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Hojas secas por Neshii

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Notas del fanfic:

Todos los personajes son propiedad de Tadatoshi Fujimaki.

Fanfic perteneciente al evento: Oculto en el Había una vez del grupo de Facebook *KagaKuro is Love* [Español]

Notas del capitulo:

Me tocó hacer algo sobre vampiros… y me salió esto xD

La hierba crujió bajo sus pies; hojas secas, flores muertas, sin ruido alrededor, sin viento ni animales. Vacío. Un frío y oscuro vacío.

Estaba acostumbrado a aquello, a la fría compañía de la soledad y el oscuro camino de una vida eterna. En la eternidad el tiempo no existe; los días se vuelven endebles, los años como parpadeos insignificantes, las décadas se acumulan en el corazón. La eternidad es fría muerte, aterradora, envuelta en penumbras. ¡Cómo deseaba morir! El deseo de fallecer era tan fuerte como el hedor a podredumbre de un cadáver descompuesto: dulzón, nauseabundo, tan inhumano como la vida misma. Caminó descalzo, envuelto en desnudez y con una inquebrantable coraza en su mente, una especie de armadura blindada y recubierta en oro y plata con remaches de acero y cota de malla junto a un potente escudo difícil de manejar, pesado al tacto siendo faena titánica llevarlo a cuestas durante un parpadeo tras otro.

Se arrodilló al llegar a su destino; la tierra estaba húmeda, sentirla fue una sensación placentera, le recordaba los días en que mirara a donde mirara sólo existía basta tierra, vegetación y tranquilidad. No solía recordar su pasado, eso estaba enterrado en lo más profundo de su subconsciente a la espera de ser olvidado. Pero, siempre que llegaba a ese lugar le era imposible olvidarse de sí mismo. Cuánta nostalgia. ¿Por qué no pudo morir en ese entonces? ¿Por qué estaba esclavizado a ser sólo un espectador del tiempo? Si recordaba aquello su visita se vería opacada por recuerdos agobiantes, por eso prefería callar dudas de su alma y concentrarse en lo verdaderamente importante, en lo significativo, en quien estaba ahí con él.

—¿Cuántos años han pasado ya? —dijo como saludo. Él no solía ser cortés. Por irónico que fuera, prefería saltarse toda regla o norma de educación e ir al punto; los rodeos era algo que le molestaba, eran divagar en el tiempo, en eso se había convertido su existencia, suficiente con ello para martirizarse también con formalidades que no venían al caso.

La respuesta nunca llegó, ni él la pensó. Años, muchos, muchos años habían pasado, quién los contaría, para qué hacerlo. Intentó suspirar, llenar sus pulmones con aire era una tarea que no solía hacer, no era necesaria, pero a veces, en esos momentos de nostalgia, parecía una buena oportunidad para traer de vuelta los años en los que su tiempo corrió por segunda ocasión. Sonrió ante su intento de suspiro, parecía un crío queriendo imitar a un adulto, qué modo tan infantil de actuar. Sin embargo, si esos actos le devolvían por un instante la mirada de pupilas azules él no se iba a negar. Con él siempre pudo ser así, algo infantil e inmaduro, con él podía ser como era antes de cambiar, con él no existían las máscaras ni actuaciones, sólo dos existencias que deseaban permanecer juntas.

Pero una era un alma humana y la otra un alma inmortal. Ni en el fin de los tiempos iban a poder permaneces unidos.

Sonrió con tristeza al recordar cuantas veces le ofreció una vida eterna. Recordaba cada palabra junto al sentimiento de esperanza de poder convencerlo y la agradable emoción de imaginar una eternidad juntos. Y en cada ocasión hubo un rechazo, un definitivo «no» a sus deseos. Era doloroso escucharlo a la vez que su pecho se llenaba de calidez y orgullo. Lo amaba por apreciar tanto la vida, por conocer el verdadero significado que le brindaba la fuerza suficiente para no caer en la sugestiva tentación de la inmortalidad; él comprendía el sentido de dejar de vivir y convertirse en una criatura sedienta de sangre, lo corrupto y oscuro de una existencia hundida en la soledad bajo las faldas de llamados nocturnos y latidos ajenos; y no se amedrentó, sólo no era una existencia que deseara. Él quería sentir en carne propia el paso de la vida, saborear cada momento y enaltecerse con los recuerdos que el tiempo le brindaba a cuentagotas. Amaba demasiado la vida, arrancársela y sustituirla por una mentira eterna era peor que la mayor tortura creada. Su más grande fortaleza era saber que su ciclo tenía un punto final.

Una recompensa maravillosa desear vivir tanto como poder morir.

—Kuroko, este es el último año que vendré —dijo consciente que dolían menos esas palabras de lo que hubiera imaginado. Estaba listo.

Cada año pensaba que era el último. Cada año guardaba silencio enterrando esas palabras en el desasosiego del amor eterno. Cada año se entregaba a Kuroko a la espera del siguiente, esclavizado en su propio deseo, con el tiempo detenido y la eternidad pesándole en el alma. Ahora que lo decía, su tiempo con Kuroko volvió a correr nuevamente. Era liberador. Y era sufrimiento.

