Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Hunt You Down por Akire-Kira

[Reviews - 1]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del capitulo:

Al fin he acabado de escribir la siguiente parte.

Espero les guste :)

El fanfic cuenta con una lista de reproducción en YouTube que pueden encontrar justo aquí: https://www.youtube.com/playlist?list=PLdhOnU5Tg5Ulk64yTHXiJ1hu29YdM8bHR

[+]

Capítulo 1: Not Future.

[+]


 

Abre los ojos a un mundo teñido de naranja donde los brazos de un hombre se aprietan alrededor de sus pechos desnudos. Siente los labios de él en su nuca y un par de manos bien agarradas a sus costados; manos ásperas por el trabajo duro del campo, gigantes en comparación a las proporciones de su propio cuerpo, que podría consumirse en su fiebre bajo el de él. Su cuerpo pequeño y pálido que no pesa nada si es este hombre quien lo sostiene.

Hay algo tierno en la manera de tocar que él tiene . Una dulzura que logra erizarle la piel más que las mismas caricias. Él la toma entre sus brazos como si fuera tan frágil como las alas de las mariposas, pero la ama con pasión; una pasión cruda y pesada, imposible de encerrar cuando se encuentran a solas , y ella lo ama de vuelta con tanta pasión y entrega como él. Su amor es tan grande que a veces le da miedo morir de un mal del corazón pues, sólo con verlo, todo en ella se revoluciona, se desordena y tiembla.

Eres hermosa —murmura él sobre la piel detrás de su oreja, voz ronca y lenta mientras una de sus manos se desliza hacia abajo por la cintura estrecha de su amada—. Quisiera poder tenerte de este modo todos los días. Llamarte mi esposa y vivir en un lugar que sea sólo tuyo, mío y de nuestros hijos. Lejos de estas colonias para pasar el resto de nuestras vidas juntos.

Sí.

Eso es lo que ella quiere también.

Vivir con Santiago, dar a luz a sus hijos, construir juntos una casa.

Reza a Dios todas las noches pidiéndole que le permita escapar de su jaula, preguntándole por qué un amor como el que ella siente debe ser ocultado, llorando en el borde de su cama cuando las respuestas no llegan —nunca lo hacen— y rindiéndose a su condena entre las sábanas de satín y bordados de oro que ha detestado desde que era una niña. Duerme rodeada de cosas que no le importan, de viejas muñecas de porcelana, vestidos de fiesta y montones de joyas que se las arregla para no utilizar la mayoría del tiempo.

Hacen el amor a un ritmo pausado, besando al otro tanto como pueden y alargando cada segundo de las pocas horas que consiguen escabullirse de sus hogares. Ella se muerde los labios cuando él embiste, temerosa de hacer mucho ruido y levantar sospechas entre los siervos que patrullan los terrenos de su señor en grupos de dos o tres. Las luces de las lámparas de petróleo les suelen avisar de la cercanía de alguien, y aunque ahora no hay ningún destello en los alrededores de la diminuta cabaña, las precauciones nunca parecen ser suficientes.

En el futuro, cuando su amado sea injustamente condenado a la horca, ella recordará este día. Los brazos alrededor de sus pechos y los besos delicados en su nuca. Su amor, sus plegarias a los cielos y los sueños inalcanzables de una vida feliz. Maldecirá al dios que no salvó de las mentiras a uno de sus hijos, gritará con tanta fuerza que su garganta quedará desgarrada, con tanto dolor que la gente se dará cuenta de la verdad. Intentará golpear al asqueroso ser que ordenó que pusieran la soga alrededor del cuello del hombre al que ama y le jurará que va a hacerlo pagar por lo que hizo, que va a arrepentirse incluso en la vida después de la muerte.

Ella es forzada a contraer matrimonio a menos de un año de sus blasfemias a Dios. El hombre con el que se casa es gentil y paciente, un Conde europeo que en verdad tiene la intensión de enamorarla y busca mil y un maneras de hacerla feliz. El Conde nunca sabe de la horca, de su gritos o promesas de venganza y ella, lentamente, aprende a quererlo. No logra amarlo en veinticinco años de relación, ni con seis hijos ni con dos nietos, pero él la ama con locura y lo demuestra dándole la libertad que ha estado deseado durante casi tres décadas. Besando la mejilla del Conde, diciéndole gracias y perdón, ella toma sus maletas y va de regreso a América, donde busca a la familia de su amor eterno y toma decisiones de las cuales es mejor no arrepentirse.

El asqueroso ser que condenó a Santiago a la muerte ve con ojos incrédulos cómo ella lo hace pagar, cómo incendia sus hectáreas de plantaciones, cómo rompe los cuellos de sus guardias y lo deja a merced de los hombres y mujeres a los que lastimó de muchas maneras, llamándoles salvajes y golpeándolos sin razón, abusando de las mujeres y alejándolas de sus hijos, torturando a los hombres y matando a sus esposas. No merece vivir y tampoco merece una muerte rápida. El sufrimiento debe grabarse a fuego en su alma pútrida, en su piel de cerdo, en sus ojos de víbora, en su rostro de falsa bondad.

Ella mira cómo las personas toman turnos para vengar la memoria de sus esposos, esposas, hermanos, hijos y amigos. Escucha los gritos de dolor y no le bastan para sentirse satisfecha. No le bastan porque esos gritos no son nada al lado de los suyos veinticinco años atrás. Quiere que esa alimaña ruegue clemencia como ella lo hizo por su amor eterno. Quiere que su fe y esperanza mueran. Quiere que ya no crea en el cielo o el infierno, que sepa que este mundo y este dolor son todo lo que tendrá por las siguientes horas.

Llegada la noche, ella se dirige a la que fue su jaula y la mira desde afuera. Las grandes ventanas, los preciosos balcones, la enorme puerta principal… Visualiza sus viejas muñecas de porcelana aún puestas en los estantes de la habitación de su juventud, sus sábanas con bordados de oro guardas para que el tiempo no las carcoma, sus joyas en manos de otras mujeres, y, mientras mira hacia el punto más alto del techo, la preciosa jaula comienza a arder desde sus cimientos construidos por esclavos, quienes aplauden la caída de su prisión y alzan sus voces cantando el nombre de ella.

El crepitar de la jaula mientras se desmorona alerta a las autoridades de un pueblo cercano. Una de las mujeres esclavizadas le avisa que deben irse lo más pronto posible o terminarán colgados por lo que hicieron a la hacienda del que era su señor y ahora no es más que montón de miedo encogido sobre sí mismo, desangrándose mientras soporta los azotes, cortes y patadas que continúan dándole sin cesar. Sin cansancio.

Con una sonrisa melancólica en sus labios, le dice a la mujer que son ellos quienes deben irse. Irse muy rápido y sin dar una sola mirada hacia atrás.

La mujer pregunta por qué no huirá con ellos.

Ella responde con cuatro palabras.

Está lista para morir.


Está gritando.

Grita tan fuerte como esa mujer, con un dolor equiparable, pero no idéntico. Sus pulmones han sido invadidos por el fuego que destruyó la jaula y su cuerpo paralizado sufre el maltrato que se le infligió a ese ser asqueroso que ordenó la ejecución de Santiago; extrañamente, en el fondo de sí, se encuentra odiándolo de una forma enfermiza. El sueño —lo que le parece un sueño— se proyecta sobre él con un realismo y fidelidad aplastantes. Su mente está abierta y subyugada a la pena de la mujer cuyo amor le fue arrebatado de un momento a otro. Está tan en sintonía con ella que casi se olvida de que él es alguien más, que su vida no fue esa y su amor no fue aquél.

