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Lazos de amor por Hotarubi_iga

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Notas del fanfic:

Fanfic reeditado.

Notas del capitulo:

Disclaimer: Gravitation no me pertenece. Es propiedad de Murakami Maki.

Lazos de Amor

Eirin

— Capítulo 1 —

Llegada

 

Perfecta; así era como Yuki Eiri, el aclamado escritor de novelas románticas, describía su vida, cuando en las cientos de entrevistas que realizaban los programas estelares de Japón le preguntaban cómo se sentía en la cúspide de su carrera.

No existía nada en este mundo que Yuki Eiri no pudiese tener gracias a la fama y la fortuna que favorablemente poseía: tenía un ostentoso pent-house con una vista extraordinaria y exclusiva al mar, un flamante y moderno auto de edición limitada traído del extranjero, sólo por capricho personal. Una acaudalada cuenta bancaria en el mejor banco del país compensaba sus caprichos, y las infaltables mujeres —e incluso hombres— que lo satisfacían, elevaban su ego y virilidad.

Más en esta vida Yuki Eiri no necesitaba, pues ya lo tenía todo. O si aún no lo tenía, tan sólo le bastaba con desearlo para obtenerlo. Así de fácil era su vida a sus perfectos y recién cumplidos treinta años; fecha que fue celebrada a lo grande en un pomposo hotel de Tokio, porque «cambiar de folio» no era algo que se presentaba todos los años, siendo así la excusa perfecta para celebrarlo hasta perder la noción del tiempo.

Pero a pesar de toda la fama que poseía, Yuki no era de esos personajes célebres que gustaba de la farándula o figurar en las portadas de los diarios y revistas, por el contrario, era de muy bajo perfil y le fastidiaba ser asediado todo el tiempo —ni a sol ni a sombra lo dejaban tranquilo—. Siempre que salía de su condominio, algún paparazzi fisgón esperaba el momento oportuno para tomarle una fotografía y así enaltecer aún más su fama y sus propios honorarios.

Yuki Eiri era de los que prefería pasar horas encerrado en su santuario —como solía referirse a su oficina— en el cual creaba sus maravillosas y consagradas novelas románticas con las que volvía locas a la féminas niponas y extranjeras; en su mayoría jovencitas adolescentes y dueñas de casa, las cuales fantaseaban con un mundo donde el amor predominaba por encima de todo y en el que podían encontrar a su príncipe azul. Pero Yuki Eiri sabía bien que eso era sólo una estupidez creada por la mente insulsa de las mujeres, para no perder las esperanzas de encontrar el verdadero amor. Yuki no creía en el amor; según él, tan sólo era una insubstancial y pueril necesidad que ayudaba a hacer soportable la realidad. Para Yuki, el placer carnal podía sentirse y gozarse sin necesidad de amar; no dependía de un sentimiento verdadero para sentirse vivo y disfrutar de su juventud y fama.

Así vivía y se sentía feliz, pleno, sin ataduras y acompañado nada más que con sus caprichos mundanos y a su célebre fama de escritor.

 

 

Pasada las nueve de la noche, el teléfono fijo del pent-house sonó, repicando por todo el lugar. Yuki en esos momentos emergía del baño —vistiendo sólo su bata— tras una refrescante y reparadora ducha que le había repuesto el cuerpo, luego de haber pasado seis horas continuas escribiendo.

Yuki sacó del refrigerador una lata de espumosa cerveza y la abrió con displicencia. Se dirigió posteriormente a la sala, arrastrando sus pies descalzos e ignorando olímpicamente el molesto sonido del teléfono. Dejó a la contestadora hacer el trabajo de tomar la llamada, mientras se dejaba caer sobre su cómodo sofá de cuero, y se dedicó a contemplar desde él la vista costera que le propiciaba el imponente ventanal de la sala. Yuki encendió un cigarrillo para acompañar el momento y despertar sus pulmones con la tóxica nicotina, esperando que hiciera en él un rápido efecto.

