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El oráculo por starsdust

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Notas del capitulo:

La acción transcurre poco antes de la batalla de las 12 Casas.

En los tiempos antiguos, muchos acudían al oráculo de Delfos para obtener respuestas. Desde la época del apogeo de aquella práctica habían pasado siglos. Del santuario de Apolo donde los peregrinos consultaban a las pitonisas, quedaban en apariencia solamente ruinas.

Camus conocía la historia de aquel lugar a la perfección y lo había visitado antes, quizás esperando poder percibir algún remanente del viejo poder que lo habitaba. Se había encontrado con que estaba vacío. Aquellas rocas no eran más que los huesos de un gigante muerto.

Sin embargo, la idea de regresar a ese lugar lo venía persiguiendo desde que había dejado Siberia atrás. Le había entregado la armadura de Cisne a Hyoga porque no tenía otra opción, aún cuando tenía dudas sobre si estaba preparado para vestirla, y había vuelto a Grecia para ponerse a las órdenes de un patriarca que le generaba sospechas.

En esos años lejos, muchas cosas habían cambiado para Camus. Las ideas que tenía sobre su papel como caballero, su manera de ver al santuario y al mundo. Ante cada dificultad se había esforzado por mantener una apariencia de calma, aún cuando hubiera momentos en que estuviera desgarrándose de dolor o aunque las dudas estuvieran carcomiéndolo por dentro.

Lo que se había mantenido como su constante en todo ese proceso había sido Milo. Era extraño pensar que justamente Milo, siempre tan impulsivo e imprudente, fuera su cable a tierra.

En Siberia, cuando pasaba el suficiente tiempo solo, Camus se quedaba a veces horas en silencio contemplando un punto perdido en la nada, olvidándose de sí mismo, hasta que comenzaba a sentir que bien podría pasar a formar parte del paisaje helado.

En momentos así solía aparecer Milo, trayendo noticias y sacudiendo su mundo, riéndose a carcajadas y haciéndolo reír, metiéndose en su cama sin permiso, quejándose del frío y de la comida, recordándole lo que había más allá del desierto blanco.

Aunque Camus se hubiera vuelto un experto en el arte del ocultar sus sentimientos, Milo se había vuelto a su vez especialista en deducirlos.

-¿En qué piensas? -preguntaba Milo de tanto en tanto, deteniéndose a observarlo. Buscaba su mirada abriéndose paso entre un amasijo de sábanas y de pelo.

Quizás hubiera sido porque una caricia de Camus se había endurecido, cargada de tensión, o porque un beso había quedado a la mitad al ser interrumpido por un pensamiento oscuro. De una u otra manera, Milo notaba cuando Camus traía sus inquietudes a la cama. Entonces, había aprendido, lo único que podía hacer era recostarse junto a él y esperar. De nada servían los ruegos ni las discusiones.

A veces Camus lo rodeaba en un abrazo, lo atraía contra él y susurraba una respuesta. A veces mentía. A veces se quedaba callado, mirando hacia el techo con los labios apretados. Pensaba en el futuro.

Milo sabía que sus visitas desbarataban la rutina de Camus, y era también consciente de cuánto apreciaba él la tranquilidad. A pesar de eso, cuando llegaba el momento de que Milo volviera al santuario, los abrazos de Camus se volvían más intensos, los besos más largos y las miradas más tristes.

Un día llegó la hora en que el propio Camus fue llamado a regresar al santuario definitivamente. Se acercaba el momento de afrontar todo lo que temía. ¿Qué era lo que estaba ocurriendo verdaderamente con el patriarca? ¿Estaba Hyoga preparado para pelear una guerra?

En su primera noche de vuelta en el templo de Acuario, Camus no había conseguido dormir a pesar del largo viaje y de la agitación que había seguido a su llegada. Incluso Milo, que contaba con un casi inagotable caudal de energía, había terminado sucumbiendo al agotamiento y descansaba a su lado.

La oscuridad de una noche larga era algo que a Camus le agradaba acerca de Grecia. Por la ventana entraba apenas una luz pálida. El cuerpo de Milo se confundía entre las sombras. Camus se había distraído recorriendo el laberinto que formaban los recovecos de su figura difusa cuando entonces, desde algún rincón perdido de su mente, había llegado hasta él el recuerdo de Delfos.

Seguía allí cuando amaneció, y no volvió a abandonarlo. Desde aquel momento, a medida que pasaban los días, la idea de volver a visitar ese lugar fue germinando en él. No podía dejar de pensar en eso. Así fue como finalmente, después de considerarlo cuidadosamente, decidió ponerse en marcha hacia el monte Parnaso.

Quería pasar desapercibido. Se vistió de manera sencilla y se recogió el pelo. Recorrió parte del camino en autobús, hasta llegar a la ciudad de Delfos. Se tomó su tiempo para transitar sus curiosas calles empinadas, y desde allí fue caminando hasta la ladera donde descansaban los restos del oráculo.

