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Los Crisantemos por Dark_Yuki_Chan

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LOS CRISANTEMOS


Para mi hermano Hisoka, con un amor que va más allá de la risa y de las lágrimas. Un amor más inmortal que nuestros sueños.


Llegué a la casa como de un año. Digo “la casa”, aunque en realidad era un piso viejo que mis padres alquilaban, ubicado en la séptima planta de un edificio de diez, sin ascensor. Según lo que ellos me contaron, en un comienzo no soportaba Vince, y en cambio adoraba a Eduard. Vince era mi padre. Eduard también. Vince baboseaba por mí y sufría mi desprecio, mientras que Eduard se irritaba cuando yo me obstinaba en seguirle hasta cuando iba al baño. Finalmente aprendí a tolerar a Vince, apreciarlo luego y finalmente quererlo desquiciadamente. Ambos nos quedábamos en la casa –el departamento– cuando Eduard iba al buffet de prestigio internacional en el cual trabajaba hacía un par de años.
Vince era profesor de historia, pero por el momento no daba más que algunas esporádicas clases particulares para poder dedicarse plenamente a mí. Era algo escuálido y no muy alto. Guapo, con una piel mate brillante como bronce, el cabello liso y castaño, los ojos color manjar y los labios casi siempre curvados en sonrisa. Le gustaba vestir de blanco, negro, azul y todos los matices que éstos pudieran presentar. Detestaba las camisas, los abrigos y los sombreros. A veces se dejaba una barba corta que picaba cuando me daba el beso de las buenas noches. No le gustaba cocinar o no sabía, por lo que cuando era pequeña comía papilla que vendían envasada en el supermercado y, ya mayor, arroz o fideos con huevo, ensalada y uno que otro sándwich. Detestaba los deportes, y se mantenía delgado por milagro, siempre escribiendo cuentillos a máquina o dibujando con acuarela. Le encantaban los perros y los crisantemos, por lo que su mayor amor –después de Eduard y de mí– fue la perrita callejera que llegó un día a nuestra puerta y a quien, naturalmente, bautizó como Cris.
Eduard se esforzaba por ser exitoso en todo. Su trabajo como abogado le daba cada vez más dinero y prestigio, pero siempre decía que su vida comenzaba a las 7:00PM, cuando llegaba al anciano piso por fin. Lanzaba lejos la corbata y los zapatos, lo cual siempre me hacía reír y ponerme a tirar mis juguetes con toda la fuerza posible. Me bañaba y preparaba algo decente de cenar –cosa que Vince y yo agradecíamos fervorosamente en silencio–. Era más alto y más robusto que Vince, la piel de un pálido saludable, los ojos azules detrás de los elegantes anteojos que lo hacían ver más joven. Detestaba su rizado cabello azabache, por lo que siempre lo mantenía obsesivamente corto, y también su pequeña barriga blanda que ningún ejercicio conseguía erradicar. Odiaba la vieja máquina de escribir de Vince, y cada vez que lo veía ante las teclas prometía regalarle un ordenador cuando tuviera suficiente dinero. La música y el cine lo enloquecían, por lo que casi todos los fines de semana nos llevaba al pequeño y gastado cine que se “alzaba” a dos cuadras del edificio. Un sábado por la tarde, íbamos los tres a ver alguna película infantil. La semana siguiente, conseguían que alguien me cuidara durante la noche y buscaban algo más de su gusto.
Unos cuatro o cinco años después que me adoptaron, Vince estalló. Quería trabajar. Lo necesitaba. Decía que si seguía encerrado todo el día entre cuatro paredes iba a convertirse en una vieja amargada. Se reía de su tonta broma al decirlo, pero hablaba en serio. Eduard lo sabía. Moviendo cosas aquí y allá, le consiguió empleo en una escuela grande y antigua, como de un siglo. La paga era buena, y como además Eduard escalaba velozmente en su trabajo, pronto pudieron comprar una casa, un auto, juguetes y ropas lindas para mí, una casa para Cris y, naturalmente, el ansiado ordenador. La casa –amplia y moderna, de una sola planta y con un extenso jardín– estaba cerca del trabajo de Vince, quien se desplazaba en bicicleta. Aquel año entré al colegio, uno pequeño y familiar que se hallaba a unas cinco cuadras de nuestro hogar. Vince terminaba de trabajar temprano, pasaba a la casa para alimentar a Cris y dejar la bicicleta, y luego iba a buscarme andando a la escuela. Eduard, feliz en su nuevo auto, llegaba rápidamente a casa para que almorzáramos juntos, luego nos besaba apresurado y se marchaba igual.
