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Venganza por Artemisa Fowl

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SOMNOLENCIA

Veo a los médicos pasar, ir y venir, a veces una enfermera se acerca hasta mi cama y se me queda viendo fijamente, extiende su brazo con la intención de acariciarme, un gesto bondadoso, una palabra dulce, una muestra de afecto; pero se detiene a medio camino, quizás debido al gruñido que se escapa de mis labios involuntariamente o por el recuerdo del incidente de meses atrás. Cuando recién me ingresaron casi le arrancó un dedo a la mujer que intento acunarme en su pecho, estaba tan confundido y asustado en ese momento.

Han pasado un par de meses y los médicos no saben qué hacer conmigo. Mis heridas físicas han sanado, quedaran cicatrices y aun me encuentro débil físicamente, pero me he restablecido y no hay razón para que continúe internado.

Tía Ann vino a verme hace un par de semanas, intentó abrazarme y grité, grité hasta que la garganta se me desgarro y mis pulmones se quedaron sin aire. Tuvieron que inyectarme un tranquilizante y…luego todo se volvió negro.

No quería asustarla, pero en mi mente, ella no era mi amada Tía, sino una mujer extraña que me haría daño, desgarraría, golpearía, aruñaría. No me gusta el rojo, me recuerda al fuego, a la sangre y al dolor, tanto dolor.

Viene a verme todos los días, pero aun si no lo dice con palabras se que no puede cuidarme, le duele verme de esta forma y a mí me lastima causarle dolor. No hablamos, pero ella lo comprende. Ahora sólo viste de blanco, tampoco me gusta, pero es mejor que el rojo.

Mi médico de cabecera vino a verme esta tarde junto a mi Tía, me explicaron entre sonrisas fingidas y palabras bonitas que planeaban trasladarme a un Hospital Psiquiátrico, al menos hasta que me dignará a hablar con alguien de lo ocurrido y me estabilizará. No les contesté, no tenía sentido, tomaron su decisión y no había mucho que yo pudiera hacer para remediarlos, incluso si hubiera querido, pero no quería.

Estaba bien ahí, recostado veinticuatro horas al día, siete días a la semana, cuatro semanas al mes y doce meses al año. Sin nada que hacer y sumido en un estado catatónico gracias a los tranquilizantes y narcóticos. No  pensaba, no esperaba, no sentía…era igual a estar muerto. En algún momento se descuidarían, me quitarían las esposas que me atan a esta cama y entonces me cortarías las venas, sólo bastaría un momento de soledad, un segundo y sería libre.

Mis padres están muertos, no puedo dormir más de tres horas sin tener pesadillas y no tengo razón alguna para vivir. He perdido todo lo que amaba y me arrebataron toda capacidad para amar. No tengo nada que perder ni ganar.

Lo único que conservo es mi nombre, Ciel Phanthomhive.

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“Ellos” se ríen y yo lloró, suplicó, pido piedad. Pero no se detienen, ríen y ríen y ríen.

–¿Dónde está mi papá?–preguntó entre sollozos, tengo miedo.

Uno de ellos me abofetea, caigo al suelo, me llevó las manos hasta mi boca, estoy sangrando, nunca antes nadie me había golpeado. Papá me reprendía alzándome la voz de vez en cuando, mi madre me enviaba a mi habitación en el peor de los castigos. Me duele, me duele tanto.

Me sujetan del cabello y me vuelven a abofetear, una, dos, tres, cuatro, cinco…dejo de contar en ese momento. Quiero decirles que se detengan, me están lastimando, pero cuando dejan de golpearme me limito a jadear en búsqueda de aire…siento venir a un ataque de asma, mi garganta se cierra, quiero respirar, quiero a mi mamá, quiero irme de este lugar.

–Tus padres están muertos–susurra una maliciosa voz femenina a mis oídos–. Te llevaremos a verlos…

Abro los ojos, el grito atorado en mi garganta, mi frente balada en sudor, mis hombros temblorosos.

