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The Hidden Face of the Moon por Miu

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Notas del capitulo: Este fic va dedicado a mi prima, Tamy, por aguantarme horas seguidas con la historia y por revisarla. En el siguiente capi subiré un glosario, ya que la historia se centra bastante en la magia blanca o Wica, y ahora mismo no tengo a mano el libro con los significados. Espero que os guste.

Nota: athame es un cuchillo ceremonial en la magia blanca.

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PRÓLOGO: Mein Gebiet der Papier Blumen

 

Púrpura.

Ambición, poder.

Todo su cuerpo quemaba. El dolor resultaba cruel, sus venas contaminadas por el dolor, la tristeza, la desesperación.

Las yemas de los dedos perdían sensibilidad a cada sacudida, apretando y desgarrando los lirios de agua salpicados de sangre a su alrededor. Una fuerte presión en la garganta le dificultaba el habla, la respiración entrecortada. Gritos incontrolados chocaban débilmente con las agrietadas paredes de una estancia casi desconocida.

Percibía leves movimientos, muy cerca, sin valor suficiente para abrir los ojos. Desilusión. Escapar sería tan fácil, y al mismo tiempo cobarde.

Su corazón dejaría pronto de latir.

 

* * *

 

Sus oscuras pupilas se posaron en aquella niña aterrada, que apretaba nerviosa la más que delgada mano de su madre. ¿Hace cuánto tiempo que no sentía el mismo miedo al caminar bajo la fría noche? Demasiado, quizá.

Había tenido que aprender solo a desenvolverse, a sobrevivir entre la sociedad en la que decidió permanecer. Porque aunque los altercados del sector oeste disminuían inquietantemente bajo la mano dictatorial de Circe Scheldz, el peligro acechaba en cualquier callejuela de aquel apestoso mundo. Él siempre correría peligro.

Vagabundos, ladrones, asesinos y enfermos retirados a malvivir en las alcantarillas, aparecían tras el toque de queda rebuscando en la basura algo que llevarse a la boca, o simplemente, comprarse la mierda que se chutaban. Mientras no llamaran la atención de algún viandante con permiso, podrían volver a los bajos fondos sin pasar por el trauma de perder varios dedos a manos de las patrullas nocturnas. Sentía lástima por ellos.

Un Samhain de gran envergadura caminó con paso rápido empujándole, haciéndole trastabillar con los restos de lo que una vez fuera la parada de autobús de un barrio obrero.

—Aparta, cabrón. Sólo sabéis molestar —gruñó mirándole con cierto desdén—. ¿Por qué no la palmáis todos de una vez? Nos ahorraríais tener que veros la cara de gilipollas.

La estridente voz del grandullón le retumbó en los tímpanos, agudizando su dolor de cabeza. Además, no le caía bien. Le conocía, y parecía ser algo mutuo. Tipos como ése multiplicaban los problemas a su paso, y últimamente se repetían los encontronazos, sospechosamente.

Lo mejor que podía hacer era no caer en su juego. Sólo tendría que seguir su camino, y con suerte lograría pasar otro día sin altercados. Cierto era que si no se controlaba, su vida pendería de un hilo. No podía permitirse el lujo de ser descubierto. Las últimas órdenes de Circe conllevaban el exterminio de toda persona denominada Wiclan, con excepción de sus leales, y eso le sacaba aún  más de quicio. Era una masacre.

—Quítate la capucha. Quiero verte la cara —le ordenó apuntándole con una pistola bañada en oro, ostentosamente fea. Su gesto denotaba un toque de burla, como si disfrutara con todo aquello—. No creo que tengas permiso para salir con el toque de queda.

¿Qué hacer en una situación así? Jugársela, no.

—No quiero entretenerte —terció sin pensar —, parece que llevas prisa, y está anocheciendo. Con la oscuridad es más difícil coger a los malos —no se dio cuenta del tono sarcástico que estaba utilizando, ni de que la poca gente a su alrededor decidía alejarse de ellos. Sólo percibió la rápida imagen que pasó por su mente. Una carta. La muerte.

Oyó cómo el Samhain blasfemaba algo inteligible, apretando el gatillo de su costosa arma. La bala rozó su hombro izquierdo, rasgando levemente su abrigo, para terminar perforando uno de los tantos coches abandonados.