…ramos felices. Yo era su hija, su muñeca, su “cielo”, “preciosa”, “princesa”, “pollita”, “gatita”, y otros muchos sobrenombres cursis. Ellos eran mi todo. No necesitábamos a nadie más. Bueno, a Cris. Y un día se murió. Se salió del jardín como hacía muchas veces, pero en aquella ocasión con tan mala suerte que se enfrentó con auto veloz en nuestra habitualmente tranquila calle. El auto ganó. Nos topamos con el cuerpo peludo medio aplastado al borde de la cuneta, frío. Lloré mucho cuando la enterramos en el jardín, con una piedra encima que decía “Cris” y tenía el dibujo de un simpático perro negro hecho en acuarela por Vince.
“Ahora tú eres la mujer de la casa”, dijo él.
“Si quieres compraremos otro perro. Podemos buscar en un refugio”, agregó Eduard, mirando a Vince con cara de pocos amigos por su comentario anterior. Pero yo no quería otro perro. Quería un hermanito. ¿Por qué no, en lugar de ir a un orfanato de perritos, íbamos a uno de niños? La respuesta fue un tajante no, unísono. Chillé y pataleé, pero ni con mi siempre eficaz cara de cachorrito mojado logré ablandar sus corazones. Entonces lo olvidé, y fuimos sólo los tres. Y nos amábamos y nos amábamos.
Un día, de pronto, crecí. No exactamente así. Mejor dicho, un día, de pronto, me di cuenta que había crecido. Ya no recordaba como era que mis padres me bañaran. Aún me cepillaban el cabello a veces, pero yo ya me vestía sola hacía tiempo y escogía la ropa que quería comprar. De pronto me fijaba en los chicos, creía enamorarme de alguno, me ponía a dieta y lloraba por estupideces. Creo que aquella época no fue tan difícil para Eduard como lo fue para Vince. …l podía pasarse horas hablándome de la vida, de las amistades, de los coqueteos, de casi todo lo que pudiera querer oír. Sin embargo, se negaba rotundamente a hablar con nadie –salvo con Eduard, me imagino– de dinero y de sexo. Le parecía de mal gusto, se turbaba. Eduard tenía que darme la mesada y regañarme cuando me ponía demasiado consumista. Eduard tenía que hablarme de la menstruación, la masturbación y los condones. Lo máximo que podía hacer Vince, con esfuerzo, era comprarme un libro casi de autoayuda –que yo detestaba– o un paquete de toallas higiénicas.
Fue duro para todos. Discutíamos más a menudo, yo me encerraba a sollozar en mi pieza bien oculta tras un portazo o me sentaba en el patio durante horas para confiarle mis penas a Thor, el gato rojizo que solía asomarse para que lo mimáramos y alimentáramos y luego desaparecía durante días. Era cruel con mis padres. Una vez, en especial, me comporté de forma despreciable. Me gustaba un pelirrojo llamado Peter, que fumaba, bebía y –decían mis chismosas compañeras– cambiaba de novia como de zapatos. Organizó una fiesta en la playa, a unas tres horas de la ciudad, que duraría todo el fin de semana. Yo detestaba los grupos grandes y la música de moda y la gente tonta, pero como se trataba de Peter… podría tolerarlo. Mis padres no me permitieron ir, y armé un escándalo de proporciones apocalípticas. La discusión fue horrible. Poco a poco, fui soltando todas aquellas cosas que en algún momento me habían molestado y había preferido callar. Eduard había dejado de discutir, dejando en claro que dijera lo que dijera él ya había tomado una decisión. Vince, en cambio, aún intentaba razonar conmigo, explicarme sus motivos, tratar que comprendiera. La tormenta, sin embargo, ya se había desatado, y su calma y comprensión habituales no podían controlarla. Le grité algo. Algo como “Tú no eres mi padre, maricón”. Se calló inmediatamente, ahogado de dolor. Eduard me pegó. No gritó ni armó más escándalo. “No puedo creer que seas tan malagradecida”, dijo despacio, decepcionado. Tomó a Vince de la mano y lo obligó suavemente a salir con él de la habitación, a dejarme sola. Lloré mordiéndome los labios. Lloraba de dolor. No por la bofetada, que ni siquiera me había hecho daño, sino porque Eduard jamás había levantado un dedo contra mí. Si lo había hecho, pensaba sollozando, era por razones extremas. Yo había lastimado a Vince. Había sido cruel y estúpida, malagradecida. Los había decepcionado a ambos. Lloraba por mí y por Vince y por Eduard. Por la adolescente que no pudo o no quiso ser mi madre, por el novio que la había abandonado al saber que yo existía. Lloraba porque Thor no aparecía hacía dos semanas y por la muerte de Cris y por ese maldito pelirrojo que, mis padres tenían razón, no merecía mi atención.