He aprendido a despertarme en los peores momentos, hay zonas tan oscuras y profundas en mis recuerdos en que ni siquiera yo me atrevo a nadar en ellas.

El Sol se filtra por la ventana, es de día, hace calor, la cortina se ondula suavemente a causa del viento, una suave brisa refresca la habitación. Me duele la cabeza, quiero un poco de agua, se supone que debo apretar el botón azul que está cerca de mi muñeca derecha si necesito algo y una enfermera vendrá en cuestión de segundo, dispuesta a adivinar y cumplir hasta mi más insignificante capricho. Pero no quiero hacerlo, me gusta estar solo.

–Buenas tardes.

Hay un hombre vestido de negro en mi habitación, lo recuerdo, era amigo de mi Padre, es un poco más joven.

–Espero no haber interrumpido su sueño, aunque no creo que fuera del todo agradable. Quiere un poco de agua. Beba.

Y extiende un vaso hasta mi, veo mis muñecas y descubro que soy libre, no hay más esposas, sujetó el vaso y bebo por mi propia mano, la primera vez en meses, el vaso tiembla, mis dedos están agarrotados, pero de alguna manera logro sostenerlo, unas gotas se desparraman por mi bata y sabana.

Lo observo detenidamente, el porte elegante, la sonrisa seductora, la mirada confiada, se parece a mi Padre, no, es más atractivo, de él emana un aire de peligro y urgencia de la que mi progenitor carecía.

–No puedes hablar–dice entre dientes con aire pensativo–. No quieres hablar en realidad, no ha habido necesidad de palabras hasta este día. ¿No es así?

No contesto. Tal vez sea cierto, quizás no. No lo sé.

Supliqué, imploré, rogué tanto y de tantas formas diferentes en otro tiempo y ¿para qué? De nada sirvió, “Ellos” no escucharon, no fueron más amables, no se detuvieron.

No quiero hablar, porque las palabras no sirven de nada.

–Tú padre se confió demasiado. “Ellos” vendrán por ti una vez más. ¿Lo sabes?

Retrocedo asustado y niego con la cabeza, aquí hay policías, médicos y enfermeras, me encuentro seguro. Eso me dijeron, Tía Ann me lo prometió.

–“Ellos” no descansarán hasta que hayas muerto. Eres su presa, una vergüenza para el Círculo, una mancha negra de la que deben deshacerse a cualquier precio. La próxima vez no habrá más juegos, vendrán por ti y te matarán. ¿Quieres morir de la misma manera que tus padres?

Tragó saliva con dificultad, no me está amenazando, tampoco advirtiendo. Lo dice de forma casual, como si no tuviera nada que ver consigo y estuviera contándole a un conocido la trama de una película. Pero yo no quiero morir, no a manos de ellos. Si voy a morir, lo haré bajo mis propias reglas, con mis manos y razones. Decidiré la hora y el día, incluso el lugar. No quiero que ellos me maten.

–Tu Padre me encargó tu cuidado, pero mi mundo no es sencillo, tiene reglas simples, más no fáciles de cumplir. “Cazar o ser cazado” ¿Qué elegirás? Mantener la pureza de tu alma o manchar tus manos de sangre.

Un médico entra a la habitación, viste de blanco, no le conozco, nunca antes le había visto.

El hombre vestido de negro le dispara, el sonido no retumba, tenía puesto el silenciador, sólo un clic, un chasquido y una mancha roja en el pecho del hombre. Estoy asustado, no me muevo…es peligroso, el hombre de negro es malo, ha venido a matarme. No debo creerle, intentó levantarme de la cama, pero caigo…mis piernas son flácidas como gelatinas, no pueden sostenerme.  Quiero gritar, pero no puedo. ¡Necesito ayuda!

El hombre de negro sigue de pie, ajeno a mis sollozos suaves y todo aquello que no sea la puerta.

El resto del mundo ha desaparecido para él, yo no existo, sólo la puerta. Aún sostiene el arma entre sus manos, los dedos alrededor del gatillo, los brazos ligeramente flexionados. Mi padre me enseño a disparar hace tiempo, ahora me parece una eternidad, pero no habrá pasado más de un año.

