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La vida sigue por Neshii

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Notas del fanfic:

Todos los personajes son propiedad de Tadatoshi Fujimaki.

La canción es de Bunbury, el menos él la canta xD

Caminas desnudo por la habitación. En todos estos años no has cambiado, sigues siendo el mismo; las horas que pasas en el gimnasio han logrado que el tiempo no pase por ti, manteniendo cada músculo fuerte y firme. En verdad tienes un cuerpo envidiable. Tu corta pero espesa mata de pelo azul cae húmeda y desordenada. Sonrío; cuánta nostalgia. Ésta debería de ser una buena forma de despertarse: con la vista del cuerpo desnudo de mi pareja… sí, debería.

¿En qué momento dejé de desear aventarme sobre ti y comerte a besos? Los años pasan llevándose la emoción con ellos.

Te detienes a mitad de la habitación al percatarte que te observo. Mi sonrisa desaparece. Creo que intentas decir algo y el tiempo pasa, siempre pasa.

—Buenos días —hablas al fin. Nunca nos hemos saludado, lo encontramos innecesario después de años de vivir juntos, y la educación en ti no es muy propia que digamos.

—Buenos días —contesto, que más da, no tengo otra cosa qué decir. El tiempo sigue trascurriendo, segundos muertos de incertidumbre e inquietud.

—Sigue durmiendo, es temprano.

Sabes que una vez abro los ojos ya no puedo seguir conciliando el sueño; hablas por educación o tal vez por obligación. Me das la espalda para sacar algo de ropa del armario. No respondo, no esperas que lo haga. Te veo vestirte, lento, en calma, como un ritual en el que sólo tú eres partícipe; ni como espectador me siento.

¿Qué siento? Nada.

Sales de la habitación sin mirarme. Yo también me levanto, hay que comenzar el día.

Una ducha, un desayuno ligero, verificar los últimos términos de un contrato para una nueva campaña de publicidad; un poco de cotilleo por Internet, revisar las redes sociales. Una mañana tranquila en la casa que compartimos Aomine y yo juntos desde hace años. La calma de mis acciones es de vez en cuando interrumpida por los pasos de Aomine al pasar a mi lado en la cocina mientras desayunamos y yo me concentro en la portátil. Mi mente sale de su concentración un segundo al escuchar el aire pasar a mí alrededor: Aomine pasó detrás de mí, hacia el refrigerador.

¿Cómo fui capaz de escuchar semejante ruido tan débil?

Porque lo único que hay dentro de nuestro hogar es silencio.

Aomine se sienta frente a mí después de servirse un vaso de zumo. No mira al frente, no habla, sólo se mueve con la misma calma de siempre. Bajo la mirada a mi plato casi intacto de comida, a la pantalla de la portátil, al interior de mi mente, a los recuerdos de viejos tiempos en los que desayunábamos juntos, no uno cada lado de la mesa, sino en la cama, después de una buena jornada de sexo. Varias veces me enfadé con él al no dejarme duchar antes del desayuno con la estúpida excusa de agradarle el aroma de mi cuerpo bañado en sudor y semen. Me parecía tan vulgar, y siempre terminaba concediéndole sus caprichos. ¿Qué estarás pensando en este momento? ¿Cuáles serán los pensamientos que cruzan por tu mente para cortar el silencio que hay entre los dos? Sigo con mi desayuno. Si quisieras decirme, lo harías; si quisiera saberlo de verdad, te preguntaría.

—Aominecchi, me voy —digo en forma de despedida. Me acomodo la chamarra y saco los lentes de sol de su estuche.

—Está bien —contestas desde el pasillo. La pared del recibidor y el living nos separan. Nunca antes yeso, pintura y madera fueron barreras tan grandes y fuertes.