Rápidamente movió el brazo, de tal manera que el athame* que escondía bajo la manga se deslizó hasta su mano. Al otro no le dio tiempo a reaccionar, ni siquiera de atisbar sus movimientos, resultándole imposible volver a disparar. Sentía la afilada hoja contra su garganta, y el brazo con el que unos segundos antes mantenía la pistola, retorcida tras la espalda. Los músculos se le tensaron insoportablemente.

—¿Quién…? —la mandíbula inferior le temblaba. Sus dilatadas pupilas se mecían de un lado a otro de forma insistente, intentando captar algo o alguien que le ayudara a escapar. Nada. Todo vacío.

—No importa quién sea —le interrumpió forzando el agarre. No es que disfrutara, pero la rabia y la soledad que sentía desde hace años le impulsaban a dañar a ciertas personas. En ese preciso instante tenía la imperiosa necesidad de destruir cuanto estuviera a su alcance. Vida y muerte. Ésas palabras no significaban para él más que la supervivencia—. Vas a quedarte quietecito.

—¡Ja! No creas que vas a salir de ésta así por las buenas. Si no me matas ahora mismo, lo haré yo, te lo aseguro —amenazó jadeante. Le chirriaban los dientes. Forcejeaba  desesperado. Un pequeño hilo de sangre brotó de su cuello, manchando el uniforme gris.

—Entonces no me dejas otra opción —sentenció empujándolo contra una pared de cemento. La cabeza golpeó duramente, provocando la caída y el aturdimiento del Samhain.

Agachado, con las manos apretándose las sienes, entrevió al fugitivo, que saltaba ágilmente una de las vallas metálicas que rodeaban el cementerio Rosenheim, unas calles más abajo. Le había ganado. Bueno, pensó, había cometido el error de dejarle con vida. Dentro de poco le tendría entre sus manos, y la sangre que manchara el uniforme no sería la suya. Sonrió.

 

***

 

Marburg, una pequeña ciudad del oeste.

Ya se había acostumbrado a vivir en un lugar como ése. A pesar del frío invernal que calaba hasta los huesos, entumeciéndole el cuerpo; de no divisar más de cuatro horas de luz al día, adormeciéndose en cualquier sitio y momento; de tener que pagar al canciller la mitad de lo que ganase con sus escasos trabajos, porque escabullirse de tal requerimiento estaba penado con la cárcel; y la peor de todas, a su juicio, el no poder salir de la ciudad vigilada desde los altos muros que la rodeaban. Por lo demás, no era tan malo vivir allí. La compañía, por lo menos, era buena.

Caminaba por una de las callejuelas empedradas repletas de tabernas y cervecerías, envuelta con el bullicio de viandantes ebrios y alguna que otra prostituta, que por cierto, ninguna parecía tener el valor de acercársele al posar sus ojos en el brazalete de cuero negro que le obligaban a portar en su brazo izquierdo. Era como pregonar a los cuatro vientos que eras un asesino, o un violador. Bueno, para él, mucho mejor. Le dejaban tranquilo.

Distraído con éstos pensamientos, chocó con el hombro de un ser igual de alto que él, algo que no le resultaría extraño si no fuera porque debajo de aquella capa roja había una mujer. Sólo entrevió unas largas trenzas asomando por el hueco de la capucha y el olor a cilantro que desprendía.

—Perdona —la voz era armoniosa y suave, pero los ojos no parecían siquiera humanos—. Ah, tú… ¿podrías indicarme cómo llegar a la Mansión Roja? —preguntó sujetándole el brazo con una mano enguantada.

—Eres nueva por aquí, ¿me equivoco? Si no ya sabrías que allí no hay nadie.

—Explícate —la extraña le soltó, tocándose el pecho con una mano, como intentando sentir algo.

—La Mansión sólo se usa para los juicios, los pagos al canciller o para las reuniones privadas de la Reina y las Princesas. Pero esas ocasiones son escasas, y la próxima convocatoria de pagos no es hasta dentro de tres semanas.

Escuchó una leve risilla, como de animal, y sin decir más, la mujer siguió su camino.

