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Fértiles 01 Tabú por keruchansempai

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Notas del capitulo:

¡Espero que os guste! Cualquier duda o sugerencia por favor enviadme review. ¡Gracias!

PARTE 1

 

PRESENTE

[LYRAE]

 

Años 252 a 254.

 

Siempre supe de él. Durante mis primeros años de vida simplemente percibí su existencia; esa fue toda la implicación que tuvo en mi vida en ese entonces. Él era mi norte, el punto fijo al que mi brújula interna apuntaba. Como una consciencia durmiente, nuestras mentes estaban conectadas la una a la otra, percibiéndose pero no interactuando. Para mí él solo era el hombre que habitaba bajo mi casa, ese que estaba escondido tras la gruesa puerta que Peri mantenía cerrada a cal y canto y que nunca me dejó abrir.

 

No fue hasta mi cumpleaños número quince que empecé a oír su voz. La primera vez que la escuché fue después de una discusión con Peri, estando encerrado en mi cuarto caminando en completa furia de un lado a otro. Yo no podía verlo pero podía escucharlo y de alguna manera sus palabras me tranquilizaron. Aun así, ni esa vez ni las siguientes le respondí cuando me habló; en cambio fingí que no estaba ahí porque tenía muy presente que ni Peri ni los otros podían escucharlo y me daba miedo saber en lo que eso me convertía.

 

Por otro lado, cuando le preguntaba a Peri por la habitación cerrada del sótano (sin mencionar al hombre que vivía allí) él siempre respondía con evasivas, argumentando que no era nuestro problema y que nunca debíamos ir allí. La única vez que comenté que había notado que estaba fuertemente resguardado con hechizos se levantó en medio de la cena y se negó a hablarme durante días.

 

Peri me había cuidado toda mi vida, él era muy importante para mí, así que debía asumir que el hombre que se ocultaba en el sótano era alguien peligroso y al que no debía escuchar. Pero mientras que sabía esto en mi cabeza, cada vez que el extraño me hablaba no podía evitar sentirme cerca de él. Me era familiar, quizás porque siempre había estado conmigo, y pronto incluso dejé de fingir que no lo escuchaba. Fuera peligroso o no, el hombre del sótano nunca me hizo daño; es más, trataba de protegerme cuando veía que iba a meterme en problemas.

 

Un día, después de otra tonta discusión con Peri, terminé vagando por el bosque con el fin de asistir al festival que se celebraba en un poblado cercano aunque me lo habían prohibido. No sabía exactamente cómo llegar; a pesar de haber crecido en este lugar nunca nos alejábamos mucho de casa. Aun así, supuse que si seguía caminando en algún momento llegaría a algún lugar.

 

Entonces empezó a llover.

 

La voz me urgió a encontrar un sitio en el que resguardarme. La ignoré y seguí caminando. Después de tropezar dos veces y de terminar empapado de la cabeza a los pies decidí hacerle caso y susurrar el hechizo que me sugirió.

 

La lluvia paró de caer sobre mi cabeza.

 

Ese día miré a mi alrededor, anonadado, viendo los árboles sacudirse por el viento y el agua deslizarse por sus hojas y ramas, así como formando charcos en el suelo. Levanté la cabeza y vi el agua cayendo por encima de mí, sin tocarme; una especie de barrera hacía que el agua se redirigiera a los lados. Cuando me calmé susurré el nuevo hechizo que la voz me dijo y las gotas que cubrían mi ropa, mi pelo y mi piel se secaron al instante, dejándome seco y caliente.

 

Ese día se convirtió en mi amigo. Él no me hablaba todo el tiempo pero a veces, cuando estaba en problemas, me daba consejos. Y lo más importante de todo: con él aprendí a hacer magia. Como un fértil (un niño nacido de otro hombre fértil) yo tenía prohibido aprender. La magia solo era para los hombres no fértiles, a los que comúnmente llamábamos dominantes.