Y así como le cuesta separar lo que siente suyo de lo que es de ella, sus ojos tratan de engañarlo captando imágenes que no existen, rostros que se perdieron hace mucho y sombras a las cuales ama y teme. Todavía gritando, siempre gritando, el resplandor de una melena dorada y unos ojos abismales lo cautivan; es tanto el encanto que, por algunos segundos, se olvida del fuego que tiene dentro de los pulmones y de su cuerpo siendo torturado por manos y cuchillas incorpóreas. Junto a esos ojos vacíos, el cabello rojo de un hombre sonriente hace que su corazón maltrecho salte de entusiasmo, con un afecto y anhelo incomprensibles y vergonzosos.

<<Vuelve a dormir>>, murmura una boca manchada de carmesí, abierta cual estuviese ofreciéndose a él. La apariencia de esos labios es abrumadora. Cubiertos de sangre y, aun así, rodeados de una inocencia increíble. Adornados con muerte y vida. Sucios e inmaculados.

<<No lo soporto. Nunca quise que esto te sucediera>>. Parpadeando para apartar lágrimas de sus ojos, la visión de las pupilas abismales aumenta su pena, lo eleva a una dimensión donde ya no tiene un cuerpo, donde ya no ve ni oye, donde sólo siente la melancolía y el arrepentimiento que flota en torno a los cabellos dorados.

<<¡Pero si es culpa tuya, cínico!>>, se burla el hombre de cabello rojo y rizado, tan largo que los cielos parecen estar demasiado cerca de la tierra. Su sonrisa deslumbrante hace que él quiera morirse, pues no augura nada bueno; sabe que, lamentablemente, la felicidad de aquel hombre significa cosas peores que el fuego dentro de sus pulmones, las súplicas por piedad de esa mujer vengativa o sus propios gritos de dolor incesantes. <<Si no fuese por ti, maldito amigo mío, él estaría muy bien. Lejos de ti, lejos de mí, viviendo tranquilamente por décadas. ¡Pero no, ¿cierto?! ¡Lo querías a tu lado sin importar qué!>>. La furia enciende sus cabellos, los hace lucir como una aureola hecha con aliento de un demonio enfurecido.

<<¿Cínico? Es irónico que lo digas tú>>. La risa profunda del hombre es como un relámpago viajando a través de sus vertebras. El grito que emite es el doble de desgarrador que todos los anteriores mezclados. Esos ojos abismales se suavizan al oír cómo el suplicio se desliza a través de su boca, empapando el aire y llegando hasta los bordes de su túnica blanca. <<Vuelve a dormir>>, pide en voz ahogada, deformando su expresión en un rictus de agobio que remueve algo delicado en lo profundo de su alma envuelta en fuego. Se siente incorrecto que ese hombre sufra por él, y no es por la pena en sí misma, sino por lo que significa. Saber lo mucho que él le importa, saber la cantidad de mentiras que decoran su túnica de un blanco celestial; tan puro que absorbe la luz de los cabellos dorados que reposan encima de su cabeza repleta de mentiras y pecados milenarios.

Respirando dificultosamente —lo suyo ni siquiera debería considerarse respiración cuando todo lo que logra son un par de jadeos temblorosos—, mueve la cabeza hacia el techo, desde el cual una luz neón lo aturde durante lo que parecen segundos en cámara lenta. La conmoción dura lo suficiente como para que la aguja con la que perforan la piel de brazo pase desapercibida. El dolor por fin empieza a menguar en el centro de su pecho, donde el corazón le late más y más rápido conforme la piel de su brazo se adormece; es una bendición no sentir nada en lo absoluto al menos en una parte de su cuerpo. Para cuando la insensibilidad consigue doblegar su corazón exaltado, la discusión entre los dos hombres queda olvidada. Es un perdón sencillo que hasta les deja sonreirse el uno al otro. Parecen encontrar comunión en la tranquilidad de un tercero que ni siquiera puede sentir su propio cuerpo en cuál sea el lugar donde se encuentre.

Antes de que sus ojos se cierren y su mente se rinda bajo otro recuerdo, los nombres de aquellos dos aparecen frente a sus ojos. Grandes letras y grandes penas componen las sílabas con las que prefieren ser nombrados por él, quien los ama y desea tanto que duele más que muchas otras cosas.

<<Y nosotros a ti, vida mía. Por siempre a ti y sólo a ti>>.


Él es el entretenimiento de hombres y mujeres quienes lo compran por un par de monedas para pasar el rato en días aburridos o noches de libertinaje; las cuales, dolorosamente, son más usuales que el aburrimiento. Hay hombres que lo piden por días —o noches— enteros y mujeres que sólo buscan una tarde de plática sobre experiencias en las que se comprenden. Y aunque el collar y las muñequeras de cuero están siempre recordándole su posición, de vez en cuando logra ganarse un descanso de sus “deberes”.

Durante uno de esos descansos es que conoce a El Mercader; lo llama así por semanas, pues la primera vez que lo ve no cuenta con la suerte de escuchar su verdadero nombre en boca de otros comerciantes o de los vendedores a lo largo del muelle. El Mercader es un hombre de ojos claros, cabello castaño y piel blanca pero bronceada por los viajes a través de los océanos. Va vestido con ropas que él, si bien no pobre, pero con mucho menos dinero, no podría ni mirar de cerca en las desconocidas casas de los sastres. Ha habido varias personas que le cuentan cómo es ir a que le tomen medidas de todo el cuerpo, de las cientos y cientos de telas que se recomiendan de acuerdo a la edad, el estatus y la apariencia y el orgullo casi malsano de los sastres cuando entregan su trabajo y son elogiados por ello.

Pero, como puedes ver, hacen un excelente trabajo —dice uno de esos hombres que lo compran por días y noches enteros y que tiene la costumbre de entablar conversaciones a la mitad de la faena.

Con veinte años de diferencia entre uno y otro, el hombre aprecia que se quede callado cuando no se le pregunta nada. Incluso le acaricia el cabello como a un perro obediente. Le basta tenerlo ahí, tendido y a su merced con aquella magnífica cara de querubín por y para su placer. Eso es lo que muchos buscan. Belleza sin voz .

¿Te gusta esta túnica? —cuestiona de forma retórica—. La hicieron sastres que han confeccionado ropas para reyes y reinas. Trajeron algodón de El Viejo Mundo, lo hilaron y tejieron las telas exclusivamente para mí. Hasta el diseño es sólo mío. Una secuencia única. Es fantástica, ¿no crees? —esta vez la pregunta no es retórica. Él sonríe y pasa las puntas de sus dedos por el cuello de la túnica. Encuentra agradable sólo el tacto de la tela. No el color ni las formas. No la oscura expectación ni la hambrienta altivez.

Es preciosa, señor.

El hombre trae a cuestas un ego impresionante. Él, sin perder la sonrisa, ignora los signos del orgullo masificado y se concentra en terminar su trabajo. Un par de horas más y podrá irse a dormir junto a Valeska, su más grande amiga. La antes dulce niña y aahora oscura mujer que se negó a dejar el mundo antes de los doce años. Valeska y él han vivido de la prostitución desde muy pequeños. Prefieren esto a morir de hambre en alguna calle mugrosa.