—Joder, que rara —habló para sí mismo, dirigiéndose a su casa, sin darle más importancia. Él no era quién para juzgar por las apariencias, aunque le diera mala espina aquella mujer.

No eran buenos, tiempos, para nadie.

El mundo se derrumbaba cada vez más.

Abrió la puerta blindada y dejó la chaqueta encima de una silla adornada con flores, fruto de la ya aburrida mente de Ninay. Llevar siete años encerrada entre cuatro paredes desbarata a cualquiera. Ella nunca hablaba de aquello, como si lo hubiera borrado de su memoria.

Durante las escasas horas de luz se dedicaba a pintar cuadros, paredes y muebles, atemorizada por la vida en el exterior. Por la noche cabeceaba en el sillón de mimbre de la salita de estar, despertando la mayoría de las veces con lágrimas en los ojos. A pesar de todo, era una muchacha alegre y algo traviesa cuando se sentía a gusto con su alrededor, desprendiendo calidez a su paso. Cuidaba de ellos con verdadero mimo. Quizás estaba demasiado apegada a Leon, pero no le importaba, y en cierto modo la entendía.

—Llegas justo a tiempo de probar la empanada de ternera —Leon estaba sentado a la mesa, con todo preparado, esperando a que la deliciosa cena se enfriara lo suficiente. Echó un vistazo rápido a la cocina, acercándose a besar en la mejilla a Ninay, la cocinera.

—¿Celebramos algo? —le resultaba extraño no ver la simplicidad de un trozo de queso y el pan de leña como acompañamiento. Todos los días era lo mismo, pero le gustaba la rutina.

—Bueno, verás… —sonaba intranquilo, y una mirada fugaz a la chica le puso en alerta—. Será mejor que te sientes —sus ojos negros se clavaron con interés en su amigo, tomando asiento—. Hemos recibido una visita. Concretamente, la Princesa Litha se ha tomado la molestia de venir hasta aquí. No veas la que se ha montado. El señor Hausch se ha puesto histérico, pensaba que venían a arrestarle. Menos mal que…

—No me interesan las locuras del vecino, Leon. Ve al grano.

—De acuerdo —se pasó una mano por el pelo, mirando distraídamente para otro lado—. Quería que hiciéramos un trabajillo. Según sus palabras, “aplastar dos insignificantes insectos que andan picando por donde no deben, sólo por precaución”.

—Ésa mierda apesta —y a cualquiera. Porque si la mismísima Litha aparecía en su casa para ofrecerles trabajo, y no un simple “busca y atrapa”, sino un “encuentra y mata”, no era como para echar cohetes—. No me digas que has aceptado —pero no necesitaba una respuesta, la cara de Leon lo decía todo. Miró a Ninay—. Le mato.

—Espera, espera —se levantó de un salto, salvando las distancias—. Sé lo que estás pensando, pero necesitamos el dinero, lo sabes. Todo esto se está demorando demasiado.

—Hago lo que puedo —sentenció con amargura—. Aceptarlo no ha sido una buena idea. Ya salimos de ése mundo hace tiempo, para no volver. Además —el tono de su voz aumentó al mismo tiempo que golpeaba la mesa con el puño, haciendo vibrar los platos y asustando a su compañera—, ¡puede ser una trampa! ¡Ni siquiera sabes quiénes son ésos tipos!

—Sí que lo sé, por eso he aceptado el trato, y tú no.

—¿Cómo?

—Si me pasara algo, Ninay no se quedaría sola. Es lo único que te pido —la chica intentó decir algo, ahogando sus palabras con un gemido. Sus miradas se encontraron.

—¿Pero en qué mierda estás pensando? —exclamó el más alto enderezándose, viendo como su amigo sacaba una carpeta del cajón del escritorio y la dejaba caer frente a sus narices—. ¿Qué es esto?

—Los insectos que tengo que aplastar.

Suspirando, abrió el dosier, revisando con rapidez los folios llenos de información sobre los sujetos. Nada muy revelador, aparte de los comentarios y descripciones, bastante pobres, de varias personas que creían haberles visto. Siguió hojeando bajo la impertérrita mirada del rubio, buscado algún dato que le permitiera disuadir a su antiguo camarada. Nada parecía estar fuera de la normalidad en un asunto familiar.