Salgo camino al trabajo. El trayecto es corto, conduzco con moderada velocidad, todo el tiempo pienso en el trabajo; en lo que se avecina con los cambios en la empresa, en las cláusulas que tengo que discutir con mi agente, en desear que ya sea fin de semana para salir a divertirme, hace mucho que no veo a mis viejos amigos. Me detengo en el semáforo en rojo, saco el móvil, tengo que mandar un mensaje. Escribo con rapidez para mandarlo antes de seguir conduciendo, busco en los contactos al destinatario; decenas de nombres, diferentes personas. No doy con el número, reviso mi agenda completa, no hay titubeos en ningún nombre, no existen sonrisas tontas ni recuerdos de locuras al ver los números, de nadie ni de uno sólo en particular.

Todo el día ocupado, tratando de sonreír en un mundo lleno de estrés. No falta el detalle de alguna admiradora, los buenos deseos en las cartas de otras más. En la comida las risas y carcajadas tampoco pueden faltar. Una ajetreada vida donde no me arrepiento de nada. El móvil suena, un nuevo mensaje, Aomine:

«Cuídate.»

Leerlo una vez es suficiente para entender, dos veces me obligaría a leerlo por tercera ocasión; sería aferrarme, no dejarlo pasar, puede que sufrir con ello. Así que dejo el móvil y sigo comiendo, riendo y conversando como cualquier otro día, porque es cualquier otro día. Porque la vida sigue.

Regreso a casa, voy a la misma velocidad que en la mañana; me detengo exactamente en el mismo punto, uso las llaves para abrir la puerta y dejó las cosas que cargaba en la entrada. Me paro en el living, es imposible no caer en la tentación de mirar por todos lados. El silencio continua.

Llego a la cocina, todo está limpio. Abro un cajón de la alacena, hace falta hacer las compras. Es diferente no encontrar a Aomine comiendo algún tentempié antes de la cena para matar el hambre que el entrenamiento le provocaba, según él. Decido ir a la habitación.

Me detengo a mitad del pasillo. A mi alrededor sólo hay silencio, un vacío enigmáticamente suave. La puerta del baño, a mi lado, está abierta: puedo ver los azulejos de un insoportable color azul, el pequeño cubículo de la regadera, un espacio reducido donde nuestros cuerpos cabían a la perfección; era fácil amoldarnos a la situación, al movimiento. Ahí, en ese estúpido lugar fuiste tan idiota como para declararte. Todo el día nos la habíamos pasado jugueteando, acercándonos sin alcanzar a tocarnos, nada más que incitando el instinto salvaje de un hambre voraz, implacable. Bajo el agua de la regadera no pudimos esperar más; mis manos te alcanzaron, me tomaste con brutalidad, divirtiéndonos entre chorros de agua tibia, espuma resbalosa y aroma a shampoo. El agua era perfecta para diluir el sudor, aplacar el calor del cuerpo, más no el del alma, y sobre todo fue perfecta para ayudarme a ocultar el sonrojo de verte de rodillas, tomar mi mano y pedirme ser tu pareja, por siempre. Estúpido Aominecchi. Fue tan vergonzoso que me dejaste sin aire en los pulmones y un agradable cosquilleo en el pecho. ¿Cuántas veces volvimos a tomarnos después que aceptara?

«Por siempre» fueron dos hermosas palabras, válidas en ese tiempo, genuinamente creíbles. «Por siempre» fue un tiempo lleno de alegrías y dudas, a rebosar de satisfacciones y frustración, implacable y sobre todo repleto de un deleite casi irreal. Apago la luz del cuarto de baño. Cierro la puerta y mi mente se recarga en la fría madera barnizada. Un pequeño golpe y sigo con mi camino.

