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Melodía enajenada por Euridice

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Notas del fanfic:

Este fanfic iba a ser un one shot pero me quedó demasiado largo; espero poder terminarlo pronto para que no se haga muy pesado, a decir verdad ya di muchas vueltas en este primer capítulo jaja.

Espero que les guste!

Natassia era una reconocida arquitecta rusa cuyo trabajo la llevó a Grecia a trabajar en una investigación sobre la arquitectura dórica. Dicho trabajo fue como una bocanada de aire fresco, hacía unos seis meses había perdido a su esposo en un accidente de tránsito, quedando sola a cargo de su hijo Hyoga, quien era un adolescente de quince años. Su hijo era todo para ella, pero sin dudas la muerte de su padre lo había afectado profundamente, y quien una vez fue un niño respetuoso y amable, se había convertido en una fiera indomable que había cubierto su rostro con uno que otro piercing, y vestía la mayoría de las veces de negro.

El joven no dejaba de echarle en cara que odiaba su nuevo hogar, a pesar de tenerlo todo; en la secundaria apenas hablaba con sus compañeros, pues la brecha cultural era grande y además se irritaba cuando los demás jóvenes notaban su fuerte acento. Lo único que hacía al llegar a su casa era encerrarse en su habitación y escuchar esas bandas de metal extremo que expresaban a la perfección cómo se sentía por dentro. Pensaba mucho en su país natal y en su padre, con quien sí compartía mucho; recordaba cuando solían pescar en un lago cercano y cuando tocaba el piano junto a él, quien había sido un importante director de orquesta de la filarmónica de San Petersburgo. Hyoga amaba a su madre, pero sin dudas no lograba entenderse con ella, eran como el agua y el aceite; y el terrible hecho de perder a su padre los distanció aún más.

Su madre había intentado todo para acercarse a su amado hijo: complacía todos sus caprichos, le permitió hacerse piercings muy a pesar de que estaba totalmente en contra de que hiciera algo así, le compraba todas las extravagancias que el joven exigía, nada era suficiente para recuperar a su dulce niño. No obstante, todo parecía en vano. Su hijo seguía manteniendo su impenetrable coraza, apenas hablaba cuando cenaban juntos, y Natassia muchas veces se veía presa del pánico cuando el adolescente estallaba en violentos arranques de furia. Una tarde la cual había terminado antes de trabajar, Natassia con ayuda de uno de sus colegas, cargó con un pequeño piano que había conseguido en un remate y lo llevó a su casa, esperando alegrar a su hijo. Hyoga llegó y no había notado que el instrumento estaba allí, sin mirar se dirigió a su habitación a encerrarse como solía hacerlo, por lo que Natassia golpeó su puerta y Hyoga le abrió:

-  ¿Qué quieres?

 

-  Te tengo una sorpresa, ven- dijo Natassia esperanzada, pero Hyoga se mostraba inexpresivo. Lo llevó hasta la sala de estar y le mostró el piano, que se veía algo viejo pero su sonido se conservaba muy bien. El joven miró el piano y sus ojos se llenaron de melancolía y furia.

 

-  ¡¿Qué se supone que es esto?!

 

-   Lo compré para ti. Pensé que te gustaría volver a tocar.

 

-   ¡¿De dónde sacaste esa ridícula idea?! ¡Te he dicho miles de veces que no tocaré nunca más!- respondió a los gritos el joven.

-   Hyoga, por favor, tú tocabas hermoso, ¿no crees que a tu padre….?

 

-   ¡¡ ¿QUE A MI PADRE QUÉ?!!- interrumpió impetuosamente el joven- ¡¿QUÉ SABES TÚ LO QUE HUBIERA QUERIDO PAPÁ?!

 

-   ¡Hyoga, cálmate!- expresó la mujer al borde del llanto.

