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Vacío por DraculaN666

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Notas del fanfic:

Me he dado cuenta que con el paso del tiempo se vuelve un poco más complicado esto de escribir. Las ideas no me fluyen como quiero y la verdad me encantaría intentar hacer algo más que simples one-shots. Pero si duro semanas escribiendo 14 míseras páginas de Word, no sé cómo me iría con algo a largo plazo. Es por eso mismo que aquí estoy, de nuevo. Con algo que no tiene sentido ni lógico ni mucho menos una explicaciones pero que quería escribir y ajá.


En realidad, si le tengo que dar algún sentido, es el hecho de que se lo escribí a una amiga. A ella le entregué una versión impresa –creyéndome yo la importante, ja-ja- y por ciertas razones espero que le suba el animo.


En fin, también dije ¿por qué no? Un buen regalo el jueves día de las madres o el viernes que es el cumpleaños de mi madre. Pero seguro que lo quema y me tira a las llamas junto con el escrito por blasfema y porque ella jura que ya superé mi etapa del yaoi.


Madre, la amo. Pero se conformará con amor y chocolates :c


Y blah, blah.

Notas del capitulo:

Advertencias: Alguna mala palabra, sexo entre hombres –ajajaja, que novedad-, personajes siempre deprimidos y finales demasiado malos como para ser legales. Ustedes corre el riesgo una vez leído esto, yo me deslindo de futuros traumas.


Aclaraciones: A ver, no sé de qué manera es bueno decir esto, pero me gusta la forma ruda, así que hagámoslo rudo -If you know what I mean ;D- MI PUÑETERA historia, mis personajes e ideas retorcidas. Métanse el plagio por donde mejor les quepa. Un plagio no es para nada halagador.


Cualquier parecido con la realidad, con personas ya sean vivas, muertas, escondidas o desaparecidas, es coincidencia. Yo sólo necesito desahogarme de la frustración y esto ayuda


A veces…


Agradecimientos: A LadyHenry, como siempre. Porque su opinión siempre es de las más importantes que puedo recibir. Muchas gracias por todo (:


Dedicado a: Steff. Te adoro nena. Siempre habrá nuevas oportunidades y sé que te gusta ir a lo grande. Aquí estoy para apoyarte con cosas como esta.

Abres los ojos y miras al techo de tu habitación. No has dormido en toda la noche, igual que los días anteriores. Observas el reloj de la mesita de noche que marca las seis y cuarto de la mañana y desistes en tu intento por dormir. Sabes que no lo harás y de igual forma debes comenzar a prepararte para ese día.


Preparas un café que te sabe demasiado amargo a pesar del azúcar que le agregas, y comes lo primero que pillas. Después de la tercera mordida a la manzana te das cuenta de que no la has lavado, pero poco te importa porque continúas comiendo.


Tomas un baño largo en un intento de relajarte y aliviar las penas, pero sólo te deja húmedo y somnoliento. Anhelas tu cama desesperadamente pero el reloj marca las siete cuarenta y ya es muy tarde como para pensar en dormir un rato más.


El teléfono de tu casa suena una y otra vez, con esa melodía estridente que odias. Sin embargo, no contestas, dejas que continúe sonando y salte al buzón de voz mientras terminas de cambiarte.


El traje en tu armario espera listo y limpio. Te lo colocas sin mucha convicción y cuando comienzas a abotonar la camisa observas el desgastado reflejo del  espejo. Te miras ahí, de pie, sin sonrisa y sin brillo en los ojos. Practicas tu sonrisa, esa que necesitarás a lo largo del día pero la mueca que forman tus labios te asusta a tal grado que mejor lo dejas de intentar.


El teléfono sigue sonando pero tú sigues sin oírlo. El contestador marca tres mensajes de voz que no te molestas en escuchar. Son las ocho y veinte, y llegas a la conclusión de que, definitivamente, es tarde.


Tomas tus cosas, te pones el saco, metes distraídamente tu celular en uno de los bolsillos y la invitación en otro. Miras tu departamento, silencioso y apagado como tú. El teléfono dejó de sonar. Caminas hasta la puerta, escuchando el taconeo de tus zapatos y el tintinear de las llaves en tus manos.


Sales del lugar, con la sensación de que no deberías  salir ese día. Pero sabes que tienes compromisos que cumplir, protocolos que no puedes saltarte, y conduces por una ciudad demasiado despierta para esas horas de la mañana.


Odias las iglesias, no sabes exactamente por qué, pero el lugar no te termina de gustar. Pero es una boda, con ceremonia religiosa incluida y la iglesia es parte del espectáculo, por lo que te resignas a pasar las próximas dos horas escuchando un largo sermón que, a final de cuentas, llevará a la misma conclusión: la boda de tu hermana con su novio de toda la vida.


No es que estés en contra del matrimonio ni nada de eso. Puede que sí estés un poco en contra de ese matrimonio en específico, pero es tu hermana pequeña y no serías un buen hermano sino sintieras que a sus veintidós años está dejando pasar muchas oportunidades y desperdiciando su vida. No es que el novio sea mala persona. Pero son jóvenes, un poco insensatos y simplemente la idea no termina de gustarte.


Pero desde que tu familia sabe que eres gay no puedes opinar ni objetar nada, ya que las esperanzas para seguir con el “linaje” están ahora sobre tu hermana y todos se encuentran fascinados por la boda. Así que tú te limitarás a ser un mero espectador. Un adorno más en esa pomposa fiesta que hubieras preferido evitar. Pero quieres a tu hermana, de la misma forma que ella te quiere y espera ilusionada que te presentes y seas uno de los padrinos.


Tienes tus propios problemas encima. Lo que menos te apetece es una fiesta. Pero menos te gusta la idea de ver la cara entristecida de esa niña que se presenta ante ti con un hermoso vestido blanco. Contienes las lágrimas mientras la estrechas en tus brazos y piensas en lo mucho que te gustaría que siguiera siendo una niña por un largo rato más.