El cuerpo del vampiro estaba marcado en sangre, en fuego y en instinto animal; el raciocinio era algo sutil, una pequeña pieza del rompecabezas que constituía su ser, algo necesario para poder estar completo, pero insignificante entre cientos y cientos de piezas; no era una clave o punto angular. Su condición de vampiro le permitía ser superior a los demás seres vivos, controlarlos a su voluntad con un simple chasquido de dedos, no hacía falta pensar en cómo dominarlos, con su puro instinto lo conseguía. La sensación de control era embriagante e impulsiva. El vampiro se regocijaba con cada encuentro febril y mente dominada, fuera de reglas y normas, sin poder ser alcanzado por una consciencia o moral. Manchar sus manos con sangre le significaba lo mismo que pisotear una voluntad: placer. Para el no existía la vergüenza ni la humillación, no existía la diferencia entre el dolor y el placer; sus emociones se paralizaron al compás con los latidos de su corazón y el paso del tiempo. Para la eternidad los sentimientos eran abstractos; con los años aprendió a quitarle valor a sus pensamientos y emociones, de lo contrario hubiera terminado en la locura.

Si se quiere existir para siempre, por siempre debe ser uno más, nadie, fusionarse con el tiempo, acoplarse a la eternidad sin consciencia o sentido, sólo dejándose fluir.

Ser eterno significaba dejar de vivir.

—Te llevaste contigo mi vida, Kuroko. Dime que en el lugar en donde estas llevas mi alma. No quiero dejar de existir.

La soledad es amarga compañía. Seduce con dulzura y egoísmo, se vuelve adictiva e incluso necesaria. Protege, alivia y reconforta. Tortura, asquea, frustra. Es lo más seguro, es lo más cansino. Se puede convertir en el todo, creando el mundo perfecto, a la medida, utópico, pero es frágil también y ante la mínima fisura en la superficie de la burbuja, la soledad ataca de forma alarmante y desesperada; te retuerce y rompe en mil pedazos, te llena de su propia seguridad agridulce, te golpea y te ama, te acaricia y lacera, te susurra palabras suaves e hirientes. Te demuestra que ella es tu única amiga, aliada incondicional porque a la soledad no le gusta ser abandonada. Se convierte en madre y protectora, amante fiel. El único lugar donde la soledad acepta compañía: en un tiempo sin fin. El vampiro lo sabe, lo ha saboreado y vivido en carne propia; reconoce sus señales.

Y aún con toda su miseria y deseos frustrados, aún con el abandono y la superioridad, sus instintos salvajes se doblegaron. La naturaleza vampírica, esencia que lo acompañó sin piedad y con frialdad inminente se desbarató dejando los restos a la intemperie para ser pisoteados. Y el causante, el culpable no hizo otra cosa que atesorarlos.

Su humanidad era pura, soberbia. La compasión que sentía por todo ser vivo poseía un matiz orgulloso, lleno de voluntad inquebrantable, de rechazos y pérdidas, fe y esperanza. Era hermoso, frágil y la persona más fuerte. Era vida. Y como tal el vampiro deseaba mancharla, arrancar de raíz su pureza y corromperla hasta sentir que era igual a él. Porque el vampiro se sentía inferior; odiaba reconocer que ese humano, Kuroko Tetsuya, era mejor, superior a todo ser sobrenatural; quizá su físico tenía limitaciones, pero su alma revestida en humanidad era magnífica, excelsa, perfecta.

Cuando el vampiro supo al fin que no importaba vileza capaz de corromper a Kuroko se sintió amedrentado. ¿Cómo era posible que existiera alguien así?

«Te quiero, Kagami.»

Palabras simples que le hirieron el alma, le golpearon toda razón deshaciendo las cadenas que lo mantenían atado en el mismo lugar. Fue una liberación dolorosa, fue como volver a nacer; se sentía tan indefenso, vulnerable, un crío bajo la protección de los brazos de Kuroko. Hubo sufrimiento, y se regocijó en ello, hubo deseos de volver a vivir como humano junto a la frustración de ser algo imposible. Fue una tortura escuchar a Kuroko y más agobiante oírse a sí mismo corresponderle con las mismas palabras.

No podía hacer otra cosa más que arrodillarse ante él. El vampiro perdió la batalla contra el humano. Sus ojos se tornaron brillantes, depredadores; sus dedos fríos por la falta de vida cogieron con delicadeza la mano de Kuroko; sentía su sangre correr con mayor velocidad a la par del aumento de latidos; olisqueó la muñeca, lamió la piel, depositó un suave beso. Kagami pudo sentir la pasión en Kuroko que iba en aumento como el oleaje en el mar; lo miró a los ojos, le dedicó una sonrisa y dos palabras que vibraron entre ambos cuerpos: te deseo. Por primera vez en su tiempo detenido el vampiro agradeció el permiso en un humano; deseaba tenerlo, poseerlo y beber hasta la última gota; quería atesorarlo, destrozarlo, quería llenarlo de mimos y amor, deseaba poder matarlo con sus propias manos. Lo amaba. Le temía.