 

-   ¡¡¡ODIO ESTE LUGAR, Y ODIO EL ESTÚPIDO PIANO!!!- exclamó furioso el chico de cabello rubio, golpeando con sus puños la tapa del piano, astillándolo. Su madre rompió en llanto al ver que el adolescente tenía sus nudillos ensangrentados e intentó llevarlo al baño para curarlo- ¡No me toques!, ¡ya no soy un niño, puedo curarme solo!- agregó, y se fue al baño a curar sus heridas. Natassia no dejaba de llorar, y decidió que era hora de buscar ayuda.

Al día siguiente la mujer de cabello rubio como el de su hijo se encontraba aún muy angustiada por lo que había ocurrido el día anterior. No lograba entender por qué su adorado hijo había cambiado tanto, y por qué se descontrolaba así; recordó nuevamente esa terrible discusión y las lágrimas volvieron a caer de sus ojos, hecho que llamó la atención de su compañero Aioria, un historiador oriundo del lugar que trabajaba junto con ella. Sin tener nadie más con quien hablar sobre el tema, Natassia le comentó lo ocurrido y el joven prestó su ayuda; su esposo era un psicólogo brillante, que se especializaba en trabajar con adolescentes. Le entregó una tarjeta con su número a la rusa y al llegar a su casa la mujer se contactó con él. Una vez acordada la cita, habló con Hyoga mientras cenaba:

-   Es hora de que cambies tu actitud, Hyoga.

 

-   ¿Qué actitud?- cuestionó el chico con ironía.

 

-   No puedes seguir comportándote de la forma en que te comportaste ayer, ¿te das cuenta del daño que te haces?

 

-   No fue nada…- dijo el joven sin mirarla, minimizando el asunto de sus nudillos lastimados.

 

-   ¿Y qué hay de mi Hyoga?, ¿alguna vez has pensado siquiera cómo me lastimas a mi?- dijo la mujer llorando; el chico por primera vez en varios días pudo mirarla a los ojos- Esto no puede seguir así, hablé con un psicólogo, tendrás una cita con él mañana.

 

-   ¿Qué?- dijo el joven totalmente sorprendido; no le gustaba para nada la idea de ir a lo que él consideraba un loquero, pero que su madre mostrara esa preocupación lo perturbaba.

 

-   Te iré a buscar al colegio y de allí te llevaré a su consultorio. Empezarás a verlo dos veces por semana a partir de mañana.

Hyoga no decía una palabra; ya era un hecho que iba a tener que mantener una conversación con ese completo extraño. Odiaba los psicólogos, para él eran unos pedantes que creían saberlo todo sobre la mente humana, cuando en realidad solo hurgaban en las miserias ajenas. La idea le cayó como agua helada, pero sentía que no tenía escapatoria.

Al día siguiente su madre pasó a buscarlo a la secundaria en su coche; la dejó algo preocupada ver a Hyoga en un rincón apartado, con algo que parecía un cigarrillo en su mano. A pesar de ello no hizo ni un comentario, y lo llevó al consultorio del psicólogo. El chico se mostraba realmente incómodo con la situación; pues de los pocos con los que había lidiado en su vida, no los recordaba como muy cuerdos: uno había sido su vecino en su hogar de Rusia, un viejo con aspecto de pedófilo, y otro era el psicólogo de su antigua escuela, un sueco afeminado llamado Aphrodite Ekström, que se mostraba muy arrogante bajo su delicada cara revocada con maquillaje, Hyoga siempre bromeaba con sus amigos que seguramente el tipo estaba frustrado porque había nacido con pene en lugar de vagina y senos, y que seguramente vestiría ropa interior de mujer a escondidas.

Entró al consultorio y este nuevo profesional de la disciplina freudiana era completamente distinto a los anteriores: era un hombre de aspecto joven de largo cabello lila y grandes ojos verdes, tenía más aspecto de fotógrafo o escritor de ciencia ficción que de psicólogo.

 

-   Adelante. Tú debes ser Hyoga; mi nombre es Mu. Me da gusto conocerte, ponte cómodo- dijo el profesional señalando el diván. Hyoga se quedó impactado y se sentó en el diván sin decir una palabra.