El Mercader entra un día en el sitio donde él trabaja. Han pasado semanas desde que lo vio en la bahía y, ciertamente, no pensó que volvería a tener frente a sus ojos esos cabellos castaños o aquél par de orbes hechos de plata.

El Mercader viene acompañado de un grupo de hombres del tipo a los que Valeska y él conocen a la perfección. Miradas codiciosas y hambrientas que se pasean por el lugar varios minutos hasta elegir a una chica o un chico que satisfaga sus deseos más básicos. Este prostíbulo, el más grande de la ciudad, está lleno de adolescentes y, no tan raramente, niños y niñas. En esta época la edad es un detalle sin importancia, y la crueldad, un fenómeno cotidiano.

Mirando a los otros hacerse de compañía, El Mercader camina por el prostíbulo prestándole más atención a la arquitectura y la decoración que a las personas. El Jefe —El Proxeneta— hace un intento de invitarlo a probar sus mejores piezas de mercancía, les habla sobre lo bien que se comportan y cuán ansiosos están de servirle del modo que se le antoje. Dice la misma basura a todos quienes entran vistiendo con la elegancia de El Mercader. Valeska les da la espalda, y él, ocupado seduciendo a un muchacho tímido, no tiene oportunidad de mirarlo por más tiempo. Toma la mano del joven y lo arrastra consigo a una de las habitaciones privadas. Le duele saber que El Mercader no estará solo en cuando él termine de complacer al joven, pero lo olvida en cuanto éste murmura que nunca ha hecho algo como esto, que no sabe qué hacer.

Yo te mostraré —promete sonriendo, acariciándole las mejillas con ambas manos mientras lo dirige hacia la cama—. Sólo dime si algo no te gusta, ¿de acuerdo?

Temblando ligeramente, el joven asiente y recibe su beso cerrando los ojos. Es dulce y empático, una joya de buenas maneras en medio de la porquería que habita la ciudad. Mientras hace que el chico pierda la compostura, a él le dan ganas de echarse a llorar entre sus tiernos brazos. Odia ser quien lo introduce a este mundo de placeres adictivos y egoístas. Un joven como este que se deshace bajo sus manos, tan pulcro e inocente en cada movimiento y expresión, debería irse a buscar aventuras al otro lado del mundo. Debería largarse a la primera oportunidad. Debería gastar esas monedas que va a darle a él apartando un lugar dentro del primer barco que zarpe al amanecer.

Valeska y él han querido dejar atrás esta ciudad durante años. El sueño que tienen de conocer el Nuevo Mundo es cada día más lejano y, poco a poco, se han dado cuenta de que es más probable que mueran de hambre en las calles a morir en las costas de las tan famosas tierras del otro lado del océano.

Le cuenta eso al joven.

Vamos juntos.

Tomado desprevenido, la confusión es clara en su rostro. No esperaba obtener esa respuesta en su intento por calmar los nervios del muchacho con algo de plática superficial. El joven se aclara la garganta, su piel sonrosada en el área del pecho y el cuello.

¿Qué?

Vamos juntos —repite, esta vez con más firmeza—. Yo… yo te he visto fuera de aquí, en la bahía. Siempre me has parecido tan hermoso —conforme las palabras se escurren de aquellos labios brillantes, sus ojos se ablandan con una adoración que le cae como piedra en el estómago. Esto está mal.

¿No hay una chica con la que quieras casarte? —le pregunta hablando con dulzura, rehusándose a ser definitivo o hiriente en cuanto a esto se refiere—. ¿Una mujer con la que puedas formar una familia y vivir feliz? Imagínate lo bello que eso sería.

No tanto como tú —sentencia, más decidido de lo que nadie podría imaginarse siendo testigo de su candidez intrínseca—. Nada ni nadie es más bello que tú.

Y no sabe exactamente cómo sucede, pero días después, una mañana soleada, Valeska y él están a bordo de un barco que pertenece al joven. Al joven y su padre, quien resulta ser El Mercader y cuyo nombre no es otro sino Bartolomé. El joven se llama Nicolás y no es un niño de provincia como creyó al principio. Puede que no sea un hombre de la edad de su padre, ni conozca tanto como el mismo, pero sabe de negocios y se ha hecho de sus propios bienes trabajando duro.

Eres el peor flechazo que ha tenido en veinte años de vida.

Bartolomé, vestido con la exquisitez de siempre, lo acompaña unos minutos en la proa del barco. El viento es algo fuerte, pero ambos lo disfrutan. Uno por amor al mar y el otro por la curiosidad de quien no ha visto mucho.

Deja de preocuparte. Acabará dándose cuenta de su error.

No recuerdo haber sugerido que era un error.

Riendo, se da la vuelta y camina lejos de Bartolomé.

Ese hombre es un peligro —el principesco mercader en el que ha gastado mucho tiempo pensando— y no quisiera darse la libertad de caer por él cuando Nicolás los tiene a ambos es altísimos pedestales hechos de metales y piedras preciosas.

Pero, eventualmente, ninguno puede evitar herir a Nicolás.

Él no puede evitar ser atraído por Bartolomé.

Bartolomé no puede evitar deshacerse bajo sus manos.


Dicen que lo peor ha pasado.

Les cree.

Cree que todo lo que está haciendo es aguardar por la paz eterna.

El fuego en sus pulmones se consumió a sí mismo hace horas. Aquellas manos y cuchillas incorpóreas desaparecieron junto con las brasas ardientes que habían introducido en su cuerpo; quién o por qué, no lo sabe, pero jura que encontrará la respuesta en donde deba encontrarla. Incluso si es dentro de los ojos azul medianoche del hombre que lo mira hacia abajo, en la profundidad aterradora de las luces y las sombras que lo rodean y acarician. No importa en dónde se encuentre, va a encontrar la respuesta.

Su convicción es tan grande como el deseo de Valeska de conocer el Nuevo Mundo. Tan grande como la amargura de ese hombre encadenado que intentó alejarse de El Mercader por el bien de Nicolás y que, al final de todo, no pudo controlar su propia hambre. Pero ¿cómo podría? Desde la primera vez que lo vio, Bartolomé fue el hombre que siempre tendría todo su amor. El hombre al que quiso, celó y deseó del modo que no podría haber hecho con ningún otro, ni siquiera con el dulce y gentil Nicolás, quien vivió y murió amándolo sin que se le pagara con la misma moneda.

Aquel hombre —aquel ser— con la noche en su mirada, lentamente, se acerca al sitio en donde está descansando tras la tortura del fuego. No tiene las fuerzas para moverse y poner sus brazos alrededor del cuerpo ajeno. Muere de ansias por hacerlo, pero ahora le resulta imposible la sola idea de recuperar una pizca de la vitalidad que solía poseer.

Era muy joven.

Era muy joven y ya no recuerda lo que es sentirse así. En realidad, no recuerda si alguna vez en su vida supo lo que era saberse en la etapa más prometedora de su desarrollo. No recuerda sus metas, sueños, aspiraciones o fantasías. Se siente como un recipiente de miles de emociones y sentimientos que fueron desconectados de los sucesos que les dieron origen, cortados en trozos para su apreciación eterna, pero nunca para el verdadero entendimiento.