 

Según Peri, la magia era la que me había salvado cuando aún era un feto: la mía combinada con la de mi padre fértil había contrarrestado el veneno que corría por su sangre, manteniéndome aislado y conectado al mismo tiempo (rechazando el veneno y recibiendo los nutrientes que me permitían crecer en su interior). Pero aun sabiendo todo eso, Peri nunca me permitió usarla. Siendo un bebé tenía estallidos de magia de vez en cuando, porque yo no tenía la capacidad para refrenarlos, pero una vez crecí me prohibió manifestarlos de nuevo. Él dijo: ‘con un poco de suerte tu magia se marchitará si no la usas’. Era lo que se hacía. Todos los fértiles dejaban que su magia se marchitara para que, una vez fueran adultos, ni siquiera queriendo pudieran acceder a ella. La magia era algo que tenías que ejercitar regularmente para que no se atrofiara, al igual que una persona tenía que ejercitar los músculos de su cuerpo por la misma razón.

 

Pero a pesar de todos los años sin protestar, simplemente dejando mi magia debilitarse, después de hablar con la voz me resultó imposible renunciar a ella. El hombre que habitaba bajo mi casa me había mostrado cómo se sentía usarla y no quería parar.

 

Así pues, durante los siguientes dos años practiqué magia a escondidas de mi familia. Él, pese a ser solo una voz en mi cabeza, era un profesor maravilloso, pero si bien yo era un buen alumno me quedó claro que nunca llegaría a su altura. Sin importar cuántos hechizos me enseñara lo cierto era que, a diferencia de mis tentativos esfuerzos, para él era tan sencillo como respirar. Era la manera en la que hablaba de ello. Muchas veces se encasquillaba cuando quería explicarme algo –como si la sola idea de ponerlo en palabras le resultara ardua- y pronto me di cuenta de que era porque no tenía ni idea de cómo enseñarle a alguien a quien la magia no le resultara tan fácil como pensar en ello y lograrlo. Yo era como el niño que cargaba una gran piedra atada alrededor del pie mientras corría por la arena, en vez de convertirme en aquel que cortaba la cuerda y corría libremente sin nada que le frenara. Tenía el cuchillo en mi mano pero era incapaz de cortar algo que no lograba ver.

 

A veces hablábamos. Un día me habló de las horas que pasaba rodeado de libros cuando era un niño, siempre buscando nuevas maneras de hacer magia, siempre ansioso por aprender nuevos trucos, y del cansancio que sentía después ya que había sido demasiado pequeño. Sus padres, quienes al principio intentaban detenerlo, al cabo de un tiempo se cansaron de que hiciera oídos sordos a sus discursos y pareciera igual de contento castigado que sin estarlo –pues la magia era compañía suficiente y esa estaba con él incluso estando encerrado en su cuarto-.

 

Conforme más cosas me contaba sobre su vida más razones tenía para creer que no debería estar encerrado; aun así, ni una sola vez me pidió ayuda para escapar. Yo no tenía motivos para confiar en él, no realmente: un poco de conversación y algunas historias contadas no quitaban que pudiera ser peligroso si se le daba la oportunidad de huir… así y todo lo hacía, confiaba en él. Si me hubiera pedido ayuda para salir se la habría dado. Aunque no pudiera explicarlo sentía que había una conexión entre nosotros. Esta persona, esta voz y esta magia, se sintieron familiares desde la primera vez que noté su existencia.

 

No siempre nos llevábamos bien. Teníamos charlas agradables que podían durar horas y con la misma facilidad podíamos pasarnos días sin dirigirnos la palabra. Un ejemplo de ello fue poco después de mi diecisieteavo cumpleaños, cuando el hombre del sótano trató de enseñarme un hechizo para copiar textos de un papel a otro. Dado que había estado convencido de que sería muy fácil, cuando llegó la ocasión de poner en práctica el hechizo y lo que conseguí fue derramar tinta por todos lados (“Lyr” en la mesa, “ae” en mi mano, “Yarandr” en el borde del papel e “iel” en paradero desconocido) no me sentó nada bien. Esa fue la primera vez que le insulté y le grité a un adulto de esa manera. Bien, en realidad fue la primera vez que le grité a cualquiera: no es que tuviera oportunidad de hacerlo con frecuencia estando como estábamos en el campo y sin que recibiéramos visitas. Así que tal vez fue natural que explotara con el hombre del sótano, quien no podría castigarme por mi impertinencia a menos que quisiera morirse de aburrimiento no volviendo a dirigirme la palabra.

 

Pero no me gritó ni me ignoró, en cambio me dijo:

 

‘Es natural que tengas problemas con algunos hechizos. No puedes comparar dos años con toda una vida practicando. A mi modo de ver, que hayas llegado tan lejos como lo has hecho es un mérito por sí mismo’.

