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Navidad, dulce Navidad por AndromedaShunL

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Notas del fanfic:

Los personajes no me pertenecen a mí, sino a Masami Kurumada.

Notas del capitulo:

Esta es una historia que me obligué a hacer. Me resultaba terrible la idea de pasar las Navidades sin hacer ninguna historia de estas que tanto me gustan :P. Espero que disfruten de este primer capítulo y den su opinion si lo desean :D

    Y es que la Navidad es tan dulce...

Mansión Kido
    

    Los copos de nieve no cesaban de caer sobre los balcones y el jardín, tiñendo todo el paisaje de blanco puro y hermoso. El frío calaba hasta los huesos, pero a ninguno le importaba. Era tan mágica la Navidad que se habían olvidado prácticamente del helado sabor del aire, y sólo pensaban en divertirse y celebrar esa magnífica etapa del año, y correr de un lado al otro buscando las últimas piezas del gran árbol que habían colocado en el salón. Dentro de unos días llegaría el momento más esperado, el 24 de diciembre, y no podía faltar nada en estar en orden.

—¿Dónde dejaste la estrella, Seiya? —Preguntó Shiryu con una caja de adornos en sus brazos.

—¿Por qué iba a saberlo yo? ¡Siempre echándome la culpa!

—Fuiste el último en cogerla —lo acusó.

—Pues no me acuerdo de eso.

—No discutáis. Si no aparece ya compraremos otra —dijo Saori calmando la situación.

—Pero esa era muy bonita, seguro que no encontraríamos una igual —dijo Shiryu preocupado.

—Si Seiya no la encuentra se encargará de buscar otra tan bonita como la que perdió —sonrió Saori maliciosamente.

—¡¿Qué?! ¡¿Por qué yo?!

—¡Por que tú la perdiste! —Le acusó Shiryu.

—Está bien...

—Hola chicos —saludó Hyoga cuando pasó por delante de la puerta y siguió su camino.

—¡Qué frío eres! —Exclamó Seiya.
    

    Hyoga subió las escaleras de la mansión hacia la planta superior para dirigirse a su habitación. Desde hacía tiempo existía un sentimiento en su interior que apresaba su corazón, y aunque por fuera pareciese de hielo, se estaba derritiendo por dentro. Desde que las guerras hubieron terminado, esta emoción se fue expandiendo por su cuerpo, dejándolo ligeramente cansado y algo atormentado, pues sabía que era muy difícil llevarla a su plenitud.
    

    Pasó por las la primera habitación, y por la segunda, y por la tercera. Había tenido la buena suerte de haberle tocado la última de las habitaciones, y así no le despertarían por la noche los demás caballeros cuando quisieran llegar a la suya. Pero cuando pasó por delante de la cuarta sintió un sollozo detrás de la puerta, y se le encogió el corazón al escucharlo.

—Shun, soy Hyoga, ¿puedo pasar? —Preguntó dando golpecitos en la madera.

—Sí, Hyoga, puedes —contestó con voz entrecortada.
    

    Abrió la puerta despacio y lo vio tirado en su cama con el rostro oculto entre las manos, con la luz apagada, sumido en la oscuridad. Se aproximó a él y le apoyó una mano tranquilizadora sobre el hombro, haciendo que se volviera para mirarle.

—¿Qué te ocurre, Shun? —Le preguntó sentándose a un lado de la cama, pasándole rodeándolo con un brazo.

—Es... mi hermano... —contestó un poco más calmado.

—¿Qué le pasa?

—Le echo tanto de menos... Pensé que... que vendría... a estar con nosotros en Navidad —hundió su rostro de nuevo entre las manos para llorar.

—Oh, vamos. No te preocupes.

—Me lo había prometido... hace tanto... que no lo veo... —sus palabras apenas un susurro.

—Aún quedan unos días, estoy seguro de que vendrá —dijo sonriendo.

—¿De verdad lo crees?

—¡Claro que sí! Hasta un fénix necesita el calor de los demás aparte del suyo propio. Confía en mí y en él.

—Oh, Hyoga, gracias por animarme, de verdad. Eres un amigo increíble —le agradeció y le abrazó con fuerza.
    