Deje su mensaje después de la señal... la melodiosa e impersonal voz electrónica del teléfono conectó luego de cinco repiques. De inmediato, comenzó a registrar la llamada, derivándola a la contestadora.

Eiri-san... —La familiar voz que Yuki reconoció, resonó por el pent-house, sin embargo, Yuki la ignoró, volcando su atención en la lata de cerveza que reposaba en su mano. —Por lo visto, no quieres atender mi llamado, pero al menos sé que me estás escuchando. —La amena voz masculina al otro lado de la línea parecía conocer de sobra las costumbres displicentes de Yuki. —Sólo llamo para saber de ti e informarte que Mika llega pasado mañana de Europa. —Ante esas palabras, Yuki observó de soslayo el teléfono y siguió fumando. —Tiene muchas ganas de verte. Espero sepas asistir a la cena de bienvenida que le realizaré en casa.

Yuki se puso de pie, caminó hacia el ventanal de la sala y lo abrió para sentir la agradable brisa otoñal colarse por su ostentoso apartamento.

Eso es todo Eiri-san... espero estés bien. Quisiera verte... sabes que significas mucho para nosotros y más aún para Mika. Adiós. —La llamada finalizó con el molesto pitido de la grabación, y Yuki sólo se limitó a retomar sus pasos hasta su oficina, para encerrarse en ella y continuar su trabajo. Tenía el tiempo en contra;  Mizuki, su editora, le había llamado anoche, confirmándole que el editor en feje había dado el plazo final de la entrega de la nueva novela que estaba escribiendo. Yuki se sentó frente a su laptop y dejó que sus dedos hicieran en resto; confiaba plenamente en ellos.

Las siguientes horas pasaron lentamente, y Yuki permaneció encerrado en su oficina, ignorando al mundo, sumido en el suyo. No era costumbre para él convivir con sus semejantes a no ser que fuese sólo para presumir su popularidad y demostrar que era superior a todos en muchos aspectos. No sólo por lo físico, puesto que ser poseedor de una dotada belleza, era un privilegio que no podía ni debía desacreditar.

Sus rasgos, a pesar de ser de raíces orientales, poseían un encanto occidental que impactaba. Su tez blanca como la porcelana, acompañado por un rostro andrógino y soberbio, permitía la impronta perfecta para su envidiable masculinidad. Su cabello era rubio, como el oro; sus ojos, avasalladores y enigmáticos, con un exclusivo color: ámbar, lo que hacían de Yuki el príncipe ideal de cualquier mujer. Sumándole además, una airosa altura: un metro con ochenta y seis centímetros de altivez, testosterona y belleza, consiguiendo con facilidad resaltar por encima los demás con incuestionable prestancia.

A Yuki le gustaba llamar la atención con su imagen más que con su talento como escritor. De eso se preocupaba muy bien: lucir siempre apuesto, elegante y encantador. La moda no lo era todo, pero siempre un buen traje, una atrayente loción y unos finos zapatos, le daban ese toque perfecto que a él le satisfacía.

Para Yuki, los días pasaban rápidos, como un haz de luz. Le resultaba completamente normal perder la noción del tiempo. Su reclusión y autoexilio en su apartamento le permitía sumirse en su propio mundo, y gran parte de la responsabilidad de ello se la debía a su trabajo, porque gracias a él, podía inventar aquel mundo ficticio y perfecto que complacía a sus fieles seguidoras.

El teléfono volvió a sonar, pero Yuki lo ignoró por completo; prefirió evocarse a terminar su manuscrito para luego ir a dormir. Sus párpados pesaban y su vista se nublaba de vez en cuando. En reiteradas ocasiones se vio obligado a restregar sus ojos para despabilarse, pero continuó tecleando arduamente los siguientes minutos, hasta que la pantalla de su laptop se distorsionó repentinamente. Y creyendo que se trataba de sus ojos nuevamente, Yuki los restregó con fuerza y los cerró un momento. Parpadeó un par de veces y vio nuevamente hacia el monitor: este volvió distorsionarse. Temiendo por la vida útil de su laptop, Yuki decidió guardar su trabajo y apagó la máquina para no arriesgarse a algún posible daño, peor del que ya parecía estar presentando.