—Parece ser que por donde pasan, muere gente importante para Beltane —comentó Leon sentándose de nuevo—. Ésta noche tengo que ir a la Mansión Roja. Hay algo importante que tienen que explicarme en persona.

—Iré contigo —la carpeta quedó desparramada encima de los impolutos platos.

—No puedes. Yo solo, órdenes.

—Joder —blasfemó asiéndole por los hombros, alzando de nuevo la voz—, ¿no te das cuenta de que no es trigo limpio? Podrían haberle encargado el trabajo a cualquier asesino, los hay a patadas, pero no. Viene nada más y nada menos que Litha a nuestra casa a pedírtelo. A nosotros. ¡A los dos! ¿Es que no lo ves?

—Claro que lo veo, no soy idiota —le apartó las manos, acercándose a la chimenea encendida, sin fijar la vista en nada concreto—. Sé que ha venido aquí porque ésos tipos son peligrosos. Que sólo alguien como nosotros estaría a la altura de conseguirlo. Que somos lo que somos. Lo que llevamos —tocó la insignia de su brazo— lo confirma.

—Ninay, por favor, dime que has visto algo. Lo que sea —la chica dudó un instante antes  de responder.

—Lo siento, Rest, lo he intentado, pero no consigo ver nada.

Hubo unos minutos de silencio. Ninguno sabía qué decir. Se conocían desde hace años y las causas perdidas no eran su fuerte.

—Estás decidido, ¿verdad?

—Sí.

 

***

 

Finalmente, había conseguido llegar a lo que, desde unos meses atrás, era su casa. Su refugio. Porque con el estilo de vida que tenía que llevar, y no sólo él, sino más de la mitad de la población, estar en casa era lo mismo que refugiarse.

Posó el dedo índice sobre una placa metálica situada a un lado de la puerta. Con un leve “clic” se deslizó el cierre de seguridad, permitiéndole la entrada. Las velas perfumadas, esparcidas por todo el habitáculo, comenzaron a encenderse solas, alumbrando lo suficiente para no tropezar con lo de alrededor.

Tiró el abrigo sobre la única mesa que tenía, tampoco necesitaba más, tarareando una vieja canción en latín que aprendió de niño. Entró directamente en el pequeño baño, librándose de la sudad camiseta y apoyando su athame a un lado del lavabo, a la vista. Con el antiguo grifo chirriando, se refrescó varias veces la cara y el cuello, pensando en la mala suerte de aquel día.

—Mierda —susurró disgustado, observando su cansado reflejo en el espejo agrietado. Primero, había tenido que rechazar un sustancioso trabajo por miedo a ser reconocido, Landshut no era un lugar seguro. Después de varias horas deambulando, sólo consiguió las monedas suficientes para comprar un kilo de arroz, el cual se le resbaló de la chaqueta al huir de aquel repugnante Samhain. Eso sin contar con el punzante dolor que venía soportando meses, aquello terminaría matándolo.

Con el ceño fruncido, se deslizó silenciosamente hasta quedar pegado en la pared, al lado de la puerta. Desenfundó una de las Berreta-M9 negras que colgaban de su cinturón, alargó el brazo a la altura de los ojos, y habló, ésta vez no para sí.

—¿Quién eres? —el hombre que acababa de aparecer en escena, de cabellos negros y ojos tristes, sintió el frío metal apretarse contra su sien. Alzó los brazos, sorprendido, dando algunos pasos atrás—. Vamos, habla. ¿Qué coño haces aquí?

—Yo sólo... —no tenía la apariencia de ser uno de esos Samhain, llevaba la ropa bastante sucia y rasgada, y su actitud no era altanera, sino sospechosamente serena—. Necesito que me ayudes a escapar.

Ahora el sorprendido era él. ¿Cómo era posible que aquel desconocido se colara en su casa para pedirle ayuda con semejante tranquilidad? No le conocía, de eso estaba seguro, pero sus ojos tenían algo familiar, le transmitían confianza. Eran tan cristalinos como los suyos, con unas finísimas hebras rojizas y pestañas translúcidas. Se fijó en que sus manos y su cuello estaban manchados de sangre, junto a pequeños arañazos y magulladuras. No podía fiarse.

