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Entre clases y sábanas por Aludra

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Notas del fanfic:

Primer fic.

Personajes e historia son originales.
Agradecería un mundo sus reviews para así saber cómo va la cosa.

Notas del capitulo:

(rehice este capítulo)

Eida

Escuchaba los murmullos que brotaban a su al rededor, y sentía miradas que, de haber posado su vista en ellas, lo habrían paralizado, y luego ingerido.

Optó por colocarse los audífonos, poner al máximo a Slowdive, y sentir a esa voz agonizante y fría calando por su cuerpo hasta entibiar sus entrañas.

Pero los nervios se lo impedían.

No entendía por qué tenía que estar en esa situación. 
—En realidad —pensaba—, sí lo sé.
Pero de todas maneras, le parecía injusto.

Entró la profesora. Parecía casi demasiado jovial para ser el primer día de clases, pero Eida desechó esa idea al escuchar las risas e historias veraniegas de sus compañeros. Quizás sólo él sentía como si hubiese pasado cuatrocientos días en un laberinto, y ahora, al salir, notara que era sólo el atrio, la entrada al laberinto principal.

La profesora se paró en frente de la clase. Al parecer, todos habían llegado.

—¿Y? —preguntó, sonriendo de pie frente al salón—. ¿Disfrutaron sus vacaciones?

Eida no entendía por qué los profesores hablaban como si quisieran ser ignorados. Sin embargo, grande fue su sorpresa al oír un bien al unísono, y sin tono de hastío.

—Entonces... —dijo ella, paséandose por delante, plantándose frente a su puesto—. Al parecer, tenemos a estudiantes nuevos acá. ¿Les parece si nos presentamos uno por uno, diciendo algo de nosotros?

Nuevamente, una ingrata sorpresa: todos accedieron. Y de buena gana.
Qué desagradable.

Dijeron sus nombres y lo que les gustaba hacer.  También la profesora lo hizo: se llamaba Luz, y mencionó su "pasión por enseñar". Es lo mínimo que se espera de una profesora, pensé. Otros hacían comentarios graciosos respecto a lo que decían los demás. En el ambiente se sentía confianza.

—¿Y usted, cómo se llama?

Me iba a morir.

—Me llamo Eida —respondí, mirando a la profesora.
—Qué interesante nombre —comentó ella, de manera completamente innecesaria—. Y, bueno, Eida, ¿algo que nos quiera contar de usted?

Pues, nada. Al menos, no a ellos. No a ella, que hablaba tan alegre, que gozaba de ser la profesora a la que todos querían.

—Hm... —pensó qué traía en la mochila: recordó haber echado un lápiz Bic azul, un cuaderno viejo, un libro de Baudelaire, su reproductor con un disco que había grabado la noche anterior, y unos papeles de origami que llevaba cada vez que salía—. Me gusta leer. Aunque, mayor que mi gusto por la lectura, es mi disgusto a ser obligado a hablar en público.

La profesora me miró en silencio por unos cuantos segundos, y luego sonrió nerviosamente.

—¿Qué tipos de libros le gusta leer, si se puede saber?

No logro entender qué clase de razonamiento utiliza para seguir haciéndome preguntas luego de lo que le dije.

—Novelas, poesía, ensayos.
—¡De todo! —exclamó mirándome con emoción. Por supuesto, desvié la mirada—. De acuerdo, nos queda el último alumno.

Miró hacia alguno de los puestos de atrás, junto a la ventana. 
Una voz atravesó todo el salón. Era una voz que estaba seguro de poder recordar por siempre.

—Soy Amida.

Eida volteó. Era la primera vez que lo hacía en todo lo que llevaba la clase.
Amida, pensó. Le pareció un nombre suave.

—Hay muchas cosas que me gustan, pero no coinciden con aquellas que hago. Por lo tanto, el silencio me parece lo más honesto que puedo decir.

