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Bodas Negras por Syarehn

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Notas del fanfic:

Fanfic inspirado en la canción "Bodas negras", cuyas cita se encuentras bajo el título y al final del primer apartado. Y no, no hay parafilias, lo juro. 

Espero que disfruten la historia.

PD: Este fic fue uno de mis primeros mosntritos pero releyéndolo he decidido editarlo (Mayo 2017), por si alguien lo leyó antes y ahora nota los aberrantes cambios... 

 

BODAS NEGRAS

. »« .

.

 

En una horrenda noche hizo pedazos el mármol de la tumba abandonada, cavó la tierra y se llevó en sus brazos el rígido esqueleto de su amada.”

 

 

 

¿Desde cuándo había hecho del Valle de los Reyes su hogar? Quizá desde hace 2 o 3 semanas, justo cuando su corazón disuadió a su cerebro, diciéndole que era menos masoquista reconocer los sentimientos que guardaba por un ser que dejó de existir milenios atrás que vivir mintiéndose a sí mismo. No fue sencillo aceptarlo pero fue un proceso más llevadero que haberlo dejado partir a él.

 

Después vino el complot;  tanto su corazón como su cerebro le exigían una liberación, concordando en que ésta sólo llegaría cuando el Faraón supiera de aquel sentimiento, aunque para ello tuviera que ir a Egipto y deambular en el Valle de los Reyes hasta hallar la tumba correcta, ingresar en ella y allí, en el imperturbable sitio de su descanso, confesarle su amor a aquel ente antiquísimo de cuyo ser sólo debían quedar restos.

 

Sonaba ilógico, por supuesto, pero los sentimientos no se caracterizan por ser coherentes.

 

¿Enfermo? Sin duda alguna. La obsesión jamás ha sido sinónimo de sanidad. 

 

Sin embargo, a pesar todo, tardó unos cuantos años en realizar su objetivo, pues dos factores lo ataban a Japón, comenzando con Mokuba, quien todavía era un niño al que simplemente no podía abandonar por perseguirlo a él, así que se aferró a su lucidez y sentido de la responsabilidad, al amor por su hermano. Después estaba Kaiba Corp y todo aquel imperio que había creado. Su mayor creación, su orgullo materializado.

 

Lo años transcurrieron, la vida pasaba ante sus ojos, cadenciosa y sin chiste, monótona. La vana ilusión de dejar atrás al Faraón con el paso del tiempo terminó por desvanecerse, pues entra más luchaba contra su recuerdo, más atado se sentía a él, más ansioso por verlo de nuevo…

 

Se encerró en proyectos, en nuevas tecnologías que le permitieran visualizarlo una vez más y cuando sus diseños de realidad virtual dieron frutos y consiguió recrear su imagen se sintió satisfecho. Fue inevitable retarlo a un duelo y su memoria hizo maravillas al recordar su deck, sus estrategias de juego, su porte orgulloso y su mirada confiada. Sonrió complacido imaginándolo caminar hacia él con su disco de duelo en la mano, una imagen que se materializó ante sus ojos gracias a toda la tecnología que había diseñado sólo para eso.

 

Se obligó a detallar más su rostro, cada pliegue de su ropa y detalle en sus cabellos. Admiró su sonrisa tenue y cuando su voz resonó pronunciando su nombre, creyó que podría liberarse por fin. El duelo concluyó con su victoria sobre la del Faraón, como siempre había deseado que ocurriera y habría podido vivir satisfecho a partir de ese momento de no ser porque el impulso de tenerlo cerca se hacía cada vez más fuerte.

 

«Acercarme sería un error.» Se dijo, convencido de que al no poder tocar a su perfecto holograma volvería a la realidad y se hundiría en la desesperación nuevamente.

 

Así fue como su adicción comenzó.

 

Las “pruebas” de la nueva realidad virtual se convirtieron pronto en la actividad que consumía sus días casi por completo. Al principio sólo materializaba duelos interminables pero poco a poco aquello fue cambiando, tornándose en largas discusiones y quejas que dieron paso a que su obsesión creciera. Y sin saber cómo, los escenarios de batalla fueron reemplazados por paseos en Dominó o ciudades almacenadas en la memoria de Seto. Las discusiones terminaron, los gestos en sus rostros se suavizaron y Kaiba no supo en qué momento el Faraón se volvió tan nítido en su memoria, como si lo hubiera conocido de toda la vida.