    Hyoga se sonrojó, pero por suerte Shun no pudo verlo. Hacía tiempo ya que se encontraba perdidamente enamorado de ese joven peliverde, pero no sabía qué hacer, y tenerlo tan cerca suyo le provocaba descontrol a su corazón, haciéndolo palpitar como si quisiese sobrepasar los límites de su velocidad establecida. Cuando reaccionó después de unos segundos, se sumó al abrazo.

—No hay de qué, Shun. Gracias a ti por ser quien eres —le susurró al oído, y este le abrazó con más fuerza todavía y sollozó entre sus brazos de nuevo—. ¿Y ahora qué ocurre? —Le preguntó alarmado.

—Que te quiero Hyoga, eres el mejor amigo que jamás he tenido —sonrió.
    

    Por un momento a Hyoga se le aceleró aún más el corazón, pero deceleró cuando Shun terminó su frase, triste y abatido. Había tenido la esperanza de que esas palabras transmitieran un sentimiento más profundo, o al menos, uno distinto al que le había dado el peliverde.

—¡¡Hyoga, Shun!! ¡¡No seáis tan vagos y bajad a decorar!! —Gritó Seiya desde el primer piso, y pronto oyeron sus pisadas subiendo las escaleras.

—¿Te encuentras con ánimo? —Le preguntó Hyoga serio.

—Sí, gracias a ti ya estoy mejor. De verdad —añadió al ver que lo miraba no muy convencido.

—Está bien, vayamos a ver qué están armando...

Reino de Asgard
    

    Si Asgard ya era de por sí frío y vacío, en invierno esto se duplicaba. Pero siempre hay motivos en cada época del año que la hacen hermosa, motivos para disfrutarla intensamente. Aunque existen personas que perdieron toda la esperanza en tiempos como este, y no se percatan de lo maravillosa que puede ser la Navidad cuando se deja atrás el pasado y se vive al máximo con la gente de tu alrededor.
    

    Mime de Benetnasch, por desgracia, era una de estas personas incapaz de encontrar los motivos para sonreír. Y es que aunque recuperó el verdadero recuerdo y se libró del que le atormentaba la mente día y noche, la verdad le sabía más amarga que la mentira. Había acabado con la vida del hombre que lo había dado todo por él, y se había engañado así mismo para ocultar su culpa bajo una máscara.
    

    Se había aislado de los demás guerreros divinos para pensar con tranquilidad, o más bien, para entristecerse más y más sin más apoyo que su lira, la cual tocaba día y noche desde el momento en que la diosa Atenea los hubo revivido tras la última de las batallas propias de esa era. La resurrección menos aprobada fue la de Alberich de Megrez, pues su corazón había estado invadido por la codicia, pero Atenea era amable y perdonaba a todo aquel que sinceramente requiriera su perdón.
    

    Ese día veinte de diciembre no era la excepción de su música. Se había sentado entre las columnas que decoraban su segundo hogar, aunque él lo hubiera considerado como único hogar de no ser por carecer de las comodidades de una casa corriente, sólo ruinas alrededor suyo.
    

    El negro cubría el cielo durante todo el invierno en Asgard, por lo que muchas veces olvidaba qué parte del día era o, incluso, qué día era. Había tenido relaciones más bien escasas con los demás guerreros y con la propia Hilda, pero no le importaba. O sí. Se sentía tan solo en el mundo que a veces echaba en falta alguien que le diera un poco de vida a su alma, o simplemente, una conversación.
    

    Sintió una presencia alrededor suyo que interrumpía su concentración en la melancólica melodía que estaba tocando. Abrió los ojos cauteloso y se puso nervioso al distinguir al intruso que lo había alterado.

—Vaya, si eres tú —lo saludó Alberich a su manera.

—¿Qué haces aquí?

—Me canso de estar rodeado de gente que me desprecia —esbozó una sonrisa que parecía más bien una mueca—. ¿Qué es de ti, Mime?

—Nada es de mí —dijo con un suspiro.

—Estás maltrecho. ¿Cuánto hace que no comes nada? —le preguntó frunciendo el ceño.

—No lo sé. Es difícil llevar la cuenta de los días en este lugar —paseó la mirada por el paisaje helado.