Él era un pistolero innato, pero el hombre frente a mí se encuentra a otro nivel.

La puerta se abre para dar paso a dos enfermeras que conversan animadamente, una es pelirroja, la otra rubia. Ríen y bromean.

Todo pasa en una fracción de segundos, apenas alcanzo a verlo.

La rubia ve al hombre muerto y grita, el sonido queda ahogado en su garganta, porque la pelirroja le cercena  el cuello, de punta a punta, con una precisión escalofriante, la sangre salpica y su hedor se apodera de la habitación, penetrante y oxido. El cuerpo cae, golpea contra el piso, se convulsiona unos segundos, antes de quedarse inerte, fría.

Se llamaba Catherine, le gustaba canturrear mientras me daba baños de esponjas, a veces me hablaba de sus hijos, tenía tres, una niña dos años mayor que yo. Era amable y yo la despreciaba, pero ahora está muerta. Nada de eso importa.

Si amo o fue odiada ya no tiene valor alguno. La muerte es el fin de todo.

La rubia se dirige hacia mí, cuchillo en mano, es rápida…apenas la veo llegar.

¡Voy a morir! ¡Realmente voy a morir!

Pero el cuerpo cae sobre mí, muerto…la sangre le escurre por la sien, no mucha, solo una línea escurridiza; sus delicadas manos sujetan la navaja por instinto, pero el hombre de negro que acaba de salir de la nada, la sujeta del cabello y arroja a una esquina.

Esta muerta, una bala en la cabeza. Un segundo antes mi vida estaba en sus manos y ahora sus extremidades comienzan a ponerse rígidas. Yo pude haber sido ella o tal vez debí serlo.

–¿Ahora me crees?–me pregunta el hombre metiendo su arma en uno de sus bolsillos.

Asiento en silencio.

–Vendrán otros y tarde o temprano lo conseguirán, a menos que tú lo hagas antes.

Hace una breve pausa y lanza un suspiro ahogado.

–Yo te protegeré y haré fuerte, hasta que llegué el día en que no necesites de mí. Se lo debo a tu padre. ¿Aceptas?

Asiento débilmente con la cabeza. ¿Venganza? ¿Podré tomar venganza contra “Ellos? Apenas puedo creerlo, alguien finalmente ha escuchado mis ruegos de angustia y respondido. O eso quiero creer.

–Mi nombre es Sebastián–se presenta el adulto con una breve reverencia–. ¿Cuál es tu nombre, querido?

–Ci…Cie…Ciel…

Y mi voz suave y desgarrada no es más fuerte ni clara que el balbuceo de un bebé, ya había olvidado su sonido y me asombra descubrir que aún posea algo tan preciado. Es única, nadie más la tiene ni tendrá jamás. No me la han arrebatado.

El hombre llamado Sebastián sonríe, se inclina hasta mí y extiende su mano.

La miro inseguro, grande y firme, pero terminó sujetándola, aferrándome con fuerza.

Me levanta en brazos y carga, estoy cansado, hundo mi cabeza en su pecho y escuchó el latir de su corazón. La adrenalina se desliza lentamente y los tranquilizantes hacen su trabajo, sumiéndome en un mar de pasividad y tranquilidad.

El hombre que me carga es un asesino, debería estar asustado, correr, gritar, cualquier cosa con tal de alejarme de su lado. Pero confío en él. No sé porque. No tengo razones más allá del hecho de que acaba de matar a dos personas frente a mis ojos, dos monstruos que buscaban mi muerte.

No, él es un Ángel dentro del cuerpo de un Demonio y en caso contrario, ya me condenaron al infierno antes sin motivo alguno, la próxima vez que me envíen ahí me aseguraré de que tengan una buena razón.

–Descansa, Ciel…

Y su voz se va perdiendo en la lejanía de la conciencia, cierro los ojos y sueño con mamá y papá y demonios y una extraña voz que no deja de repetirme que…

–La venganza es un plato que se sirve frío.

 


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