Pero un carraspeo poco disimulado termina con la atmósfera de golpe y no intentas ocultar tu molestia al fruncir el ceño y ver a tu padre, de pie en la puerta, regresándote la mirada de la misma forma.


— Es la hora —es lo único que dice, suavizando la mirada al mirar a tu hermana.


Ella te da un último abrazo y contiene sus propias lágrimas para no estropear el maquillaje.


Sales del lugar, observando cómo todos los invitados han tomado sus respectivos asientos.


Caminas hacia el altar por uno de los lados, tratando de no llamar mucho la atención.


Y ese es el momento en que desconectas totalmente del mundo. El sermón del padre es un murmullo bastante lejano. Tus ojos están fijos en el rostro emocionado de tu hermana mientras deseas fervientemente que la felicidad le dure por mucho tiempo y no sea algo fugaz.


Aunque sientes la mirada de muchas personas sobre ti, evitas cualquier contacto visual que no sean los ojos llorosos de la mujer que se aferra a su futuro esposo como si  fuera a desaparecer en cualquier momento.


Sabes que hay, especialmente, un par de ojos posados en tu persona, y es la mirada que más te esfuerzas por evitar.


Se acabó, Ethan —es lo que te había dicho.


Entonces las llamadas, los mensajes y las miradas deberían estar totalmente prohibidas entre ustedes, porque no hubo un seamos sólo amigos ni nada de eso. Fue un se acabó Ethan, seco, duro, doloroso. Y tú entendiste que se acabó y que, joder, dolía mucho. Pero seguías adelante como podías y él debería hacer lo mismo. Porque ya no se encuentran en una edad de jugueteos y de “terminemos, volvamos, juguemos sólo un rato”. No. Tienes veintisiete años y no te caería mal una relación que, por una vez, fuera seria y duradera. No como todas las parejas que has tenido y creen que es una etapa que se supera sólo con decir que “se acabó”.


Tú eres gay. Lo sabes, tu familia lo sabe, él lo sabe. Ya no estás para lidiar con las dudas existenciales de los demás. Por mucho que realmente lo ames, que aún le añores por las noches. Ya tuviste suficiente de engaños, mentiras y secretos.


Te gustaría, por una sola vez en tu vida, tener algo auténtico, algo tangible. Algo de lo que presumir y que tu familia no crea que al final terminarás solo y amargado, como el maricón que eres.


Por eso no le rogaste, por mucho que hubieras querido hacerlo. Le dejaste ir porque ya era una relación dañina, pero en su momento mantuviste la esperanza de que amarlo con todo tu ser le haría cambiar de opinión. Era una idea ilusa, pero eres gay y te permites tus momentos de cursilería, por más que estos no funcionen en ninguna ocasión.


Dejas de divagar porque llega el momento en que debes entregar los anillos. Te recriminas mentalmente porque deberías estar más enfocado en la felicidad de tu hermana y no en tu propia miseria.


Intentas que la luz alegre en los ojos de tu hermana te contagie aunque sea un poco mientras ves cómo los dos novios dicen sus votos a la perfección y se colocan los anillos.


Vuelves a reprimir las lágrimas. Hace años que dejaste de vivir con ella pero te das cuenta de que no importa cuánto tiempo pase, ella será la misma bebé que te iluminó la vida con sus sonrisas bobas y travesuras infantiles. El júbilo de los presentes a la hora del beso te contagia de tal forma que permites que unas cuantas lágrimas se derramen de tus ojos mientras aplaudes, esperando que ella si tenga un mejor futuro que el tuyo. Que su ahora esposo no tenga ningún tipo de miedo y pueda hacer permanente la sonrisa en su rostro. De lo contrario, tú mismo serías capaz de hacerle las cosas más horribles hasta que suplique misericordia.


Las personas comienzan a salir de la iglesia, abriendo paso para que los novios vayan hasta el auto que los llevará al salón donde será la fiesta. Los dos van fuertemente agarrados de la mano, como si aún no creyeran que todo eso es real. Ríen a carcajadas, los dos, entre un mar de lágrimas que no saben en que momento comenzaron.


Tú te quedas ahí, de pie, esperando a que todos salgan, viendo desde lejos toda esa alegría, tratando de sentirla como propia. Comienzas a caminar con un suspiro abandonando tus labios. El reloj en tu muñeca marca las once y trece minutos de la mañana. La fiesta comienza desde las dos de la tarde. Sabes lo mucho que les gusta a tus padres las fiestas de larga duración.


Tratas de recordar el nombre del hotel donde será la celebración mientras caminas hacia la salida, escuchando el tétrico silencio de la iglesia ya vacía.


Un par de ojos grises se topan con los tuyos, castaños, en la salida. Te detienes por un momento, unos segundos en los que vacilas, pues te ha tomado por sorpresa. Pero te sobrepones rápidamente y continúas tu camino hasta el coche. Puedes escuchar claramente cómo susurra tu nombre, pero ni eso detiene tu andar hasta que, sin saber cómo, estas manejando por las calles sin un destino fijo.


Sus ojos grises, su cabello negro bailando al son del viento y tu nombre saliendo de sus pálidos labios te acompañan todo el trayecto hacia ninguna parte. Su cuerpo envuelto en ese traje negro, marcando cada curva que conoces de memoria. Sus manos apretadas en firmes puños y el corazón latiéndole al cien. Toda esa imagen te da vueltas en la cabeza. Eres consciente de que te encantaría escuchar lo que tiene que decirte. Pero tienes miedo de que sea una nueva oportunidad, porque no dudarías en decirle que sí y caer una vez más en el juego. Estás tan cansado… pero sabes bien que si el te lo pidiera con esa cara tan compungida y esos ojos al borde de las lágrimas una y mil veces le dirías que sí. De la misma forma que una y mil veces terminarían a la primera provocación, como las veces anteriores.