Al sentir como sus dientes rompían la protección de su cuerpo físico y llegaban a su torrente sanguíneo, no sólo drenó el líquido vital también hacía suya parte de su esencia, su alma misma. Kagami, a través de sus ojos vampíricos, observó con fascinación como sus puntos vitales, el aura que los rodeaba, su fusionaban complementando una sola entidad. Por primera vez no se sentía aislado, hizo suyos las palpitaciones en el corazón de Kuroko, se revolcó en su calidez, en la tibieza que la vida regala. En sí, para el vampiro, la sangre fue lo de menos, perdió valor ante la dulce alma que Kuroko le ofrecía. Kagami sonrió mientras seguía succionando, por primera vez pensó en cuánto se arrepentía de ser inmortal a la vez que se vanagloriaba de volver inmortal el sentimiento de amor que le regalaba a Kuroko.

Tetsuya palideció, no por la falta de sangre sino de miedo. Era verdadero terror poder sentir toda la soledad que embargaba al vampiro junto a la constante desesperación de saberse un punto más en todo el vasto tiempo. Conectándose con él supo de la tristeza y mísera vida que poseía. ¿No podía hacer nada por él? ¿Le era imposible ayudarlo? Algo debía de poder hacer para aliviar un poco de su dolor. Lo cogió de los cabellos tan iguales a sus ojos, a la sangre que escapaba de la comisura de sus labios, acarició, se agachó para poder llegar a él. Era un simple humano, un alma frágil que sólo dura un suspiro para un vampiro; lo único que podía ofrecerle era la grandeza de su amor.

Lo besó. Una y otra vez. Lo acogió entre sus brazos, dentro de su cuerpo. Le demostró la infinita inmensidad que podía albergar en su alma.

—Gracias por amarme, Kuroko Tetsuya. Y gracias por enseñarme cuánto aprecio la vida. —Se levantó después de hablar. La visita llegaba su fin. Todo llega a un fin. Aunque para un inmortal lo infinito era algo latente, para un humano nada es para siempre. Nada.

La angustia opacó al amor.

Los cabellos azules terminaron siendo blancos; la piel blanca y tersa se volvió flácida, manchada, con arrugas; su estatura cambió, su espalda se encorvó; ya no tenía la misma agilidad ni el vigor; su voz cansada lo llamaba cada vez con menos frecuenta a la vez que sus ojos se cerraban por más tiempo.

Por primera vez en medio de la eternidad Kagami sintió miedo del tiempo y lo implacable que era. Observo cada segundo en Kuroko odiando todo cambio por minúsculo que fuera. Después de la madurez, de llegar a su máximo esplendor, Tetsuya, llegó a la decadencia, la sabiduría y la experiencia junto al deterioro y la vergüenza. Cómo le dolió al vampiro ser rechazado por primera vez; Kuroko lo seguía amando, pero su existencia mortal comenzaba a apartarse. El vampiro veía en las pupilas de Kuroko su amor tan fuerte e incondicional como la primera vez, bajo la sombra de los años, el poder del tiempo y la decadencia humana; como un espejo sentía la vergüenza de saberse anciano, sin utilidad ni la fuerza necesaria para seguir a su lado mientras el vampiro se burlaba del tiempo. Todo eso desapareciendo entre la blancura de los ojos ciegos y fatal mortalidad.

Kagami le besó poco antes de fallecer, Kuroko se aferró a ese último roce rebosante de amor, aceptación y sabiduría. Le besó como si no hubiera un mañana, porque el mañana dejó de existir. Le besó sin pensar en lo decrépito o burdo. Lo besó porque lo amaba, porque su propio tiempo corría junto a Kuroko, porque en el momento en que se detuviera regresaría a la eternidad, a ser acompañante de la soledad y no volver a sentir todos los sentimientos que Kuroko le regaló con la vida misma; se tendría que despedir del amor, el miedo, la locura, la plenitud, la esperanza. Kuroko le regaló vida entre la muerte, una vida que le duró un suspiro, la mejor de las vidas.

Los latidos dejaron de escucharse.

Todo se detuvo. Todo regresó a como era antes. Los humanos volvieron a ser carne y alimento. El vampiro regresó a su raciocinio dormido e instinto salvaje. La muerte cobró lo que le debían y él se burló de la vida nuevamente.

—Adiós, Kuroko.

Caminó consciente que no volvería por sus pasos nuevamente; grabó en su mente cada detalle de la tumba, sonido que escuchaba o decadencia que percibía, todo era un recordatorio y un homenaje. Esa imagen viviría para siempre dentro del alma sin vida de Kagami.

Sus ojos rojos refulgieron en la oscuridad, su presencia abría el camino entre el paso del tiempo y la ley de la vida. El vampiro caminó orgulloso, libre y solitario. Por un momento se permitió sonreír con el mismo gesto que alguna vez le dedicó a Kuroko, y desapareció fundiéndose en el infinito.

Notas finales:

Gracias por leer.


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