Cuando llegó a su destino aún era de día, y el lugar estaba repleto de turistas. Buscó un refugio entre la vegetación para esperar a que anocheciera. Más abajo podía verse el anfiteatro, y luego los campos verdes que descendían hasta el lecho de las montañas que rodeaban el paraje.

Las horas pasaron y la noche cubrió el lugar. Aún cuando los últimos turistas abandonaron el sitio, quedaron algunos guardias custodiándolo. Camus decidió atraer una ráfaga frío para hacer que fueran hacia un área donde no se cruzaran en su camino. Podría moverse con facilidad sin ser detectado, pero quería además estar solo.

Atravesó las vallas que prohibían el paso, y caminó entre las ruinas hacia el oráculo. Llevaba en su mano una rama de laurel que había encontrado. Al llegar junto a la piedra sobre la que las pitonisas se paraban para comunicar sus mensajes proféticos en el pasado, colocó las hojas frente a ella como si fuera una ofrenda.

Camus sabía que no había nadie allí que pudiera decirle nada acerca del futuro, y sin embargo, una parte de sí esperaba una respuesta de algún tipo. Permaneció en el mismo lugar un buen rato, hasta que se resignó a aceptar que ya no tenía sentido insistir.

Pero cuando levantó la vista, su corazón dio un vuelco. Entre las viejas ruinas del templo de Apolo, unos metros más adelante, estaba su propio alumno, Hyoga. Se veía cansado y no llevaba puesta su armadura. Su rostro estaba lleno de tristeza y determinación.

-¿Hyoga...? -murmuró Camus, desconcertado por lo que veía.

Para su asombro, Hyoga juntó los brazos y los levantó, preparándose para lanzar contra él una técnica que Camus no había podido llegar a enseñarle: la Ejecución de Aurora.

-Maestro Camus, voy a derrotarlo -dijo Hyoga-. Utilizando todo aquello que usted mismo me enseñó.

Paralizado por la sorpresa, Camus ni siquiera se cuestionó cómo podría su alumno haber llegado hasta allí. Confundido, disparó instintivamente una ráfaga de aire frío que envolvió a Hyoga cubriéndolo de un espeso vapor helado, para detener así su ataque.

Inmediatamente después, tuvo la certeza de haber hecho algo equivocado. Se acercó torpemente para ver con más claridad, y descubrió atónito que quien estaba allí no era Hyoga sino Milo, que repelió con su cosmos la niebla que lo rodeaba.

-¡Está bien, te seguí, perdón! -exclamó Milo. Tenía escarcha en el cabello, y estaba casi tan aturdido como Camus por lo que acababa de ocurrir. Camus comprendió que la imagen de Hyoga que había visto no había sido más que un espejismo, por más que hubiera parecido terriblemente real.

-¿Milo? -dijo Camus, tocando la mejilla de su compañero para asegurarse de que él sí estuviera allí-. ¿Qué haces aquí...?

-Estaba preocupado -respondió Milo, sacudiendo la cabeza para intentar deshacerse de los restos de hielo. Camus reparó en que tal como él, vestía también ropa común.

-¿Preocupado por qué?

-Por ti... -musitó Milo cruzándose de brazos para protegerse del frío-. ¿Qué crees? -Camus no supo responder. Sabía que pedirle que no se preocupara era inútil a esas alturas, así que simplemente se quedó callado-. ¿De verdad no notaste que te seguía? -continuó Milo, con un dejo de incredulidad en su voz. Camus meneó la cabeza. Haciendo memoria pudo recordar un par de ocasiones en que se había sentido observado, para luego restarle importancia y seguir adelante.

-Tenía otras cosas en mente -comentó Camus, subiendo a una parte más alta para contemplar el cielo estrellado.

-¿Encontraste la respuesta que buscabas? -preguntó Milo en voz baja.

-Quizás. No estoy seguro de cuál era mi pregunta.

Desde donde estaban, la vista del firmamento nocturno era maravillosa. Milo caminó entre las rocas iluminadas por el brillo apagado de la luna, y Camus lo siguió hasta un pequeño sendero que los llevó a un lugar más escondido en la montaña.

Allí, Camus intentó peinar con sus manos la desarreglada melena de Milo, donde todavía quedaba algún rastro de escarcha. Cuando sus dedos se encontraron por casualidad con la piel del cuello, Milo se estremeció a causa del contacto. Camus murmuró una disculpa, y el escorpiano contuvo una carcajada. Camus extendió el brazo para acariciar su boca, preguntándose si podría palpar la forma invisible de la risa que había estado a punto de escaparse de ella.

Poco después estaba probándola con sus propios labios. En el beso pudo percibir que Milo sonreía. Él también. La piel de Milo se sentía ahora tibia, palpitante. Camus se dejó guiar por el camino de los movimientos que sus cuerpos trazaban. No siempre iban al unísono ni buscaban la misma cosa, pero al final invariablemente los dos se encontrarían. Y por esa vez y por un momento, Camus podría olvidarse del futuro.

FIN.

Notas finales:

Aquí la vista del anfiteatro y del templo de Apolo donde estaba el oráculo de Delfos:


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