No recuerdas exactamente cuándo se conocieron. Pero saben casi todo el uno del otro. Las múltiples parejas, los problemas que han vivido, cómo toman el café o qué les gusta comer para cenar. Esos detalles que aprendieron con el tiempo y que hicieron que tú creyeras que lo de ustedes era real. Hasta que te diste cuenta de que sólo eras su secreto gay, que él es sólo una persona llena de miedos e inseguridades, como todos. Y tuviste paciencia, tuviste amor, comprensión. Al final de nada sirvió, porque todo eso se convirtió en motivos de reproches y, después de todo, el amor nunca fue suficiente.


Sabes de todas las mujeres con las que ha estado, así como sabes de todos los hombres que ha ocultado, tú entre ellos. Y por mucho que lo ames, sabes que esa relación es un círculo vicioso que los llevará siempre al mismo lugar.


Te detienes cerca de la costa, a pocos kilómetros del hotel donde se celebrara la fiesta.


Recuerdas que conociste a Ariel por el esposo de tu hermana. Amigos de la infancia o amigo del hermano. No estás muy seguro pero sabes que un día te lo presentaron y se hicieron casi inseparables. Tantas cosas en común, siempre con temas de conversación. Las noches de locura y desenfreno, las confidencias bajo las mantas y las lágrimas de media noche. Todo aquello les hizo creer por un tiempo que eran como hermanos, los hermanos perdidos que se volvían a encontrar en circunstancias muy curiosas.


Pero entonces se besaron. Se besaron y mirándose a los ojos preguntándose qué era eso. Fuera lo que fuera, no se detuvieron. Y un beso llevó a una caricia, y una caricia al mejor sexo de sus vidas. Y aunque creyeron que sería  cosa de una sola noche, se dieron cuenta de que no, de que una o dos veces nunca serían suficientes. Entonces tú le dijiste que le querías, que querías algo más que verse por las noches y jugar bajo las mantas.


Él te habló de sus miedos, de eso que ya sabías. De que no estaba muy seguro de querer hacerlo público. Le prometiste paciencia y comprensión. Le besaste mucho y le acariciaste  tanto que le fue imposible rechazarte. Y por dos años parecía que todo funcionaba, pero no fue así. El mantuvo la mentira de su heterosexualidad, excusándose en ser hijo único y de no poder hacerles eso a sus padres. No en ese momento. Ni tú mismo sabes cómo soportaste hasta los tres años de relación, antes de que él fuera quien decidiera terminar con todo.


Estabas tan cansado en ese momento que decidiste dejar así las cosas. Pero te arrepentiste a los pocos días, cuando ya no podías hacer nada por salvar la situación.


Y aquí estás, dos meses después, arrepentido de todo. Dolido por todo y con lágrimas en los ojos que no tienen nada que ver con la boda de tu hermana. Pero sería más doloroso pretender que aún les queda alguna oportunidad para remediar la situación. Nunca te ha gustado la idea de ponerle cláusulas a las relaciones. No te gustaría decirle que para estar juntos deben hacer pública la relación. Es lo mínimo que mereces, pero si él nunca se siente listo para afrontarlo, no sabes si eres capaz de lidiar con sus continuos reproches.


Porque, al final de todo, en eso termina, en reproches. En frases dolorosas tipo “es culpa tuya” y “por ti estoy como estoy”. Eres un cobarde que no sabrá cómo manejar todo eso y saldrá corriendo a la primera ocasión, igual que él.


Y eso es lo que mejor conocen el uno del otro: la cobardía. Quizás por eso se amaron tanto, en su pequeño mundo de cobardes donde ninguno de los dos se juzgaba. Pero tú abriste los ojos antes y te diste cuenta de que así no funcionan las cosas y de que necesitas más. Por desgracia no fue lo mismo con Ariel, que pedía un poco más de tiempo. No sabes para qué necesitaba ese tiempo, pero quería más y tú como idiota se lo dabas. Pero cuanto más pasaba el tiempo,  más se encerraba él y tú más te dabas cuenta de que no estaban yendo hacia ninguna parte.


Hacia ninguna parte, como tus pensamientos. Prefieres dejar de pensar en eso porque es ahondar en una herida que parece no querer cerrar. Miras el reloj que marca las dos y diez minutos de la tarde. Te preguntas a dónde habrá ido el tiempo y qué has hecho tú con él. Pero prefieres comenzar a conducir que responderte, porque es tarde y seguramente tu hermana espera por ti.


Llegas a la recepción del hotel y te quedas algo anonadado al darte cuenta de que has olvidado la invitación en el coche. Te preguntas en qué momento la sacaste. Quizás cuando tratabas de ubicar el hotel. Piensas en la pereza que te da volver hasta tu auto por el dichoso papel y en que si por ti fuera, no volverías y te irías directo a casa. Pero la suave voz de tu hermana te regresa a la realidad cuando ésta le dice al recepcionista que eres su hermano y que puedes entrar sin problema. La sonrisa hipócrita es automática en tu rostro al mirar al hombre que estaba a punto de echarte del lugar y se suaviza al ver a la mujer que te comienza a guiar hasta la fiesta.


El salón es enorme y ya han llegado más personas de las que creías. Todo está lleno de adornos de color blanco y detalles dorados. Te sorprende que la cubertería no sea dorada y mantenga su clásico color plata. Los meseros llevan unos sobrios trajes de color negro que, si no fuera por las bandejas con bebidas que llevan en las manos, podrían ser fácilmente confundidos con invitados. Una suave música de piano resuena de fondo. Recuerdas vagamente que el esposo de tu hermana es un fanático de la música clásica aunque en su época tuviera fachas de metalero. Te dejas envolver por la atmósfera y aceptas gustosamente la primera bebida que te ofrecen.


