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La carroza del malvado. Leyenda. por nezalxuchitl

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Notas del fanfic:

Esto es una leyenda mexicana asi que no me pertenece en absoluto. La lei en un librito de antologia de leyendas y me encantó porque ademas del encanto de lo sobrenatural le encontré un toque de yaoi, shonen-ai mas bien.

Me limité a transcribirla corrigiendo los errores de redacción  y ortografìa que tenia la version del librito, uno de tantos que se venden a veinticinco pesos (unos dos dólares) y no ponen siquiera el nombre del compilador.

Les comparto los datos bibliograficos que trae el librito:

Mitos y relatos de la Colonia, Editorial Época, México, 2003.

Notas del capitulo:

"...y estos quedaron pasmados ante la horrible visión de un esqueleto vestido con elegante atuendo, que conducía unos caballos negros y brillantes, que al trotar sacaban chispas a las piedras con sus herraduras..."

La carroza del malvado

 

Cuenta la leyenda que don Félix Manuel de Villatoro fue uno de los más prósperos comerciantes de Nueva España en el siglo XVII.

Desde su llegada a la capital se dedicó a trabajar con ahínco, sin hacer vida social que le procurase esposa y familia a la postre, de manera que llegó a la edad madura soltero. Sin embargo, esto lo tenía sin cuidado pues su trabajo le mantenía ocupado y siempre rodeado de gente. Trataba a sus trabajadores con respeto y consideración, ajeno a las marcadas diferencias de clase y casta que imperaban en aquella época.

Don Félix vivía bien, tranquilamente en una ciudad que le habia cautivado desde el primer momento. La fortuna le sonrió, y unida a su trabajo duro, le trajo dividendos considerables con los años. Su negocio más acertado fue asociarse con el catalán don Ángel Ferreira y Talamante, quien era pariente lejano del virrey. Este lo nombró proveedor general de palacio y de la ciudad, de manera que con la sociedad, don Félix aseguró un mercado para sus mercancías, con la promesa de obtener rendimientos más elevados.

Con los años don Félix y don Ángel vieron acrecentar su fortuna, hasta convertirse prácticamente en los más acaudalados de la ciudad. Solteros y maduros, habían cultivado también una buena amistad; solían reunirse con frecuencia a degustar buenos vinos añejos. Con el paso de los años su amistad se estrechó. En una ocasión en que se hallaban disfrutando de un vino añejo, luego de hacer las cuentas de las ganancias de su negocio en común. Don Ángel, que era de carácter reflexivo, viendo ante si los papeles que daban fe de su fortuna, dijo a su socio y amigo:

-¿No os parece, don Feliz, que disfrutaríamos mejor de nuestra fortuna de tener familia?

-Decís bien don Ángel, más en la vida no se puede tener todo. Fortuna tenemos y en nuestra amistad nos consolamos.

-Tenéis razón – respondió don Ángel, tras un suspiro – Mas… ¿a quién servirá el fruto de mis largos años de trabajo, a quien?

-No os preocupéis por eso amigo mío, os adelantáis demasiado en el tiempo. Aun nos quedan muchos años de vida.

Noches después de esta conversación, don Ángel acudió a visitar a don Félix a su casa. Este se extrañó al verlo llegar a tan intempestiva hora, pero atento y buen amigo como siempre, le recibió con una copa de vino. Notó la palidez en el semblante de su amigo, la falta de brillo de sus ojos, su ánimo decaído y el temblor de sus manos al beber el vino. Don Ángel intento mantener una conversación casual, pero no le fue posible. Se hallaba turbado, inquieto. Don Félix no pudo soportarlo más y le preguntó:

-¿Qué os pasa don Ángel? ¿Qué turba vuestro animo?