 

-¡Deja de entrometerte en lo que pienso! –me quejé en voz baja-.

 

‘No puedo evitarlo. Compartimos mente’.

 

-No es verdad –le hablé a la nada-. Yo soy yo. Tú solo eres un parásito que se aprovecha de que le dejo husmear de vez en cuando.

 

No volvió a hablarme en todo el día y yo tampoco lo hice.

 

A la mañana siguiente, después de una noche pésima en la que no conseguí dormir en absoluto, me planté frente al sótano con la intención de pedir disculpas. Aunque siempre estábamos juntos en mi cabeza tenía la esperanza de que una pequeña cercanía física ayudara a aliviar la tensión. Yo sabía que no podía abrir la puerta, pero ni siquiera necesité levantar la mano para tocarla, la voz inmediatamente me dijo:

 

‘No lo hagas’.

 

-¿Por qué? –pregunté. Mis dedos cosquillearon cuando rocé la puerta: un objeto encantado desprenderá la magia de su conjurador, como una especie de capa segura para evitar que otras personas se acerquen. El poder detrás del hechizo que mantenía cerrada la puerta era devastador, hacía que quisiera escapar en busca de cobijo; tal era la fuerza de éste. El mago que encerró al hombre del sótano, fuera quien fuese, era más fuerte que cualquier persona que hubiera conocido. Un hechizo de esta potencia no desaparecería por muchos años que pasaran-.

 

Se lo había preguntado ya muchas veces pero ese día volví a hacerlo.

 

-¿Quién te ha encerrado aquí?

 

‘¿Quién ha dicho que alguien me encerrara? Estoy donde quiero estar. Donde debo estar’.

 

-¿Y por qué quieres estar aquí? ¿Podrías salir si quisieras?

 

‘¿Podría? Sí. Pero no quiero. Este es mi lugar de descanso y no una prisión. Esa puerta está para protegerme del exterior, no para mantenerme en el interior’.

 

-¿Protegerte de qué?

 

‘No deberías tener que preguntar eso, Lyrae. Tú sabes que no hay necesidad de que haya una amenaza real para estar en peligro. La amenaza surgirá de una manera u otra si el peligro está en ti mismo. Si otra persona descubre lo que estás escondiendo, entonces dependes de que esa persona decida poner fin a la situación o no, pero si no lo descubre entonces no supone una amenaza inmediata. Por eso me escondo, para no tener que depender de lo que esa persona decida… y también porque si me encontraran ahora mismo, si alguien que no eres tú me encontrara, entonces esa persona sin duda decidiría que acabar conmigo es lo más humano que puede hacer. Tú lo sabes, sabes que estoy aquí. Que estoy hablando contigo. Que soy consciente del mundo y del paso del tiempo. Que estoy vivo. Esta puerta no es para alejarte a ti sino a ellos. A los que no lo saben’.

 

-Cualquiera sabría que estás vivo. La puerta la has conjurado tú, ¿verdad? Si lo que dices es verdad, si realmente te has encerrado a ti mismo, entonces tú la conjuraste. Eso significa que en cuanto abrieran esa puerta notarían tu poder y sabrían que estás vivo.

 

‘Por supuesto que estoy vivo pero para algunos la vida no es nada si no puedes vivirla. Me envenenaron hace muchos años y casi morí, si no lo he hecho todavía es porque me encerré en este lugar y detuve mi tiempo. Estoy… congelado. Mi cuerpo permanece estático pero mi cerebro funciona y puedo ver cómo transcurren los días. Imagínate pasar diecisiete años de esa manera, sin moverte, sin hablar, y luego imagínate otros veinte años así. Otros cincuenta. ¿Acaso no terminarías con la miseria de esa persona?’.

 

-¿Es… Es así como es? –pregunté, incapaz de imaginar un destino peor que ese-.

 

‘Lo es y no lo es, porque te tengo a ti. Veo a través de tus ojos, te escucho y tú me escuchas a mí, y por eso no importa cuántos años pasen, siempre pensaré que vale la pena. Incluso si tengo que pasar otros diecisiete años aquí’.

 

-¿Diecisiete años?