Te sitúas con toda la dignidad posible en el lugar que se te ha asignado, cerca de tu hermana y, desgraciadamente, también cerca de tus padres. Pero es un día especial y no debes dejar que esas pequeñeces opaquen tu humor. Tú solito te bastas y te sobras para hacerte sentir mal, como para dejar que tus padres pongan de su parte en eso.


Observas cómo poco a poco el lugar se va llenando de gente que en tu vida habías visto y sonríes lo mejor que puedes cuando pasan a saludar a los novios y reparan en tu silenciosa silueta a su lado. Ves a Ariel sentado unas mesas más allá con su familia. Un sentimiento de empatía, que retienes al momento, trata de embargar tu cuerpo cuando ves reflejada en sus ojos la misma tensión en el ambiente familiar. Está al lado de sus padres, que hablan con un par de personas frente a ellos sin reparar demasiado en su presencia. Te encantaría poder acercarte y sacarle una de esas sonrisas que tanto te gustan. Pero no puedes seguir torturándote, ni puedes pretender que nada ha pasado cuando prácticamente tienen meses sin dirigirse la palabra.


Así que suspiras y continúas bebiendo ese caro licor que, en realidad, es demasiado dulce y no es precisamente el alcohol lo que está dándote dolor de cabeza.


Dejas la tarde pasar poco a poco. A las tres y media exactamente, ni un minuto más ni un minuto menos porque tu madre es extremadamente quisquillosa con el tiempo, la comida es servida, estén o no todos los invitados.


El murmullo de las cientos de platicas que se llevan a cabo, combinado con el continúo choque de los cubiertos contra los platos comienza a provocarte migraña y un mal humor tan terrible que sientes que en cualquier momento vas a rendirte y salir corriendo del lugar mientras gritas un sin fin de improperios contra todos los que ahí se encuentran. Por eso te obligas a girarte a mirar a tu hermana una y otra vez, recordándote por qué estás ahí y que no puedes hacer nada por arruinar ese momento. Sabes que quizás ella no esté en mejor situación, pero está cumpliéndoles el capricho a tus padres y no puedes ponerla en un aprieto.


Cambiaste la bebida alcohólica por agua natural hasta que uno de los meseros, amablemente y con una sonrisa por demás coqueta, te da el menú de bebidas. Ignoras la sonrisa por dos obvias razones. La primera, no te interesa en estos momentos ni siquiera el sexo sin compromiso. Y, la segunda, ¿un menú de bebidas? No sabes de dónde diablos han sacado los padres de los novios dinero para tal derroche de extravagancia, pero ¿quién eres tú para negarte a tan espléndido regalo?


Pides lo primero que ves con vodka y que parece no ser muy dulce sin mirar al mesero que, insistiendo en el coqueteo, roza tu mano al tomar la carta.


Le observas caminar. Tiene un modo exagerado de hacerlo y no sabes si es algo natural o un intento de provocarte. Sabes que no eres feo, al contrario, si nos permitimos dejarte ser narcisista, la verdad es que estás bastante bueno. Pero no por ello pareces gay. Por lo cual se disparan todas tus alarmas y sientes que tus padres o alguien quiere jugarte una bromita. No ves capaz a tu hermana o a su esposo de hacer algo así, ni aunque sea alguien contratado para darte una alegría.


Por esa misma razón, cuando el chico regresa con tu bebida la aceptas sin siquiera mirarle y dándole las gracias en el tono más frío y distante que te es posible utilizar. Tiene un buen cuerpo y una sonrisa bastante linda. Pero estás rodeado de arpías que esperan la menor oportunidad de atacar y, sonará muy paranoico, la verdad es que no te fías de nada de lo que ahí pueda ocurrir.


Ese es el motivo por el cual dejas que el tiempo se escurra sin mayor problema, comiendo y bebiendo sin prestar mayor atención a nada en particular hasta que tu madre, la encargada de abrir cada uno de los números que se presenten esa noche, anuncia que es momento del vals.


Miras tu reloj y reprimes la mueca de sorpresa cuando te das cuenta de que son las ocho de la noche. No sabes qué ha pasado en todo ese lapso de tiempo ni si alguien ha reparado en tu presencia. Pero agradeces que todo sea más digerible de lo que creías, y de que de un momento a otro podrás dar cualquier excusa para retirarte.


Miras cómo tu hermana baila con una enorme sonrisa en sus labios y los ojos brillantes directamente enfocados a  los de su ahora esposo, danzando y girando con una gracia tan encantadora que, de nuevo, debes hacer todo lo humanamente posible para no echarte a llorar. No te parece justo que te la arrebaten de esa forma, frente a tus ojos y que ellos parezcan tan felices mientras a ti se te estruja el corazón. Quisieras que volviera a ser esa pequeña niña que cargabas a cuestas cuando se caía y se lastimaba.


Te limpias las lágrimas con la servilleta que estaba junto a tu plato cuando el baile termina y tu hermana se va a los brazos de tu padre y su esposo a los de su madre. Te sorprende ver esa expresión tan humana en la cara de tu padre, el corazón de nuevo se te estruja, al saber que él nunca te mirará de esa forma.


Suspiras con resignación y te levantas de tu asiento. La canción casi termina y sabes que es tu turno de bailar con ella y el turno de la hermana mayor del novio para hacer lo propio.


Tu padre deja la mano de tu hermana y, sin siquiera voltear a verle, diriges ese menudo cuerpo al centro de la pista. Te pierdes en esa mirada soñadora y en la sonrisa boba que te regala. Estás casi seguro de que tienes la misma expresión en el rostro. Pero no te importa que los demás la vean porque, a fin de cuentas, es tu momento con ella, el último momento que la tendrás de esa forma en tus brazos y quieres que sea sólo suyo y nada más.


La mujer, porque ya es toda una mujer aunque te duela, limpia tiernamente el río de lágrimas en tus mejillas y besa tu frente mientras se pone de puntas y la canción termina. Te da un abrazo tan fuerte con sus menudos brazos que hace que un par de huesos se compriman de forma un poco dolorosa, pero es un abrazo que regresas con la misma intensidad.