Está pasando a través de un proceso de introspección muy confuso. Intenta comprenderse sin saber por qué necesita comprenderse. Flota en un limbo interrumpido por ráfagas de imágenes con largas historias detrás de ellas, escritas en cada punto, matiz y figura con una fuerza de verdad asombrosa. Y, con las imágenes, más sentimientos y emociones le llenan la cabeza. Sensaciones que no sabe describir y memorias a las que difícilmente puede darles un orden lógico.

Abaddon y Balan caminan alrededor del hombre que lo mira desde arriba con esos ojos del color de las pesadillas y los sueños. Es una combinación extraña de pureza y perversión, igual que los labios ensangrentados de Balan. Entre el resto de cosas que pasan por su cabeza, de repente, surge el pensamiento de que el hombre está hecho tanto para la guerra como para la armonía, que sus rizos dorados lucen como una aureola santa pero no están relacionados con una en lo absoluto.

Teniéndolo a un palmo de distancia, se percata de que sus ojos no son de ese azul medianoche que creyó haber visto. Son dorados. Más brillantes y más hermosos que su cabello, más deslumbrantes que el brillo sobrenatural que desprende la túnica de Abaddon y el destello eléctrico en los ojos azules de Balan.

No existe criatura en la Tierra que eclipse a El Mensajero.

—A partir de este momento juro siempre estar contigo —murmura El Mensajero, sus labios fríos tocándole la frente y moviendo ligeramente su cabello—. Mis juramentos no valen nada para nadie, pero espero que para ti sí. Con que signifiquen algo luego de lo que ha sucedido, me siento bien estando de vuelta. Aunque, por supuesto, no debí irme jamás.

La piel de El Mensajero no es fría. Está congelada. Toda la calidez que puede tener en sí se encuentra en sus ojos, llamativa y enternecedora, el consuelo que nadie le había dado y que nadie más le dará. Su relación con este hombre no tiene un nombre ni una explicación que su mente domine. La naturaleza que los une es terreno vedado y no cree que un día será capaz de entenderla. Pero no tiene miedo de no saber los porqués, pues nunca los ha sabido y siempre vuelve a levantarse. De un modo u otro, tarde o temprano, la fuerza regresa y la vida deja de ser la mancha gris que acostumbra a ser.

—Si algo no eres, eso es débil —sonríe El Mensajero, feliz hasta un punto en el que pierde de vista las antiguas fronteras y le besa las mejillas y los labios una y otra vez—. Estás vivo. Pronto verás cuánto poder hay en tu fortaleza y, no tardando, te levantarás como el príncipe que estás destinado a ser. Vas a obtener esa venganza y yo te ayudaré durante tu camino.

Se pregunta a qué venganza se refiere El Mensajero. Según lo que corre en su cabeza, la venganza que persiguió por décadas fue la que quería por su amor asesinado injustamente en la horca de una plaza pública. Los gritos de desolación, las plegarias a los cielos, la blasfemia contra el Dios que no escuchó ninguna de sus palabras… esa venganza es una que ya tuvo, por la que pagó y que ya no acosa su consciencia.

Sin embargo, presiente que El Mensajero sabe más que él. Mucho más que Abaddon y Balan juntos y elevados a potencias ridículas. Es un ser extraterrenal que le habla de situaciones que no recuerda, de sentimientos que no siente suyos, de una vida que no puede importarle menos porque no fue quien la vivió y sufrió en cuerpo y alma. O que, al menos, no recuerda haberla vivido.

Abaddon, desde la esquina de la habitación, hace una mueca impropia de él; casi vulgar, poco elegante. Balan, mirando a través una ventana oscurecida, frota sus manos en un gesto que aparenta incomodidad o vergüenza. ¿No tienen algo que decirle? Ellos siempre tienen algo que decirle, pero la presencia de El Mensajero los detiene el día de hoy. ¿Le temen? ¿Es por él que evitan decir cualquier cosa?

—No permitiré que vuelvas a conocer el miedo —continúa aquel ser extraordinario, su voz musical ayudando a tranquilizar las mareas furiosas de los sentimientos que no deberían estar encapsulados dentro de una sola persona—. Me pondré frente a ti para evitarte el dolor. Utilizaré el poder que me fue dado como un escudo que te proteja de quienes osen acercársete con intenciones ocultas. Y la mía, querido, es una promesa que sello con los saberes de un alma que te adora.

Dejándolo desorientado, inmerso en el flujo interminable de imágenes y sus historias, El Mensajero besa su frente una vez más y desaparece de su rango de visión. Aún sin fuerza, inmóvil y con los ojos abiertos a un mundo que desconoce, hace la elección de mirar. Mirar a Abaddon y Balan y la habitación en la que lo tienen hasta que la siguiente fase, sea cual sea, le caiga encima.

<<Vamos a perderte, ¿no es cierto?>>, susurra Abaddon, <<No sabes quiénes somos ni de dónde venimos. No sabes quién eres ni de dónde vienes. El Silencio va a acabar contigo si esto sigue así>>.

<<Eso hacemos>>, interfiere Balan, su cabello arrastrándose por el suelo para tocarle las piernas y los brazos, nervioso por los escenarios que crecen en probabilidad. <<Tú y yo, maldito amigo mío, hacemos esto. Él mismo llego a esa conclusión hace tiempo. Tú nos conoces bien, amor>>.

Una imagen capta su atención.

Sin darse cuenta, su mirada se pierde en un punto incierto entre las líneas de pintura en el techo. Las voces de Abaddon y Balan se hacen pequeñas, insonoras junto al entusiasmo con la que la imagen le narra su curiosa historia repleta de sangre inocente y máscaras blancas danzando en la oscuridad.

El cuerpo de una mujer abierto por la mitad con un cuchillo de acero y un hombre vestido de negro mirándola como si fuese un simple animal sacrificado, una vida sin valor que, con la sangre derramada, se alzó para los dioses. Estrepitosa música de tambores rebota en las gruesas paredes de la catacumba sombría donde todo se lleva a cabo, los murmullos de los que son simples espectadores rompen el ritmo y lo transforma en un cántico de enferma adoración. Los culpables de la grotesca escena no tienen corazones en sus pechos o una sola gota de humanidad en sus mentes. Matarían mil veces más sólo por la esperanza de obtener la respuesta de un dios que no existe y que, de existir, ignora sus modos salvajes de honrarlo.

Y si existe, piensa, ¿por qué deja que cosas horribles sucedan en su nombre? ¿Odia su propia creación y desea que se destruya a sí misma? ¿Cuál es el punto de su gran experimento, entonces?

Las preguntas se acumulan en los bordes de su consciencia junto a la confusión e incertidumbre del mañana y del mismo ahora. Tampoco esperaba respuestas. Ya aprendió que no llegarán sólo con pedirlas. Las incógnitas de toda una vida no se resuelven ni siquiera durante el desenlace de ésta. Decir que es trágico sería exagerar; que es un suceso sin importancia, equivaldría a afirmar que estamos y nos vamos y no hay nada detrás de ello, que somos máquinas extraordinarias que nacieron simplemente porque sí.

Pero…

¿Cuál es la verdadera importancia del final si apenas y significa algo para quienes se quedan, y nunca es relevante para aquellos que se van?