—Maldición —masculló con molestia, al ver que su inspiración había sido interrumpida de semejante manera. Se puso de pie para ir a la cocina por la quinta cerveza del día, y encendió un cigarrillo en el camino.

Ya con la lata de cerveza en la mano, Yuki se dejó caer sobre el sofá de la sala y cerró los ojos, ignorándolo todo, dándole gracias al ventanal abierto que permitía el ingreso de la refrescante brisa marina. Sus cabellos se mecían con notoria elegancia, y su camisa abierta abanicaba su torso de manera placentera. Su mente se encontraba relajada y conforme con el silencio que le ofrecía la soledad. Para él, era perfecto no depender de nadie ni tener a alguien a su alrededor que pudiese perturbar su vida.

A una corta edad, Yuki había abandonado el nido familiar, pues sus estudios superiores eran más importantes que su crianza rodeada de oraciones y fantasiosas creencias sobre la eternidad del alma y la evolución de la misma en el transcurso del tiempo. Yuki fue un adolescente rebelde, independiente y activo en todo el sentido de la palabra. Le gustaba demostrar que su madurez era lo suficiente como para no someterse a las estrictas reglas familiares. Al cumplir los catorce, se convirtió en la oveja negra de la familia, al burlar las reglas de la casa y pasar por alto la autoridad de su padre sin medir las consecuencias.  

El súbito e inesperado sonido del timbre sacó a Yuki de sus pensamientos. Quiso ignorarlo, pero el sonidito era tan molesto, que perturbaba su meditación.

—Maldita sea, que nunca me pueden dejar en paz —masculló. Rezongando se levantó del sofá y caminó hasta la puerta principal de su lujosa morada. Yuki detestaba ser sacado de su concentración, sobre todo por alguna estupidez. —De seguro es esa odiosa vieja que quiere saber dónde se metió su bicho rastrero —bufó con tirria, refiriéndose a su «querida vecina», con la que compartía el piso del edificio en donde habitaba desde hacía siete años.

Al abrir la puerta, lejos de encontrarse con su vecina, su mirada se perdió en el espacioso corredor del condominio. Su altura visual sólo se encontró de frente con la muralla del piso y no con la odiosa mujer que esperaba estoicamente enfrentar. Instintivamente, Yuki bajó la vista unos treinta centímetros, encontrándose un mocoso de particular cabello y de intensos ojos, que Yuki no pudo evitar contemplar.

Las miradas de ambos se encontraron frente a frente, surgiendo de inmediato una extraña conexión. Una sensación quemante como el hierro fundido en el más ardiente de los fuegos, comenzó a difundirse en el pecho de Yuki, volviéndole el corazón frenético y delirante al palpitar, al perderse en la mirada del chiquillo que tenía en frente. Descubrió que los ojos del muchacho eran de un refulgente y atractivo color violeta, como la amatista, lo que de inmediato le provocó una agitación y agobio a su mente, trasladándose inevitablemente a una reminiscencia vaga y casi olvidada de su niñez.

El dueño de los intensos ojos infantiles miraba a Yuki con asombro y emoción. Yuki, sintiendo aún escalofríos producto de aquellos ojos, logró salir de su sopor y sacó su voz para romper el extraño ambiente que se había suscitando.

—¿Qué quieres? —logró articular molesto, al ver que el responsable de su interrumpida meditación no decía absolutamente nada y sólo se limitaba observar fijamente con mutismo e ilusión—. Te hice una pregunta, mocoso —insistió Yuki con sequedad, descubriendo en el proceso, que el personaje que tenía parado en frente no era una chica, como lo había pensado en primera instancia, dada sus facciones y complexión física tan peculiares.

—Eh... yo...