 

—Te extraño, Kaiba. Me haces falta. —Aquella confesión llegó un día tan inesperada como arrebatadora mientras deambulaban por las húmedas calles de Tokio.

 

Seto lo miró confuso, internamente orgulloso por aquella confesión, pero el Faraón no lo miraba a él sino al estrellado firmamento del cual aún caían algunas gotas. Parecía pensativo, nostálgico. Jamás lo había visto así antes.

 

—Estoy aquí —contestó él, devolviendo su mirada a las calles semi vacías de la ciudad. Atem sonrió sin ganas, irónico.

 

—Ambos sabemos que no es así —susurró suave, con aquel tono varonil pero apagado.

 

Aquello lo devolvió a realidad mientras los edificios comenzaban a desvanecerse y el cielo nocturno daba paso a la fría sala de pruebas donde solía encerrarse. Miró la imagen de Atem evaporarse lentamente y aunque su mente deseó retenerlo el escenario terminó por disolverse.

 

Kaiba arrojó con fuerza la diadema con que controlaba la realidad virtual hacia un costado. Ésta se estrelló contra la pared y cayó al suelo, quebrándose ante el impacto. Seto se frotó el rostro con ambas manos ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué maldita sea estaba haciendo? ¿Por qué seguía aferrándose a algo que jamás ocurriría? ¿Por qué su necesidad por tenerlo cerca en lugar de amainar, tomaba cada vez más fuerza?

 

Apretó los puños con frustración. ¡Otra vez estaba perdiendo contra él! Y en esta ocasión lo que estaba en juego era su cordura, así que se obligó a no regresar a la sala de pruebas a sacarlo de su mente y continuar con la vida sin color que se le presentaba día a día.

 

Entonces ocurrió. Lo que debía ser sólo una siesta se convirtió en su propia sentencia; de un momento a otro su mullido sofá se convirtió en una plataforma de piedra caliente y el sol abrasador del mediodía lo sofocó al instante, cegándolo y abochornándolo. Usó su diestra para cubrirse el relente del sol y entrecerró los ojos para enfocar a su alrededor y supo de inmediato que se hallaba en el Valle de los Reyes. Lucía diametralmente diferente a como lo recordaba pero todas esas pirámides lo delataban. No parecían tan viejas y desgastadas, incluso lucían más imponentes y ceremoniales. ¿Acaso…?

 

Frunció el ceño cuando sus pensamientos se vieron interrumpidos por el ruido incómodo de voces, centenares de ellas en realidad, de modo que miró a todos lados en su búsqueda, notando como una inmensa congregación se hallaba a varios metros por debajo de él. No es que no hubiese notado que estaba en una superficie elevada, pero al girar sobre sí mismo y mirar con detenimiento –sin dejar de hacerse sombra con una mano para ver mejor– se dio cuenta de que estaba en los peldaños de una pirámide. Una inmensa y perfecta edificación cuya puerta estaba frente a él.

 

Escuchó más voces dentro e intuyendo lo que era todo aquello, se adentró sin pensarlo. Tardó un poco en vislumbrar a los dueños de aquellas voces pero al hacerlo sintió que el estómago se le hacía un nudo mientras sus pulmones perdían de golpe todo el oxígeno que habían inhalado. Se trataba de una ceremonia funeraria, el entierro de un Rey, de un Faraón. Su Faraón. Lo supo de inmediato por la reverencia y el llanto de aquellos hombres y mujeres que cruzaban los pasillos de una cámara a otra. Lo supo porque aquel descomunal número de gente fuera de la pirámide pedía por el descanso de Atem, el Hijo de Ra. Lo sabía incluso antes de ver los artículos del Milenio sobre un sarcófago.

