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Angel Mao por Kurenai Mido

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Notas del fanfic:

Quisiera aclarar que esto originalmente era una historia literalmente de ángeles; en que Mao, un ángel recién recibido de guardián, es enviado a la Tierra para proteger a Riley, pero como es un pobre novato se deja emboscar por los demonios Taih y le cortan las alas, dejándolo impedido, ya que para los ángeles las alas son como para los humanos las piernas (entonces tiene que tomar la identidad de un humano para sobrevivir). Como sabrán si lo leen, fue una proeza convertir esa historia en ésta...

Notas del capitulo:

De como Riley conoce a Mao, ¿o fue al revés y Mao conoció a Riley? ¿O las dos cosas? Entren y lean...

By the way, para los que no sepan, Mao en chino significa "gato", razón por la cual Riley se refiere a el como "gatito".

 

                                             Angel Mao

.Con un día tan horrendo como aquel, era una verdadera delicia quedarse dentro del negocio, tomando un cafecito, a resguardo del frío en su cálida oficina, con la única compañía de las plantas.

Riley se desperezó alrededor del mediodía, considerando sus opciones. Podía volver a su casa a almorzar, o podía ir a un restaurante, o podía comprar comida hecha y llevársela al negocio. Se decidió por lo último; el señor Joseph había depositado mucha confianza en él y no le parecía correcto abandonar Las Acacias sabiendo que corría el riesgo de quedar varado por la nieve, dejando el vivero a la buena de Dios. Tomada esa decisión, se puso abrigo y gorro y salió a la fría ventisca en dirección a Souten, donde vendían el mejor pollo frito del mundo y que quedaba tan solo a dos cuadras. Una vez que obtuvo su balde pollo y una bandeja con ensalada (además de una botella de gaseosa cola), volvió rápido a su trabajo. Sabía que clientes no habría hasta la tarde, con suerte; no tenía porque apurarse, pero igual lo haría. Era muy responsable para tener tan solo 24 años.

Acababa de mudarse al barrio y vivía solo en una casa de departamentos no muy lejos de allí, con un alquiler barato gracias a la amistad de su padre con el dueño. Ni bien llegó se puso a buscar empleo y la providencia lo puso en el camino de Las Acacias, un vivero enorme en donde se vendían toda clase de plantas, árboles y arbustos, además de implementos para el cuidado del jardín, adornos de cerámica y macetas, y muchas otras cosas. Riley tenía una mano excelente para las plantas, y en muy poco tiempo pasó de barrer los pisos y acomodar la mercadería a atender el mostrador y aprender de Joseph el arte de la floricultura. Quizás no fuera lo más común para un hombre joven, pero lo cierto es que adoraba su empleo y no lo hubiera cambiado por nada del mundo.

Como era la hora del almuerzo, dio vuelta el cartelito de la puerta de “abierto” a “cerrado”, y dispuso sus compras sobre una mesa de madera gastada, sin preocuparse por poner un mantel; no le hacía falta. Aquella habitación era una réplica más pequeña de la oficina del señor Joseph y que le pertenecía por completo, y que usaba tanto como oficina y como refugio privdo para pasar el tiempo libre.  Tenía lo necesario, e incluso un poco más, cuando decidió comprar una cafetera y una televisión usada para alegrar un poco las sombrías tardes invernales que se avecinaban. “Como ésta”, pensó tiritando. Dispuso su pollo y abrió la bandeja de ensalada y lo engulló sin ceremonias, encendiendo la TV para ver una película cómica que ya había visto por lo menos diez veces. Con la excusa de que ya conocía el argumento podía echar frecuentes ojeadas a la vereda de enfrente, puesto que su oficina daba a la calle, y ver si por casualidad no salía de ella el hermoso chico que vivía ahí y que lo fascinara.