 

Apenas unos días atrás fue mi cumpleaños número diecisiete, quizás por eso el pensamiento se me ocurrió. Mi padre había muerto hacía diecisiete años después de darme a luz, y también a él lo habían envenenado. Y puede que Peri no me dijera directamente que estaba muerto, quizás eso lo asumí yo y llegué a creérmelo con el tiempo, pero me resultaba difícil pensar que… ¿qué? ¿que mi padre había estado aquí abajo todo el tiempo? ¿acaso no estaba siendo ridículo y me estaba imaginando lo que quería? ¿qué chico no se agarraría a cualquier teoría por tonta que fuera solo para creer que su padre estaba vivo? Peri me lo hubiera dicho, ¿verdad?

 

Pero Peri nunca hablaba de mi padre y se enfadaba cuando lo nombraba, así que no estaba muy seguro.

 

Casi sin darme cuenta de lo que hacía, apoyé la frente contra la puerta. La magia de ésta me rodeó, y aunque hacía mucho, mucho tiempo de eso y no tenía recuerdos de ese tiempo reconocí la sensación. Esta magia que tanto me asustaba ahora me había cobijado durante nueve meses, se había asegurado de que yo creciera bien. Que estuviera sano. Estaba mentalmente conectado con el hombre del sótano desde que tenía uso de razón, y tal vez también había una explicación para eso.

 

Quizás, durante todo este tiempo, no había estado tan solo como creía.

 

 

 

PASADO

[SHIVA]

 

Mi nombre es Shiva Yarandriel. Crecí como el hijo de un matrimonio dominante-fértil en un país llamado Ystania. Mi infancia fue como la de la mayoría de los fértiles -sobreprotegida- y en ese entonces no tenía manera de saber que mi vida terminaría precipitándose sin control alguno hasta el día que, con solo veinticuatro años, me vería obligado a escapar después de ser envenenado por aquellos para quienes mi sola existencia suponía un insulto. El día que, temiendo por la vida de mi hijo, decidí hacer cualquier cosa para salvarlo; incluso si yo no tuve manera de salvarme a mí mismo y terminé viviendo una vida de cautiverio.

 

Salvarlo a él fue lo mejor que hice con mi vida. Lo único que me redimió por todas las mentiras que le conté a la gente que me quería. Lo único de lo que nunca me arrepentí, por muchos años que pasé encerrado en ese sótano.

 

Lyrae era mi vida pero antes de ser padre, antes de ser una víctima, fui un fértil como cualquier otro, y yo también tuve una historia.

 

***

 

Veintiocho años antes…

Año 226, Ystania.

 

Estaba sentado en un pupitre, como los que usaban los niños dominantes en las escuelas, mientras papá –mi padre fértil- me explicaba el modo en el que como fértiles debíamos comportarnos en presencia de un dominante, lo que equivalía a varias horas de lecturas de etiqueta que aborrecía con cada parte de mi ser. Hubo un momento en el que me hizo levantarme y pararme frente a él, indicándome a qué distancia debíamos mantenernos el uno del otro: siempre a la distancia de un brazo; nunca, NUNCA, más cerca de eso…

 

-No debes mirar al dominante a los ojos. Podría tomarlo como una invitación.

 

-¿Podría tomarlo como una invitación? –apreté los puños a los lados y me forcé a que mi voz sonara calmada-. ¿Cómo podría? Cada miembro de mi familia tendría los ojos puestos en mí cada segundo. ¿Una invitación a qué? ¿Y cuándo siquiera podría ponerla en práctica?

 

-No seas condescendiente conmigo, Shiva.

 

-No voy a bajar los ojos por nadie. No me mostraré como un cachorrito indefenso.

 

-Lo harás o todas las libertades que has tenido hasta ahora se terminarán en este mismo momento. Nada de visitar a tu primo, nada de viajecitos a la librería. Y si eso no te parece suficiente tu abuelo tendrá prohibido poner un pie en esta casa.

 

-¡No puedes hacer eso!

 

-Escúchame bien. Puedo hacer eso y mucho más. Puedo perseguirte por la casa las veinticuatro horas del día. Mudarme a tu dormitorio para que ni siquiera puedas tener para ti mismo las horas de sueño. No me tientes. Voy a hacer desaparecer esa arrogancia tuya aunque sea a base de castigos. No es una virtud favorecedora para un fértil. De hecho, no es una virtud en absoluto.