Listo, sólo esos dos simples monosílabos bastaron para colmar la última gota de paciencia que le quedaba a Yuki en su cuota diaria de tolerancia y aguante. Sin más, cerró la puerta de un solo golpe, dejando al chico con las palabras en la boca y la puerta a escasos milímetros de su joven y perplejo rostro.

Yuki decidió mandar todo al soberano carajo y retomó sus pasos hacia la comodidad de su living, pero una vez más, el odioso timbre resonó, fastidiando a Yuki al grado de pensar decididamente en arrancar el molesto timbre y lanzarlo por la primera ventana que tuviese en frente.

Resuelto a echar a patadas al inoportuno mocoso que le perturbaba la concentración y le robaba el tiempo, se levantó nuevamente del sofá, con esa maña y apatía tan exclusiva en él, determinado —esta vez— a pescar al mocoso por la solapa de su chaqueta y aventarlo fuera del edifico para que nunca más se dignara a molestar. Pero, al encararlo, la expresión del chiquillo de ojos violetas erizó la piel de Yuki, pues su mirar profundo e intenso transmitía temor y tristeza, una tan profunda, que envolvió fácilmente a Yuki, haciéndole sentir una culpabilidad asfixiante y fustigante.

Finalmente y, haciendo acopio de su autocontrol, Yuki decidió escuchar al chiquillo para no tener que cargar esa desagradable sensación de culpa en su pecho, que hasta le impedía controlar sus emociones y pensamientos.

—Di que quieres; rápido y breve, porque no tengo tiempo que perder —dictaminó Yuki con desidia. El chiquillo retrocedió algo temeroso por semejante tono. Bajó la vista y empuñó sus manos sobre la tela de su pantalón, como si se tratase de una catapulta hacia el valor. —¿No vas a hablar? —escupió Yuki con fastidio, decidido a cerrarle nuevamente la puerta en la cara al muchacho.

—Usted... ¿es Uesugi Eiri? —dijo al fin el jovencito, y Yuki no pudo evitar sorprenderse por el conocimiento del niño de su verdadero nombre. Yuki sintió curiosidad y también desconfianza por las intensiones del muchacho.

—¿Cómo sabes mi verdadero nombre? —masculló a la defensiva, mientras exhalaba el humo de su cigarrillo con superioridad y arrogancia—. ¿Qué es lo que buscas? —El muchacho abrió sus labios, más sin embargo, no salió palabra alguna de estos, despertando el mosqueo de Yuki. —¡Habla de una buena vez, mocoso. No tengo ganas de perder mi tiempo contigo! —Su adusto tono de voz estremeció al chiquillo que, asustado, retrocedió un par de pasos, pasando a traer una pequeña maleta que reposaba a su lado, capturando con ello la atención de Yuki.

—Lo... lo lamento —musitó el jovencito, con evidente temor—. Yo... sólo vine porque no tengo a nadie más a quien acudir —dijo cada vez más bajo, siendo aun así escuchado por Yuki.

—¿Y qué tengo que ver contigo y tus problemas? —siseó Yuki—. Sino tienes a nadie, no es asunto mío —agregó molesto.

—Es que... —vaciló— usted es el único que puede ayudarme —musitó con una extraña serenidad que causó escalofríos en Yuki, más aún al chocar nuevamente con su mirada violeta.

—¿Yo? ¿Y por qué yo? —escupió—. No te conozco.

—Lo sé... mi mami me dijo que nunca llegó a saber de mi existencia —explicó el muchacho, a medida que la seguridad se plasmaba en sus expresiones y gestos.

—¿«Tú mami»? ¿Y qué tengo que ver yo con tu mami? —remarcó Yuki, siseando hostil y burlesco, mientras apoyaba su cuerpo contra el marco de la puerta.

—Es que ella me dijo que usted es mi papá. —El chiquillo soltó la respuesta con tanta espontaneidad, que Yuki no fue capaz de asimilarlo, y el cigarrillo que sujetaba entre los labios terminó en el suelo.