La primera vez  había sido unos quince días atrás. Exactamente frente a Las Acacias, había una elegante casa de dos pisos con rejas doradas y jardín frondoso, que supuso pertenecería a una familia de plata. Al principio, cuando todavía se dedicaba a limpiar y ordenar trastos, no había advertido nada de particular en la casa o en sus habitantes. Pero luego, al pasar al frente, lo había visto…

Era un chico de aspecto dulce y retraído, en silla de ruedas, llevado por un muchacho mayor que se le parecía notablemente. Riley lo había visto por primera vez un mediodía soleado en que el mundo parecía brillar, con un abrigo rosa y bufanda blanca de lo más adorable, y con los cabellos negros al viento alborotándole el rostro. Sin darse cuenta dejó de regar los almácigos con que estaba trabajando y se pegó al vidrio para ver mejor a aquel joven: la piel muy blanca, los bracitos delgados, un rostro angélico aún a la distancia. Por alguna razón no pudo despegar la vista de él hasta que se perdió a lo lejos. Entonces regresó a sus labores, regando de forma automática mientras su mente iba tras el pelinegro de la silla de ruedas. En su retina había quedado grabada la imagen de una criatura frágil, hermosa, y tan pura como la nieve. Cuando el señor Joseph arribó el seguía ensimismado.

-Riley, ¿estás bien?

-¿Mh? Sí, sí señor, no se preocupe. No pasa… nada.

-¿Seguro? Pareces distraído.

-Sí… señor, ¿no sabe quien es la familia que vive ahí enfrente?- preguntó de golpe.

-¿Ah?- El hombre mayor miró en dirección a la vereda opuesta.- Sí, por supuesto que sé. La familia Lang Liu: un matrimonio y dos hijos varones. ¿Por qué?

-Nada, es que recién vi salir a un chico… iba en silla de ruedas, y me pregunté quien sería…

-Ése es Mao, el hijo menor- informó Joseph- hace un par de años tuvo un accidente y quedó así, el pobre. Siempre que sale lo acompaña el hermano, Dewey. No puede ir solo a ningún lado sin un acompañante.

-Pobrecito- se expresó Riley con auténtica pena, sentándose para que no le temblaran las piernas.- Es tan joven… parece…

-Bueno, muchacho, no te pongas así- lo consoló Joseph, ajustándose los anteojos- ni siquiera lo conoces. Además según sé está tratándose en una clínica, así que es probable que se recupere algún día. Hay que ser paciente nada más.

Riley asimiló esa idea, y permaneció atento hasta que vio regresar a Mao y a su hermano. Ambos conversaban animadamente, y Mao llevaba una bolsa grande sobre su regazo con el sello de unos almacenes del centro, por lo que dedujo que habían salido de compras. Como quien no quiere la cosa se asomó a la puerta para verlo mejor, y el corazón se le encogió como una bolita.

Al rememorar esa primera impresión sonrió quedamente mientras sus mejillas se teñían de rojo. Mao siempre le producía esa sensación. Todas las mañanas procuraba verlo cuando salía con Dewey a pasear y así, poco a poco, el pelinegro se fue volviendo muy importante para él: necesitaba verlo aunque fuera de lejos, por las razones más simples del mundo y que no se atrevía a confesar. Se había enamorado de Mao a primera vista. De su carita dulce, de su tímida sonrisa. Sentía un deseo irrefrenable de protegerlo cada vez que lo veía. Pero en cuanto se le ocurría abordarlo y trabar conversación de inmediato se inhibía, pensando que sería una locura y que el chico lo rechazaría, o quizá se muriera del susto. ¿Cómo iba a aceptar sus sentimientos si ni siquiera lo conocía y encima era un hombre? Y si Mao no se escandalizaba el hermano seguramente se encargaría de darle una paliza por depravado. Como sea que fuera, no se le ocurría ningún método para acercarse a él.

Hasta que el destino se encargó de cruzarlos. Y ahí comenzó la historia.

(…)

.8 de Diciembre de 2010- Miércoles por la mañana.