 

-No me harás como ellos. No me harás como tú.

 

Papá chasqueó la lengua.

 

-A practicar. Empecemos de nuevo. Atrás, atrás. Ahora como hemos practicado…

 

Obedecí. No tenía otra opción. Practiqué los pasos, la postura, caminé con varios libros sobre la cabeza para adoptar la postura perfecta, el cuello erguido pero los ojos bajos. Bailé el vals, la única ocasión en la que un fértil y un dominante podían acercarse, y ese vals ni siquiera podía bailarse entre el fértil y el dominante que estaba interesado en él, se suponía que el segundo debía observar al fértil mientras éste bailaba con su progenitor.

 

Dos horas después seguíamos en el mismo sitio. Me dolían los pies, sentía una opresión en el pecho por la impotencia y unas traidoras lágrimas comenzaban a acumularse en los bordes de mis ojos. Hice un esfuerzo por contenerlas pero llegó un punto en el que sentía tanta rabia que empecé a llorar de improvisto. Papá, que había estado hablando y hablando sin pausa, se calló a mitad de la frase y me observó con expresión dubitativa. Claramente no entendía de donde salía este arrebato. No después de dos horas obedeciendo sin rechistar.

 

-¿Te encuentras mal?

 

-¡Odio esto!

 

-¿Qué está pasando aquí?

 

Padre –mi otro padre, mi padre dominante- estaba parado frente a la puerta abierta, su vista fija en nosotros. Me sequé las lágrimas, disgustado conmigo mismo por haberme dejado ver de este modo. Solo tenía trece años –demasiado joven para que me pidieran explicaciones por unas lágrimas que eran el único modo que tenía de desahogarme en un mundo en el que no me permitían manifestar mis sentimientos- pero aun así odiaba mostrarme débil frente a Padre.

 

-Que tu hijo prefiere comportarse como un salvaje –respondió papá, aunque sin levantar la voz en absoluto-.

 

-Lleváis aquí… ¿desde cuándo? ¿Desde las cuatro de la tarde? Me parece un poco excesivo. Quizás deberíamos descansar todos un poco.

 

-Ha tenido esta actitud desde el principio –rebatió-.

 

-¿Cómo dices?

 

-Nada –papá se mordió la lengua y bajó los ojos. La misma clase de actitud que quería inculcarme. Se me removió el estómago-.

 

-¿Shiva? –preguntó Padre-.

 

El dolor de estómago se intensificó. Me giré hacia papá.

 

-Es cierto que me he portado mal. Lo siento, papá.

 

Papá me miró de un modo sospechoso. Casi como si el que corrobora su versión de los hechos le disgustara todavía más que si me hubiera limitado a seguir a Padre fuera y dejarlo con la clase a medias. Porque decir la verdad ahora que Padre ya había decidido era casi lo mismo que rebatir dicha decisión. Y no dejemos que un dominante piense que debe cambiar de decisión por algo que yo pueda o no decir.

 

-Mañana atenderás a esta clase y obedecerás las indicaciones de tu padre a rajatabla.

 

-Sí, Padre.

 

Abracé a Padre cuando pasé por su lado de camino afuera. Papá me chasqueó la lengua, claramente irritado de que utilizara lo que él llamaba “trucos” para congraciarme con Padre, a pesar de que rara vez lo abrazaba con esa intención. Me gustaba Padre. Podía ser diez veces más duro que papá cuando lo hacía perder la paciencia pero el resto del tiempo tenía siempre una sonrisa reservada para mí.

 

Al día siguiente la clase la hicimos por la mañana, después de la que tenía con la profesora Salma y antes de la clase de matemáticas. Repetimos lo mismo que el día anterior, con la diferencia de que esta vez sonreí como se me dijo, practiqué las frases de rigor, hice reverencias, incliné la cabeza y me tragué mi orgullo sin que tuviera que llamarme la atención ni una sola vez. Me pregunté si ese sería mi futuro: poner en práctica todo lo que me enseñaba sin pensármelo dos veces, fingir durante tanto tiempo que finalmente un día no me quedaría ninguna resistencia y me convertiría en otra sombra más de las que poblaban este mundo: alguien sin voluntad ni propósito.