 

-   No te ves como un psicólogo- sentenció el joven sin disimular su sorpresa. Mu solamente rió suavemente.

 

-   ¿Esperabas ver a un hombre mayor con barba y lentes, vistiendo saco y corbata?

 

-   Sí, eso creo- respondió Hyoga. Mu observaba atentamente la camiseta del adolescente, que tenía un estampado de zombies bastante sangriento.

 

-   Tu camiseta contrasta mucho con tu aspecto.

 

-   ¿Y qué con eso?

 

-   No estoy juzgando, simplemente llama la atención. Quisiera saber qué te gusta de ese dibujo…- Hyoga no sabía muy bien cómo reaccionar ante lo que el joven de cabello lila le decía, ni sus actuales compañeros de clase se habían interesado en preguntarle ese tipo de cosas.

 

-   Bueno…es de un grupo que me gusta.

 

-   ¿Cómo se llama el grupo?

 

-   Cannibal corpse. Todas las portadas de sus discos tienen este tipo de dibujo.

-   ¿Cómo es su música?- preguntó Mu.

 

-   Es agresiva para muchos, pero a mí me gusta. Me gustan las películas de horror, y sus letras me las recuerdan, es genial.

 

-   ¿Crees que esa música refleje algo de ti?

 

-   Sí- respondió Hyoga casi en un susurro, mientras observaba al psicólogo tomar apuntes.

 

-   Explícame más…- solicitó el de cabello lila, y al joven se le hizo algo difícil, ya que no sabía por dónde empezar.

 

-   Desde que mi padre murió…solo siento rabia.

 

-   ¿Hace cuánto falleció tu padre?

 

-   Fue hace seis meses; era una noche muy nevada en Moscú, y yo iba a tocar el piano en un concierto que mi profesor de música había organizado, comenzaba a las 20 horas. Mi padre había salido más tarde ese día, así que condujo muy rápido para llegar a tiempo al concierto, a pesar de que las calles estaban resbaladizas…- dijo el chico rubio y sintió que iba a llorar pero se contuvo, y fue entonces cuando se encolerizó- ¡¡todo por ese estúpido concierto!!! ¡¡Por eso odio tocar el piano!!

 

-   Hyoga, lo que pasó no fue tu culpa…

 

-   ¡Claro que sí! Yo le insistí que fuera…- exclamó el rubio. Mu continuó con su trabajo, y trató de hacerle entender que el accidente fue una desgracia, que pudo haber ocurrido en cualquier otro momento. Cuando menos lo esperó, la hora de la consulta ya había finalizado, y el psicólogo se despidió del chico.

 

Al llegar a su casa Hyoga se tumbó en la cama, esta vez sin su estridente música, y pensaba en las últimas palabras que el joven profesional le había dicho, a lo cual no respondió: “¿Sólo te quedas con rabia por lo que sucedió?, ¿Qué hay de tu tristeza? ¿Cómo lidias con ella?” La situación mediante la cual el adolescente lidiaba con su tristeza era simplemente escapando de ella, ya fuera mediante la música que escuchaba, o mediante el uso de drogas. Nunca se atrevió a contarle a su madre de que usaba drogas a veces, sabía que eso terminaría hiriéndola más que sus rabietas, por lo cual lo ocultaba perfectamente.