En aquel instante don Ángel dejó caer la copa, se encogió en el sillón, temblando, presa de un terrible dolor que no le permitía hablar. Don Félix alármose, en cuanto paso el duro espasmo llevó a su socio hasta su lecho. Con grandes trabajos pudo recostarlo, pues era tan viejo como él. Don Ángel se notaba débil todavía, hablaba entre balbuceos hasta que en un momento de lucidez pudo decirle:

-¡Ay amigo mío! Mi fin esta próximo, moriré…

Angustiado al oírle, don Félix le acomodó las almohadas, tomó su capa y le dijo:

-Aguardad, os traeré un médico.

-No – suplicó el enfermo – traedme mejor un confesor.

-Ambos os los traeré al instante.

Don Félix regresó rápidamente con el cura y el médico. Este lo revisó y a continuación entro el padre. Entretanto, el médico se dirigió a don Félix con la expresión seria y el semblante grave para comunicarle que su amigo agonizaba. Don Félix, consternado, quiso saber que mal padecía.

-Mal de años, don Félix, del que nadie escapa. – contestó el médico. Unos momentos después el padre salió de la alcoba.

-Don Ángel esta en paz con Dios, ahora desea hablaros, don Félix.

-Voy en el acto, padre.

Arrodillado ante su amigo moribundo, don Félix enjugó el sudor de su frente y aguardó en silencio a que el espasmo de dolor pasara. Entonces don Ángel habló:

-Amigo mío, voy a morir ya… A nadie tengo en tan alta estima como a vos y en nadie deposito más confianza, por lo que deseo daros un encargo…

-Decídmelo, lo cumpliré al pie de la letra. – prometió al moribundo.

-Bien sabéis que no tengo familia…

-No la tenemos ambos, por desgracia.

-Así es, por eso os pido que reunáis todos mis bienes y los repartáis entre los menesterosos.

-¿Tal deseáis, don Ángel? – pregunto un tanto asombrado don Félix.

-Sí. Deseo que mi fortuna sirva para aliviar enfermos, consolar viudas y huérfanos, ayudar a los necesitados. Que sirva para socorrer a los pobres, como lo manda Nuestro Señor y tal limosna sirva para disminuir el tiempo que purgara mi alma en el purgatorio por los pecados de mi cuerpo.  Dad toda mi fortuna a los pobres, amigo mío, hasta agotarla… Que Dios sea testigo de vuestra encomienda.

-En vuestro lecho de muerte juro cumplir con vuestros deseos, don Ángel. – prometió solemne su socio, tratando de dominar su abatimiento.

El moribundo usó su último aliento para despedirse de don Félix, mirándolo con unos ojos en los que la sombra de la muerte ya se adivinaba. Apretó con fuerza la mano de su amigo y luego esta cayó yerta, laxa.

 

*

 

Después del deceso de don Ángel Ferreira y Talamante, don Félix se dedico a cumplir la promesa hecha a su socio y amigo. Separó del capital común el que perteneció a don Ángel y entró en posesión de sus propiedades gracias a un poder notarial que el difunto, quizá presintiendo la muerte, había dejado a su nombre, acreditándolo como heredero.

Nueve días después del sepelio don Félix comenzó a cumplir con la voluntad de don Ángel. En su carroza, acompañado únicamente por un trabajador y distrayéndose de sus propios negocios, acudió a los más humildes barrios de la ciudad donde habitaban indios, mestizos y negros, la población mas empobrecida en aquella época.

Luego de llamar a la puerta de las viviendas y anunciar su encomienda, entregaba un saco de monedas de oro en las manos de las familias. La gente recibía gustosa el  inesperado regalo, deseando ventura y que Dios se lo pagara al gentil caballero, pero este siempre respondía:

-Pedid la misericordia divina para el difunto don Ángel Ferreira y Talamante, por cuyo encargo os socorro.

La caridad continuó por varios días, el recorrido de don Félix por los barrios más pobres y alejados le mostró las carencias que sufría la gente, y que mitigaba o resolvía en su totalidad gracias a los sacos de monedas de don Ángel.