—Suele pasar cuando te aislas del mundo, sí.
    

    Mime lo miró con gesto hosco, pero no quiso meterse en una discusión con aquel guerrero divino. Sabía de sobra que Alberich era muy inteligente y astuto, además de cruel, y no tenía la menor posibilidad de ganarle a un duelo de palabras.

—Me estoy aburriendo.

—¿Por qué no te vas a hacer algo? —Le sugirió Mime con calma.

—Porque ya lo he hecho todo.

—¿Qué quieres? ¿Hablar?

—Es una opción. No hay mucha gente en este lugar a la que le agrade entablar conversación conmigo.

—¿Y por qué me iba a agradar a mí? —Preguntó Mime alzando una ceja.

—Vaya, tenía la esperanza de que tú fueras distinto a ellos... había oído que no eras tan violento como los demás, y que tu corazón era puro e inocente, pero tal vez me equivoqué... —dijo cerrando los ojos y ladeando la cabeza con desaprobación.
    

    Mime sintió que había caído en la trampa de su palabrería. No tenía ninguna gana de hablar con aquel guerrero divino, pero estaba claro que este sabía perfectamente cómo manejar la situación para conseguir lo que quisiese, y en ese momento también lo estaba logrando. Mime deseaba ocultar sus emociones y pensamientos al resto del mundo, pero Alberich lo sabía, o lo intuía, y conocía las reglas del juego. Aunque solo le estuviese pidiendo conversación, tenía el correcto presentimiento de que aquello no iba a acabar como él quería que acabase: con un simple "adiós''.­­­

—¿De qué quieres hablar? —Preguntó Mime sin poder evitar ser quien es.

—Cualquier cosa me sirve —Contestó a la vez que se sentaba al lado del rubio y perdía los ojos en el cielo y en la aurora boreal.

—¿Cómo estás? —Preguntó como protocolo.

—Solo, ¿y tú? —Respondió encogiéndose de hombros.

—También.

—Pero tú lo estás porque quieres. Yo lo estoy porque quieren ellos —dijo sin apartar la vista de la luz del cielo.

—Lo necesito.

—¿Por qué? ¿Acaso crees que estando solo en este lugar te vas a curar de tus tormentos? —se rio a carcajadas amargas.

—No necesito la ayuda de nadie —se defendió.

—Ya. Es evidente, ¿no? Un corazón tan rudo y frío como el tuyo no necesita que nadie le anime para sentirse mejor consigo mismo —siguió riéndose más calmadamente.
    

    Mime lo miró con desprecio en sus ojos, pero sabía que en el fondo Alberich tenía razón. No quería que nadie más cargase con sus penas, pero a veces se sentía más solo que una flor en aquel desierto de hielo. Poco a poco fue aflojando su mueca hasta convertirla en tristeza que no pudo ocultar. Giró la cabeza para que Alberich no lo viera.

—¿La segunda vez que hablas conmigo y es para reprochar mis decisiones? —Preguntó sin volverse.

—¿La segunda? Más bien la consideraría la primera. Aquella vez fue un mero saludo de cortesía.

—Peor me lo pones.

—Como tú lo quieras interpretar —se encogió de hombros y perdió de nuevo la vista, esta vez por debajo de la aurora boreal, y no parecía dispuesto a decir nada más hasta que Mime le hablara.

—Qué más dará ocultar lo que sientes o no, si después de todo a nadie le importa de verdad —dijo abatido después de un largo silencio.

—Tienes razón, a nadie le importa. Pero siempre te van a preguntar.

—¿Cómo tú ahora? —Lo miró frunciendo el ceño.

—Es muy probable —sonrió con una mueca—. La gente piensa en sí misma, a nadie le importa cómo se siente la mujer del vecino cuando éste le pega —se encogió de hombros.

—Tampoco es eso, Alberich. Hay gente buena en el mundo. Gente de verdad.

—Pues yo todavía no he visto a nadie. Y yo no soy una de esas personas buenas. Ellos sufren porque todo les preocupa, porque los demás los tratan mal aprovechándose de su debilidad. Se ponen tristes cuando están solos en este mundo cruel, y anhelan encontrar a otra persona que se les parezca, pero normalmente se tropezarán con gente completamente contraria.