—¿Cómo? ¿Escapar? —soltó una leve risilla de desprecio—. Acabas de aparecer, no sé quién eres, no entiendo cómo has conseguido entrar, y pretendes que así por las buenas te preste mi ayuda… Estás loco —mientras hablaba, entrecerrando los ojos, buscó armas que pudiera esconder bajo la ropa. Nada.

—No, te equivocas. Estoy aquí porque sólo tú puedes ayudarme —se sentó en el colchón del suelo, reposando ambas manos en las rodillas—. Deja que me explique. Mi intención al venir aquí no era que me metieras una bala entre ceja y ceja.

Sin cambiar de postura, le hizo un gesto para que continuara.

—Lo que vosotros llamáis Samhain andan detrás de mí. – al escuchar esto, la cara se le torció disgustada – Órdenes de Circe. Tú eres el único que puede sacarme de aquí sin que me maten.

—¿Qué? ¿Circe?

—Es largo de contar.

—Tengo tiempo.

—Hmn…  —la serenidad parecía disiparse en su rostro—. Tengo algo que ella quiere.

—¿Y yo qué papel tengo en todo esto? —preguntó con cierto interés—. Si has conseguido entrar en mi casa, podrás salir de la ciudad sin problemas. Sabes defenderte, por lo que veo —señaló las manchas de la ropa, sonriendo de medio lado—. ¿De quién es?

—No es tan fácil. Por eso estoy aquí. Herí a Circe, y maté a varios guardias. No es algo que vayan a olvidar… Supe de ti y decidí buscarte. Siento haberte metido en todo esto, pero si no lo hacía así no me ayudarías. Además, ya estarán de camino.

—¡Joder! No me lo puedo creer —se llevó una mano a la frente, procesando la escasa información—. ¿Quién está de camino?

No hubo tiempo para contestaciones. Fuertes golpes comenzaron a resonar por toda la casa, acompañados de voces ininteligibles, bramando sin cesar.

Apretando la mandíbula, maldiciendo en voz baja, sacó una bolsa de viaje del armario. Le ordenó al desconocido que no hiciera ningún ruido y que cogiera toda la ropa que le fuera posible, para luego meterla rápidamente en la maleta. Mientras él se hacía con toda la munición de que disponía y provisión que encontrara, pudo percibir un silencio nada alentador en el exterior, como si aquellos tipos estuvieran tramando algo con lo que sorprenderles. Y es que ya estaba metido de lleno en la batalla que se avecinaba. No necesitaba que nadie le dijera que afuera le esperaban, al menos, medio centenar de Samhain armados y dispuestos a matarle.

¡Él no había hecho nada! Ni siquiera sabía muy bien por qué se encontraba en tamaña situación. Quizás aquella visión de la carta había sido una advertencia.

Mientras seguía farfullando improperios, se aseguró con una rapidez pasmosa de que las pistolas que colgaban de su cinturón estuvieran totalmente cargadas. Agarró de mala manera al chico, arrastrándolo junto con la bolsa a una trampilla escondida bajo una pequeña mesilla. Mientras le ordenaba que la abriera y bajara por la estrecha escalerilla oxidada, le dio la espalda, apuntando a la nada con inquietud. Los Samhain acababan de derribar la puerta blindada sin mucho esfuerzo, y tapando apresuradamente la portezuela con lo primero que encontró, se vio rodeado. Sin escapatoria.

El hombre que hacía escasamente una hora le amenazaba con matarle si volvieran a encontrarse, salió de entre el grupo de hombres uniformados con una sonrisa triunfal en su desagradable rostro.

—Mirad lo que tenemos aquí. Una oveja descarriada —con las manos tras la espalda, caminó de un lado a otro de la habitación, con aire solemne—. Me alegra que volvamos a vernos y que podamos terminar la conversación que dejamos a medias, ¿no crees?

Intentó normalizar su respiración, que el otro no notara su nerviosismo ni su falta de coraje repentino. La cosa no pintaba bien. Sabía que aquel tipo querría matarle y, si no lo lograba, sus subordinados lo harían por él. No parecía tener escapatoria. Qué triste sería morir de aquella forma, sin saber ni siquiera la verdadera causa de su muerte. Ni la de su vida.