 

Sin siquiera meditarlo, siguió aquella procesión hasta la cámara final, pero estando a un paso de ingresar sus pies dejaron de responderle. Se quedó estático sin querer mirar más, ya sin el atisbo de curiosidad que lo había guiado allí. No quería seguir, no podía ver como el mundo abandonaba a Atem en la oscura cripta en la que se encontraban.

 

—No debiste traerme aquí, Faraón —musitó determinado, dándole la espalda a la ceremonia que acababa de comenzar.

 

Entonces abrió los ojos de golpe, topándose con la mirada preocupada de su hermano. El ahora adolescente tenía una mano sobre su hombro, señal de que había tratado de despertarlo moviéndolo.

 

—¿Estás bien, hermano? —Kaiba tan solo asintió pero Mokuba supo que algo había cambiado en su hermano. Su mirada era distinta, decidida como antaño y sin rastros de la sombra melancólica que llevaba años sobre él—. ¿En verdad estás bien? 

 

—¿No tenías algo que hacer hoy con el grupo de tontos? —preguntó, omitiendo la pregunta. Por fin había tomado una decisión, ya estaba cansado de luchar contra lo inevitable.

 

Mokuba hizo un gesto de inconformidad; odiaba que su hermano le ocultara cosas. Además, sabía que algo no andaba bien desde hacia meses, quizá años. De hecho, apostaría lo que fuera a que ese cambio se había gestado desde que el espíritu del rompecabezas se había marchado. Al final soltó un suspiro resignado, pues no le sacaría nada a Seto por mas que preguntara. 

 

—Estaré con los chicos, no trabajes demasiado ¿quieres? —Kaiba sonrió de lado y se permitió revolver el cabello de su hermano menor. 

 

Esa tarde, cuando Mokuba salió de la mansión, Seto también dejó Battle City para cruzar el océano hasta llegar a Egipto aunque no esperaba que al llegar al Valle de los Reyes, Ishizu lo estuviera esperando.

 

—Sabía que vendrías —dijo como única respuesta a la muda pregunta de Kaiba acerca de su presencia allí.

 

—No necesito tu ayuda —dijo, pasándola de largo.

 

—No sabes dónde está su tumba.

 

—¿Estás segura de eso?

 

Ishizu enarcó una ceja. Kaiba lucía tan seguro de sus palabras como si la ubicación de la tumba de Atem no fuera el secreto mejor guardado de la familia Ishtar, como si el Valle de los Reyes no fuese un laberinto insondable.

 

—¿Y qué harás cuando encuentres la pirámide? —Kaiba ignoró a la chica y siguió su camino, reconociendo las edificaciones funerarias que había visto en su sueño—. No permitiré que profanes su tumba ni su eterno descanso, ¿entiendes Seto Kaiba? ¡No entrarás ahí hasta que no esté segura de tus intenciones! —le amenazó, poniéndosele enfrente para cerrarle el paso, sin embargo, la mirada profunda de Kaiba le dijo a detalle lo que su voz jamás confesaría.

 

Ishizu apretó los labios, asimilando lo que aquellos ojos azules le trasmitían.

 

—No tengo tiempo para esto —siseó Kaiba antes de dejarla atrás nuevamente.

 

Pero ella no necesitó ninguna otra explicación.

 

—Él te guio hasta aquí —dedujo de inmediato, mirándolo avanzar. Estaba más que sorprendida—. Fue él quien te trajo… —Ishizu cerró los ojos un instante, debatiéndose entre su misión de evitar que alguien encontrara la tumba de su Faraón o acatar el deseó de éste porque el empresario lo visitara—. Si este es tu deseo mi Faraón, que así sea entonces —musitó para sí misma—. ¡Espera, Kaiba! —gritó—. Permíteme acompañarte hasta él.  

 

Kaiba no tenía intenciones de ser acompañado pero accedió a que la chica le facilitara la entrada a la pirámide. Admitía que se encontraba un tanto atónito al notar que los lugares que vio en su sueño eran exactamente los mismos entre los que caminaban para llegar a la tumba y al igual que como recordaba, el sol emitía un calor infernal que le nublaba la vista.