— Gracias —susurra en tu oído antes de dirigirse de nuevo hasta su esposo.


Regresas hasta tu asiento y dejas pasar el tiempo mientras terminan con la hora del baile.


Los siguientes actos de la noche pasan como una secuencia de imágenes a las que no les prestas atención. El brindis por parte de la familia, las palabras ahogadas en llanto de las madres de los novios, de los padres y los padrinos, abren paso a la cena que precede al corte del pastel.


El reloj pasa unos minutos de las once de la noche cuando la pista de baile se llena de parejas y piensas que es el momento indicado para retirarte.


Te acercas discretamente a tu hermana, que se encuentra rodeada de tanta gente que te es imposible llegar. Pero le dedicas una mirada y una sonrisa que ella entiende a la perfección y te despide desde lejos agitando su mano mientras murmura algo que nunca llegas a escuchar.


Estás a unos pasos de salir del gran salón cuando, inconscientemente, volteas hasta su mesa, de donde nunca se ha movido y desde donde no ha dejado de lanzarte miradas cargadas de sentimientos.


Se encuentra solo, viendo el tiempo pasar de la misma forma en que tú lo hacías. No sabes cuánto tiempo pasará para que vuelvan a verse de nuevo, ni sabes si realmente quieres volver a verlo. Por eso guardas su imagen en tu memoria, aunque no te gusta pensar en recordar esa imagen tan solitaria. Aun así le sigues observando por un rato más hasta que por fin te decides a irte definitivamente. No es sólo es que ya te quieras ir sino que ha hecho ademán de levantarse e ir hasta a ti. Y tú eres un cobarde que ya no quiere luchar más.


Por eso llegas hasta tu auto y te pierdes por las calles solitarias que conducen a tu hogar, donde te refugias en la oscuridad silenciosa que ahí reina. Te quedas recargado en la puerta de entrada, con el pulso acelerado y la sensación de que alguien te persigue. Pero toda la noche has estado  paranoico y quizás son los vestigios de esa molesta ansiedad que te ha estado carcomiendo durante la fiesta.


Te despojas del traje, pieza por pieza y las vas dejando por todo el apartamento sin fijarte bien dónde cae cada cosa. Tomas tu pijama y te lo pones sin ceremonia alguna.


Aunque tu idea inicial es irte a la cama directamente, tu garganta se encuentra seca al igual que tus ojos, por lo que caminas hacia la cocina a por algo de beber. Sin embargo, una pequeña luz roja y parpadeante llama tu atención. El contestador marca tres mensajes en su memoria y aunque en realidad no crees que sea nada importante, pues nunca lo es, la curiosidad puede más, por lo que oprimes el botón de reproducción.


Como pensabas, el primer mensaje es de un compañero de trabajo que te habla de una reunión que no te interesa para nada, lo borras antes de que termine. El segundo es de tu hermana, recordándote que no llegues tarde y que te quiere mucho. Sonríes un tanto amargo y un tanto feliz. Vas a borrar el tercer mensaje que piensas que igualmente no tendrá nada importante. Pero el silencio inicial capta inmediatamente tu atención. Puedes escuchar una respiración lenta y pausada, el murmullo del viento y, después de unos segundos, un a voz que conoces a la perfección.


Es Ariel. Ariel y su voz estrangulada por el intento de no llorar. Lo sabes bien porque a lo largo del día has tenido el mismo problema al ver a tu hermana. Las palabras salen lentas y entrecortadas de la maquina. Su tono de voz es tan bajo que debes esforzarte en tratar de escuchar qué es lo que dice.


Pero en realidad sólo tartamudea tu nombre torpemente y ahoga un lo siento antes de cortar la comunicación y dejarte con el corazón en la boca.


No entiendes del todo el mensaje y te deja una sensación tan amarga que de nuevo las lágrimas se acumulan en tus ojos. La hora del mensaje concuerda con la hora en que ibas despertando por la mañana y te negaste a contestar el teléfono.


Te gusta tanto atormentarte que te preguntas qué hubiera pasado de haber contestado y después haberlo visto en la fiesta. Te imaginas una y mil posibilidades, cada cual más imposible que la otra. Pero tienes que admitir que, aunque seas un cobarde, aunque ya haya pasado el tiempo, esa esperanza aún está dentro de ti, esperando el momento indicado para atormentarte porque, aunque lo niegues, aún quieres que él regrese a tus brazos y te diga que todo va a estar bien. Porque le quieres tanto y los dos son tan idiotas que prácticamente nacieron para estar juntos. O eso es lo que siempre te ha gustado creer, porque necesitas un motivo para perdonarle y tenerle de nuevo en tus brazos.


Pero no contestaste el teléfono. No dejaste que te hablara en la iglesia ni que se acercara a ti en la fiesta. Son tres de tres oportunidades y dejaste ir cada una sin darte cuenta. De la misma forma en la que no te has dado cuenta de cuándo has ido a parar al piso  comenzando a llorar de nuevo, acurrucado en un rincón.


Dejas que el mensaje se reproduzca una y otra vez mientras te encuentras en tu pequeño rincón. Ya no lloras porque no sabes cómo sentirte. No sabes si quieres una nueva oportunidad, no sabes si quieres ir corriendo de nuevo a esa fiesta y besarle frente a todos. Ya no sabes qué es lo que quieres y estás tan cansado de pensar en todo que dejas tu mente en blanco.


Dejas que la oscuridad y su tímida voz te arrullen, hasta casi quedarte dormido en una muy incómoda posición en el suelo. Pero el silencio repentino te llama la atención, pues en ningún momento le has puesto pausa al mensaje.


Estás a punto de incorporarte del suelo cuando sientes una mano acomodar tímidamente tu cabello. El sobresalto que sientes puede ser casi cómico, pues has ido a parar de nuevo al suelo con el corazón latiéndote como loco en el pecho. Pero ninguno de los dos ríe al verse, o al imaginar que sus ojos chocan en esa oscuridad tan penetrante.