—¿Sabes? Hubo un tiempo en que los tuyos vivían encerrados, sin contacto con el exterior. La sociedad no les necesitaba, ni siquiera sabía de su existencia. Vivían felices en la ignorancia, pensando que las cosas se normalizarían sin tener que pasar por una guerra. Pero el gobierno no pensaba igual. Tenían un as en la manga… Seguro que eso ya te lo contaron de niño —con un simple gesto de su mano, los demás comenzaron a salir de la casa, sin preguntas—. Seguro que pensabas que no me iba a dar cuenta de lo que eres. ¿Crees que somos idiotas? Además, ayudándole a escapar sólo has conseguido que te encontrara antes de lo pensado. Antes me engañaste, no sé cómo has conseguido cambiar tus ojos, pero, quizás eres uno de los “puros”… ¿me equivoco?

Apretó con más fuerza la culata del arma, conteniendo el miedo que estallaba por salir, porque no era propio de él sentir aquello. Necesitaba que la ira le invadiera, si no, estaría perdido. Ahora tenía una oportunidad de oro, estaban solos.

—No soy nada. No tengo nada de especial. Os equivocáis conmigo.

—Je, eres una persona constante. Pero por mucho que lo niegues, sabemos perfectamente lo que eres y no vas a escapar. Ésta vez no.

El arma encasquillada le dificultó el rechazar el ataque del Samhain, volando por los aires junto a su dueño. Su cuerpo se arrastró varios metros hasta chocar contra la dura pared, la mandíbula contraída de dolor repiqueteó en sus oídos y una gran mano le comenzó a levantar del cuello sin darle tiempo a escapar.

—¿Dónde está? —con los pies apenas rozando el suelo, sintió cómo el hombre que le sostenía escupía al hablar, con furia—. Vamos, ¡dímelo! Vas a morir de todos modos.

—No sé de qué me hablas —le costó expresarse, pero lo suficiente para que el otro le entendiera.

Con los ojos cerrados fuertemente, aguantó la cadena de golpes, puñetazos y patadas que le propinó, en completo silencio. No iba a darle el gusto de escucharle gritar, no. Su orgullo era más fuerte. Los pocos muebles que había en la habitación terminaron desparramados o destrozados bajo su cuerpo, pero le daba igual. Por su mente pasaron en cadena imágenes incomprensibles, sin sentido, no las recordaba. Como en sus sueños.

Lirios de agua. Sangre derramada. La mujer de rostro comprensivo y a la vez triste que le mecía entre sus brazos. Él durmiendo en una cama hecha con paja, junto a una desconocida sombra, sin miedo. Conversaciones escuchadas a escondidas. Cartas de tarot rotas por el suelo, junto a un colgante de plata con la forma de una llave. Y aquellos brazos. Sí, se sentía bien entre aquellos brazos…

—Si no te hubieras metido donde no te llaman, a lo mejor podrías haber vivido unos añitos más. Pero te decantaste por la peor opción —comenzó a desenfundar su arma, con la mirada gélida de las personas que llegan a acostumbrarse a tal gesto. A matar sin remordimientos.

De repente, toda la estancia comenzó a temblar. La puerta principal se cerró fuertemente, las ventanas estallaron en miles de pedazos, cortando la sudada piel del desconcertado Samhain, y una niebla oscura y espesa comenzó a rodearle. Ante la borrosa mirada del otro, que se arrastraba lentamente por el suelo a causa de las heridas, se deslizó con el cuerpo suspendido en el aire hasta el mismísimo centro de la casa. En la negrura que le envolvía, se formaron unos largos brazos, con unas manos y unos dedos puntiagudos, siniestros. Agarraron al Samhain de la cabeza y de las piernas, dejándole en posición horizontal, los gritos eran ensordecedores. Sus subordinados aporreaban la puerta desesperados, sin saber qué hacer, sin tener idea alguna de lo que realmente estaba pasando.

—Joder, ¿qué coño es eso? —la oscuridad no le dejaba ver lo suficiente, no entendía muy bien lo que ocurría a su alrededor. De todas maneras decidió que debía aprovechar el momento… Sin querer mirar atrás, palpó con sus manos adoloridas todo lo que tenía al alcance, sólo así podría encontrar la salida. Unos pocos segundos después, aún con la respiración entrecortada y escupiendo sangre, logró hallar su salvación.

