Los gruñidos rabiosos de los perros que peleaban, tal vez por un pedazo de comida, tal vez por una hembra en celo, se oían en el pequeño y sucio callejón a donde había ido parar. Severus estaba sentado en la mohosa moqueta del piso, rodeado de mugre, alimañas y ratas que iban y venían a su antojo, inclusive pasando sobre sus ateridas piernas víctimas del frío.
Levantó su vista, frunciendo sus ojos obligándolos a ver el cielo, o mejor dicho tratar de ver a pesar de la sangre que corría desde su cabeza abierta por su frente y le escocía en los ojos, tan débil y adolorido para intentar levantar uno de sus manos y limpiar el carmesí líquido, una rota y otra sujetando el inmóvil miembro para amortiguar vanamente el dolor. No estaba seguro cuanto tiempo había transcurrido desde que llegó allí, menos al ver las borrascosas nubes que cubrían la luna y las estrellas, evitando que se diera más o menos una idea del tiempo.
Aunque la verdad, poco importaba.
A sus dieciséis años nunca pensó que su vida terminaría en un lugar como ese.
Irónico.
Iría a terminar su vida al lado de las sabandijas con los que siempre fue comparado ¿Qué haría su padre al saber qué murió en aquel cuchitril? De seguro levantar los brazos al cielo, sí es que el alcohol no lo tenía embrutecido, y proclamar gracias en pastosos alaridos porque Dios por fin se lo había llevado a rendir cuentas con San Pedro.
Dios.
Un ser omnipresente y omnipotente, invisible e inútil para él.
No que fuera un blasfemo, pero desde pequeño aprendió a ser práctico. Lo recordaba con claridad, a pesar de los múltiples porrazos que recibió esa vez. Era un niño, seis o siete años, qué más daba; su padre había llegado tambaleándose después de haber bebido en la cantina, topándose con él en la entrada de su casa, ya que cumplía con su deber de recolectar acomodar los leños para la hoguera de su hogar. Para su desgracia su progenitor venía resentido con la vida y la tomo contra suya, le tomó de los hombros y comenzó a zarandearlo gritándole obscenidades y reprochándole la vida miserable en la que estaban sumergidos. No fue suficiente al parecer con gritarle y que soportara mudamente sus reproches, le cruzó el rostro con una bofetada tan fuerte que su mejilla sangró y su cuello dolió casi por un mes.
A empellones entraron al hogar, su madre remendaba alguna raída pieza de ropa, abandonándola al ver tan barbárica escena, solo para terminar siendo ella objeta de la furia ciega de su padre. Ella solo gimoteó y cubrió su cabeza con sus manos, solo resguardándose pero sin siquiera hacer algún esfuerzo de pararle. Él, pequeño y sin fuerzas, trató detenerle sujetándolo del brazo, solo para terminar siendo tomado del cuello y ser aventado y encerrado en el desgastado mueble de la alacena.
Allí encogido en tan estrecho espacio junto sus manos y en una muda plegaria invocó al Dios en el que su madre confiaba, implorando su ayuda y misericordia, pidiendo un milagro: que su padre se detuviera, que un ángel bajara y paralizara su mano que caía una y otra vez sobre su madre, causándole heridas y hematomas que vanamente cubriría con chales y mangas largas, o que un rayo fulminara a su padre librándolos de ese demonio.
Pero nada pasó, el se quedó allí encerrado por sabrá cuanto tiempo y su madre estuvo en cama por tres días después de semejante golpiza.
Era solo un niño cuando perdió su fe, se hizo una promesa, no crearía en nada que no pudiera ver o pudiera oír, el cielo solo sería una bóveda inexplicable y ya.
Tal vez por eso Dios se olvido de él, porque Severus se había olvidado de Dios primero.
¿Acaso ese era el momento en que los moribundos recordaban sus vidas? Sí era así él no quería recordar, quería que los últimos momentos de su vida estuvieran en blanco, solo para conocer la paz antes de cerrar sus ojos por última vez, soltar su aliento final y unirse a la nada.
Los relámpagos rasgaron el cielo, vaticinando una tormenta. Saboreó los sonidos, los olores y las texturas que muy apenas podía percibir ya, aunque estos solo mostraran desasosiego y repugnancia seria lo último. Cerró sus ojos, su respiración se hizo más lenta y tortuosa, solo aguardo.
Para su fortuna o desgracia, era más seguro decir que el viajaría aun por el Limbo de la vida, porque aunque Severus no creyera en Dios y el Cielo, si podía creer en el Infierno, el Demonio y sus súbditos, quienes se disfrazaban de las maneras más insospechadas.