La terapia con Mu parecía ir bien, Hyoga sentía que podía hablar con ese desconocido y este no lo sentenciaba con prejuicio alguno. Una tarde la terapia se volvió muy diferente: ya no hablaban sobre su padre, ni sobre su difícil adaptación a Grecia, sino sobre música. Todo comenzó cuando resurgió el tema del piano; Hyoga recordó irritado el día que su madre le había llevado ese instrumento que había conseguido y el ataque de ira que eso le generó. Sin pensarlo siquiera estaba contándole a su terapeuta las horas que pasaba practicando para poder tocarle a su padre una melodía cuando llegaba cansado de su trabajo, y cómo eso lo llenaba de dicha. Para Hyoga, si su padre no estaba allí para escucharlo, ya no tenía sentido seguir tocando; cuando dijo esto, Mu no pudo evitar preguntar por qué no había intentado aprender otro instrumento. Esto lo dejó muy pensativo; era un hecho que al chico le encantaba la música y que disfrutaba mucho tocar, pero hasta ese momento nunca se había planteado la idea de que quizás otro instrumento podría ser la forma de volver a hacer lo que amaba, sin tener que recordar la tragedia que lo hizo alejarse de la música.

Fue así que una noche, mientras cenaba con su madre, pudo finalmente abrirse con ella:

-  Mamá…no quiero tocar el piano…

 

-  Eso ya lo sé Hyoga, no tienes que hacerlo- contestó la mujer con una sonrisa, pues le alegraba que su hijo al fin abriera su corazón y expresara algo.

 

-  Quisiera probar con otro instrumento…

 

-  ¿Qué te gustaría aprender?- dijo Natassia, con el rostro iluminado; pues extrañaba que su casa estuviera colmada de sonido, como cuando su hijo tocaba el piano y su esposo el violín.

 

-  No estoy seguro…

 

-  Bueno, mañana podemos ir a una tienda de instrumentos musicales que hay cerca de mi trabajo. Allí hay mucha variedad, tendrás bastante para elegir- dijo y se vio desbordada de una alegría que hacía tiempo no sentía cuando notó que su hijo sonreía. Terminaron su cena y se fueron a la cama sin decir mucho más.

Al otro día Natassia llevó a su hijo a la tienda de música tal como se lo había prometido; el chico observaba cada instrumento que veía y tuvo la oportunidad de probar varios: guitarra, saxofón, flauta, bajo, incluso percusión, pero ninguno parecía convencerle. De pronto observó uno que llamaría poderosamente su atención; estaba junto con los violines, pero era de mayor tamaño, con una reluciente madera de abeto: era un violonchelo. Sin perder el tiempo Hyoga, se acercó al alto joven de largo cabello azul que estaba mostrándole los instrumentos y pidió para probarlo. El joven asintió y el chico se sentó con el instrumento, mientras el vendedor le ayudaba a pasar el arco del violonchelo en las cuerdas, haciéndolas vibrar; el de cabello rubio sintió como el grave sonido que penetraba en sus oídos le llegaba hasta lo más profundo de su ser. Sin dudarlo, miró a su madre y le dijo que ese era el instrumento que quería; la mujer se acercó hasta la caja para abonar su compra, y luego preguntó al joven si sabía dónde podría aprender su hijo a tocar el instrumento que había comprado:

 

-  Déjeme buscar, tenemos una base de datos con los docentes más prestigiosos de los distintos instrumentos. Violonchelo, ¡aquí está!, es el único profesor que tenemos registrado; qué raro. Le daré el número en un momento- dijo el joven y en una tarjeta le anotó la dirección, teléfono y nombre del docente.

El nombre del profesor era Camus y su residencia era cercana a la secundaria a la que Hyoga asistía, lo cual sería perfecto para su ocupada madre. Muy agradecidos ambos se retiraron de la tienda y volvieron a su casa con la nueva adquisición. Una vez allí, Natassia llamó al profesor; le atendió un hombre de acento francés muy notorio, y acordaron cuándo Hyoga iría a sus clases. Asistiría todos los miércoles a las 15 horas, cuando salía de la secundaria, a partir de la semana siguiente; el adolescente por primera vez en mucho tiempo se sentía entusiasmado y esperaba con ansias que llegara el día.