Ves lo que la poca luz de la calle te deja ver. Su silueta silenciosa parada frente a ti. Embutido aún en ese traje negro, aunque ya sin corbata y con la camisa por fuera del pantalón. Su cabello está desordenado y su rostro no lo alcanzas a perfilar con claridad.


Te levantas con toda la dignidad posible, esa que perdiste con el chillido apagado que diste cuando te caíste de culo al suelo. Te sacudes el polvo imaginario de tu ropa y vuelven a mirarse a los ojos, como si ninguno de los dos quisiera romper el silencio. Ese silencio incómodo que comienza a desesperarte. Pero no sabes qué decir, al igual que él, que sólo continúa observándote, con sus enormes ojos grises llenos de lágrimas que no quiere dejar escapar.


— ¿Cómo entraste? —Es la pregunta más inteligente que se te ocurre para romper el silencio.


— Nunca te devolví la llave que me diste —contesta de forma queda, susurrando las palabras sin dejar de mirarte en ningún momento.


Después de eso no sabes qué más decir. No es que realmente te importara cómo entro. Lo que de verdad te gustaría saber es qué hace ahí. Aunque por algún motivo la pregunta se atora en tu garganta.


— Quería verte —contesta, adivinando tu pensamiento.


No puedes evitar la nostalgia. Recuerdas que siempre habían podido adivinar el pensamiento del otro. Siempre tenías la sensación de que en su relación las palabras estaban de más, que su verdadera comunicación era a través de la mirada. Con sus ojos eran capaces de decírselo todo, de quedarse horas en silencio mirándose a los ojos. Por más cursi que siempre te pareciera ese pensamiento.


Pero lo quieres recordar eso, así como no quieres saber exactamente por qué quiere verte. Estás tan asustado y tan cansado que en realidad te dan ganas de decirle que se marche. Pero tampoco eres capaz de hacer eso, lo sabes. Nunca podrías cerrarle la puerta en la cara, sea el motivo que sea siempre estarás dispuesto a escucharle, quieras o no. Él es tu mayor debilidad y eso es lo que más te asusta.


— ¿Para qué? —Preguntas más brusco de lo que quisieras.


No es porque en realidad te moleste su presencia, pero estás tan confundido que no sabes cómo reaccionar. Suspiras con fuerza, tratando de tranquilizarte y le tomas de los hombros cuando hace ademán de alejarse.


— No… no quise decirlo de esa forma. Simplemente es una situación muy extraña —le miras a los ojos y tratas de encontrar valor para poder continuar sin tartamudear mucho en el proceso—. Han pasado más de dos meses ¿sabes? Y ahora todo… tan de repente. ¿Qué debería hacer? ¿Qué esperas exactamente? ¿Qué es lo que quieres?


Sueltas sus hombros y te dejas caer con pesadez en el sillón, recargando tus codos en las rodillas ocultando tu rostro entre las manos. Lo haces de ese modo porque sabes que si continúan mirándose de esa forma terminaran de nuevo en la cama, pretendiendo que nada ha pasado y dejando que los problemas acumulen polvo hasta que les caigan encima, como siempre. Necesitas ser fuerte por una vez en tu vida y necesitas también que él sea fuerte. De esa forma puede que deje de doler tanto.


Sin embargo, el silencio vuelve a apoderarse de la atmósfera y tienes el presentimiento de que en cualquier momento va a salir por esa puerta, huyendo como siempre  hace, dejándote en el silencio y en la oscuridad, con lágrimas en los ojos y una nueva sensación de vacío.


Pero no lo hace. No lo hace porque se arrodilla frente a ti, quitándote las manos de la cara y haciendo que sus ojos, llenos de lágrimas y sentimientos, se encuentren entre la oscuridad. Deja un beso casto en tus labios, un beso que a pesar de ser tan simple acelera tu corazón como si fueras una colegiala, y se te aferra a ti en un abrazo tan fuerte que duele, no sólo por la fuerza sino por todos esos sentimientos que te llegan de golpe.


Y te habla nuevamente de miedos y cobardía. Te habla de todo eso que ya conoces pero que ahora es diferente. Porque te habla de una familia, al igual que la tuya, que le ha dado la espalda porque no es lo que ellos creían. Te dice que dejó pasar tanto tiempo porque no se sentía preparado para afrontar nada de eso y que te estaba haciendo demasiado daño con sus inseguridades. Que creyó que lo mejor era terminar con todo eso y que cada quien pudiera vivir su vida de la mejor manera posible. Pero no fue capaz de soportarlo. Le dolía la distancia, la indiferencia y el pensar en ti cada noche de esos últimos meses. Por eso habló con sus padres, pidiendo comprensión justo ese día. Pero comprensión en familias como las suyas, más preocupadas por el qué dirán los demás al qué sentirá mi hijo, es pedir demasiado. Por eso la indiferencia de la noche, por eso las miradas. No querían arruinar esa noche tan importante. Pero estaba seguro de que al día siguiente todo sería diferente y, posiblemente, sus maletas ya estarían en la puerta.


Te pidió perdón porque ahora comprendía lo doloroso que había sido para ti afrontar todo eso solo y cargando con alguien como él, lleno de inseguridades y miedos, y haciéndote sentir a ti, al mismo tiempo, ansioso e inseguro sobre su relación.


Te habló de noches largas fuera del edificio donde vives, con la llave en la mano y los sentimientos arremolinados en el corazón. Pero no tenía cara para entrar y pedirte una nueva oportunidad, donde simplemente caerían en la misma situación de antes. Tenía miedo de que le odiaras. Miedo de entrar y ver que estabas con alguien más olvidándole.