Mas don Félix pronto dejó de salir a repartir en su carruaje, pues rápidamente corrió la voz de que el noble caballero estaba repartiendo la fortuna de su difunto socio: entonces los pobres, enfermos, menesterosos e incluso pillos comenzaron a desfilar a la puerta de su casa, con innumerables quejas y peticiones de ayuda. A ellos entregó puntual el oro, sin que en ningún momento se sintiera fastidiado por las visitas.

Sin embargo llegó el día en que la fortuna de don Ángel se agotó. Pero los pobres, enfermos y menesterosos no, por lo que continuaron acudiendo a su casa en solicitud de ayuda. Don Félix explicaba a cada uno que la fortuna del difundo se había acabado, y por tanto, su encomienda, pero la gente insistía. Entonces, con intensión de librarse de la multitud, agolpada siempre a su puerta, dio por repartir su propia fortuna.

No obstante pronto le cansó la situación: no podía ni atender sus propios negocios por atender a las solicitudes de los pobres, siempre llamando a la puerta de su casa o buscándolo en sus negocios. Había comenzado a repartir su fortuna en un intento de acabar con aquella engorrosa situación, pero cayó en cuenta de que nunca acabaría, pues un hombre, pensó, no puede acabar con la pobreza por muy grande que sea su fortuna. Se consideraba a sí mismo un hombre de bien, satisfecho por haber cumplido la última voluntad de su amigo y socio. Nada le obligaba a continuar ayudando con sacos de su propio oro a los pobres, pues, pensaba, cuando su propia fortuna se agotara la gente seguiría insistiendo.

Por ello un día, en que una gran cantidad de gente tocaba fuertemente a su puerta y lo llamaba a gritos mucho se molestó, de manera que decidió poner fin al problema. Abrió la puerta de su casa y en acto les dijo:

-Escuchad bien, señores: la fortuna de mi difundo socio don Ángel Ferreira y Talamante  se ha agotado. Lamento deciros esto, pero es la verdad.

Un rumor asombrado recorrió la multitud, para enseguida dar paso a un tropel de comentarios:

-¿Habéis oído? – dijo uno.

-¡Que descaro! – señaló un anciano.

Un hombre obeso, de rostro hinchado por el alcohol, le reclamó:

-Según tengo entendido don Ángel dejó tanto oro como para socorrer a toda la Colonia.

-Dicen que su fortuna alcanza para ampararnos por diez años o más.

-¡Sí! Don Ángel pensó en todos nosotros, los pobres desdichados… - señalo una mujer con exagerada expresión de congoja en el rostro.

-¡No os creemos don Félix! – exclamó otro.

-¡Yo creo que pretendéis robarnos lo que nos corresponde! – gritó el hombre obeso, levantándole el puño en actitud amenazante.

Don Félix lo abofeteó, encolerizado ante la ofensa.

-¡Que osáis decir, bellaco!

-Lo que todos dicen: que os habéis apropiado del oro que deberíais repartir.

El anciano don Félix lo miró con desprecio. Luego se dirigió a la multitud:

-¡Escuchadme todos! La fortuna de don Ángel se ha agotado, y para socorrerlos desde hace un mes vengo echando mano de mi propia fortuna. Así que sabedlo bien: yo hice juramento de repartir entre vosotros la fortuna de mi socio y lo he cumplido, por tanto, no recibiréis más caridad de mi hacienda. ¡Marchaos!

Al darse vuelta para entrar en su casa, don Félix aun escuchó los insultos:

-¡Traicionáis la amistad de vuestro difunto socio!

-¡Nos robáis lo nuestro, ladrón!

-¡Idos al diablo! – fue la respuesta final del comerciante, tras lo cual dio un portazo.

No obstante, las serias acusaciones del populacho llegaron a oídos del clero. Días después del enfrentamiento, un fraile llamado Mariano, amigo suyo, fue a visitarlo para esclarecer los rumores. Don Félix, más tranquilo ya, tacho de calumnias todo lo dicho en su contra. Le narró con detalle las obras de caridad que había realizado con la fortuna de su fallecido amigo, las cuales, incluso, habían llegado a resolver definitivamente las necesidades de quienes bien supieron emplearlas. Volvió a jurar ante el fraile haberse apegado al deseo de su amigo hasta agotar la última moneda. El fraile quedó satisfecho con lo dicho por don Félix, lo cual daría a conocer al clero.