Llegó el miércoles y Hyoga salió de la secundaria como un rayo, cargando con su violonchelo hacia la casa del profesor. Cuando llegó, contempló un instante la puerta de la casa y luego tocó timbre. Al poco tiempo la puerta se abrió y apareció ante él un alto y elegante hombre de largo cabello rojo y blanca piel; se quedó como tonto viéndolo, no solo por su belleza sino porque imaginaba encontrarse a alguien de más edad. El joven debía tener unos 24 años; su mirada parecía fría y no dudó en hablar primero:

-  Tú eres Hyoga, ¿no es así?

 

-  Sí- dijo el menor. El docente lo hizo pasar y estrechó su mano, presentándose. Luego lo guió hacia una habitación en la cual había un piano y un antiguo  violonchelo restaurado.

 

-  Bien Hyoga, antes de empezar con las nociones básicas del instrumento, quisiera hacerte algunas pequeñas pruebas- dijo el de fría mirada con su inconfundible acento francés. Hyoga sintió un sudor frío que recorría su espalda; hacía mucho que no estudiaba nada de música, y su madre nunca le mencionó que el profesor le haría unas pruebas.

Camus le entregó una partitura escrita en clave de Fa y solicitó al chico que leyera las notas, marcando el tiempo con su pie; Hyoga suspiró aliviado al observar que aún recordaba cómo leer una partitura, especialmente en esa clave. Una vez que terminó, el docente le dio una hoja pentagramada y se sentó en el piano.

-  Bien, sabes leer en clave de Fa; eso es muy importante. Ahora quiero que prestes mucha atención. Tocaré una secuencia breve de notas; quiero que escuches atentamente y anotes en el pentagrama lo que escuchas. Tocaré una vez toda la secuencia entera, y luego compás por compás, ¿entendido?- Hyoga asintió y el de cabello rojo comenzó a tocar la secuencia melódica. Hyoga mientras tanto anotaba en el pentagrama lo que escuchaba.

Una vez que el ejercicio terminó, Camus le dijo a su alumno que intentara cantar lo que había anotado, que para sorpresa del chico, estaba perfecto. Hyoga así lo hizo y así finalizaron las pruebas.

-  Tienes muy buen oído. Eso te ayudará mucho, este instrumento no es como la guitarra, donde existen referencias para que encuentres las notas. Es un instrumento “ciego”; por lo tanto para encontrar las notas deberás prestar mucha atención a tu oído.

El chico asintió y escuchaba al profesor explicarle otras cosas sobre el instrumento, como sus partes, cuáles son las cuerdas y qué notas suenan al tocarlas al aire, qué intervalos hay entre las notas, etcétera. Una vez hecho esto comenzó a mostrarle cómo debía posicionarse para tocar; tomó su propio instrumento y posicionándose frente a él le mostró qué postura debía adoptar y cómo debía colocar el violonchelo. A continuación le enseñó cómo debía sujetar el arco, y de qué manera se pasaba este por las cuerdas. Entre las pruebas y las explicaciones, la clase había terminado casi, por lo que Camus le dijo a Hyoga que practicara lo que había aprendido y el chico rubio se fue a su casa. Al llegar se duchó pero no dejaba de pensar que su profesor fuera tan bello; nunca se había fijado en un mayor, y mucho menos en una figura de autoridad como suelen ser los docentes, pensaba que tal vez sería porque sus maestros siempre habían sido viejos, o muy feos.

El ruso pasaba practicando lo que se le había enseñado en esa primera clase, pero se frustraba a menudo. Nunca pensó que manejar el arco, algo que parecía tan simple, le resultara tan engorroso; por momentos pensaba que debió haber elegido una guitarra, o una batería. Al menos con esta última podría descargarse si se enojaba, y el instrumento no iba a quejarse. Su terapeuta Mu se alegró al escuchar que su paciente estaba aprendiendo un nuevo instrumento y lo alentó a que no se rindiera, ya que el chico había manifestado la tremenda frustración que le generaba lo difícil del instrumento.