Al asir el pequeño y circular picaporte de la trampilla, la marea negra y los aullidos del Samhain que inundaban la casa la casa cesaron como si no hubiera nada a su alrededor. Le temblaba todo el cuerpo, pero la curiosidad hizo que se girara a ver por qué el silencio lo invadía todo.

—No será un problema para ti —una voz oscura, sibilante, inundó el lugar. No procedía de nada ni nadie en particular, más bien era como si viniera de su propia cabeza—. No se merece ni siquiera haberte tocado —sus ojos se agrandaron, no podía siquiera pestañear. Las lánguidas manos aparecieron de nuevo portando al asustado hombre, apretando más y más su agarre. Estiraron el cuerpo ya casi inmóvil, hasta destrozarlo completamente, partiéndolo por la mitad. La visión era desgarradora, repugnante—. Sigue tu camino. Ayúdale. Estoy de tu parte… Ve a verla.

 

***

El cabello ondulado que caía graciosamente por su espalda. Aquella mirada astuta y desconfiada a la que no se le escapaba nada. Nariz aguileña y labios voraces de sangre y pasión. Un cuerpo delgado que emanaba fragilidad y fortaleza al unísono. Sus manos largas y afiladas, capaces de matar a cualquier ser vivo, y de tocar su cuerpo en numerosas noches de locura con extraña languidez… Amaba cada poro de esa mujer. Pese al carácter voraz y a los numerosos rechazos. Él siempre estaría a su lado, pese al dolor que aquello le conllevaba.

—¡No me puedo creer que se os haya escapado! ¡Panda de inútiles! —los gritos resonaron por todo el palacio. Nadie, absolutamente nadie quedó sin saber del fracaso de los Samhain aquella larga noche—. ¡Y por si fuera poco, ese chico ha destrozado a uno de mis mejores soldados sin que ninguno moviera un dedo! ¿Podéis explicármelo? —la mirada inquisitiva y furiosa no le fue devuelta por ninguno de los trece Samhain que había en la sala. La vista abajo, la cola entre las piernas, como buenos perros amaestrados que eran.

—Señora, alguien que desconocemos se interpuso en la captura. Nuestras investigaciones…

—¡Silencio, Samedi! —con un simple gesto le hizo callar—. ¡Tú no tienes que explicarme nada! ¡Éstos ineptos son los únicos que deben contarme lo sucedido! —con una rapidez fantasmal, la mujer clavó sus afiladas uñas en la garganta de un sorprendido soldado. La sangre caía hasta encharcar el blanco suelo de mármol, recibiendo el cuerpo sin vida con un golpe sordo—. ¡Desapareced! ¡No quiero volver a veros sin que me traigáis las cabezas de los culpables! ¡Y quiero a ése desagradecido vivo! Lo mataré con mis propias manos…

Como si de una marcha fúnebre se tratara, todos comenzaron a abandonar la sala, lamentándose por el compañero perdido, pero dando las gracias por no haber tenido la misma mala suerte.

—Samedi, quédate —las palabras, aunque pronunciadas con rectitud, sonaban claramente a ruego.

Cuando quedaron a solas, Circe se sentó en el trono de plata y oro macizo que se encontraba en el centro de la sala, presidiendo su inestable distrito. Se llevó una mano al ojo izquierdo, acariciando la tela blanca que lo tapaba. Le dolía horrores, pero más le dolía el orgullo. No pensaba que aquel chiquillo se le anticipara, que se diera cuenta de sus planes antes de realizarlos. Que le robara lo más importante.

—Señora, siento mucho lo ocurrido. Vine en cuanto me fue posible —pensaba en el ojo perdido de su amada y le hervían las entrañas. Él mismo iría a buscar a ese tipejo—. Si yo no hubiera estado fuera de palacio…

—No es tu culpa. Pero necesito que hagas algo por mí —la petición iba acompañada de un suave roce en la mejilla—. Tienes que despertarla. Ella matará a ese cabrón que le ayuda y me traerá de vuelta lo que necesito.

 

Continuará…

 

 


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