De nuevo, no hay respuesta.


Llora junto a una lápida. Golpea el suelo con los puños, sollozando incontrolablemente durante horas eternas. La lluvia no es un obstáculo para extender su desahogo más allá de las últimas estrellas en el firmamento multicolor, más allá de la silueta traslúcida de la luna asustadiza. Tiembla y se siente enfermo. Se imagina que va a morir ahí, muy cerca de su amada, y no puede encontrarle ningún aspecto desagradable a la idea.

Eso estaría bien.

Muy bien.

Ella es todo lo que le importaba.

Todo lo que tenía.


Recuerda su nombre.

Ibrienne.

El color de sus ojos, sus suaves manos, sus dulces besos.

La recuerda a ella y la extraña.

La quiere de vuelta en sus brazos, ese cabello largo y rizado cayendo por su estrecha espalda, cubriendo su tierno pecho.

Quizá esté llorando.

Llorando y gritando y sufriendo del mismo modo que cuando estaba desahogándose —nunca suficiente— frente a esa horrible lápida con el nombre de su bella mujer en letras rectas y frías. Grabadas por las manos de un hombre que nunca la conoció. Un hombre acostumbrado a tallar aquellas piedras malditas día tras día.

Promete que no olvidará a Ibrienne.

Promete que irá a dejarle flores.


Grita en medio de un doloroso accidente. El auto la golpeó con la fuerza suficiente para partirle varios huesos, pero no para sumirla en la negrura de un sueño silencioso. Siente cada rotura, cada herida sangrante, cada corte y cada dificultosa inhalación y exhalación. El conductor se da a la huida mientras una mujer se aproxima a consolarla y un hombre mayor, temblando, busca ayuda en las líneas de emergencia.

No quiere morir.

No hoy ni mañana ni algún día cercano a eso.

Debe criar a sus dos soles.

Quiere verlos crecer. Quiere que vivan una mejor vida que ella.

Por favor, que la ayuda llegue rápido.


La ayuda no llegó a tiempo.

Se mantuvo tendida en el asfalto mientras la mujer intentaba consolarla y el hombre se desesperaba mirando hacia todos lados, ansioso y asustado porque quizá no fue lo suficientemente rápido marcando el número e indicando la dirección. Pero no fue su culpa y ella sólo agradece que haya hecho la llamada, que se angustiara por el dolor de sus huesos rotos y piel amoratada y sangrante.

La mujer, mejillas rojas y húmedas, acarició su mano y le dijo palabras dulces sobre volver a ver a sus hijos en unas horas, de criarlos hasta ser la orgullosa madre de dos hombres de bien y la abuela de nietos maravillosos.

Los nombres de sus pequeños hijos eran Patrick y Tobías. Ninguno alcanzaba los diez años de edad y sólo contaban con ella, su madre. No abuelos, no tíos, no primos y muchos menos un padre que se interesara por cuidarlos.

No quiere imaginar lo que les sucedió luego de quedar huérfanos. Si se les permitió estar juntos en casa de personas bondadosas, bajo un techo en días de lluvia y con una fogata durante el invierno o, en el peor escenario, si sufrieron hambre, soledad y frío.

Las lágrimas no bastan para expresar el dolor que la —lo— desgarra por dentro.


Ruega que las luces se apaguen. Ya no desea seguir viendo su peor pesadilla. Verlo a él, al hombre que ama, hundirse en bebidas que le queman la garganta y erosionan sus valores. Jamás ha deseado algo tanto en su vida como desea que el alcohol nunca fuese una vía sencilla para olvidarse de los problemas que han tenido. Las malas rachas. Los socios traicioneros. La familia que no pueden formar porque hay algo mal en alguno de los dos.

Pero prefiere recibir golpes e insultos sola a recibirlos con una criatura observando desde la puerta entreabierta, preguntándose por qué papá está siempre enojado y por qué mamá se deshace en lágrimas cuando su padre ha salido de la casa con un furioso portazo.


Dios fue bueno con ella.

Nunca le dio un hijo e hizo que su antes amado esposo, en un arranque de furia incontrolable, la golpeara hasta requerir asistencia médica. Ahí, luego de que los miembros de la policía hicieran preguntas y determinaran razones, conoció a una enfermera que le ofreció hospedaje en su casa por cuanto tiempo lo necesitara.

Su esposo no supo que estaba dejándolo.

Años después, llegó a sus oídos la noticia de que su esposo se ganó una bala en el pecho por pelear dentro de un bar.

Un final predecible para un hombre de su tipo.

Se presentó en el funeral sin derramar una sola lágrima, sin pronunciar una sola palabra o aceptar una sola condolencia.

No lo odia.

En lo absoluto.

Sólo espera, con toda su alma, jamás volver a encontrárselo.


Se sujeta al lomo de una criatura gigantesca. La piel bajo sus manos es áspera y dura, hecha para resistir fuego y estocadas de armas punzocortantes. Una criatura de grandes alas negras que posee un rugido salido del centro de la Tierra, que se eleva poderoso y magnífico en los cielos, por encima de las nubes y más arriba hasta que el espacio se encuentra a unos cuantos metros.

La criatura lo lleva a cuestas a través de paisajes que nadie podría imaginar. Le muestra océanos, montañas, valles, islas, volcanes, acantilados y un sinfín de panoramas espectaculares. Él, inseguro al principio, termina descubriendo que las alturas no le aterran. La verdad es que, de hecho, las adora. Desea estar suspendido en el cielo. Subir tanto que volver a tocar el piso se vuelva imposible. Quiere pasar el resto de su vida junto a la criatura que entiende su amor por el cielo y le brinda el honor de poder acompañarlo durante su vuelo alrededor del globo.

La criatura le dice que va a cuidar de él. Si tuviese miedo de caer al vacío, le prometería jamás permitir una cosa así. Sus alas de murciélago, su cuerpo de acero y su aliento de infierno existen para protegerlo. Él, abrazándose al cuello de la criatura, asintiendo a todo lo escucha provenir de ésta en forma de gruñidos cuyo significado comprende, le jura que hará lo mismo. Dará todo de sí para cuidarlo. Estará ahí hasta el momento en que no pueda.

Aunque él es un humano frágil, en cuanto la criatura se encuentra en peligro olvida su instinto de supervivencia y pelea en contra de quienes buscan dañarlo. Gana tiempo para que la criatura escape y, también, para que a él lo maldigan.


Su aliento era un pedazo de infierno y la criatura nunca hirió a nadie con él. Era un ser pensante y sensible que vivía a la espera de un compañero que entendiera su amor y su deseo de calma, de felicidad y armonía.

Él fue su compañero.

El perfecto compañero durante décadas.

Pero siempre hay fuerzas más grandes y ambición más tenebrosa.

Hubo gente que quería tener a la criatura para utilizar su poder en la guerra y que, justamente, nunca poseyeron lo justo para montarla o ganarse su confianza.

Tiene el presentimiento de que, incluso ya no viéndose como ese compañero perfecto, la criatura lo reconocería.

Aún tiene lo justo para montarlo.

Para quererlo y ser querido de vuelta.


Nunca le hacen nada.

No la golpean, humillan, maltratan o esclavizan.

Es libre y tiene muchas cosas bonitas.

Al parecer, el que no le hagan nada es el problema.

No la aman, besan, abrazan o adoran.