Sin entender por qué, todo el salón lo observó como se observa el clímax de una película. De una buena película. (¿Acaso lo que dijo no fue vergonzosamente vacío?)
No, tal vez podía entenderlo: su apariencia era jodidamente bella. Quizás aquella admiración era solo cosa de contraste; una piel muy blanca, que si la tuviera que hacer con pintura, mezclaría el blanco con un poco de amarillo y un poco —muy poco— de rosado, y luego pondría al color obtenido bajo el sol. Llamaría a ese color vida. Color a vida, en contraste con un cabello tan negro que llegaba a ser azulado. 

—Ay, Amida —dijo Luz, con aire de cercanía—. No puedes ser simple, ¿no? 

Lo decía como reproche, pero en realidad su mirada y sus labios esbozaban una sonrisa y admiración. En realidad, las miradas de todos eran así.

 

 

 

Amida

Llevaba meses dejando que la monotonía lo arrastrase consigo. O quizás ya eran solo uno.
Caminaba lentamente, a pesar de que el reloj marcara ya las ocho y le faltaran varias cuadras por llegar.

—No hay razón para llegar temprano. O —se corregía—, aún no encuentro alguna.

Cuando entró, ya todos estaban ahí. Notó los mismos rostros de siempre, y otros que resaltaban. Pero no se fijó en ninguno. Sólo avanzó a su puesto de la ventana, se sentó y hundió la cabeza entre sus brazos. 
Escuchaba un odioso murmullo de voces comentando sucesos del verano, novedades, nuevos rostros; nada importante.

—¡Amida!

Una chica gritó al verlo, y corrió para abrazarlo.

—No seas aburrido, ven con nosotros —dijo la chica, de pie al lado de su puesto—. Estamos hablando de todo lo que hicimos en el verano, y queremos saber de ti también.
—Sí, hombre —resonó desde atrás; la voz de un chico que le daba una palmada en la espalda—, conversemos, no sabemos nada de ti desde el año pasado. 
Amida levantó un poco la cabeza, observó a quienes le hablaban, y la volvió a hundir entre sus brazos. 
—Después, chicos. Aún tengo sueño.
—¿Aún triste? —preguntó el chico.

Amida no respondió, y esperó hasta que se marcharan para intentar dormir.
No lo consiguió, pero dormitó todo el tiempo en tanto sus compañeros se presentaban. Escuchó los nombres de siempre, las voces ya conocidas, hasta que una resonó más que el resto.

—Me llamo Eida.

Qué extraño nombre. 
Levantó el rostro, y vio a un chico delgado, con las mejillas sonrojadas y que estaba evidentemente nervioso. 
Él tenía el color de la miel. Su piel y cabello. Ambos radiantes y dorados.

Escuchó su respuesta. Inesperadamente, le sacó una sonrisa.
Un chico extraño, de nombre extraño.

Era su turno.
Dijo unas cuantas palabras, y terminó.

Sintió incómodas miradas, esas que tenían las chicas cuando les hablaba de imbecilidades que las personas creen que importan. De admiración, pero por ignorancia. No le gustaba ser admirado con ese motivo. 
Miró al chico nuevo de reojo. Este lo observaba como si fuese un completo imbécil, como si sus palabras fueran tan vacías que en realidad no debió siquiera pronunciarlas.

 

 

Eida

Optó por caminar al colegio.

Tomar el bus en el que van todos sus compañeros le parecía un acto masoquista. Así podía sentir el viento mientras leía —mala costumbre leer mientras caminaba, él lo sabía, ya tres veces había tropezado con más gente, e incontables veces con alguna piedra o con sus piropos pies—, o escuchar música con el paisaje avanzando bajo él. De cualquier forma, lo único malo era que llegaba tarde, pero eso sólo le pesaba cada miércoles cuando a la primera hora debían hacer deporte y llegar directamente al gimnasio. Romper ese silencio y quietud con pasos reverberantes era demasiado para él.

No tenía a nadie con quien hablar.
Tres semanas, y ninguno de sus compañeros le había dirigido la palabra.

En una ocasión, la profesora —a la cual se negaba a llamarla Luz, ya que aquella palabra se oponía por completo a la persona que lo llevaba— se acercó a él después de clases y le dijo que podía hablar con ella cuando quisiera.

