismos abrazos? –quiso asegurarse.

El elfo tomó su rostro entre las manos para mirarlo fijamente.

-Te prometo, Elessar Telcontar, también llamado Aragorn y Estel por mi gente, que esta noche te haré el amor con tanta pasión que no habrá final de cuentos que pueda igualarse a este obsequio.

Como a un niño al que prometen el regalo de sus sueños, y vaya que sí era el regalo de sus sueños, Aragorn saltó de la cama y salió disparado como flecha hacia el jardín.

Legolas rió y, moviéndose con cuidado, se levantó del lecho para buscar las velas, las hojas de menta y su tentadora túnica.

El reloj de la mesa de luz recién marcaba las diez de la noche. ¿Durante cuántas horas se amaron hasta llegar la mañana?

Esa respuesta es un secreto que sólo el rey y su príncipe conocen.


Fin

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