Hablaron y hablaron durante toda la noche. Y continuaron hablando hasta que el sol se coló por la ventana y los sorprendió dormidos en el sillón, abrazados de una forma incómoda. Pero igualmente abrazados y sin querer soltarse.


Caminaron sin mucha convicción hacia la cama, sin otra intención más que dormir lo que les quedara de tiempo. En cuanto se recostaron en la mullido y amplio colchón sus cuerpos entraron en contacto nuevamente, se dejaron envolver por la somnolencia, que no tardó en dormirlos por completo, totalmente abrazados y tranquilos por primera vez en meses.


Eran las tres de la tarde pasadas cuando por fin despertaste. Te costó algo de trabajo ubicarte, pero la familiaridad del lugar te trajo todos los recuerdos de la noche de golpe, haciendo que te incorporaras rápidamente en busca de Ariel, que ya no estaba.


Su ausencia casi te hace entrar en pánico, creyendo que todo había sido un sueño inventado por tu cruel mente, pero una nota en la mesa, junto a una comida ya fría te llamaba la atención.


“Volveré más tarde.” Decía a secas, pero aun así fue suficiente para que una sonrisa tranquila se formara en tu rostro.


Comiste con apetito sin siquiera calentar la comida, recordando aquellos días donde él solía cocinarte cualquier capricho que llegara a tu mente, y cada plato te sabía a gloria misma.


Una vez terminas te diriges directamente a la ducha, donde el agua lava las angustias y los remordimientos. Es una oportunidad de un nuevo comienzo que no vas a desaprovechar y aunque sientes algo de intranquilidad de que vaya el solo a enfrentarse a su familia, esa antigua confianza renace en ti y te hace creer que todo estará bien.


Miras el reflejo en el espejo, justo como el día anterior. Pero hoy no te ves tan desgastado y la sonrisa en tus labios no es ninguna farsa. Sonríes como un idiota y, sinceramente, te sientes un poco idiota, pero es la euforia que el día anterior no pudiste exteriorizar y hoy se está desbordando por cada poro de tu cuerpo.


Evitas pensar en lo tarde que será ese “más tarde” pues no quieres sentirte ansioso por su llegada. Pero no puedes reprimirte mucho tiempo y cuando el reloj marca las siete y cuarto, comienzas a caminar por todo el departamento, creando cientos de escenarios donde sus padres logran persuadirle para que salga con una linda chica. Sabemos con certeza que Ariel es fácilmente manipulable por sus padres. También piensas en que pudieron encerrarle en algún cuarto para hacerle entrar en razón y en este momento grita desesperadamente por ayuda.


Te detienes en ese último pensamiento y te dejas caer en el sillón, agotado. Esa paranoia tuya no va a llevarte a ningún lado y es mejor que te tranquilices antes de que cometas una locura. Debes creer en la seguridad de la noche anterior, en sus palabras sinceras y esas lágrimas que juntos derramaron, abrazados en ese mismo sillón y en el calor de la cama.


Pero es difícil olvidar tantos años de inseguridades, tanto tiempo en el que, al final, siempre anteponía las apariencias  a ti. Quieres creer, joder, claro que lo quieres. Pero ya lo hemos dicho, los dos son unos cobardes y es duro romper con una rutina con la que han vivido durante toda su vida.


Todos esos pensamientos se arremolinan, uno tras otro, dentro de tu cabeza. Por esa misma razón te sobresaltas cuando alguien llama a la puerta, con toques inseguros pero fuertes.


Te incorporas, extrañado. Nunca recibes visitas sin que te avisen antes. Por eso, la cara que pones al ver a Ariel del otro lado de la puerta debe ser todo un poema.


Viste ropa informal, se ve agotado y te mira con expresión de confusión por tu reacción.


Le dejas pasar sin haber reaccionado del todo y el entra con pasos vacilantes, esperando, al igual que tú hace unos momentos, lo peor.


Se quedan en la puerta, mirándose y tratando de entender la situación.


— ¿Estás bien? —Pregunta con voz queda.


Y es en ese momento en el que, por fin, te das cuenta de que sí es él y que sí está ahí parado, contigo, que sólo le ves como si fuera algún fenómeno de circo.


— Sí… yo, bueno… sólo, ya sabes —y estás seguro de que no, no sabe qué carajos estás pensando pero igualmente sonríe comprensivo.


— Mucho que empacar, otro tanto que tirar y los gritos de papá no ayudaban en nada.


Pero sus manos están vacías y tú se lo haces notar con los ojos, que no se despegan de sus manos.


— Dejé las cosas en mi auto. La llave también. Creo que es más civilizado que el dueño de la casa me deje entrar y no me de permisos que no me corresponden.


Nuevamente sonríe nervioso, jugando con sus manos de forma ansiosa y esperando alguna reacción por tu parte, que no se hace esperar.


Te aferras a él en un abrazo asfixiante, donde dejas en claro que sí, joder, , es él ahí parado frente a ti, sonriéndote de forma un poco más segura y envolviéndote cálidamente entre sus brazos.


— Tonto —murmuras contra su cuello, sintiendo como propia la vibración que recorre su cuerpo por tu aliento—. Puedes entrar aquí cuando quieras y puedes traer tus cosas si así lo quieres.


Y sólo bastan esas palabras para que el se aferre a ti como si fueras un salvavidas y lágrimas de felicidad mojen tu playera.


Es todo tan surrealista y extraño que una parte de ti sigue creyendo que en algún momento despertaras de golpe en tu cama, empapado en lágrimas, sudor y desdicha. Pero es real y aunque aún no te des cuenta de ello por completo, él no va a desaparecer entre tus brazos.


Lo que ocurre después de eso sigue siendo muy extraño pero igualmente reconfortante. Un beso llevó a una caricia, a desnudarse en medio del pasillo de entrada. Sus pasos torpes los llevaron, no sabes bien cómo, hasta tu cama –su cama, plural, de ustedes, piensas con dicha- donde caen desnudos  besándose. Cada curva y cada pedazo de piel la conocen a la perfección. Pero hay algo nuevo en el ambiente que ninguno de los dos puedes identificar con exactitud. Quizás tenga que ver con que ya no hay más secretos, ya no hay posibilidades de que desaparezca en cuanto despierte porque debe llegar a casa y representar su papel frente a sus padres.