—¿A ti no te preocupa que te desprecien? —Preguntó un tanto sorprendido.

—Soy como soy, y me gusta ser así. Si no les gusto pues no los busco —volvió a encogerse de hombros.

—Qué triste.

—Como tú —sonrió maliciosamente.
    

    Mime se levantó de la columna sujetando su lira bajo el brazo, y comenzó a caminar fuera de ese lugar, pensando en todo lo que habían hablado y lo despreciable que podría llegar a ser aquel guerrero divino, incluso habiendo intercambiado más de cuatro palabras por primera vez.

—Espera, Mime —le pidió Alberich agarrándolo del brazo.

—¿Qué quieres? —Preguntó sin girarse.

—Me caíste bien. ¿Dónde te puedo encontrar? Sinceramente me ha gustado hablar contigo un rato después de tanto tiempo hablándole únicamente a la amatista —suspiró.

—Prácticamente en cualquier momento puedes encontrarme aquí

—contestó con emoción contenida.

—Mañana volveré —le prometió sonriendo tras él.

—Está bien. Hasta mañana, pues —se despidió y se alejó por el camino que iba a seguir antes de ser interrumpido.
    

    Alberich se quedó unos minutos más tumbado en la columna donde habían estado hablando, y meditando sobre su propia situación: hacía mucho tiempo que no hablaba con nadie seriamente, y llevaba desde su resurrección aguantando el vacío de los demás guerreros divinos y de la propia Hilda, aunque esta al menos le saludaba sonriendo cortésmente. No podía ocultarse a sí mismo que aquella conversación había sido completamente satisfactoria.

Santuario de Atenas
    

    También en el Santuario los adornos de Navidad estaban siendo colocados con gran cariño y esmero por los caballeros que allí habitaban. Las calles estaban cubiertas de luces de muchos colores y el espumillón revolvía todas las columnas y las fachadas de las casas. Las sagradas moradas de los caballeros dorados también estaban bajo la influencia de esta fiesta, a pesar de las diferentes creencias.
    

    Todas las guerras habían terminado por fin, pero no habían dejado buen sabor de boca. Desgraciadamente, los caballeros que fueron resucitados bajo la influencia de Hades no pudieron ser resucitados de nuevo por Atenea, y el Santuario había perdido grandes personas y compañeros que perdurarían en el recuerdo de todos para siempre.
    

    Las casas sagradas de Saga de Géminis, ahora ocupada por su hermano gemelo Kanon, de Máscara de Muerte de Cáncer, de Aioros de Sagitario, quien tampoco pudo ser devuelto a la vida, de Shura de Capricornio, de Camus de Acuario y de Afrodita de Piscis, se encontraban ahora vacías de vida, con los recuerdos flotando en el ambiente de cada una, pero inevitablemente sumidas en una profunda tristeza. Además, también se conservaban las pertenencias sagradas de los caballeros de plata que habían dado su vida y su honor a cambio de la paz del mundo.
    

    Milo de Escorpio sabía que tarde o temprano debía afrontar los hechos y enfrentarse a la realidad. Pero era tan difícil... Durante un tiempo había estado enamorado del difunto Camus, y cuando se lo hubo confesado, este accedió a mantener una relación con él, para sorpresa de Escorpio. Habían estado juntos desde entonces, con sus pros y sus contras, hasta que la batalla de las 12 casas acabó con la vida de Acuario.
    

    Para Milo, la pérdida de su amor resultó más doloroso que mil muertes, y sólo deseaba volver a estar con él, día y noche. Cuando esto se hizo realidad en la batalla contra Hades, sus ojos y su corazón no pudieron creer que los había traicionado aceptando la resurrección temporal que el dios del inframundo le había otorgado. Se sintió completamente engañado, triste, enfadado y frustrado, y las circunstancias lo llevaron a odiar al caballero de Acuario. Pero cuando supo las verdaderas intenciones de los caballeros resucitados, no pudo más que reprocharse a sí mismo haber dudado de ellos y de su amor. Sintió que el corazón se le despedazaba poco a poco por aquel sentimiento de culpa tan grande que lo oprimía con fuerza, y aún más en esa primera Navidad que celebrarían, en la que no podría tenerlo a su lado.
    