 

Cuando la clase terminó lloré amargamente tendido en mi cama. Tuvieron que llamarme para que acudiera a clase y durante la próxima hora apenas escuché una palabra de lo que se me dijo. La profesora Naira, mi profesora de matemáticas, me detuvo cuando la acompañé a la puerta y me dio un abrazo.

 

-Aleja cualquiera preocupación que tengas en esa cabecita tuya. Eres un muchacho muy especial y algún día todo esto te parecerá un mal sueño porque habrás conseguido todo cuanto quieres.

 

-¿Y si no quiero ser especial?

 

-¿Escogen los pájaros volar? ¿O los peces nadar? Dios los ha hecho de esa manera y esa es su reacción natural. Nadie les ha dicho que deben volar o nadar, nacen sabiendo que deben hacerlo.

 

-No me gusta lo que escogió para mí. Una vida de sumisión.

 

Sonrió.

 

-Quizás no sea así. Te ha dado otras cosas también.

 

Magia. La capacidad de pensar.

 

A mis padres no les gustaría nada la clase de conversación que la profesora Naira estaba teniendo conmigo. Conociendo el temperamento de Padre el despido sería el castigo más suave que contemplaría. Pero nadie me hablaba de este modo, como si también creyera que me esperaba algo más que ser el típico fértil. Como si creyera que tenía una oportunidad de ser algo más que el típico fértil.

 

-Hace siete años me llevaron a ver a la Suma Sacerdotisa –me callé un momento. No sabía cómo decirlo pero tenía que hacerlo. Tenía que contárselo a alguien o pesaría sobre mi cabeza hasta que me asfixiara-. Dijo que me destruiría a mí mismo. ¿Quizás por desear demasiado? ¿Por no obedecer? Dijo que yo mismo me encargaría de destruir todo lo bueno que tuviera hasta que no me quedara nada. Que sería mi propio enemigo.

 

Asintió con ojos tristes, amables, y me cogió de la mano brevemente antes de salir por la puerta.

 

-A veces quedarse inmóvil resulta tan destructivo para el alma como luchar y perder –me dijo antes de marcharse-.

 

***

 

Pese a lo que pudo decirme la profesora Naira durante los siguientes ocho meses no me rebelé. Tenía pendiente la condena que la Suma Sacerdotisa había pendido sobre mi cabeza, sus palabras viniéndome a la mente cada vez que sentía la tentación de hacer algo inapropiado como levantarle la voz a uno de mis primos dominantes. Pero sobre todo, no quería tener a papá disgustado y mirándome como si fuera una decepción. Posiblemente fue la época más feliz de papá. También fue la peor para mí. Trataba de no pensar en ello, en el hecho de que cada día parecía una tortura y que si ocho meses se me estaban haciendo eternos no quería imaginar como sería vivir de este modo para siempre.

 

Todo empezó a ir bien, en realidad. Las peleas en casa terminaron, el abuelo venía a visitarme más a menudo ahora que no estaba constantemente castigado, dejé de meter en líos a Peri, mi primo, quien siempre me seguía sin importar la locura que se me ocurriera hacer (aunque siempre protestando). Y aun así odiaba cada segundo.

 

Dos semanas después me presentaron en sociedad. Comoquiera que me vieran las personas a las que me presentaron nunca me sentí más incómodo en toda mi vida. Papá me llevó del brazo durante toda la noche, su agarre como una mano de hierro, forzándome a ir de aquí para allá, “sonríe, Shiva”, “camina, Shiva”, “diga lo que te diga lord Plum haz como si estuvieras muy complacido”, “vamos a retocarte el cabello, Shiva”, “Shiva”, “Shiva”, “Shiva”.

 

Ese día me presentaron a Krauss Adcock, lord Arrington. Fue una cara más entre docenas. Lo vi mirándome un par de veces a través del atestado salón pero no le di importancia; éramos tan pocos los fértiles que asistimos a la fiesta que encontré normal que levantáramos cierta especulación. Y aunque más tarde nos lo encontramos en la mesa de las bebidas y preguntó mi nombre (“Shiva Yarandriel” se apresuró a contestar papá por mí) tampoco pensé que fuera inusual. Era la primera vez que asistía a un evento de este tipo –era la novedad, digamos- así que la gente querría saber de mí.

 

El modo en el que papá se ilusionó por una simple conversación me pareció ridículo.