Nace y crece sin sentir el cálido trato de una madre o un padre, sin experimentar el beso cariñoso de un hermano o hermana.

Pero eso no la entristece.

No extraña ni añora lo que nunca tuvo.

La apodan como La Mujer de Porcelana.

Y, como tal, no siente en lo absoluto.


Esa fue una vida muy silenciosa y tranquila.

Aprendió a apreciar el silencio y el peso de las miradas. Desmenuzó la mente de las personas, conoció sus motivaciones y vio lo que harían antes de que se les ocurriera.

Lo observó todo.

Y no entendió nada.


Huye de “las siluetas negras”.

Su vida entera ha estado corriendo de la oscuridad que parece querer comérselo vivo.

Le toma veintitrés años descubrir la verdadera intención y naturaleza de aquellas sombras tenebrosas que le pisan los talones.

Una noche, mientras apura a su caballo para que no deje de galopar, las sombras lo cubren de una lluvia de luces blancas y azules. Le toma un segundo darse cuenta de que esas luces podrían haberlos matado a él y a su corcel de no ser por el escudo que las sombras construyeron alrededor de ellos. Dicho escudo, como una pared de vidrio tintado, no deshace su forma hasta que él lo toca tentativamente con la punta de los dedos. Entonces, el escudo se transforma un humo negro que, en lugar de elevarse, baja y desaparece entre la tierra.

Con el tiempo, enfrentándose peligros que nunca creyó posibles, aprende a controlar las sombras. Pero, más que controlarlas, aprende a unirse a ellas. Las acepta y, al mismo tiempo, es aceptado. No son algo de lo que pueda adueñarse porque, sin importar la situación, las sombras no dañan a inocentes ni participan en actos que consideren inmorales. Tienen una consciencia y un código al que son leales incluso más que a él.

El día que muere, las sombras lo abrazan y le proveen calor.

Rodeado de ellas no siente ningún miedo.


Ve el patrón.

Su vida siempre incluye un asesinato, una muerte prematura o castigos incoherentes.

Por venganza, interés, crueldad, amor, poder, odio, pena o desdicha. No importa qué sentimiento lo motive, contiene derrame de sangre. Su sangre o la de otros en manos de personas con caras difuminadas e interrogantes gigantescas en sus nombres. Sangre maldita, bendita, sucia o codiciada precipitándose al suelo, hirviendo en las brasas, vertida en una copa de oro, guardada en un frasco de vidrio, deslizándose sobre piel pútrida… Sus finales acostumbran a ser grotescos y dolorosos. Un suplicio en la mayoría de los casos.

Sus ojos se cerraron en algún momento mientras presenciaba las historias que las imágenes quisieron contarle. No sabría determinar cuánto tiempo le tomó escuchar cada uno de los relatos, pero, si tuviera que adivinar, lo dejaría en siglos.

Siglos de mirar con los ojos de los protagonistas y revivir sus alegrías y dolores.

Siglos de amar y ser amado, de odiar y ser odiado, de desear y ser deseado.

Siglos de que le llamaran con decenas de nombres y apodos distintos.

Siglos de saltar entre géneros y apariencias.

La última historia que vive antes de abrir los ojos es la de Jacob Black.


Al despertar no es nadie.

No tiene un nombre.

No tiene un pasado ni un futuro.

Al despertar está vacío y helado y quieto.

Mira alrededor y encuentra a dos hombres altos y vestidos con túnicas que lo miran de vuelta. Expectantes, atentos, preocupados. Los nombres de ambos se atoran en la punta de su lengua ardiente, pero no los pronuncia.

No es momento.

Se pone de pie y espera que la claridad de sus ojos se opaque con el cambio de perspectivas, lo cual no sucede. Cada línea revela sus puntos. Cada color muestra sus tonos. Cada superficie brilla con imperfecciones.

Este sitio no es uno que haya visto antes.

Busca una salida y, cuando la encuentra, sigue sin reconocer el sitio.

Pero está bien.

Alguien que no es nadie jamás se siente fuera de lugar.


Alistair se inclina respetuosamente ante el dios que camina hacia él. Con la cabeza gacha a la espera de una señal de aceptación, sonríe de forma espléndida y reprime aquellas ganas demenciales que tiene de soltar una risa. No queriendo perturbar al ser magnífico mostrando descortesía, mantiene la postura, aprieta sus labios en una fina línea recta y mueve su mano al frente, bien extendida en total ofrecimiento y entrega.

El dios, silencioso, lo observa largos segundos. Su mirada posee una cualidad de conmoción inigualable. Alistair siente cosquilleos a lo largo de su piel a pesar de que no sabe en dónde el dios ha posado sus ojos camaleónicos. El simple hecho de saberse observado por él, remueve su control y empieza a reducirlo al hambre que lo consumió en días pasados. Por un corto momento, pondera lo inadecuado que sería atreverse a poner sus labios sobre los del dios y alimentarlo con la sangre que tomó de humanos sin fortuna.

La idea se evapora cuando el dios toca su mano lentamente y la desliza por los pliegues de su palma, quedándose quieto ahí a la espera a que Alistair responda sujetándolo de la muñeca. El tono de sus pieles crea un contraste bellísimo. Irguiéndose, Alistair reduce la amplitud de su sonrisa y, por primera vez, se dedica al profundo aprecio de la figura que tiene delante.

Su anhelo se levanta de entre las cenizas al comprobar que, sin ninguna duda, este dios es el epítome de la gracia y el encanto. Alistair adora todos los detalles que lo componen y está especialmente fascinado por el color de esos cabellos de seda que enmarcan una preciosa cara a la que conoció en su estado mortal; adorable, sí, pero tan atormentada.

Este dios al que trataron como a un ser mundano y cuya inmortalidad, ahora, lo hace hermoso incluso en la indiferencia de su expresión vacía, que eleva las ausentes cicatrices de aquel adictivo dolor y las moldean en una máscara perfecta.

Cautivado —sálvame de lo débil que me haces—, Alistair pierde la realidad durante un rato y comete el pequeño desliz que había querido evitar. Ausente, ebrio de amor y deseo, sostiene el rostro del dios entre sus dos manos y se acerca para besarlo. Es una sensación revolucionaria. La fragilidad se ha ido por completo y lo que se encuentra en los labios ajenos combina extáticamente sus temperaturas idénticas y la suavidad de la carne joven; rebosante de sangre, palpitando con la furia de la fuerza sobrenatural, preparándose para la caza sin que el mismísimo dueño lo advierta.

—Mi dulce niño… —suspira Alistair separando sus bocas, admirando los colores inexactos y cambiantes que aparecen y desaparecen de las pupilas de su amado—… tan hermoso, vida mía. No hay nadie que se te compare. Te quiero tanto. Habría muerto de no haber podido salvarte. Habría muerto si tu sueño hubiese durado una vida más.

Sus confesiones de amor fluyen y no hay poder que las detenga. El dios, aún ausente y majestuoso, lo mira a los ojos en todo momento, sus facciones angelicales mostrando la emoción esperada: ninguna. Aquella máscara perfecta no se mueve ni un solo milímetro a pesar de que Alistair está ahí escupiendo su corazón frente a él.

Pero esto es algo que iba a pasar y que Alistair siempre supo en el fondo de sí.