Volví a crecer, ya no físicamente, sino de forma invisible. Ellos me perdonaron. Thor regresó. Yo alimentaba al gato y Eduard preparaba recetas deliciosas y Vince llenaba los floreros de crisantemos. Los domingos desayunábamos los tres –los cuatro cuando estaba Thor– en la cama de mis padres y hablábamos de todo, nos reíamos y nos callábamos. Normalmente yo salía luego con mis amigos o algún chico lindo y les dejaba el resto del día para ellos. En la tarde, cuando llegaba, me esperaba una cena deliciosa, y la ropa para la escuela limpia y planchada sobre el escritorio.
Tenía dieciséis años, Vince cuarenta y Eduard cuarenta y tres cuando, una tarde de noviembre, Vince salió a buscar su bicicleta, la cual estaba en un taller que quedaba cerca. Yo estaba estudiando y mi padre duchándose cuando sonó el teléfono. Me levanté gruñendo y contesté. No sé quien era. No sé cuales fueron sus palabras introductorias. Lo único que recuerdo es “El señor Vince Hefting fue atropellado”. Corté y corrí a la habitación donde Eduard estaba vistiéndose. Tardamos eternidades en llegar al hospital. Lo que nos explicaron no fue mucho. Vince estaba regresando a casa en bicicleta cuando una mujer joven lo arrolló. No había semáforos en nuestras pequeñas callecitas. La mujer estaba en otro hospital, pues tras atropellar a Vince el auto había resbalado y chocado con un poste. Ella y su hijo pequeño tenían heridas menores. Mi padre no había tenido tanta suerte. Eduard y yo nos ahogamos casi entre cafés y coca colas, saltando cada vez que alguien con delantal blanco aparecía por el pasillo. Supongo que en algún momento me dormí de angustia, porque de pronto me encontré acurrucada en la silla con la chaqueta de mi padre sobre los hombros, y él sentado junto a mí con el rostro pálido, los ojos rojos y las ojeras lívidas. Le pregunté sobre el estado de Vince y sólo dijo “aún hay esperanzas”, pero en su voz no existía ninguna. Fui hasta la máquina del pasillo por dos cafés y, cuando regresé, un médico estaba de pie frente a Eduard. Me apresuré y me senté a su lado, el corazón detenido. El hombre tragó saliva profesionalmente.
“Lamento mucho anunciaros que, a pesar de todos nuestros esfuerzos, el señor Vince Hefting acaba de fallecer”. Aquello fue todo. Eduard se levantó rápidamente para huir a algún lugar donde nadie pudiera verlo llorar. Yo estallé en sollozos allí mismo. Mi padre ya había dado un par de pasos para apartarse de allí cuando se detuvo, regresó a la silla y me abrazó. Nos derrumbamos uno en brazos del otro, mientras el médico se retiraba en silencio.
Detesto los matrimonios y los funerales. En el de Vince hubo gente desconocida que llenó todo de coronas florales. Los padres de Vince no asistieron. Sus hijos eran todos gente normal, con ese pervertido no compartían más que el apellido, fue su argumento. No me importó. La madre de Eduard –mi abuela, que extraño era pensar en ello– había viajado desde El Congo para apoyar a su hijo y a su nieta desconocida. “Ella es nuestra hija Kim”, fue todo.
Luego del entierro no hubo nada más. La señora regresó a su casa y todos los demás desaparecieron para siempre. Hasta Thor dejó de visitarnos. Eduard cocinaba para tres y compraba crisantemos todos los días y llenaba la casa de ellos. Leíamos los escritos de Vince que había en el ordenador. Yo le limpiaba el polvo a su bicicleta y a la tumba de Cris. Mi padre –mi único padre, por primera vez– y yo nos sentábamos silenciosamente en el sillón triple de la sala, cada uno en su lugar habitual. Jamás tocamos el extremo derecho, que era el de Vince. La casa se apagó. Nuestras vidas se apagaron. Por ello no me sorprendió tanto hallar un día a Eduard muerto en su cama, abrazando la almohada de Vince. Lloré por última vez. ¿Qué iba a hacer? ¿Volvería al orfanato? ¿Tendría que vivir con la anciana de El Congo lejos de mi casa, de mi vida, de mi todo? ¿Tendría que olvidarlos y sonreír de nuevo? No. Aquello no podía ser así. Estaba sola. Dejé una fotografía donde Vince y yo sonreíamos acariciando a Cris junto al cadáver ya frío de Eduard. Limpié la bicicleta y la piedra del patio. Dejé comida de gato en un platillo fuera de la cocina por si Thor regresaba. Cambié el agua de los crisantemos. Arreglé frente al espejo mi cabello rubio, ondulado, y puse un poco de brillo en mis labios. Me tendí cuan larga soy sobre el sillón, con un cuchillo descansando sobre mi pecho. Desde entonces he estado recordándolo todo. He estado amándolos más allá de la risa y de las lágrimas. Eduard se enfadaría si me viera con los zapatos sobre el tapiz del sillón. Vince me diría que limpiara la sangre que cae sobre la alfombra desde los cortes en mis muñecas. Dejo el cuchillo a un lado, sobre la mesita baja. Entonces me muero.


Daruku Yuki
(24-2-2004)

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