Empero, continuaron las quejas, y esta vez se dirigieron al Santo Oficio, en forma de anónimos o de cartas firmadas, cuya acusación principal era la apropiación ilícita de la fortuna del difunto, así como el incumplimiento de su voluntad.

Los funcionarios del tribunal mandaron llamar a don Félix para que rindiera declaración, y este declaró lo mismo que ya había declarado a fray Mariano. Como prueba de cumplimiento del deber ofreció sus libros de cuentas, que podían ser retenidos en el tribunal para que los funcionarios revisaran y comprobaran la veracidad de las anotaciones realizadas en ellos. Los funcionarios, viendo la seguridad de su talante y la prueba ofrecida, le dejaron ir. No obstante le advirtieron:

-Iniciaremos una averiguación, y si habéis tocado un solo ochavo de la fortuna que se os dejo, seréis severamente castigado, don Félix.

-¡Bah! ¡Haced cuanto gustéis!

Recién salía del tribunal, cansado ya de que se dudase de su honradez y de su honor, cuando un grupo de mendigos lo abordó para pedirle ayuda:

-¡Ayudadme! – dijo un hombre fuerte y sano- ¡Tengo hijos que no comen! ¡Tenemos hambre! ¡Ayudadnos!

-¡Os voy a ayudar como merecéis, gandules!

Esta vez el español no se contuvo: levantó el fuete con que espoleaba a su caballo y soltó un latigazo tras otro sobre los mendigos, que se hacían a un lado agiles, aullando de dolor. Pronto subió a su carroza y desde ahí los amenazó:

-¡Escuchadme, racimo de perdularios! Haced saber a todos que si alguien se me acerca en demanda de caridad, lo que le daré serán latigazos!

Pero los menesterosos no se amedrentaron y al verlo marchar le gritaron:

-¡Exigimos nuestra herencia! ¡Devolved nuestro oro, sinvergüenza!

Ante los insultos constantes a la puerta de su casa don Feliz se asomó por un balcón, casi enloquecido de cólera:

-¿Con que eso creéis de mi, bellacos? – y en respuesta a los alaridos lanzó una caja metálica a las cabezas de sus agresores, a la que siguieron otros muebles.

¿Quién podía soportar tan gran afrenta? El caballero lucía respetables canas, su comercio se hallaba descuidado y aunque mucha fortuna poseía, perdió el interés por el trabajo. Pero más aun, su carácter cambio por completo. No había sido lo que se dice “un alma de Dios” pero había sido bueno y noble a su manera.

Esa misma noche decide abandonar la ciudad, yéndose a ocultar en su casa de campo en San Andrés de las Cuevas. Sus sirvientes, testigos de todo lo acontecido, atendieron presurosos sus órdenes de cargar con el oro, las joyas y todos los bienes, y cerrar la casa cuidadosamente. Sin que nadie notara su partida se dirigió a su casa de campo. Al llegar ahí ordenó cerrar el zaguán e impedir la entrada de persona alguna, sin excepción.

Sus días transcurrieron en el exilio, la melancolía lo invadió en medio de la tranquilidad que ahora lo rodeaba. La curiosidad de saber lo que se decía de él lo atosigó tanto que terminó por enviar dos sirvientes a informarse a la capital. Tres días más tarde los criados regresaron, mas no se atrevían a decir a su amo lo que habían escuchado. Pero don Félix ordenó:

-¿Qué se dice de mí? ¡Hablad sin recelo?

-Dicen que sois un ladrón y un malvado. – respondió uno.

-Que habéis despojado a los pobres, enfermos y menesterosos de su legitimo oro. – agregó el otro.

-¿Qué más? ¡Contestad!