En cuanto decidió concederle el don oscuro, con toda esa sangre ya derramada en la nieve, Alistair comenzó a prepararse para que Jacob Black desapareciera.

Y ahora, siendo testigo de la perfección concebida por el dolor y la tristeza, Alistair es incapaz de sentirse arrepentido. Así como el chico juró hasta su último aliento que Renesmee valía la pena, él sostendrá hasta el final de sus días que este ser es el resultado de las mejores decisiones que pudo tomar.

Alistair sonríe en cuanto su dios camina lejos de él, dándole la espalda en busca de obtener una mejor vista del mundo que acaba de abrirle las puertas.

Jacob, si es que resta algo de lo que solía ser, ha abandonado su miseria.

¿De quién será el castigo a partir de hoy?


<<¿Qué es lo que haces?>>.

Ignorando la siempre autoritaria voz de Abaddon, se hace camino entre la gruesa capa de nieve que yace en el suelo y los frondosos árboles cuyas ramas cubiertas de blanco dejan caer escarcha al ser sacudidas. Tiene el cabello y la ropa tapizada de una fina capa de nieve y está un poco sorprendido por la incomodidad que le producen el par de zapatos que lleva puestos; más aún, de lo agradable que es la textura de la nieve contra su piel.

No recuerda nunca haber sentido especial afecto por el invierno.

<<Explorar, por supuesto>>, responde Balan a la pregunta de Abaddon, quien sigue de cerca cada uno de sus pasos firmes a través del terreno difícil. <<Debes dejar de pensar en él como lo haces de un humano. Míralo. Es espléndido. ¿Qué cosa en este mundo podría herirlo además de nosotros?>>. Su humor es ácido, pero la enorme sonrisa no desaparece. Quizá hasta se haya hecho un poco más grande.

Ciertamente, concuerda, aquí y ahora, sólo ustedes dos podrían hacerme daño de querer hacerlo. ¿Les apetece? ¿Tengo algo de lo que preocuparme?

<<Por supuesto que no>>, declara Abaddon, furia escurriendo de cada palabra que deja su boca. Odia que se le considere malvado. Odia que vean la verdad en sus ojos abismales y él, todavía moviéndose a través de la capa de nieve —que se siente más gruesa conforme avanza—, gira un momento para apreciar el semblante del hombre. No importa con qué ojos lo mire, Abaddon es hermoso.

<<Yo me mantendré callado, vida mía>>, dice Balan. Su eterno amor se da la vuelta, retomando el camino silenciosamente. Suspirando, Balan sonríe a Abaddon y le hace una seña suave con su mano huesuda. <<Vamos>>.

Minutos más tarde, de pie en la cima de una pequeña montaña, Abaddon y Balan reconsideran lo que han hecho. Miran a su amado, imponente y fantástico, irreal y precioso, y quieren llenarlo de besos, de promesas que serán rotas y sueños que volarán lejos, muy lejos hacia el infinito. Desean conocer el modo correcto de amarlo y ser amados. Ya no quieren muerte y crueldad, pero no saben cómo detenerse.

No saben si pueden detenerse.

Balan se acerca para tocarle el cabello, oscuro y largo hasta sus hombros, un recordatorio del descuido al que se sometió antes de ser transformado. Apoya su mejilla en los hombros poderosos de aquel al que Alistair es devoto y aguarda a que las preguntas de Abaddon se exterioricen en forma de reclamo; jamás acepta sus errores, jamás le concede un segundo de paz a quienes ama. Al final, sin embargo, la actitud de Abaddon no le molesta. No más.

—No debería estar aquí —murmura su amado a Balan y éste, cerrando los ojos, niega con la cabeza, rehusándose a aceptar lo que oye—. Mi tiempo se ha ido. Si estoy aquí es por una equivocación descomunal.

<<Deseaste tiempo>>.

—No. Pensé que habría sido bueno tenerlo, jamás lo pedí —a Balan le duele el pecho. ¿Es verdad lo que dice? ¿En serio cree que fue un error?—. Pero ya que lo tengo, no diré que me desagrada.

<<Oh… >>, Balan ríe, <<¿así son las cosas ahora? ¿Buscarás a Irina?>>.

—No.

<<¿Quién es tu objetivo entonces, Jacob?>>. Abaddon susurra, su mano buscando el cabello de Balan para separar los cuerpos de esos dos.

—Nadie —responde.

Conociendo a Abaddon, se sacude el peso de Balan él mismo antes de que el otro se atreva a tocar aquel cabello de fuego. Siempre ha odiado que Abaddon se acerque demasiado a Balan. Es peligroso. Aún si no poseen cuerpos físicos, las heridas que pueden hacerse el uno al otro podrían perjudicarlos de forma permanente.

—Por favor, no me llames Jacob.

<<¿… qué?>>. Balan jadea.

—Ninguno de los dos —continúa.

<<Esta bien>>, concede Abaddon, <<¿cómo quieres ser llamado?>>.

Un aroma familiar llega a su nariz con una poderosa corriente de aire.

Su rostro sufre el primer cambio desde que despertó.

—Ephraim —dice, una sonrisa diminuta en sus labios—. Mi nombre es Ephraim.

Jacob vivió lleno de preguntas.

Él vivirá para encontrar las respuestas.

Ese aroma se intensifica en cuestión de segundos. Viene acompañado de unos pasos cuyo ritmo conoce gracias a su última vida. ¿Cómo olvidarse de El Mensajero? Así muera mil veces más, sabe que recordaría a este hombre. Esta criatura incomprensible hecha para la paz y la guerra, perfeccionado por la oscuridad para sobrevivir a las tinieblas del abismo que es el mundo y acoplado a los rayos de luz que de vez en cuando llegan del cielo.

Ver a Jasper con sus nuevos ojos, es contemplar la expresión de la belleza y el salvajismo en un solo cuerpo. Ojos dorados, ligeramente carmesíes en las orillas de la pupila, regresan el destello de asombro en igual proporción. Es difícil para Jacob (Ephraim, Ephraim, Ephraim, murmura Balan en voz baja) contenerse de cumplir sus deseos. Durante aquella muerte infernal, petrificado en su sitio, quiso poner sus brazos alrededor de Jasper, estar tan cerca de él como fuese posible. Ahora, libre de hacer lo que le plazca, encuentra un alto en la antigua dinámica de su relación. Jasper y él jamás se tocaron mucho. Fue un acuerdo implícito que Jacob comprendió rápido.

—Ya no somos así —dice Jasper—. Tú ya no eres Jacob, no completamente, y yo he formado nuevas opiniones acerca de nosotros.

Jasper acorta la distancia entre ambos. Las manos de Ephraim tiemblan a sus costados, ansiosas por tocar algo que no debería atreverse a desear. Siempre quiere cosas de las que es mejor alejarse. No quiere recordar a Los Señores, pero el recuerdo de esas criaturas inmóviles está grabado a fuego en su memoria.

Nubes violetas y azules tiñen las pupilas de Ephraim. Sus ojos se asemejan a una galaxia. Respirando profundo, Jasper se guarda su comentario refiriéndose a esta anomalía. Probar la paciencia de un neófito es poco sabio incluso teniendo experiencia con ellos.

—No estaba al tanto de que había un “nosotros” —Ephraim da un paso hacia atrás, su boca cerrándose ante la visión del cuello de Jasper. ¿Qué tal malo es que quiera beber de él como alguna vez bebió de Alistair? Le arde la garganta y sus colmillos causan una incómoda molestia en sus encías.