Estaba luminoso y tibio, un día perfecto para salir y estirar las piernas. Y además, para hacer compras de Navidad con las cuales armar el arbolito. Ese día Joseph amaneció con un fuerte resfrío, por lo cual Riley se encargó solo de abrir Las Acacias. Como se sentía de buen humor, no le importó, y además tenía un buen presentimiento. Los pinos habían alcanzado un tamaño respetable y de seguro vendería gran parte de ellos antes de fin de temporada. Por lo tanto, lo primero que hizo fue asegurarse  que les diera el sol en el invernadero donde reposaban.

Desde allí no podía oír con claridad la campanilla de la puerta, por lo que tardó un poco en darse cuenta que había gente en el negocio: fueron necesarios dos toques del timbre ubicado en el mostrador.- ¡Ya voy!- gritó, limpiándose rápidamente las manos en el delantal. Avanzó presuroso, con la mente dividida en diez mil tareas. Pero al llegar a la mesa de entrada se quedó paralizado.

-Buenos días. Quisiéramos comprar un pino, por favor. ¿Podría enseñárnoslos?

Allí detrás del mostrador estaban el alto Dewey, sonriendo, y a su lado Mao, que miraba con interés los rosales enredadera que crecían firmes a la derecha, y que adornaban la vidriera de Las Acacias. Riley no pudo disimular su agitación al tener frente a sí a la razón de sus desvelos, tan dulce en su abrigo rosado como un ángel; Mao tenía las mejillas rojas del frío, y miraba todo excepto a él, con aire tímido. Le pareció encantador. Se sintió vulnerable en presencia del jovencito, y hubiera sucumbido al riesgo de quedarse observándolo como un idiota sino hubiera intervenido Dewey, que lo sacó de su ensueño con una sola frase.

-Usted disculpe, ¿se encuentra bien?

-¡Oh… sí!- exclamó con falsa pena, sonriéndole también- disculpe. Esta mañana estoy solo y tengo un cúmulo de trabajo que me está enloqueciendo. ¿Me dijo de los pinos? Pase por aquí, por favor. Los tengo bien cuidados al fondo.

-Muy bien. ¿Vienes, Mao?

-Sí, está bien- aceptó el menor, metiéndose las manos en los bolsillos y alzando la vista por primera vez. Tenía unos ojos asombrosamente azules, y pestañas largas y hermosas; una naricita respingada y labios llenos, promesa de vida y juventud. Ni una imperfección en su cutis liso de adolescente. A Riley se le hizo un nudo en el estómago cuando los condujo al invernadero a ver los pinos. Sentía unas extraordinarias ganas de agacharse frente a él y abrazarlo con todas sus fuerzas, y de confesarle por fin cuanto le gustaba y lo necesitaba. Pero obviamente no lo hizo.

-¡Um! Son arbustos de calidad- expresó Dewey, aléjandose un poco de su hermano para admirarlos- será difícil elegir… Mao, ¿Qué crees? ¿Uno grande o uno mediano? ¿Grande, no?

-Éste- dijo Mao señalando al más próximo, un pino alto y muy verde. Riley le dirigió una cálida sonrisa.

-Tienes buen gusto, jovencito. Éste es de los mejores.

Mao hizo un sonido indescifrable, y luego dejó que su hermano se encargara de los detalles con el vendedor. Él estaba un poquito cansado; además, ese hombre tan guapo y de sonrisa tan tierna lo ponía nervioso. Los hombres en general lo ponían nervioso. Tenía miedo de enamorarse de uno (porque sabía que eran esas sus preferencias), y que lo rechazara por ser un pobre inválido. No soportaba la idea de que le tuvieran lástima. Sin embargo, al mirar de reojo al moreno nuevamente, le pareció que no estaría mal intentarlo al menos una vez. Ese Riley parecía una buena persona, y era atractivo por demás: cabello castaño que le caía por debajo de los hombros, anchos y fuertes, un físico bien trabajado, una piel envidiable de un tostado natural, y ojos marrón claro que brillaban como farolitos.