Pasmado, Yuki permaneció rígido contra el marco de la puerta; un sin fin de emociones se desplegaron por todo su cuerpo, jugueteando con sus neuronas y sus sentidos, hasta el punto de experimentar el termino de la respiración. Incluso, pudo escuchar el batir de su corazón, tronándole en los oídos como un timbal frenético.

—Disculpe, pero... fumar hace daño. Podría provocarle cáncer —musitó tristemente el muchacho, tras haber recogido del suelo el lánguido cigarrillo. Se lo devolvió a Yuki, quien aún no salía de su estado de estentóreo sopor. —Eh... papá...

Tras aquel suave y sublime «papá», el pavor y el rechazo detonaron en Yuki como la fuerza de mil huracanes. Atinó —movido sólo por la inercia— a cerrar la puerta de golpe y apoyarse de espaldas contra ella, respirando agitado y espantado, mientras al otro lado de la puerta yacía el muchacho con el cigarro en la mano, tan pasmado como Yuki, debido a su súbito comportamiento.

El jovencito bajó el rostro con tristeza y dejó caer el cigarrillo al suelo para apagarlo con la suela de su zapato. Sacó luego, de su pequeño bolso, un sobre blanco, y lo deslizó bajo la puerta del portentoso pent-house.

—Esa carta la dejó mi mami para que usted la leyera... —musitó, ignorando si Yuki estaba al otro lado escuchando sus palabras. Se sentó contra la fría muralla del pasillo y abrazó sus piernas, esperando que Yuki Eiri, el aclamado escritor de novelas románticas, se dignara a leer lo que su madre le había escrito.

 

 

El tiempo se volvió una densa niebla en la psiquis de Yuki. Permaneció ensimismado y sentado contra la puerta, observando el sobre que el chiquillo había deslizado bajo la ranura de la madera. Yuki se negaba a aceptar semejante revelación. La realidad golpeaba su cara una y otra vez, aturdiéndolo con cada respiro que ejecutaba, a medida que las palabras del muchacho se le repetían con un disco rallado dentro de la cabeza: «Es que ella me dijo que usted es mi papá». Tan sólo recordar esa oración, el estómago de Yuki se revolvía, amenazando con vaciarse de sopetón.   

Para él, la idea de que aquel chiquillo estaba abandonado a su suerte resultaba imposible de creer. «Nadie en este mundo está solo. Mucho menos un mocoso como él», pensó Yuki, ingenuamente. «Porque ¿qué edad podría tener ese crío: quince, doce, diecisiete, veinte? No, imposible...». Yuki empezó a sacar cuenta con los dedos, haciendo memoria de los amoríos pasajeros que había tenido a lo largo de su consagrada carrera como escritor. La lista era interminable.

Decidió entonces Yuki —tras ver infructuosos resultados en su lista de amoríos— calcularle unos diecisiete años al chiquillo y evocar su mente al pasado, para recordar lo que hizo hace diecisiete años atrás. Cerró los ojos y trató de hallar la respuesta en su interior, pero los ojos del muchacho venían a su mente, perturbándole los recuerdos.

«¡Maldición, déjame pensar!». La mente de Yuki mascullaba y espantaba instintivamente esos purpúreos ojos, sintiendo como estos traspasaban su armadura y desmalezaban sus remembranzas perdidas, haciéndole ver pasajes de su memoria triste y olvidada. Pero finalmente, tras deslizarse por un luminoso túnel de reminiscencias en tono sepia, su mente desenterró bruscamente... un lejano recuerdo.

Yuki abrió sus ojos de golpe, luego de recordar dónde había visto esos mismos ojos que le hacían pensar en la amatista.

—No puede ser... —soltó, y vio el sobre que yacía olvidado en el suelo. Lo recogió con recelo, volteándolo para ver el remitente. En la cubierta del sobre sólo salía su nombre escrito con una preciosa caligrafía en color azul índigo.