Llegó el miércoles siguiente y Hyoga se dirigió a su clase de violonchelo; su profesor lo recibió y esta vez simplemente se sentó frente a él con una mirada igual de fría que en el encuentro anterior y le solicitó que hiciera el movimiento de tirada de arco. El rubio así lo hizo, y una vez finalizó el ejercicio miró a Camus pensando que había hecho un buen trabajo, pero el francés, que era tremendamente exigente, no vaciló en hacerle notar todos los errores, mejor dicho, horrores, que había cometido. El adolescente se sintió como un pollito mojado; él se había esmerado tanto y ahora su instructor lo desmoralizaba haciéndole ver como con una lupa todos sus errores.

-  ¿Qué es lo que hago mal?- refunfuñó.

 

-  Para empezar, tu postura es sumamente rígida. Estás sujetando el instrumento como quien sujeta a una gallina del cuello. Y el arco…parece que estuvieras serruchando un trozo de madera….- dijo con un tono muy calculador el de cabello rojo, y el chico sentía que iba a estallar de ira; comenzaba a pensar que ese profesor era malvado.

 

-  Pues entonces, explíquese mejor- demandó el rebelde ruso, con tanta rabia que su acento se hizo muy evidente.

 

-  Este instrumento no es como otros; la postura en la cual los violonchelistas tocamos no es como la del trompetista, es incluso muy diferente a la de otros instrumentos de cuerda como el violín. El violonchelo se apoya en nuestro cuerpo; sobre nuestras piernas, nuestro pecho, y nuestro hombro; es casi como si lo abrazáramos- dijo el francés, y Hyoga levantó una ceja, pensando que eso era pura palabrería- si tú abrazaras a alguien que quieres, no lo harías de forma tan bruta.

 

-  ¿Y cómo debo “abrazar” a mi violonchelo?- dijo Hyoga con cierta ironía. En ese momento el profesor se colocó por detrás de él y tomó ambos brazos del adolescente.

 

-  Tu mano izquierda debe estar relajada, porque será la que usarás para hacer las notas. Cuando la coloques sobre el diapasón, imagina que sostienes una pelota con la mano, así- dijo colocándole la mano en la posición correcta- y tu mano derecha, si bien tiene que estar firme para sostener el arco, tampoco significa que tenga que estar tiesa- agregó el pelirrojo y tomó el brazo derecho del joven, y comenzó a moverlo para mostrarle cómo debía pasar el arco sobre las cuerdas. El rubio sintió un hormigueo en todo su cuerpo- ¿Ves que tu muñeca se mueve?

 

-  Entiendo- dijo Hyoga, aún algo aturdido por lo que ese contacto tan cercano le provocó. Intentó hacer el movimiento nuevamente, y logró finalmente adquirir la postura correcta.

 

La clase continuó con explicaciones sobre la primera posición; esto era ya algo más difícil porque implicaba estar consciente del control de ambas manos, y de leer la partitura al mismo tiempo. Los días siguientes a esa clase, Hyoga sintió que enloquecería, pues no lograba coordinar nada: cuando lograba mover el arco correctamente, su mano izquierda estaba totalmente rígida y hacía que desafinara, pues los dedos caían en cualquier lado menos en la parte del diapasón donde estaba la nota que debía tocar, cuando leía la partitura el arco se le desviaba como ebrio caminando. Y para peor Camus era implacable, no le importaba escuchar sus quejas de que, a pesar de haber practicado mucho, no podía coordinar todo a la vez, ni tenía pelos en la lengua para decirle que más que tocar el instrumento, parecía estar torturándolo.

Todo eso le generaba sentimientos muy desencontrados al rubio; sabía que su docente era muy dedicado a él, pero su exigencia lo aturdía. En un par de ocasiones le rogó a su madre que lo cambiara de profesor, pero ella se negó. Internamente, Natassia pensaba que tal vez alguien severo como Camus era la dosis de disciplina que su fierecilla necesitaba. Un par de veces se salió con la suya y no asistió a clases, pero el juego se le terminaría pronto cuando en una de esas instancias su madre llegó antes de trabajar y lo descubrió, castigándolo con más horas de violonchelo para peor. El chico odiaba al maldito instrumento por momentos, y se maldecía a sí mismo por haber elegido tan mal un instrumento alternativo al piano.