¿Así de patético me ve?

 

 

Amida

No podía dejar de ver al chico nuevo. En varios momentos había querído preguntarle ¿qué música es la que tienes siempre de fondo?, o ¿por qué siempre escuchas música en vez de hablar con más personas?, o a mí también me gusta leer, ¿me recomiendas algún buen libro?

Sin embargo, para cada una de esas preguntas, estaba convencido de que la mirada de Eida sería la misma que tuvo en aquella ocasión el primer día de clases, y no quería lidiar con eso nuevamente. 
Esa mirada lo hacía sentir... idiota. 

Volvió a sí. Escuchó que sus amigos hablaban, vaya a saber de qué. No entendía por qué siempre estaban con él y lo seguían a todas partes.

—Seguro sí debo parecerle un imbécil —arguyó despacio, como si necesitara oír, aunque fuera de sus propios labios, la confirmación de sus miedos.
Pero la voz de su amigo, Red, lo sacó de sus pensamientos.
—¡Eh, Amida! Últimamente te noto más ido que de costumbre. Igual lo entiendo, porque lo que te hizo esa chica...— Gabrielle, amiga de infancia de Amida, golpeó despacio al amigo en las costillas, mirándolo enojada—. Disculpa, no quería molestar con eso.

Pero no molestaba.

Todos los días alguien mencionaba ese tema, y prefería que lo hicieran. Pensaba en esos colores que, incrustados en una piedra, son preciosos, pero que al ponerlos sobre las paredes de la habitación se vuelven aburridos y pierden interés. Quería que ocurriera lo mismo con ese punto de su existencia.

Quería olvidar.

 

Caminaba lentamente. Ese día había vuelto a salir tarde.
Decidió tomar otro camino.

—Para variar un poco, ¿no?

Entró por un angosto pasaje que olía a jazmín y a menta. La imagen de un cabello castaño rojizo y muy largo atravesó su mente. Cerró los ojos y emprendió pasos más extensos y rápidos hasta que, sin notar cuánto había avanzado, chocó.

Al abrir los ojos, lo vio en el suelo.

 

 

Eida

Las mañanas antes de ir a la escuela son lo único agradable. 
Las sinfonías de los pájaros, los rostros amables de quienes llevan a sus hijos a la escuela, el aire húmedo y con olores tan diversos, aparecían cada amanecer para deleitar su paréntesis diario. Cada día, cada una de esas instancias se sentían igual de nuevas y acogedoras.

Eida caminaba al paso de Alcest. Así —pensaba— sentía los días más azules.

Cuando estaba caminando por su calle habitual, desde un pasaje apareció, de la nada, un chico que caminaba rápidamente y sin fijarse en su camino. Eida, más pequeño y menudo, cayó al suelo, mientras que el otro chico se golpeó contra la reja que yacía tras él.

Miró, perplejo y molesto, a quien lo había botado.
Era él.

—Discúlpame —espetó su compañero, acercándose para tenderle la mano.
Eida la sujetó.

Amida dio un paso adelante, y sonó como si algo se hubiese quebrado. Eida observó, y advirtió los lentes de su compañero, destruidos en el suelo.

—Ey —dije—, tus lentes...
—Mierda —dijo él, de pie, sin hacer siquiera el intento por recogerlos.

Conozco mis limitaciones, y sé que no soy un as leyendo rostros, pero... ¿Acaso se ve feliz? Carajo, ¿ahora deberé acompañarlo el resto del camino?

—Eida —espetó, mirando aún sus destruidas gafas—. ¿Así te llamas, no?
—Sí. Tú eres Amida —respondí, algo molesto—. Vamos en la misma clase.

Soltó una leve risilla. No sé qué le hizo gracia.

—Un gusto conocerte, Eida —dijo, levantando el rostro y mirándome a los ojos—. Supongo prefieres continuar a solas tu camino. Yo volveré a casa, me diste la excusa perfecta para faltar.

¿Yo te la di? ¿No eres tú quien andaba corriendo sin cuidado?

—Espero volver a charlar en alguna ocasión —agregó—. Nos vemos, Eida.


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