Más tarde, tuvo la oportunidad de comprobar lo fuerte que era cuando cargó solo el pino hasta la parte delantera del negocio, y luego de recibir el efectivo, se ofreció a llevarlo hasta la casa alegando que no tardaría nada ya que quedaba enfrente. Le pareció muy sexy, y se alegró de haber acompañado a Dewey a comprar el árbol. Una vez dentro de su casa, él se hizo a un lado mientras su hermano guiaba a Riley a la sala para que colocara el pino sobre su tripode. Se preguntó si habría algún modo de abordarlo… pero no se atrevería mientras Dewey estuviera presente. De modo que cuando Riley por fin se fue, él seguía observando a través de los ventanales, con aire melancólico. Comenzó a preguntarse si algún día podría actuar con normalidad o se pasaría el resto de su vida en una jaula dorada, con Dewey como guardián.

-¿Qué pasa, hermanito?- le preguntó al rato, al verlo tan silencioso.- ¿Estás cansado?

-Ah… sí, es eso.

-¿Quieres ir al cuarto?

-Por favor- pidió. Solícito, Dewey, un fornido muchacho de 24 años que adoraba ciegamente a su hermanito menor, lo alzó en volandas y lo llevó a su cuarto del piso alto, que utilizaba mientras reparaban el de la planta baja y que era obviamente más cómodo para alguien que no podía caminar. Lo dejó sobre la cama con cuidado y luego regresó por la silla, y finalmente se sentó junto a él, acariciándole el pelo con delicadeza.

-Ya sabes que cualquier cosa que necesites me llamas, Mao. Y más tarde podríamos adornar el árbol, ¿quieres?

-Sí… gracias, Du, eres muy paciente.

-Eso es porque te amo- bromeó, dándole un beso en la mejilla- y quiero que seas tan dichoso como puedas. Así que si puedo serte útil aquí estaré.

-Bueno.- Mao no dijo nada más y se hizo un ovillo para tratar de dormir hasta la hora del almuerzo, inquieto y un poco angustiado. Se sentía tan frágil… ¿Por qué tenía que ser así? ¿Riley habría visto lo mismo que él, un chico incapaz de hacer nada sin ayuda de un mayor? De ser así, era obvio que aún no había llegado su momento de enamorarse. Ningún hombre iba a querer una pareja que fuera una carga constante, así que lo mejor que podía hacer era no ilusionarse para no tener que sufrir después. Procuraría no cruzarse en el camino de Riley.

Y también procuró esa tarde ocultar su sombrío estado de ánimo, pues no quería arruinar el momento festivo en que colocaban los adornos de Navidad por toda la casa y armaban el arbolito. Sabía que sus padres y hermano lo hacían más que nada por él, y no quería que sintieran culpa. De modo que sonrió a todos y fingió entusiasmo al colocar las luces y abrir los paquetes que contenían las figuras del pesebre. Por último, mientras su madre preparaba una rica metienda para tomar allí en la sala, Mao se acercó a la chimenea a colgar las medias, y fue entonces cuando vio algo brillante tirado en el piso que resultó ser un juego de llaves. Tenía un llavero muy sencillo color verde con una letra R en relieve. Se agitó.

-¿Qué es eso, Mao?- inquirió su padre acercándose.

-Creo… que son las llaves de Riley.

-¿Y quién es Riley?

-El muchacho de Las Acacias, que trajo el pino esta mañana- explicó, sintiendo un repentino júbilo en la boca del estómago- deben de habérsele caído entonces.

-¡Uy, sí!- exclamó Dewey, mirando instintivamente hacia enfrente, hacia el vivero- debió de ser así porque hoy no entró nadie más a la casa. Será mejor que se las lleve antes que cierre el negocio, pobre muchacho.