Pasaban las semanas y Hyoga cedía poco a poco a su objeto de amor y odio; muy a pesar de sus rabietas ante el nuevo “castigo” que su madre le había impuesto (más horas de práctica) notaba que mejoraba día a día. Parecía mentira pero ya dominaba el movimiento del arco con mucha naturalidad, y su mano izquierda al fin adquirió la postura curva y relajada que debía tener para poder ejecutar las notas correctamente. Pero para su desdicha, cada vez que alcanzaba un nuevo logro, Camus más le exigía, y tareas de nivel cada vez más complejo. Su relación con el docente se volvió la misma que con el instrumento; le gustaba, pero al mismo tiempo lo odiaba. Y eso era lo más extraño del asunto, su profesor le gustaba y mucho, aunque no entendía por qué era tan frío, y por qué tenía tan poco tacto en remarcarle sus errores.

Una tarde en el colegio, Hyoga se sentía muy estresado. Escapó de su clase de ciencias y se escabulló en el vestuario del gimnasio; hacía mucho que no consumía, pero le urgió hacerlo con desesperación. Sacó de su bolsillo un poco de marihuana que había conseguido hacía ya unas semanas, armó un cigarrillo y empezó a fumarlo. Un error muy estúpido; justo en ese momento el profesor de educación física lo pescó y lo llevó al escritorio del director. Le pusieron una sanción bastante grave, de la cual su madre estaría enterada al poco tiempo. Con sus ojos llenos de ira como hacía mucho no sentía, se fue de la dirección pateando un bote de basura que había en el pasillo y salió de la secundaria; para peor recordó que debía dirigirse donde “Erik el Rojo” (así llamaba a su profesor, no solamente por su cabello sino además porque para él, era tan tirano como un vikingo). Lo único que le faltaba para completar la planilla de un terrible día: soportar los constantes regaños de su profesor, que últimamente se habían hecho inaguantables; pues parecía que al aumentar la complejidad de los ejercicios que le hacía practicar, también lo hacía su rigurosidad.

Llegó a la casa del profesor y lo saludó de muy mala gana. Camus le pidió que empezara a tocar los ejercicios que le había mandado de tarea; eran muy difíciles, pues eran escalas menores y llevaban muchas alteraciones. Hyoga, quien no estaba en su mejor temple, se equivocaba una y otra vez en el mismo ejercicio, que consistía en tocar la escala de Si bemol menor. El pelirrojo al ver el constante tropiezo de su estudiante en el mismo lugar, le pidió que dejara de tocar y empezó su discurso:

-  Hyoga, estás tocando la escala menor melódica, ¿qué grados son los que están alterados?

 

-  El sexto y el séptimo- respondió el menor con fastidio.

 

-  ¿Entonces por qué no tocas la nota como corresponde?

 

-  ¿Y cómo se supone que es?

 

-  Es lo que debiste estudiar en tu casa.

 

-  ¡Yo estudié la maldita escala!- respondió el ruso con furia.

 

-  Si hubieras estudiado no estarías cometiendo el mismo error una y otra vez. Y te diré algo, si no quieres estar aquí, puedes irte. Seguramente habrá alguien que quiera aprender…- sentenció Camus muy irritado, pues el mal carácter de Hyoga comenzaba a colmarle la paciencia.

 

-  ¡Es usted quien no quiere enseñar!- exclamó casi gritando el menor- ¿Por qué alguien tan joven como usted no está en una orquesta? ¿Acaso es un frustrado que no fue lo suficientemente bueno como para entrar en una, y tiene que conformarse con dar clases?