 

Ishizu no necesitó mostrarle el camino, ni siquiera tuvo que compartir con él el pasadizo oculto que habían dejado tras el entierro de Atem para vigilar que los artículos del Milenio permanecieran en su sitio, pues Kaiba parecía conocer cada detalle de la pirámide. Ingresaron sin problemas y ella encendió las antorchas a su paso.

 

A su parecer era tarde para estar ahí, pero si Kaiba había tomado una decisión, ella no era nadie para contradecirla.

 

—Nunca le gustó la idea de permanecer aquí —dijo Ishuzu después de un rato de caminar en completo silencio— quería que sus restos fueran esparcidos en el Nilo, pero la tradición nos lo impedía.

 

—¿Recuerdas su funeral? —preguntó Kaiba.

 

—Sí. Todo su pueblo lloró su muerte. El Valle de los Reyes jamás estuvo tan lleno como aquel día—. ¿Qué hay de ti? ¿Recuerdas tu vida como Seth?

 

Kaiba frunció el ceño.

 

—No hay nada qué recordar —gruñó. Porque las escenas que venían a su mente eran las de un sacerdote estúpido que no estaba a la altura del Hijo de Ra. En cambio él… él tendría al Faraón porque era lo que Seto Kaiba merecía, lo que deseaba y ya no pospondría más aquel encuentro.

 

Ishuzu miró de reojo al castaño y sonrió al notar la determinación en sus ojos, sin embargo, sabía bien lo que esa decisión conllevaba.

 

—Aún no es tarde si deseas regresar —le sugirió Ishizu cuando vislumbraron la imponente entrada de la cámara principal.

 

Kaiba la miró ofendido, molesto.

 

—No vine aquí para volver sin nada.

 

—¿Si entras allí, tienes la seguridad de que vas a volver? —cuestionó ella, ya a unos pasos de llegar a la puerta.

 

Seto sonrió de lado.

 

—Nunca dije a dónde volvería —decretó. Y sin esperar a que la pelinegra reaccionara, colocó su mano sobre la puerta sellada que le impedía el paso. Ishizu observó asombrada cómo tras un simple toque y sin necesidad de magia, las rocas resonaban ante la fricción que generaba su lento desplazamiento, cediéndole el paso al empresario. Kaiba sonrió con suficiencia; lo estaba esperando—. No necesitas acompañarme más —dijo, dando un paso al interior de la cámara.

 

—Espero que encuentres lo que deseas, Seto Kaiba.

 

—Siempre obtengo lo que deseo —dijo autosuficiente mientras las puertas se cerraban, dejando a la pelinegra del otro lado—. Dile a Mokuba que siga adelante. Ya no me necesita más.

 

Después de todo, el tiempo había pasado y Mokuba ya no era un niño, aunque tampoco era un “adulto”. Lo que era cierto es que era lo suficientemente independiente para vivir solo, además, Yugi estaba a su lado. Eran la pareja más sonada de los últimos meses y aunque él fingía estar en desacuerdo, sabía que no había nadie mejor para su hermano.

 

Ishizu asintió y las puertas volvieron a sellarse, dejando la cámara en completa oscuridad, sin embargo, ésta no duró demasiado pues de la nada se encendió la antorcha principal del recinto, seguida por las de las esquinas. Sólo entonces Kaiba pudo notar lo ostentoso de la decoración. Muros con inscripciones perfectamente talladas, adornos y joyas de oro, jade y piedras preciosas. Todo era digno de un rey.

 

Alrededor se hallaban diversos sarcófagos menores, donde supuso, reposaban los restos de los guardias que alguna vez custodiaron la tumba de su Faraón. Desvió su mirada al centro de la estancia, justo donde se hallaban los vestigios de sarcófago en dónde alguna vez fueron colocados los artículos del Milenio, ahora yacía un agujero profundo y oscuro por el cual habían caído aquellos objetos, y de no ser porque “había visto” el funeral de Atem, habría creído que aquel sarcófago contenía los restos del faraón.

 

Entonces se encaminó hacia el fondo, observando directamente el trono que residía allí, uno que encubría perfectamente la lápida bajo él. Sonrió irónico, pues aún muerto, Atem siempre parecía tener un as bajo la manga.