    Milo subía las escaleras adornadas hacia su morada para descansar del entrenamiento de ese día. A pesar del final de la guerra, entrenaba muy duro todas las mañanas para no caer en la tentación de pensar más de la cuenta y hundirse de nuevo en la tristeza.

—Buenas tardes, Milo —lo saludó Mu con una sonrisa cuando entró en su casa para atravesarla.

—Buenos días, Mu.

—¿Quieres que te sirva algo de comer o de beber? Se te ve agotado —el caballero de Aries sabía a la perfección qué era aquello que tanto atormentaba a su amigo, pero evitaba rotundamente hablar del tema, pues no deseaba que la máscara que camuflaba a Milo se rompiese y le hiciese más daño de lo que ya le hacía.

—No, gracias. Eres muy amable —le devolvió una sonrisa forzada.

—Como quieras.

—Hasta luego, Mu.

—Hasta luego, Milo.
    

    El caballero dorado siguió subiendo las escaleras hasta llegar a la casa de Aldebarán. No le simpatizaba mucho la idea de tener que cruzarla, pues Tauro siempre le preguntaba más de lo que él quería contestar, y a veces le hacía derretir la barrera de su corazón. Aunque otras veces le daba valor para afrontar la realidad tal y como era.

—¡Milo! —Lo saludó Aldebarán saliendo de la habitación, entre las columnas.

—Buenas tardes —dijo él.

—No te andes con cortesías. Conmigo no hace falta, ya lo sabes —rio —. No te había llegado a preguntar antes, pero... ¿acaso no piensas celebrar la Navidad con nosotros? —Le preguntó serio.

—No lo tenía pensado...

—¡Pues muy mal! Milo, no puedes vivir así eternamente. Tienes que divertirte, no te digo olvidar los recuerdos que te atormentan, pero sí dejarlos a un lado por una vez. Estoy seguro de que te sentaría de maravilla —le sonrió.

—No tengo ganas de celebrar nada desde hace mucho tiempo.

—Confía en mí —siguió sin prestarle mucha atención—. Sé perfectamente cómo te sientes, y tienes motivos más que suficientes. Pero tendrás que afrontarlo tarde o temprano, y más vale temprano que tarde.

—Estoy cansado, déjame volver a mi casa. Lo siento pero no tengo ganas de hablar con nadie...

—Milo, mírame —le apoyó las dos manos en los hombros—. Vas a celebrar la Navidad sí o sí. Aunque tenga que hacer milagros para que así sea. Te juro por mis cuernos que la vas a celebrar y te lo pasarás muy bien. Estoy seguro de que Camus no desea que estés triste por él.

—Déjame, Aldebarán... necesito pensar, de verdad —le pidió.
    

    Tauro no dijo nada más. Apartó las manos del caballero de Escorpio y le dejó vía libre para que continuara el camino hasta su correspondiente casa, pero sin dejar de mirarlo con tristeza hasta que lo perdió de vista. Al final no pudo evitar que una lágrima cayera por su mejilla, pero la apartó rápidamente y volvió a lo que estaba haciendo antes de que Milo entrase en su hogar.
    

    A Milo le había sentado como una puñalada haber oído el nombre de Camus en voz alta. Le recordaba a cuando le insistía pesadamente para cualquier tontería y no dejaba de nombrarlo delante de todo el mundo. O a cuando lo llamaba en un susurro los días que dormían juntos en la misma cama. Ahora le resultaba un nombre tan amargo de pronunciar... pero a la vez el nombre más bonito que había escuchado jamás.
    

    Cuando llegó a su casa pensó en pasar el resto del día y la noche en la morada de Acuario, pero su parte racional le dijo que con las condiciones en las que se encontraba no iba a ser buena idea. Estuvo muy tentado pero al final se contuvo entreteniéndose con un libro y la televisión. Poco después de las diez cenó una mísera galleta y se fue a la cama a dormir, o más bien a rememorar todos los momentos que había pasado junto a Camus, su amor, tanto los buenos como los malos.

Notas finales:

Muchísimas gracias por leer!!! mañana segundo capítulo :P


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