Yuki sintió la boca pastosa y la garganta apretada mientras abría con nerviosismo el sobre que tiritaba entre sus manos, como un papel al viento. No obstante, experimentó la intrépida curiosidad de saber lo que el chiquillo, que decía ser su hijo, hacía mientras tanto en el pasillo, por lo que, curioso, se apoyó contra la puerta para escuchar al muchacho. Pero al no oír más que «el sonido del silencio», decidió abrir el sobre camino al sofá de la sala, encontrando dentro del sobre dos hojas prolijamente dobladas con una preciosa caligrafía escrita en ellas.

Yuki suspiró hondo y desdobló la carta con cuidado. Leyó la fecha impresa en la esquina superior derecha de la primera hoja: 15 de febrero de 2010, y fue en ese instante que supo de quien se trataba, pues para él, aquella caligrafía azul índigo era inconfundible, inolvidable y perfecta. Sintió un ligero estremecimiento en su pecho, como si un peso invisible se apoyase en él, anidando perpetuo y llano hasta hacerle caer en un extraño sopor.

Yuki comenzó a leer con detención y cuidado, para lograr entender cada palabra escrita en dicho papel.

Eiri:

   Sé que esto te puede parecer ilógico y poco razonable, luego de tanto tiempo sin vernos. Para ser más exactos: dieciséis años... dieciséis largos años desde la última vez que vi “al gran amor de mi vida”.

   No he escrito esta carta para reprocharte o causarte dolor; ambos sabemos que nuestros destinos sólo nos permitieron gozar de nuestro amor por corto tiempo, pero aún así, mi amor por ti nunca murió. Por el contrario, creció día a día desde que supe que en mi vientre yacía el fruto de nuestro amor, creciendo lentamente para acompañarme y mantener vivo tu recuerdo en mi memoria.

   Debes de estar sorprendido por estas palabras, pero es cierto. Esa noche, en la que tú y yo nos fugamos para entregarnos en cuerpo y alma, quedé embarazada, y el niño responsable de que ahora estés leyendo esta carta es nuestro hijo. Se llama Shuichi, y es el angelito más maravilloso que la vida y Dios pudieron haberme obsequiado.

   Sé bien que esto nunca fue parte de tus planes. Y si te estás preguntando el por qué nunca te lo dije, fue porque tuve miedo: miedo de tu rechazo, miedo de tu desprecio, y porque nunca más supe de ti. Luego de haber sido descubiertos y obligados a separarnos, escuché que fuiste enviado a estudiar al extranjero, mientras yo fui obligada a valerme por mi misma, porque mi familia me dio la espalda, teniendo que criar a nuestro hijo, completamente sola.

   Nunca quise ser una molestia ni mucho menos convertirme en un cargo de consciencia para ti. Logré educar a Shuichi sin la ayuda de nadie, y me siento orgullosa de ello cada día. Sin embargo, ahora necesito pedirte algo que, con dolor, me veo obligada a hacer, ya que por nuestro hijo, soy capaz de hacer lo que sea. Eiri, te pido que lo cuides, porque yo no podré hacerlo: estoy desahuciada, me detectaron leucemia hace seis meses y no hay nada que los doctores puedan hacer. Es por eso que te pido con desesperación que cuides de Shuichi, porque no tengo a nadie a quien más recurrir. Y si ahora, estás leyendo esta carta, es porque yo ya he partido.

   Mi alma descansará en paz al saber que puedes cuidar a nuestro hijo y velar por su salud; ámalo, quiérelo, protégelo. Shuichi es un ser especial, diferente de cualquier niño de su edad. Él requiere de un trato distinto. Lo que más te pido es que no hieras sus sentimientos y que lo ames profundamente. Con el tiempo te darás cuenta a lo que me refiero.

   Espero sepas comprender mis razones. Sé que soy egoísta al dejarte esta responsabilidad, pero eres al único que puedo acudir, porque siempre fuiste mi fuerza y mi ilusión.

   Cuida a mi angelito... por favor...  

ATTE 

Shindou  Akari.