La habitación principal está intacta. Los cajones del armario están vacíos, no encuentro tu ropa colgando o alguna revista de deportes tirada, no están tu cargador del celular o alguna de tus colonias. La habitación está a rebosar de cosas mías, es lo único que hay. Tampoco está la maleta al fondo del closet. La misma maleta que usamos siempre para salir de vacaciones y que es perfecta para acomodar las escasas pertenencias que decidimos llevar. La misma maleta con la cual entraste a mi casa, llena de deseos y esperanzas. Ninguno de los dos imaginó lo que nos deparaba vivir juntos; los nervios se mezclaban con la emoción, la intriga y la felicidad. No estábamos seguros de nada a excepción de una cosa: la seguridad de saber que queríamos estar juntos toda la vida.

¿La vida de quién?

Fácil, la vida de nuestro amor.

Aquel amor que empezó siendo una pequeña admiración, un sutil respeto. Creció junto a nosotros, siempre a prueba, y con la fuerza suficiente para nunca doblegarse. Maduró con nuestros planes a futuro siendo alimentado con la esperanza de vivir por siempre juntos; resguardado en la pasión y en la química que encantados demostrábamos en cada oportunidad sin importar hora o lugar. No agonizó, su muerte no fue una larga espera torturada con enojos o decepciones; no fue una confianza rota o una decisión tomada de la noche a la mañana. Nuestro amor siguió viviendo hasta que el «para siempre» acabó con  sus fuerzas. De forma lenta, imperceptible.

Primero nos ahogamos en un mar de satisfacción sin darnos cuenta que tanto calor y brillo de gloriosos días llenos de un sol resplandeciente evaporaba la felicidad con una lentitud pasmosa, hasta dejarnos secos.

Murió.

De compañeros nos hicimos amigos, pasamos a ser pareja, los amantes perfectos en un mundo de perfección. Tan estúpidamente perfectos que en algún punto volvimos a ser desconocidos. Después de saber todo el uno del otro ya no se quiere conocer más. Y los secretos regresan, los cambios llegan, las opiniones difieren… nos convertimos en un par de desconocidos viviendo bajo el mismo techo con libertades y derechos de los cuáles ya no sabemos qué hacer.

Fue ahí cuando uno de los dos tuvo que tomar la misma maleta llena de deseos y esperanzas y que ahora ya no tenía más que aire y polvo; llenarla con recuerdos buenos, malos, pasiones extinguidas, y salir por la puerta principal. En al momento perfecto, sin lágrimas que derramar, sin suspiros de nostalgia, sin rencor, remordimientos o culpas. Justo en el momento perfecto donde ambos somos un par de perfectos desconocidos; alguien que te encuentras en la calle, lo observas, no lo saludas, sigues tu camino y pasa al baúl de los recuerdos como «alguien más», muy posiblemente para morir apenas se piense en otra cosa.

Quitó las cortinas, la luz anaranjada del ocaso se muestra en toda la habitación. Abro la ventana, no hay brisa sólo la sensación de una tibieza que se va apagando junto al sol. El jardín necesita regarse, al auto una buena lavada, barrer el patio, hacer la cena, limpiar las habitaciones, quisiera darme una ducha, claro, hay que arreglar la pequeña gotera del lavabo. Me cambio la ropa por una muda mucho más informal. Salgo de la habitación pensando qué hacer primero. Los recuerdos están resguardados en lo más hondo de la mente, ahí estarán seguros a la espera de ser proyectados buscando la tranquilidad que ofrecen.

«Gracias, Aominecchi…»

No hay culpa ni remordimientos, no hay nostalgia ni desolación; sólo está la calma de los buenos momentos, las consecuencias de las risas y la felicidad pura, el hormigueo en la piel y el calor que invade el cuerpo.

Terminó, pero estoy seguro que ninguno de los dos se arrepiente.

Se acabó, sin embargo en otras circunstancias tomaríamos las mismas decisiones.

Murió el sentimiento que nos unía, pero en vida fue próspero y pleno, fue lo más hermoso, la libertad de saberse amado, la satisfacción de saber amar.

Nuestro amor murió. Pero nosotros seguimos adelante.

Notas finales:

Gracias por los comentarios.


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