-Lo que vos ya sabéis, señor, cosas terribles.

Los criados quedaron con la mirada baja y don Félix entendió que había más todavía. Permaneció en silencio, esperando, hasta que la espera se volvió insoportable y el criado más nervioso habló:

-Señor, por piedad, entended las miserias de la pobreza, los vicios que ella crea… No vale la pena que os aflijáis por su causa, pero dicen que… dicen que robabais a don Ángel Ferreira desde que este vivía.

La noticia revolvió algo en su interior, más allá de su hígado hecho piedra: la luz de sus ojos tornó en oscuridad al tiempo que su gesto mostró una expresión serena, despojada de todo sentimiento, y sin embargo, inquietante. Pensamientos siniestros cruzaron su mente. Al cabo habló:

-Volved a la capital ahora mismo y reunid a pobres y mendigos en las plazuelas y los puentes. Anotadme bien direcciones de viudas y de enfermos, de nobles venidos a menos y de cuanto necesitado tengáis noticia.

Sin explicarse la orden y un tanto temerosos, los criados obedecieron enseguida. Cuando estos regresaron con la información solicitada don Félix cargó su carruaje con oro y viandas y partió hacia la capital.

Horas después el comerciante llegó hasta el puente llamado Villamil, donde sus criados habían reunido previamente a la gente. A los lados del puente se hallaban, expectantes. Don Félix se levantó de su asiento y les dijo:

-Tenéis hambre, ¿verdad?

-Sí, noble caballero. Ayudadnos por Dios, que os protege. – le respondieron.

-Dadnos monedas y comida… - suplicaron.

-Hábil es vuestra mano para extenderse y mostrar la palma vacía. ¡Mirad cuantas viandas traigo en este cesto! – exclamó al tiempo que les mostró una canasta con los mas apetitosos alimentos – Vuestra boca se humedece, sentís el vacio en vuestras entrañas. De buena gana os embriagarías con mi vino, os hartaríais con mis jamones… ¡igual harían mis perros, igual que ellos os pelearíais por un mendrugo de pan! Mirad ahora cuanto oro brilla en este cofre – don Félix sacó un puñado de monedas y las dejó caer desde lo alto.

El brillo y el tintineo avivaron la codicia de la muchedumbre, que se atropellaba, que suplicaba voz en cuello:

-¡Dadnos unas monedas!

-¡Ayudadnos generoso hidalgo! ¡Habréis de ir al cielo por ello!

Don Félix sacó entonces otro cofre, lo abrió, arrojó su contenido a puños a la muchedumbre, que se arrojó a recoger las pequeñas piedras que el caballero había lanzado. Este rió a carcajadas, viéndolos pelear y arrojarse por piedras sin valor, pues su codicia los cegaba y creían aun que el comerciante les había lanzado monedas, como antaño.

-¡Nada os daré de mi fortuna, perdularios infames! ¡Nada será vuestro, falsarios mentirosos!

Entonces espoleó a sus caballos con fuertes latigazos y la carroza se abrió paso casi atropellando a la multitud, que desconcertada y furiosa, finalmente se da cuenta de que piedras fue lo que se les había lanzado.

Don Félix los dejó atrás y acudió entonces a las direcciones provistas por sus criados e igual castigo impuso a los menesterosos que las habitaban. Con el paso de los días procedió del mismo modo con los ricos venidos a menos, con quienes lo visitaban en su casa de campo para solicitarle prestamos, a pesar de saber que la respuesta habitual del comerciante era:

-¡Idos a pedir dinero al diablo, porque a mí, ni un ochavo!

La fama de don Félix Manuel de Villatoro se extendió por toda la ciudad; la corte, la nobleza, los clérigos, los comerciantes, todos lo calificaban de cruel y perverso al enterarse de la venganza que ejercía sin piedad sobre pobres y viudas. Sin embargo, fuera de críticas a don Félix y palabras de lástima nada daban ni los nobles, ni los clérigos ni los comerciantes a los menesterosos que acudían a ellos luego de que don Félix los hubiera humillado.

