El niño tenia seis años cuando lo conocí en la playa, no lejos de donde vivo. Siempre que el mundo empieza a abrumarme de problemas, suelo ir en auto a esa playa, distante unos cinco o seis kilómetros de mi casa. El pequeño se entretenía construyendo un castillo de arena o algo similar, y alzó la mirada para verme, con ojos castaños.
-¡Hola!-, me saludó. Yo contesté con una inclinación de cabeza, pues en realidad no tenía ganas de interrumpir mis reflexiones.
-Estoy construyendo-
-Ya lo veo. ¿Qué es?- le pregunté sin que de veras me importara.
-No lo se. Me gusta sentir la arena-
-“Eso me parece bien”- pensé, y me descalcé. Un aguzanieves
planeó en ese momento cerca de nosotros.
-Ese es una alegría-dijo el niño.
-¿Un qué?-
-Una alegría. Mamá dice que los aguzanieves vienen para darnos alegría-
El ave siguió deslizándose playa abajo. -“Adiós alegría”, musité, “¡Hola, dolor!”; di media vuelta y seguí mi camino. Me sentía descorazonado; mi vida parecía haber perdido su equilibrio.
-¿Cómo te llamas?- preguntó sin darse por vencido.
-Akira. Akira Suzuki-
-Yo me llamo Uke y tengo seis años-
-Hola, Uke-
El pequeño emitió una risita y agregó - Eres divertido-
Pese a mi abatimiento, yo también reí y seguí caminando.
Su musical risita me siguió.
-¡Ven otro día, Suzuki-san!- me gritó- Pasaremos otro día feliz-
En los días y semanas que siguieron, otros asuntos me mantuvieron ocupado: un grupo de traviesos niños exploradores, reuniones del trabajo, y mi madre enferma.
Una mañana esplendorosa, cuando sacaba las manos del lavaplatos, me dije: “Necesito un aguzanieves”, y fui por mi abrigo.
Me esperaba la inmutable fragancia de la playa. Soplaba una brisa helada, pero seguí caminando para recobrar la serenidad que tanto necesitaba. Había olvidado al niño, y me asombró verlo ante mí.
-¡Hola, Suzuki-san! ¿Te gustaría jugar conmigo?-
-¿A qué quieres jugar?- le pregunté, haciendo una mueca de fastidio.
-No lo sé… Juguemos a lo que tú digas-
-¿Qué tal si jugamos a los acertijos?- sugerí, en tono sarcástico.
Volvió a oírse el tintineo de su risa.
-No sé que es eso-
-Caminemos, entonces-
Al mirarlo, advertí la delicada belleza de su rostro.
-¿En dónde vives?- inquirí.
-Allá- me indicó, señalando una calleja de cabañas de verano.
-“¡Que extraño!”- pensé-“Estamos en invierno”-
-¿A qué escuela vas?-
-No voy a la escuela. Mamita dice que estamos de vacaciones-
Siguió charlando de temas infantiles mientras paseábamos por la playa, pero ocupaban mis pensamientos otros asuntos. Cuando lo dejé para regresar a casa, Uke me dijo que había sido un día feliz. Ante mi sorpresa, me sentí mejor; le sonreí y asentí con la cabeza.
Al cabo de tres semanas corrí a la playa, casi presa del pánico. No me sentía siquiera con ánimo para saludar a Uke. Me pareció ver a su madre en el porche, y pensé pedirle que no le dejara salir.
-Mira si no te molesta- le dije a Uke cuando me alcanzó- hoy preferiría estar solo-
El niño parecía más pálido que de costumbre y llegó sofocado.
-¿Por qué?-
Me volví hacia él y grité – ¡Porque mi madre acaba de morir!- y pensé –“¡Dios mío!, ¿por qué le digo esto a una niñita?”-
-¡Oh!- exclamó quedamente- Entonces, hoy es un mal día-
-¡Sí!, y el de ayer, y el de anteayer, y… ¡Déjame en paz y vete!-
-¿Te dolió?-
-¿Me dolió qué?- sentí enojo con él y conmigo mismo.
-Cuando ella murió-
-¡Por supuesto que me dolió!- repuse con brusquedad y sin entender, absorto en mis pensamientos. Y me alejé del pequeño.
Más o menos al mes de esto, al volver a la playa, el pequeño ya no estaba allí. Me sentía culpable avergonzado, y supe que lo echaba de menos. Tras una larga caminata fui hasta la cabaña y llamé a la puerta. Abrió una joven de cabellos color de miel y semblante fatigado.
-¡Hola! Soy Akira Suzuki. No encontré hoy a su hijito, y me pregunté donde estaría-
-¡Ah!, si, Suzuki-san. Uke hablaba mucho de usted. Perdone por haberle permitido que lo molestara. Si lo importunó, por favor discúlpeme.
-De ninguna manera. Uke es un niño encantador- dije, comprendiendo de pronto que así lo sentía- ¿En dónde está?-
-Murió la semana pasada, Suzuki-san. Tenía leucemia. Tal vez no se lo haya dicho.
Quedé aturdido y busqué a tientas una silla. Cuando recuperé el aliento la señora me contó- A Uke le encantaba esta playa; cuando nos pidió que viniéramos, no pudimos oponernos. Parecía sentirse mejor aquí y disfrutaba de muchos de los que ella llamaba días felices. Pero en las ultimas semanas decayó rápidamente- al decir esto, se le quebró la voz. Añadió –Dejó algo para usted… A ver si lo encuentro… ¿Quiere esperar un momento?-
Asentí torpemente con un movimiento de cabeza, mientras buscaba algo, cualquier cosa, que decirle a esa encantadora joven.
Me entregó un sobre sucio, en el que estaba escrito con letras grandes, infantiles - SUZUKI-SAN-.
El sobre contenía un dibujo hecho con lápices de colores: la playa de amarillo, el mar azul, un pájaro pardo. Al pie había una leyenda, cuidadosamente escrita con letras imprenta- ¡TEN UN AGUZANIEVES… PARA DARTE ALEGRIA!-
Se me llenaron los ojos de lágrimas y se abrió mi corazón, que casi había olvidado el amor. Abracé a la madre de Uke.- Lo siento; lo siento; de veras lo siento- murmuré una y otra vez, y lloramos abrazados.
El precioso dibujito adorna ahora mi estudio. Seis palabras, una por cada año de su vida, que me revelan armonía interior, actitud valerosa, amor humilde. Regalo de un niño de ojos castaños, cabello color de arena, que me enseñó el don de amar.