—Hay —corrige de inmediato—. Desde hace un largo tiempo ha habido un nosotros.

—Habría sido fantástico saberlo antes.

—No concuerdo. Ya tenías bastante con lo que lidiar. ¿Para qué poner sobre tus hombros otra carga?

—No podrías ser una carga —niega con la cabeza—. Jamás. Tú… Jasper, fuiste de lo mejor que me sucedió. Nunca te di las gracias.

—No las necesito —determina, su voz firme recordándole a Ephraim (Jacob, Jacob, Jacob, se empeña Abaddon en decir), las clases de lucha que le dio a la manada, su modo de ordenar y conseguir respeto incluso entre los que lo consideraron enemigo natural—. Míralo desde la misma perspectiva que los agradecimientos de Renesmee: estuvieron de más. No me debes nada.

—Ni tú a mí —vacila una fracción de segundo, luchando por separar lo que vio en sueños de lo que vivió en sus momentos de lucidez durante la transformación—. Tu promesa, esa sobre protegerme de todo lo que intente dañarme, es-

—¿Inútil? —interrumpe Jasper ácidamente.

—No —exhala—. El problema es que no debiste haberla hecho. Sabemos bien que no la cumplirás.

—Sé que no soy el más poderoso, pero puedo cuidarte.

—No puedes —repite.

Sus ojos, de repente, se tornan de un fascinante color ámbar con vetas cafés. Jasper siente una punzada de culpa en el centro de su pecho; esto es lo más cerca que nunca estará de su tono natural, aquél profundo café chocolate repleto de finas franjas negras y marrones.

—¿Por qué lo dices? —pregunta casi dejando salir su inquietante pesar.

Ephraim fija la vista en un punto por sobre el hombro de Jasper y se sumerge en el silencio. No afirma que lo odia, pero Jasper se angustia del parecido que comparte con Isabella en este preciso instante.

Silencio es la maldición de una unión falsa. El resultado ineludible de encapricharse con lo que está perdido en su propio infierno.

—Porque yo siempre termino caminando directo hacia el incendio. No puedes protegerme de mí mismo. Nadie puede.

Jasper guarda silencio.

Ephraim tiene razón.

¿Qué es lo que sucede cuando intentas comunicarte a señas con una persona que tiene los ojos vendados? ¿Con una persona que se puso la venda voluntariamente?

—Eso no me impedirá intentarlo.

—Lo esperaba —asiente Ephraim—. Nada te detendrá, ¿o me equivoco?

De improviso, la mano de Jasper está firmemente cerrada alrededor de su muñeca.

El eco del pasado golpea a Ephraim —a Jacob—sin piedad alguna.

La barrera no existe; ellos, como una unidad, sí. Ya no se contiene. Enfebrecido, se aprieta contra Jasper, sus labios abriéndose para recibir un beso cargado de fantasías acumuladas. Y dado que Jasper —hermoso Mensajero, fantástico Caído— sueña con campos de batalla y esporádicos tiempos de paz, su boca es una tormenta eléctrica, un ciclón tropical, un tsunami devastador… Jacob se rinde entre sus brazos. Apenas habiendo despertado, su fuerza supera la de Jasper. Pero él, con toda seguridad, no tiene deseos de oponerse.

—Nada —acepta Jasper, sus labios moviéndose hacia arriba para posarse en sus mejillas, sienes y frente, embelesado ante la total ausencia de huesos y piel frágiles; las desventajas humanas que se han esfumado. A estas alturas, no queda ningún rastro de mortalidad en este cuerpo que se acopla al suyo. Así, alimentado por lo que sus sentidos le permiten saber, Jasper imagina. Imagina lo que Jacob podrá hacer llegado el momento adecuado—. Ni siquiera tú.

Respirando profundo, Ephraim rodea a Jasper con sus brazos. Esto está bien. Muy bien y, al mismo tiempo, muy mal. Pero, temporalmente, va a ignorar los grandes errores. Ambos, Jacob y Ephraim, ignorarán los enormes errores.

—Por cierto —murmura—, ¿por qué te fuiste?

Jasper acaricia su cabello y dice en voz muy baja:

—Te lo explicaré, pero antes necesito que te alimentes.

Ephraim considera preguntarle si puede beber de él. La visión del cuello ajeno, tan cerca de su boca, es un aliciente poderoso. Jacob siente exactamente lo mismo. Su libido y su sed se funden y lo envían al borde del autocontrol. Inconscientemente separa los labios y se aproxima a la piel pálida de Jasper, quien lo detiene con manos amables pero firmes en torno a su cara.

—Después —promete Jasper, suave y sonriente—. Esta vez tienes que cazar.

Él acepta.

Abaddon y Balan no dicen una sola palabra mientras Jasper está a su lado.


Jacob le pregunta a Jasper sobre Renesmee luego de cazar.

—¿Aún está bien? —es lo primero que solicita.

—Por supuesto —Jasper deja el cuerpo de un venado en el suelo, dispuesto junto a otros dos cadáveres para los animales carroñeros que viven en los bosques nevados de Canadá; en la lejanía, los escucha acercándose—. Esme, Rosalie y Emmett están cuidándola.

—¿Nuestros aliados? —. Egipcios. Irlandeses. Amazonas. Americanos. Los dejó a todos en el campo de batalla para distraer a Jane y Betsabé.

—Amún, Sena, Liam y Maggie resultaron heridos y dos de los chicos americanos y Kebi, la compañera de Amún, murieron. No estoy completamente seguro de en dónde se encuentran los sobrevivientes, pero sí que no han dejado Washington. Muchos están preocupados por Carlisle, en especial Garrett y Eleazar.

—No le hará daño —dice, definitivo—. No físico, al menos —Todavía recuerda la adoración en los ojos de Aro, la increíble dulzura y tacto de sus manos lechosas sobre el cuerpo de Carlisle—. ¿Conoces su historia?

—No. Sólo Edward y Esme tienen una idea.

—¿Es menester tratar de alejarlo de los Vulturi?

—Carlisle vivió con ellos hace un par de siglos. Estar unas semanas en Italia no significa un problema. Además, si lo que vi y sentí fue sincero, mi padre no se opuso a que Aro lo llevara con él.

—¿Quería ir? —costaría creerlo, pero es plausible. Las posibilidades del amor, luego de esos sueños y su vida como Jacob Black, ya no lo asombran.

—Quiere a Aro, no precisamente estar con él.

—Supongo que él puede arreglárselas solo, entonces.

—Sí —concuerda—. Lo que nos preocupa, sin embargo, es que Aro mande a otros miembros de su guardia tras Renesmee.

—¿Crees que lo haga? A él no le interesa Renesmee. Y ya que tiene lo que quería, menos importancia le dará a su existencia.

—No te equivocas, pero aún hay dos personas a las que Aro quiere.

Ephraim no pregunta nombres. Jacob tampoco, pues los conoce bien.

Jasper, aun así, se los dice.

—Alice y Edward.

, piensa, siempre tiene que ser Edward.

 

Notas finales:

El primer capítulo.

Espero tener tiempo de publicar el siguiente pronto.

El fic ya está terminado, sólo estoy revisando errores.

Hasta luego :)


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).