Ante el descredito social hubo un solo hombre que se apiado del viejo caballero, el fraile Mariano. Testigo de uno de los tantos excesos de su amigo pidió a Dios que le devolviera el buen juicio y que lo volviera el hombre bueno de antes. Largos meses de oraciones habrían de pasar antes de que su suplica fuera escuchada.

Un día don Félix recobró la lucidez ante la tumba de su amigo. Hizo un examen de conciencia y tomo la decisión de acudir a la iglesia para  confesarse, pedir perdón a Nuestro Señor y rogar a fray Mariano que se hiciera cargo de su fortuna y la repartiera entre los pobres. Por primera vez en mucho tiempo sonrió el atormentado caballero. Por fin se encontraba en paz consigo mismo, libre del rencor y del odio que tanto lo laceraron, haciéndolo desviarse de su naturaleza bondadosa.

Se puso en marcha hacia el convento donde habitaba fray Mariano, y al entrar a la iglesia, que en ese momento era objeto de reparaciones se detuvo piadosamente en la entrada, santiguándose con el agua bendita de la pila. Fray Mariano lo vio desde el altar y acudió presuroso a su lado:

-¡Bendito sea Dios que os ha hecho volver a Su casa, don Félix! – lo saluda.

-¡Bendito sea, fray Mariano! Qué bueno que os encuentro…

Pero en aquel momento, dos hombres que trabajaban en un andamio casi a la altura del techo, justo arriba de la pila del agua bendita recibieron una cruz que otros dos trabajadores recién habían retirado de la fachada de la iglesia. La colocaban sobre el andamio cuando alguno de ellos la soltó antes de tiempo, con lo que la pesada roca hizo crujir y oscilar el andamio. Otro de los trabajadores, al sentir que se caía, soltó la cruz para sujetarse a las cuerdas del andamio; su compañero no pudo sujetar la pesada cruz él sólo y esta cayó. Los trabajadores gritaron, pero el anciano caballero no pudo moverse tan rápido como el fraile y la cruz cayó sobre él, aplastándolo.

Fray Mariano se acercó presuroso a socorrer a don Félix, retiro de sobre su cuerpo los restos de la cruz rota y lo asistió. Aún respiraba el pobre caballero, mas se hallaba tan maltrecho y ensangrentado que parecía un milagro que aún respirara. El fraile lo abrazó con gran desconsuelo y elevó una nueva plegaria al Señor:

-¡Dios mío, escuchad a su alma! Y si algo vino a pedir, concédeselo de Tu gracia, oh Dios misericordioso!

Acto seguido realizo el rito de absolución, tras lo cual don Félix expiró.

 

*

 

Tras el funeral del anciano, solo en el mundo, fray Mariano encontró el testamento de don Félix, en el que lo nombraba donador de su inmensa fortuna. El fraile, bajo la administración y tutela de su orden dio cumplimiento a la última voluntad del difundo, ayudando con su herencia a pobres, enfermos y viudas, con la esperanza de salvar de este modo el alma de su amigo.

Pero el destino, que había hecho caer la cruz se disponía ahora a satisfacerse otro capricho.

Una noche, cuya fecha nadie recuerda con precisión, se empezó a escuchar el traquetear de una carroza por las calles empedradas de la capital. Dos caballeros que trasnochaban fijaron su atención en el vehículo, que se veía venir a la distancia:

-¡Escuchad que galope, don Fernán! Prisa debe tener quien así conduce su carruaje.

-Cierto es, y si no está loco, seguro que lo guía el diablo.

El carruaje avanzaba veloz, mas al pasar cerca de los hombres disminuyó su velocidad y estos quedaron pasmados ante la horrible visión de un esqueleto vestido con elegante atuendo, que conducía unos caballos negros y brillantes, que al trotar sacaban chispas a las piedras con sus herraduras. Detrás del carruaje, a modo de lacayos, dos pequeños seres de rostro diabólico y alas oscuras, que a la distancia parecían grandes mariposas negras que revolotearan encima del carruaje, pero que en el momento en que el esqueleto aminoró la marcha descendieron y empujaron  el carruaje. El espectro miró un momento a los trasnochadores para alejarse después.