 

Resultó que él tenía más idea sobre cómo se hacían las cosas en sociedad que yo. Al día siguiente lord Arrington se presentó en la casa y pidió una audiencia conmigo. De esa manera terminamos los cuatro en el salón de la mansión familiar: lord Arrington, papá, Padre (quien por la mirada que le dirigió pareció que más que darle la bienvenida quería ahorcarlo) y yo. Siendo justos todavía no tenía mucha idea de lo que pasaba. No conocía a este hombre –dos frases intercambiadas no me hacían conocerlo- y él me conocía tan poco a mí como yo a él; que quisiera cortejarme, como bien dejó claro veinte minutos después de su llegada, me pareció irreal.

 

-¿Cómo? No puede estar hablando en serio –exclamé nada más dijo la palabra cortejar. Papá me dio un pisotón y soltó una de sus risitas que decían “hagamos cuenta de que este insensato no ha abierto la boca” de un modo tan encantador que me puso los pelos de punta-.

 

Padre gruñó:

 

-¿Qué le hace pensar que es lo bastante bueno para mi hijo?

 

Papá gimoteó. Me imaginé lo que pensaba. Cualquiera era mejor que nadie, y yo tampoco estaba para poner el listón tan alto. Que dejara tan claro lo que pensaba de mis aptitudes me dolió. Ya sabía que nunca estaría a la altura de sus expectativas pero había estado esforzándome (realmente esforzándome estos últimos meses) y aun así seguía viéndome como un caso perdido.

 

Quizás era porque me conocía lo bastante bien para saber que mi nueva actitud no me nacía del corazón y que un día u otro cometería una insensatez. O quizás sencillamente se había acostumbrado a verme como un caso perdido y solo quería mantenerme a raya el máximo tiempo posible hasta que consiguiera casarme y pasarle el problema a otro. Si pensaba eso entonces también sospechaba que el tiempo iba en su contra; lord Arrington era, a todos los efectos, la respuesta a sus plegarias. Lo que yo opinara de él le traía sin cuidado, y también el hecho de que no lo conociera de nada y no tuviera nada que opinar sobre él. Tampoco le interesaba lo que lord Arrington quisiera de mí. El solo hecho de que pidiera mi mano era suficiente.

 

Me hizo querer levantarme y romper algo, montar un espectáculo solo para que este circo terminara. El chico al que mis padres estaban presentando a este hombre no era yo. No era yo a quien este hombre quería. Todo era un acto, una mentira, y no quería pasarme el resto de mi vida fingiendo ser quien no era solamente para contentar a este hombre y a mis padres.

 

Sin embargo, me quedé donde estaba. No dije ni una palabra mientras lord Arrington se presentaba. ‘Usted conoció a mi padre. Me habló de usted en varias ocasiones’. ‘Sé bien quién fue lord Arrington. Un hombre fino. Cortés. Pero no sabía defenderse. ¿Es usted como su padre, Krauss Adcock?’.

 

Me hizo preguntarme qué era lo que no le gustaba exactamente a Padre de él.

 

-Shiva es mi único hijo. Perdí a sus dos hermanos mayores hace muchos años. Eso significa que quien se convierta en su marido heredará mi dinero y mi título, el que heredé de mi difunta madre, y también el de mi padre ya que no le quedan parientes vivos excepto Shiva y yo. ¿Por qué debería elegirlo a usted?

 

-No me interesa ni su dinero ni su título.

 

-Ya. Me imagino que su padre le habrá legado suficiente de los dos, aunque nunca está de más un poco más. Pero no responde a la pregunta de por qué debo darle mi hijo a un hombre que no conozco. ¿Ha asegurado su descendencia? Es usted muy joven.

 

-Dieciocho. Y lo he hecho. Tengo un hijo de dos años.

 

-Uno no es suficiente. Míreme a mí. Perdí a dos de un plumazo. ¿Espera que su mujer le de buenas nuevas en breve?