No, ya no hay nada de eso. En ese momento sólo son  él y tú. Nadie más importa y eso parecen entenderlo casi al mismo tiempo porque los dos sonríen como idiotas, de esa forma que hace años no lograban, y es como si un gran peso que han estado arrastrando por tanto tiempo por fin los dejara libres.


Tus manos recorren ese cuerpo que echabas tanto de menos. Tus labios saborean cada parte expuesta y cubierta por gotitas de sudor que te saben a él, a todo lo que es él y lo que por fin te está entregando.


Ariel no se queda quieto, por el contrario, sus manos juguetonas recorren tu espalda como tanto te gusta, bajando hasta tu trasero, que aprietan con fuerza haciéndote gemir de deseo.


A los dos les gustan los preliminares, jugar con sus cuerpos y conocerse más, si es que es posible. Memorizar cada punto sensible y torturarse mutuamente. Pero en los dos hay mucha urgencia por tanto tiempo alejados, así que dejan todo eso, prometiéndose entre beso y beso que luego habrá tiempo para reponer el tiempo perdido. De momento simplemente quieren sentirse como si fueran uno solo.


Alguno de los dos –pues a esas alturas has perdido toda noción del entorno- alcanza de forma torpe el lubricante que sigue en la mesita de noche, desde su último encuentro, que no te has atrevido a usar con nadie más. Tus dedos se sumergen en ese cuerpo bajo el tuyo, arrancando suspiros y jadeos de esos labios hinchados que no te resistes en volver a besar una y otra vez.


No sabes, ni quieres saber, hace cuánto que no está con alguien de esa forma, por eso mismo eres cuidadoso pero no lento, y en pocos minutos tus dedos han dado paso a esa dolorosa erección que se pierde entre sus nalgas, aceptándolo como siempre, entre gemidos de algo que identificas como dolor. Bajas la intensidad de las embestidas cuando vez que lagrimea un poco. Intentas retirarte pero él te detiene, pidiéndote un poquito de tiempo.


— Más de dos meses es mucho tiempo —susurra en tu oído y no puedes evitar sentirte dichoso al saber que no se dejó tocar por nadie más.


Cuando lo consideras prudente, vuelves a moverte, poco a poco hasta que sientes como su interior se amolda a la perfección contigo y comienzas a embestir con fuerza, tocando su próstata en cada golpe y recreándote por esos gemidos que bien podrían ser también sollozos.


Los dos se olvidan de la prudencia y comienzan a jadear al unísono, murmurándose al oído palabras cariñosas que se entrelazan con proposiciones ardientes que sólo logran excitarles más.


Es tanta la euforia, la pasión y el tiempo que ha pasado desde la última vez para los dos, que ninguno resiste demasiado antes de terminar con un ronco gemido que se parece mucho a sus nombres.


Dejas caer tu cuerpo sobre el suyo, respirando agitadamente y sintiendo que sus pieles se funden como una sola debido al sudor que los empapa de arriba abajo. Como puedes quitas tu peso de su cuerpo, pero en ningún momento has dejado de tocarle, recordando cuánto añorabas esa piel junto a la tuya y esos besos húmedos después del sexo, que comenzaban ardientes, con los últimos atisbos de pasión hasta convertirse en suaves caricias hasta caer rendidos.


Pero tú no puedes volver a dormir porque te pierdes en la imagen de su cuerpo recostado junto al tuyo. En sus ojos cerrados y el suave subir y bajar de su pecho que indica su tranquila respiración. Es tan hipnótico que podrías quedarte horas mirándolo, con esa misma sonrisa tonta en tus labios pensando que al día siguiente le dirás que se quede así, contigo, para siempre.


Porque sabes que los dos ya están cansados de ser unos cobardes, y tienes ganas de hacer locuras y enfrentarte al mundo tomado de su mano. Porque a su lado puedes sonreírle sincero al espejo. Puedes aceptar que tu hermana ya es una mujer casada.


Y, sobre todo, con él a tu lado, ya no te sientes vacío.

Notas finales:

Ya lo dije y lo vuelvo a repetir. Que asco de finales hago.


Pero bueno… convertiré esta parte de la página en mi sección de quejas. Quejas que siempre pueden saltarse pues no obligo a nadie.


En esta ocasión es recordando algo que me dijeron hace tiempo. una chica me mandó un mensaje privado diciéndome que porqué mis historias siempre tenían finales felices, demasiado lemon y no cosas más realistas.


Me dejó pensando durante un tiempo y me di cuenta de muchas cosas. Por ejemplo, no leo drama de ningún tipo, ni siquiera me le acerco al angst y cosas como “tríos” “orgías” y todo eso no me terminan de gustar. Admito que quizás si la historia es muy buena –dentro de lo que YO considero bueno- si lo leo. Pero no quiero leer una novela, quiero un fanfiction. FICTION. El nombre por si solo se explica. Ficción. No vengo aquí para hablarles del día a día sino a hablar de lo que yo quiero hablar y si eso es sólo sexo entre hombres, creo que estoy en todo mi santo derecho.


No necesito escribir algo realista porque yo YA vivo en la realidad y es una mierda que no necesito plasmar en mi pantalla para conocerla.


No sé si eso conteste la pregunta, la verdad no me importa, pero dejen de preguntarme pendejadas como esas. Con todo respeto, creo que cuestionar lo que escribo es una falta de respeto. Ustedes saben, NO me están pagando ¿o sí?


Gracias (:


Comentarios, mentadas de madre, flores, halagos y declaraciones de amor en un review. Sino, aun así agradezco que me lean. –Con todo y malas palabras :P-


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