Los caballeros coincidieron en que el carruaje se parecía mucho al del difunto don Félix Manuel de Villatoro. Uno aseguró que se trataba del mismo, sin lugar a dudas.

Aún fresco el recuerdo del anciano violentamente fallecido, el espectro se aseguró de que así permaneciera, pues a partir de aquella noche comenzó la pesadilla: la capital de la Nueva España se halló sobrecogida por el terror, pues puntual se escuchaba el galopar de los caballos y el traquetear de la carroza de don Félix en cuanto llegaba la noche.

La carroza se detenía delante de las puertas de aquellos a quien don Félix había humillado. Con sus manos descarnadas llamaba a la puerta y cuando el morador abría se quedaba aterrado, sin habla ante el espectro que estiraba sus huesudos brazos hacia él, diciendo:

-Vengo a pediros perdón por la ofensa recibida.

En cuanto el morador podía articular palabra respondía:

-Quien quiera que seas marchaos de mi casa, no os soporto.

Pero el espectro no se iba, antes bien se arrodillaba para insistir:

-Soy don Félix Manuel de Villatoro, y no me iré de vuestra casa hasta que me halláis perdonado.

Aquellos a quienes el muerto se les aparecía, hubieran olvidado la ofensa del difunto o no, le perdonaran de corazón o no, por el miedo que le causaba el espectro decíanle para quitárselo de enfrente:

-Os perdono, pero marchaos ya, por el amor de Dios.

Una vez que el espectro regresaba a la carroza y esta se alejaba, traqueteando, aquel que había recibido la visita a veces se preguntaba “¿Por qué no vino a ofenderme como hizo cuando vivía? ¿Por qué no vino a vengarse, a hacerme mal?”

Así, durante varias semanas, continuó la ronda nocturna de “la carroza del malvado”, como dio en llamarla la gente. Lo mismo se presentaba ante pobres que ante ricos: ante cualquiera a quien don Félix hubiera ofendido. El traquetear de la carroza infundía miedo en el corazón de los habitantes de la capital de la Nueva España. Si alguno la oía detenerse ante su puerta y oyendo el fatídico llamado por miedo no abría, el espectro atravesaba muros hasta llegar a donde estuviera aquel a quien en vida había ofendido para pedirle perdón, y no se iba hasta que aquel se lo concedía.

Se volvió difícil transitar de noche por las calles. No había carros de alquiler que se atrevieran a hacer el turno nocturno y aquellas pobres desdichadas a quienes su oficio obligaba a recorrer las calles de noche lo hacían pálidas y atentas, dispuestas a echarse a correr apenas oyeran el traquetear de la carroza. Los trasnochadores también lo temían, a tal punto que varios enderezaron su vida.

Por todos lados se vio la carroza del malvado con su infernal compañía, por todos lados se escuchó su lento traquetear, que lento pero seguro conducía a don Félix a su destino. Más de una vez los frailes intentaron detener la carroza cuando esta entraba a la ciudad por Tlalpan; levantaban la cruz en alto y decían:

-¡Deteneos en nombre de Dios Nuestro Señor!

Pero la carroza pasaba de largo. Ante la impotencia de los frailes y el terror que reinaba en la ciudad se llamo a concejo: frailes, oidores, nobles, ricos comerciantes y hasta un representante del virrey se reunieron para tratar el asunto. Fray Tomas de Hurtado conto haber presenciado un caso semejante en Villasclaras. Al punto, los asistentes le preguntaron de qué manera había detenido las apariciones, a lo que el fraile respondió:

-¡Diciendo misa por la calle! Es menester decir la misa en la calle por donde el aparecido entra en la ciudad.

-Si tal es el remedio, tenéis la licencia del virrey. – señaló su representante.