-Espera, se las llevaré yo- intervino Mao de repente. Los hombres lo miraron de forma extraña.

-Pero Mao, no hace falta que te esfuerces saliendo a la calle a esta hora- dijo Dewey- yo puedo hacerlo.

-Tu hermano tiene razón, Mao- terció su padre- es peligroso. Mejor quédate aquí que ya casi está listo el té.

-¿Es que acaso creen que soy tan inútil?- estalló Mao con una furia repentina que los dejó mudos- ¿Piensan que no sirvo ni para cruzar la calle sin su ayuda? ¡Muy bien, como quieran!- Arrojó las llaves al piso y salió de la sala tan rápido como el motor de su silla lo permitiera, y se encerró en la habitación que era suya y que estaban reparando. Estaba triste, sí, pero sobre todo furioso, porque ellos le hubieran arrebatado la posibilidad de ver a Riley de nuevo. ¡No era justo! Encontrar las llaves del moreno en su casa había sido una clara señal de que no debía rendirse antes de empezar; y no quedaría en evidencia su interés si tenia un motivo válido para regresar solo a Las Acacias. Pero ahora resultaba que cruzar la calle desierta a las cinco de la tarde era demasiado riesgoso para él, el debilucho Mao Lang Liu. La rabia que sentía creció hasta dejarlo tenso como un cable e igual de peligroso. Sin embargo, cuando su madre le dio unos golpecitos en la puerta no fue capaz de reaccionar con grosería y salió mansamente. Camryn lo miró con dulzura.

-Mao. Escuché lo que pasó. ¿Estás muy enojado por lo que dijeron Dewey y Sun?

-Sí- barbotó, limpiándose una lágrima solitaria con el dorso de la mano- me tratan como a un niñito de cinco años. ¡Estoy cansado, mamá!  ¿Cómo se supone que viva con normalidad si no me dejan ni salir a la calle solo?

-Bueno, cielo, trata de no juzgarlos mal: sabes bien que te adoran y desean lo mejor para ti. Quizás asociaron lo tarde que es con peligro, pero realmente no veo porque no puedes ir a Las Acacias a devolverle las llaves a ese joven. Vamos, no te angusties. Yo te abro la puerta y tú cruzas. ¿Te parece bien?

Mao asintió, tratando de no demostrar más emoción de la que aquel asunto merecía. Por lo menos se había salido con la suya, y era lo que contaba. Su padre le dio las llaves y le pidió disculpas si lo había ofendido (lo mismo que Dewey) tratándolo de inútil, y luego su mamá lo acompañó a la puerta: antes que llegara a abrirla sonó el timbre. Se llevó una enorme sorpresa al ver allí a Riley, con el rostro rojo por el frío.

-Disculpe, señora- dijo el mayor con educación- soy el encargado de Las Acacias, y esta mañana traje el pino que compró el señor Dewey; me preguntaba si quizá olvidé aquí mis llaves. No las encuentro por ningún lado.

-¡Sí, están aquí!- intervino Mao, resplandeciente- justo iba a llevártelas.

-¡Oh…! ¡Gracias, Mao!- exclamó el moreno, dedicándole una sonrisa de lo más dulce. Mao enrojeció un poco, y Camryn, intuyendo un atisbo de la verdadera alegría de su hijo, decidió ayudar.

-Joven, ¿no le agradaría quedarse a tomar el té con nosotros?

-¿Eh? ¿Yo?

-Sí, usted. No hay nada mejor que una taza de té caliente a estas horas del día para combatir el frío. ¿Por qué no se queda?

-A mí también me gustaría que te quedes- se sumó Mao al pedido, vacilante. Y Riley, que jamás había soñado con una posibilidad tan directa de conocer a su gatito, aceptó encantado.

                                         Continuará

Notas finales:

Para la vispera de Navidad, el segundo capitulo. Bay!


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