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Delicatessen por Radhe

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Notas del fanfic:

Historia sin fines de lucro. Saint Seiya no me pertenece ni sis personajes. 

Subo dos o tres drabbles por vez por las limitaciones propias de la página en cuanto al número mínimo de palabras de cada capítulo. 

Advertencias: lineal sin continiudad estricta, universo SS, Doub-con, insinuación de bondage.

Bonus


Se miró al espejo, alejó la vista y se miró otra vez. No le gustaba… no terminaba de convencerlo la imagen que le presentaba el espejo. Algo había mal…

Había pasado toda su infancia en los embarcaderos de Suecia, entre redes llenas de pescado fresco, lodo y hombres pestilentes. Siempre estaba sucio y hambriento y los otros niños se veían igual. Si se imaginaba cómo iba a ser de mayor sólo podía pensar en aquellos pescadores, grandes y musculosos, con la ropa sucia y con la piel curtida por el sol.

Pero cuando había sido arrebatado de su orfandad para ser traído al Santuario, lo habían obligado a bañarse a punta de bofetadas y de igual forma lo habían sometido al peine y a las tijeras, le habían puesto ropa ligera y lo habían convertido en eso, esa imagen extraña que le devolvía el espejo. 

Los otros niños habían estado burlándose de él… la niña, le llamaban, o de otras formas que Afrodita no podía llegar a entender –porque no hablaba el idioma– pero estaba seguro que eran insultos.

Admitió que llevaban algo de razón, si hubiera visto aquella imagen, se había pensado en una niña y nunca pero nunca, hubiera pensado que era su reflejo. El problema es que sí lo era. Se miró más de cerca, sus ojos azules eran bastante grandes y de pestañas tupidas, el cabello dorado le quedaba muy largo a pesar de que habían cortado un buen trozo cuando llegó, las mejillas estaban rosas debido al calor de Grecia y la boca –el problema mayor, a su ver– era muy roja, como pintada. 

No había caso, no podía convertir esos rasgos en algo masculino, dudaba que incluso cuando creciera eso cambiara, se iban a burlar de él toda su vida. 

Pasó horas frente al espejo, ensimismado, hasta que –de tanto ver– terminó encontrando un cierto balance en los rasgos de su cara, una cierta armonía al moverse de cierta manera, un destello sobre sus ojos o sobre sus dientes si sonreía de aquella forma… 

Poniéndolo claro, Afrodita estaba aprendiendo a coquetear, aunque sin darse cuenta; como a fin de cuentas era un varón, se daba cuenta de lo manipulador que resultaba aquello. Sí… iba a usar eso, iba a demostrarle al mundo, a todo el mundo, que no había nada en su cara para burlarse, que era perfecta, que todo él era perfecto; la hermosura hecha hombre. Ese día aprendió la esencia de la vanidad, aprendió a amarse a sí mismo por sobre todas las cosas

Multitud

Miraba intensamente, oculto detrás de una columna. Sus hermosos ojos llenos de envidia. El límpido cielo que debían haber mostrado, nublado por un sentimiento obscuro y complejo: un deseo tan denso que podía sentirlo acariciarle todo el cuerpo, un ansia de destruir todo si no cumplía con sus esquemas.

Y lo que miraba ni siquiera era algo fuera de lo común: había una pequeña multitud –así lo veía él– de caballeros, aprendices y escuderos alrededor de un niño pequeño, que recién llegaba al Santuario.
 
Aioros mantenía a su hermano sobre sus rodillas, triste pero orgulloso de poder encontrarle en ese lugar. Él ya era caballero de oro y se encargaría de que Aioria tuviera una buena infancia mientras aprendía a ser caballero y a proteger todos los ideales de la diosa.

El niño estaba ajeno a tales pensamientos, jugaba con el largo cabello de Saga que lo soportaba pacientemente y Shura no dejaba de reírse ante su forzada expresión de calma. 

Otros niños se fueron acercando, atraídos por las risas.

Cada vez se nutría más aquel grupo, todos sacudían el brillante y dorado cabello del bebé y le hacían comentarios agradables a su hermano. Una cierta sensación de alegría dominaba la escena.

Pero Afrodita no se movió de su lugar; no hubiera podido aunque lo hubiera intentado. Miraba a Aioria con una expresión que estaba llena a partes iguales de admiración, deseo, envidia y deseos de destrucción. Jamás se había sentido así, amenazado por la mera presencia de alguien. Aquel niño era como un sol: su cabello destellantemente dorado, los brillantes dientes de leche que relucían en cada sonrisa y unos ojos verdes como la esmeralda más brillante. Pero no era sólo su apariencia, había algo en la forma en que todos gravitaba a su alrededor, que hacía que Afrodita sintiera como si estuviera siendo eclipsado, borrado. 

Él mismo era un niño que resultaba atractivo, lo sabía, la gente se lo decía; pero no tenía la simpatía de Aioria y no despertaba aquellas muestras de ternura. Jamás había sido tratado de la forma en que trataban a aquel niño. Un sentimiento negro y terrible se expandió por su estómago y le subió ácido a la garganta.
No era justo. Aquel chico acababa de llegar al Santuario y tenía amigos, 
mientras que él estaba solo. Lo odió, siempre lo odió a partir de aquel primer día. Y como nunca se atrevió a salir de atrás de la columna, siguió solo.

Estaba aislado, y sólo tenía su odio.       Obra
Shion se detuvo a unos pasos de él y agachándose un poco le acarició el borde del rostro. Le gustaba aquel muchacho, era tan agradable de ver… tan conmovedor. Le hacia latir el corazón de una forma aligerada. 

Muchos caballeros habían vivido y muerto bajo su atenta mirada, y en cada ciclo era el portador de Piscis el más hermoso en toda la orden. Pero éste en particular, Afrodita, le atraía bastante; quizá porque había podido verlo crecer casi desde su nacimiento. Y ahora con sólo ocho años, no le daba la sensación de deseo físico que era su respuesta habitual ante la imagen encantadora de los guardianes de la última casa; sino que le despertaba algo completamente distinto, una cierta ternura, un afecto cálido y suave, protector: paternal; y eso era como un remanse en medio de toda su labor. 

El niño se dejó acariciar sin decir nada, pero no correspondió a su sonrisa. No le agradaba aquel viejo, autoritario y astuto; le resultaba amenazante. Le disgustaba todo de él, sus pasos lentos, su voz ronca, hasta su tacto áspero le disgustaba; pero se dejó hacer.

Por más que tuviera ganas de alejarlo de un manotazo, Afrodita sabía bien que no podía mostrar el rechazo que sentía, había sido testigo de fuertes castigos dentro del Santuario y no deseaba protagonizar alguno; así que se calló y aguantó.  Si por él fuera se desharía de ese hombre para siempre, de echo, era una de sus fantasía frecuentes, aunque sabía bien que no tenía la fuerza necesaria para algo así. 
Afrodita podía ser muy hermoso, pero su corazón, negro y ya mutilado, no era susceptible a sentimientos cálidos de ningún tipo. Éstos le molestaban. Por eso, cuando pocos años más tarde, Shion fue asesinado por Saga, Afrodita se sintió agradecido, ya no tendría que volver a tolerar su tacto nunca más.


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