-No es tan sencillo como creéis – respondió fray Tomas – Debéis reunir a todos aquellos a quienes ofendió en vida don Félix Manuel de Villatoro para que asistan a la misa, y cuando la carroza venga acercándose todos deberán entonar a coro la letanía del perdón.

-¿Y qué sucederá entonces? – preguntó el representante.

-Una vez obtenido el perdón de aquellos a quienes ofendió, que es lo que don Félix busca para obtener el eterno descanso, la carroza y sus ocupantes se marcharan para no volver jamás.

-¿Vos os encargareis del ritual?

-Si así lo deseáis dispuesto estoy.

Se realizaron los preparativos, un altar fue levantado en la entrada de la ciudad, en el punto en que el camino de Tlalpan se convertía en calle de la capital. Fueron reunidos aquellos ofendidos por el difunto comerciante.

-¡Tanto que nos ofendió y ahora debemos de liberarle! – refunfuñó una anciana.

-No hay más remedio señora, – replicó un hombre encorvado - ¿o acaso queréis verlo a la puerta de vuestra casa?

-¡No lo permita Dios! – se santiguó la anciana.

-¿Y si nos ataca? – preguntó un anciano – Mucho en verdad le molestamos…

-¿Molestar? ¡Pero si estábamos en nuestro derecho! Nada nos hará, os lo aseguro, que en gracia de Dios estamos todos los pobres.

-Callad ya señores, que el padre empieza. – ordenó un hombre de porte distinguido, venido a menos.

Fray Tomas comenzó la misa, en latín, como se acostumbraba.  En aquel lugar se escuchaba extraña, las palabras del ritual en el idioma desconocido parecían retumbar en la oscuridad. Ni una hoja se movia en los arboles, que daban tétrico fondo al paisaje. A medida que transcurría el tiempo todo daba la impresión de detenerse de esperar en una atmosfera cargada de temor.

Justo cuando el padre rociaba con el agua bendita a los asistentes, dando por terminada la misa, se escuchó el traqueteo de la carroza del muerto. Los asistentes trataron de huir, asustados, pero fray Tomas los llamó con firmeza:

-¡Ea señores! ¡Todos juntos! Entonad la letanía del perdón. ¡Pronto, que ya la carroza se nos viene encima! ¡Fieles difuntos! – el padre comenzó la letanía con la voz quebrada.

-¡Perdonadle Señor! – contestaron todos.

-¡Animas del purgatorio!

-¡Perdonadle Señor!

La carroza se detiene ante los rezos. Fray Tomas exclamó:

-¡Ánima en pena que por este mundo vagáis, obtenido nuestro perdón retornad a Dios!

El terror invadió a los presentes, los ojos se desorbitaron temiendo el ataque del difunto con quien en vida mutuamente se ofendieron. Los caballos infernales piafaron, la carroza pareció querer avanzar, la muchedumbre retrocedió cuando el espectro los miró un instante con una expresión que traslucía su profundo dolor. Pero luego su rostro volvió a la calma, libre al fin. Y sin más, tiró de las riendas de los caballos y dio media vuelta. Se alejó perdiéndose en las sombras para siempre.

Así fue como la capital de la Nueva España se libro de “la carroza del malvado”, quedando como recuerdo del exorcismo, por algunos años, el altar a la entrada de Tlalpan.

 

 

 

 

Notas finales:

Espero que les haya gustado.

Realmente no sabia en que categoria ponerlo asi que me parecio que lo que mejor le quedaba era originales, porque es un relato hecho por ánonimo, por el pueblo, por todos y por ninguno. Si alguien tiene una objecion a esta categorizacion y tal cosa lo perturba al punto de que regresaria del mas allá, hagame saber en qué categoria cree que deberia ir esto con sus argumentos y ya veremos si puedo cambiarla.

Para quienes disfrutan de un relato sin estar rizando el rizo (me ha tocado conocer cada gente!), ¡muchas gracias por leer!


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