Tras leer esas palabras, Yuki sintió un peso en su corazón y un dolor inimaginable. Ahora recordaba todo; cada detalle, cada escena, como si hubiese ocurrido tan solo ayer: Shindou Akari fue su primera ilusión, su primer amor, pues cuando la conoció, tenía tan sólo catorce años. Pero se enamoró de ella perdidamente. El sentimiento fue mutuo, Akari amaba a Yuki, y se entregaron cuando supieron los planes que los padres de Akari tenían para ella a finales de aquel verano.

—Esos ojos... —Yuki recordó los ojos de Akari. Estos eran idénticos a los del chiquillo que le había deslizado la carta por debajo de la puerta y que además decía ser su hijo. «Esos ojos de ángel... ¿cómo pude olvidarlos?», reflexionó, pensando en que las consecuencias de aquel inocente acto de amor realizado hacía tantos años, eran innegables.

Yuki vio hacia la puerta, sintiendo una culpa y una emoción extraña al saber que al otro lado se encontraba el fruto de aquel inocente amor que había guardado recelosamente en su corazón por tantos años.

Sin pensarlo dos veces, se puso de pie y caminó hacia la puerta, esperando encontrar al chiquillo. Y, mientras tomaba el pomo de la puerta, las palabras de Akari escritas en la carta repercutieron en el cerebro de Yuki: «Lo que más te pido es que no hieras sus sentimientos y que lo ames profundamente. Con el tiempo te darás cuenta a lo que me refiero». Giró y abrió lentamente, sintiendo el frío del pasillo colarse por la puerta. Yuki se asomó para ver algún rastro del chico, pero como era de esperarse, aquel niño llamado Shuichi ya no estaba.

Resignado y, con un amargo sabor de boca, Yuki soltó un suspiro y se entró. Sin embargo, cuando estaba por cerrar la puerta, el sonido de una suave respiración invadió sus tímpanos. Yuki volvió a asomarse y se encontró con el cuerpo del chiquillo a un costado de la puerta, reclinado contra la pared, aferrado a sus piernas de manera dulce e infantil. Al verlo en ese estado de somnolencia y vulnerabilidad, Yuki sintió brotar de su corazón un calor y una aprensión que luchó por ignorar debido a su soberbio orgullo. Por lo que, manteniendo su altiva e imperiosa postura, rompió el silencio con un adusto tono de voz.

—Oye —espetó, sacando del sopor al jovencito de peculiar color de cabello. «¿Rosa?», pensó Yuki, un tanto confundido. «Akari tenía el mismo color, tan sólo un poco más oscuro».

El muchachito, sin decir nada, se paró frente a Yuki, esperando alguna palabra de afecto o quizá de aceptación. Se vieron fijamente a los ojos, y el transcurso del tiempo se volvió intenso, principalmente para Yuki, porque no le resultaba fácil ver como su hijo al chiquillo que, silencioso, le miraba con expectación.

—¿Leyó... la carta de mi mami? —preguntó con prudencia, esperando aunque fuese una sola palabra como respuesta.

—Sí. —Fue el monosílabo que articuló Yuki.

—Ah, y... ¿qué decía?

—Nada importante. —Yuki prefirió mentir y sólo se limitó a dejar libre el acceso de la puerta principal—. No te quedes ahí parado. —Y dicho esto, entró al apartamento, sin siquiera preocuparse por el equipaje de su hijo.

En silencio, y visiblemente confundido por el recibimiento de su padre, Shuichi tomó su equipaje, ajustó su bolso cruzado sobre su pecho e ingresó a la elegante residencia que ostentaba Yuki Eiri. Se plantó en el vestíbulo y pensó que tal vez aquel soberbio pent-house era demasiado para una sola persona. Observó lo que sus ojos curiosos alcanzaron a percibir y no pudo evitar cuestionarse si realmente lograría sentirse cómodo o si conseguiría ser feliz, como su madre se lo había pedido, antes de partir.

 

...Continuará...

 


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