 

Miró a detalle el trono, buscando el antiguo mecanismo que debía hacer que éste le cediera acceso a la lápida. No tardó demasiado en hallarlo, después de todo era un genio. No obstante, cuando sus manos se posaron en la fría roca de la tapa para abrirla, la ansiedad se tonó en duda.

 

¿Qué creía que iba hallar después de tantos miles de años? Atem llevaba muerto tanto tiempo que si quedaba polvo y tela raída debía ser mucho. ¿Ésa era la impresión que deseaba llevarse de él?

 

Sus manos temblaron ligeramente mientras apretaba los labios.

 

Su obsesión por verlo lo había llevado hasta ahí, su deseo por tenerlo de frente una vez más. No quería más hologramas ni la bella mentira que recreaba tecnológicamente, lo quería a él. Quería obligarlo a jugar contra él y vencerlo. Quería gritarle a la cara que era un bastardo por largarse como lo hizo. Quería tocar su rostro y decirle que nadie osaba darle vida al corazón de Seto Kaiba para después desaparecer de la faz de la tierra.

 

Aspiró profundo y empujó la tapa con toda la fuerza que pudo, logrando abrirla más allá de la mitad aunque con gran esfuerzo. Contuvo el aliento y mantuvo quieto antes de atreverse a mirar. Sin embargo, una repentina confianza inundó su pecho, una calidez apacible que le llenaba de seguridad y erradicaba sus dudas. No había nada que pensar, estaba allí por él, había tomado ya una decisión y no iba a cambiarla así que abrió los ojos -sin saber en qué momento los había cerrado- y se permitió contemplar el interior del sarcófago...

 

Y la vista le detuvo el corazón un instante, congelándolo en el tiempo porque ahí estaba él, como si cinco milenios no hubieran pasado jamás. Como si estuviese sencillamente dormido y fuese a despertar en cualquier momento.

 

Mirar su rostro sereno le hizo sonreír e inevitablemente su mano se acercó a él para corroborar que no era una ilusión y al sentir su piel bajo sus yemas una carcajada hizo eco en el recinto funerario, seguida por otra y otra hasta culminar con una risa casi histérica. Lo había logrado. Estaba allí, lo tenía a su alcance de nuevo. Se sentía como un demente pero aquella locura que lo invadía se sustentaba en la satisfacción irracional de estar ahí.

 

—No creíste que te dejaría escapar tan fácilmente ¿o sí? —preguntó en un susurró, deslizando sus dedos entre los mechones rubios que recaían en su rostro—. Ni el tiempo ni el estúpido destino me quitarán lo que me pertenece.

 

Contempló la túnica blanca con bordados dorados que cubrían su piel morena. Definitivamente aquel chico no era producto de su mente, era el Faraón, tan único, tan distante de Yugi. Su corona brillaba en su frente por la luz del fuego y estaba ataviado con brazaletes y demás accesorios de oro. De su cuello pendía un elegante collar con el jeroglífico de Hathor del cual se sostenía una capa azul que fungía también como sábana bajo su cuerpo. Observó sus finas sandalias, sus pendientes grabados con jeroglíficos y la decoración misma del féretro, había tanto oro que Kaiba rodó los ojos. ¿Es que todo lo que llevaba el Faraón era de ese metal? ¿Y él era el egocéntrico?

 

«Solo falta tu rompecabezas» pensó, observando en la mano derecha del monarca el que debió ser su antiguo cetro, un largo soporte de oro con aquella curiosa espiral azul. Fue entonces que reparó en el único anillo que llevaba el Faraón, haciendo que una descabellada idea invadiera su mente.

 

Miró su propia mano, mirando un viejo anillo de plata que usaba ocasionalmente. No era afecto a los anillos pero aquel le parecía particularmente cómodo y con un diseño que decente. Luego lo retiró de su dedo para hacer lo mismo con el del rubio, tomando su mano despacio, sin dudas pero con cierta reverencia.

 

—No importa en dónde se encuentre tu engreído espíritu, Faraón, me perteneces desde hoy y para siempre —dictaminó. Y sabiendo que no obtendría respuesta, colocó el anillo de plata en el anular izquierdo de Atem antes de colocarse el anillo que por milenios había portado el cuerpo inerte del Faraón.