 

Hyoga dijo estas últimas palabras con una arrogancia y maldad que hicieron que el joven profesor ardiera en cólera. Se vio desbordado ante tal falta de respeto y perdió el control, por lo que le dio al adolescente una fuerte bofetada que resonó en el silencio de la habitación. Vio a Hyoga con su mano sobre su enrojecida mejilla y sintió que temblaba; jamás le había levantado la mano a un alumno; jamás había golpeado a nadie, para ser exacto. El menor estaba tan aturdido como su docente, pues ni su madre había llegado a tal extremo; observó atónito a Camus y pudo notar que sus fríos ojos se tornaron vidriosos. El pelirrojo, no obstante, mantuvo su compostura y dándole la espalda le dijo:

-  Tu clase terminó. Retírate.

 

Hyoga así lo hizo; recogió todas sus pertenencias y se fue de allí, sin dejar de pensar por qué se había paralizado de tal manera. Si otro profesor le hubiera puesto un dedo encima, lo habría golpeado en un arranque de ira, pero no se atrevió a hacer algo así con el francés, quien apenas el rubio cerró la puerta, no pudo contener más su llanto y dejó que las lágrimas brotaran de sus ojos. Hyoga no le comentó una palabra de lo sucedido a su madre, y fingió que todo estaba en orden; afortunadamente aún no la habían llamado del colegio para notificarla de la suspensión que se había llevado ese día, por lo cual pudo actuar normal.

Esa noche Camus no lograba dormirse; el chico rubio había abierto una herida que creyó que se había cerrado, hasta ese día. Era cierto lo que Hyoga había dicho, nunca pudo ser parte de una filarmónica, y mucho menos cumplir su sueño de ser un violonchelista solista; pero la razón difería mucho de la idea que el joven ruso atribuía como motivo.

Camus había nacido en una familia francesa de músicos, todos muy talentosos, incluido él. Con apenas siete años comenzó a tocar el violonchelo, y apenas terminó la secundaria se enroló en la universidad de música de París; obtenía las mejores calificaciones, sus docentes se asombraban al escucharlo tocar y vaticinaban que tendría un gran futuro, pues había ganado una beca para estudiar música en Grecia. Con muchas esperanzas el joven viajó a dicho país, y sin esperarlo conoció a quien sería su gran amor: un joven de su edad llamado Milo, que era un virtuoso violinista. Todo parecía perfecto: tenía un futuro prometedor, una persona a la que amaba y le correspondía, y varios conciertos como solista en su agenda; pero pronto su vida daría un terrible giro. Una nublada madrugada se dirigía a un concierto con la orquesta juvenil de la cual él y Milo formaban parte; el conductor aparentemente se durmió al volante y el autobús cayó por un barranco.

Despertó en un hospital rodeado de médicos y sus padres, muy angustiados, pues las consecuencias del accidente fueron devastadoras: su amado Milo había fallecido prácticamente en el acto, y Camus sufrió fracturas muy severas en su mano y brazo izquierdos. Lo primero que logró preguntar una vez que lloró la muerte de Milo fue si podría volver a tocar; su madre lloró sin consuelo, ya que el médico explicó que los daños que había sufrido fueron de tal nivel que tuvo suerte de no perder su mano, que quizás podría tocar en algún pequeño ensamble de cuerdas ocasionalmente, pero nunca podría resistir la exigencia de un solista, que requería rigurosa práctica, sumado a conciertos que podían durar hasta dos horas. El joven sintió que su vida entera se derrumbaba, pues todo lo que anheló por años se perdió en cuestión de un abrir y cerrar de ojos.

Con todos esos dolorosos recuerdos, el joven profesor decidió que al día siguiente llamaría a la madre de Hyoga  y le diría que ya no le enseñaría más a su hijo; que si lo deseaba podría ponerle en contacto con alguno de sus ex compañeros de orquesta para que se encargaran de instruirlo. Definitivamente el joven ruso había echado sal en su herida, y Camus no querría tener que lidiar con un alumno tan complicado.

Notas finales:

¿Podrá Camus seguir lidiando con Hyoga? Para saberlo, no se pierdan el siguiente capítulo.

Espero que les haya gustado!


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