En el aire frío de la noche, él se encogió ligeramente dentro de su gabardina desgastada y fue llenando el silencio con canciones de ramitas rotas a cada paso de su doblegada y pesada figura.
El cielo tenía solo trozos de luna, la reina de la noche estaba envuelta en un gran vestido de nubes negras, con detalles grises, que le quedaba grande y dejaba ver, solamente, trocitos de su piel de plata.
-Muy buenas noches
El hombre de la gabardina saludó de manera generalizada con una flexión de su cabeza y apretó contra su pecho una caja rectangular de madera, sin relieves y visiblemente vieja.
-Con su permiso
Siguió hablando y continuó caminando, levantó una pierna y saltó la pequeña lapida que se interponía en su camino.
Había entrado al cementerio, sobornando al vigilante de las tumbas, por un par de billetes, incluso le había facilitado una pala para cavar. Hablaba respetuosamente con los difuntos porque en el calendario se marcaba la sagrada festividad y tradición de "el día de muertos" y pensaba, no sin acierto, que a nadie le gustaría ser insultado en su festejo.
El silencio casi absoluto, lo mantuvo en una calma escalofriante, sus huellas quedaban marcadas sobre el terreno ligeramente fangoso, pues el cielo de la tarde había llorado por todas las ánimas. A León no le costó trabajo encontrar el lugar que necesitaba, debajo de un sauce llorón y al lado de una virgen en suplica eterna con vestido de acero.
Con movimientos que revelan los dolores de la edad, León se arrodilló para dejar la caja de madera, apoyo la punta de la pala sobre la tierra y al usarla como soporte para ponerse en pie, el metal se enterró en las tibias entrañas del suelo y cuando estuvo finalmente de pie movió solamente un hombro para sacudirse el entumecimiento. Así comenzó a cavar.
Un soplo de viento tras otro, ayudaron a la luna a quitarse un poco de su enredado vestido hecho de nubes grises. Por momentos la luz de plata acariciaba la sonrisa melancólica del rostro de León, su espalda ancha dejaba adivinar que había sido poseedor de una gran fuerza, pero las manos que enterraban la pala sin piedad, eran manos gentiles, sin nudos, de esas manos suaves hechas para ser amante y poeta. Su cabello castaño había perdido el brillo pero no la fuerza. Y sus ojos, reflejos del alma, eran océanos celestes sin agua para desbordarse.
No le tomó mucho tiempo, obtener el espació apropiado para su caja de madera y fatigado se sentó al borde del pequeño abismo. Tomó el objeto que antes cargara y lo estrecho de nuevo contra su pecho. Suspiró y pareció un jadeo.
- Aquí esta mi vida, resumida en lo que para otros son banales objetos. Una foto de mi Ann. Precioso y amadísimo Ann, con tus ojos de miel, con tus cabellos de ébano, con tu sonrisa de ninfa, con el pedazo de corazón que tienes de mí.
León sonrió como quien recuerda el primer amor, y aun mirando al agujero en la tierra continuó su monologo.
-Aquí dentro también esta un pequeño libro encuadernado, tiene la historia que nunca acabo de un romance entre un hada de rosados cabellos y un mago malvado de corazón enamorado... Ah mi Ann, también eso hicimos juntos. Escribir e imaginar, una tierra tan mágica como la comunión de nuestras almas.
Los dedos de las manos amables acariciaron la caja de madera y León fue inclinándose para colocarla en su lecho de tierra, con cuidado, como si las viejas maderas, fueran cristal recién cortado.
-Jamás he comprendido a las personas Ann, pero tú me comprendías a mí. Tú sabes que los cementerios me parecen absurdos, las personas entierran a sus muertos, pensando en retenerlos y no afrontar su perdida, las personas que entierran a sus muertos. En realidad desean un lugar perpetuo a donde acudir cuando la añoranza sea demasiada, cuando la soledad azote, cuando el recuerdo abrume. ¡Pobres difuntos!, atados a esta tierra, para consolar a los vivos, siendo ellos los muertos.
León casi se rió, tenia la voz ronca, varonil y llena de amor por Ann.
Sus manos trémulas dejaron la caja de madera en el fondo del pequeño espacio cavado y ensuciándose la piel de tierra comenzó a enterrar la caja arrastrando la tierra sobre ella.
-Ann... por eso yo no entierro muertos- Pareció recobrar el hilo de sus ideas - Yo entierro tesoros mi amor, nuestros tesoros, los momentos de sonrisas, un pañuelo con tus lagrimas, la ultima flor que te di, y encerrado en un frasquito el sabor del primer beso, ese que me diste en invierno, pero sabia a primavera.
La caja fue quedando cubierta poco a poco y después de asegurarse de que sus tesoros estaban a salvo, él, se puso en pie apoyando las manos en sus propias rodillas y apretando los dientes para no quejarse por sus adoloridos músculos. Piso un par de veces la superficie de tierra que ahora cubría su caja de tesoros y con el mismo paso que había entrado, salió del cementerio.
La luna ya estaba desnuda, cuando León caminó hacia su auto, le había dado las gracias al encargado del panteón que incluso le había permitido quedarse con la pala para su jardín. El hombre de la gabardina, abrió la puerta trasera de su auto, echo la pala dentro y rodeó el vehiculo para subir del lado del chofer.
Los ojos celestes miraron la preciosa figura desgarbada en el asiento del copiloto.
-Mi cielo...mi Ann... ya no debes preocuparte, nuestros tesoros están a salvo, ahora serán eternos. Tú sabes mi amor, que yo no entierro muertos. Entierro tesoros para que prevalezcan, para que sean tesoros eternos.
León se estiró un poco para poder besar los labios de Ann, quien le sonrió con una mejilla descarnada que ya dejaba ver levemente el hueso de la quijada. Su cabeza sin fuerza y sin vida se fue hacia atrás con un suave "crack" pero León siguió susurrándole con intimidad.
- Jamás he entendido a las personas Ann, ¿Para que enterrar a los muertos, si solo es una manera de no dejarlos ir? - El ruido de la marcha del motor hizo ladrar a un perro-Deberían enterrar tesoros, inmortalizar momentos, que la tierra les cuide los recuerdos y si llegaran a necesitarlos, todos tendrían sus propios tesoros eternos y no a sus muertos para consolarse ¿verdad?
- Oh Ann, jamás he entendido a las personas... Pero tú, tú amor mío, me entiendes y me perteneces a mi...