 

Cerró los ojos antes de inclinarse y besar sus labios, repitiéndose que aquel magnetismo que lo guiaba hacia él había existido desde que se enfrentaran en su primer duelo. Quizá, si la constante confusión que le provocaba la diametral diferencia de personalidades entre Yugi y Atem no hubiese existido, él habría aceptado un poco más rápido sus sentimientos. Pero era difícil creer que un espíritu milenario habitara el rompecabezas y más aún, admitir que ese ente sin forma física propia, le atraía como nadie.

 

Si tan sólo el Faraón hubiese tenido un cuerpo propio, él lo habría reclamado antes de que fuese tan tarde.

 

Pero ya no había razones para reinventar posibilidades pasadas, ahora estaba allí, besando sus labios, recostándose a su lado con las manos enlazadas. Iría por él, lo encontraría sin importar el costo. Escucharía su voz y no lo dejaría ir nunca más aunque debiese cruzar el inframundo para ello.

 

Su búsqueda no había terminado pero estaba a un paso de hallarlo, estaba seguro, así que con eso en mente dejó que la consciencia se fuera disipando lentamente.  

 

 

“Y para siempre se quedó dormidoal rígido esqueleto abrazado…”

 

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.

 

Al día siguiente Ishizu regresó a la cámara dispuesta a corroborar si la profunda necesidad que había visto en los ojos de Kaiba y el desesperado amor que parecía consumirlo eran reales. Estaba segura de que así era pero no podía confiarse. Ingresó a la cámara principal por un pasadizo oculto y sintió sus ojos empañarse al acercarse al sarcófago. Al parecer Kaiba había encontrado el verdadero féretro de Atem, donde ahora yacían los dos.

 

Sus ojos pronto notaron la unión en sus manos y los anillos brillando en sus dedos.

 

—Al final sí conseguiste lo que deseabas —musitó Ishizu, inclinándose para depositar un beso suave en la frente del castaño para luego acomodar un poco sus cabellos y los de su Faraón—. Anubis te ha abierto las puertas y Hathor te guiará hasta donde descansa el Faraón.

 

Ishizu se encargó de que la tapa fuera cerrada nuevamente y el trono volviera a su sitio. La pirámide permanecería resguardad y oculta, la familia Ishtar velaría porque así fuera.

  

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. »« .

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 Las aguas del Nilo fluían tranquilas, acompasadas por la tenue brisa. La luna brillaba en lo alto coronada por las estrellas, iluminando una silueta a la orilla del río.

 

—Y pudiendo descansar en un palacio te encuentras aquí —dijo Kaiba, acercándose a paso lento.

 

Atem se tensó al reconocer aquella voz que le electrificaba el cuerpo y sólo fue capaz de girar el rostro lo suficiente para encararlo.

 

—Es mejor que un rompecabezas, ¿sabes? —comentó, tratando de ocultar su asombro y la emoción que comenzaba a sobrepasarlo al sentir al castaño llegar a su lado. Kaiba le devolvió una mirada serena, como nunca la había contemplado y no pudo evitar mirar el anillo en su propia mano—. No tenías que hacer todo esto —murmuró, sintiéndose culpable—. Te habría esperado hasta que tu hora llegase…

 

Kaiba enarcó una ceja, acortando la distancia entre ambos.

 

—¿Cuándo fuese un anciano enfermizo? —cuestionó irónico.

 

—Enfermizo y más amargado, sí —admitió el Faraón, sonriéndole de forma ladina. Kaiba se dijo que ya encontraría la forma de cobrarse esa, por ahora lo dejaría pasar.

 

—¿Y retrasar más mi victoria? Ni pensarlo.

 

—¿Qué victoria? —preguntó incrédulo, con el cosquilleo en sus labios al estar a centímetros de los de Kaiba.

 

—Mi victoria sobre esa tontería a la que llamas destino. Yo decido mi camino, Faraón y tú no volverás a salir de él —concluyó, dejando que sus labios se tocaran por primera vez, como quizá siempre debió haber sido.

Notas finales:

Gracias por su tiempo, guapo mundo~


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