 

Di un respingo sin planearlo. Su mujer. No había pensado en eso en absoluto… pero debería, ¿verdad? Un hombre casado –un dominante- podía tomar un consorte si quería. Era el caso del príncipe heredero, sin ir más lejos. Se casó con la hija de un noble con la que tuvo cuatro hijos sanos, el mayor de los cuales heredaría el trono, y luego se buscó un fértil con el que tuvo otro hijo. Su esposa sería la reina de Ystania algún día, mientras el fértil sería conocido simplemente como su consorte y no tendría ningún poder en absoluto. Últimamente se estaban poniendo de moda esos matrimonios, un tipo de matrimonio que denigraba todavía más al fértil. “Marido” ya era una palabra demasiado buena para nosotros, ahora éramos simples trofeos de los que presumir mientras dedicaban su tiempo a sus esposas. Un capricho.

 

Me quedé mirando a lord Arrington, esperando la condena, pero él respondió:

 

-Soy viudo. Mi esposa murió al dar a luz a mi hijo.

 

-Entonces todavía está a tiempo de buscar otra esposa. Una que garantice la continuidad de su apellido antes de que empiece a desposar fértiles.

 

-¿Qué es lo que no le gusta de mí?

 

Pensé que Padre no iba a responder pero al final dijo la última cosa que esperaba.

 

-Su padre vivió toda su vida en el norte.

 

-…Sí. Allí está nuestro hogar.

 

-No pienso enviar a mi hijo tan lejos –luego, como si se arrepintiera de decir algo tan sensible, añadió rápidamente-: Además, como he dicho, casarse con él exige ciertas responsabilidades de las que tendría que hacerse cargo a mi partida. Responsabilidades que no aprenderá en el norte. Me niego rotundamente a que mis tierras y mi gente se vean descuidadas porque está demasiado lejos y demasiado ocupado con las suyas propias.

 

-En ese caso debo comunicarle que mi presencia en la capital responde a la llamada del rey para tomar cargo de la posición de mi tío, lord Kirkland, quien murió el mes pasado y dejó su asiento en el Consejo de Nobles desocupado, y cuyo heredero tiene solo cinco años. Estaré por aquí durante bastante tiempo.

 

Su respuesta aplacó a Padre, quien se relajó en la silla y asintió.

 

-Ya veo. Entonces deberíamos hablar de su contribución a este hipotético matrimonio… Después de todo mi hijo vale una cuarta parte de este reino y una posición perpetua en la corte. No imagino qué podría ofrecer para compensar todo eso. Además, el príncipe heredero está pensando tomar a un segundo fértil como consorte y no veo el motivo para que me hiciera esa confidencia a menos que esté pensando en mi hijo.

 

-¿Qué has dicho? –esta vez sí me levanté, haciendo que todas las miradas se volvieran hacia mí con idénticas expresiones de sorpresa. Tan enfrascados estaban en su conversación que se olvidaron de mí-. ¡No pienso casarme con el padre de Peri!

 

El silencio que siguió fue incómodo, hasta que Padre lo rompió diciendo:

 

-Ahí lo ve. Está tan familiarizado con la familia real que llama al príncipe Perniwillan Zandriel por su apodo. Son como hermanos, esos dos. ¿Qué le parece si nos centramos en los detalles importantes mientras mis dos chicos se preparan para dar un paseo con usted por el parque más tarde? Darin, ayuda a Shiva a ponerse presentable. Shiva, tú y tu padre acompañarán a lord Arrington, como bien he dicho. Sé que me complacerás. Ahora dejadnos solos.

 

Los observé con incredulidad, preguntándome si esto era todo. ¿Era así como se decidiría con quien pasaría el resto de mi vida? ¿Una sola conversación, el acuerdo de pasar unas pocas posesiones y fértil vendido?

 

Papá me agarró del brazo con la clara intención de arrastrarme fuera si así debía hacerlo. Padre no me dirigió ni una mirada y lord Arrington me mandó una sonrisa apenada y un asentimiento de simpatía. La puerta se cerró tras nosotros antes de que pudiera manifestar lo que pensaba de estas tres personas que comerciaban con mi vida sin pedir mi opinión.

 

***

 

Krauss Adcock se convirtió en mi prometido tras esa reunión. Así de fácil. Lo peor de todo fue lo satisfechos que estaban todos. ¡Qué gran logro, señores, otro fértil más fuera del mercado matrimonial!

 

Me entró tanta rabia que durante el consiguiente paseo obligatorio con lord Arrington no abrí la boca. Papá, quien parecía deleitarse con cada segundo transcurrido como si estuviera saboreando la gloria, llevó todo el peso de la conversación. Casi pareció que la cita era entre ellos dos, excepto por las ocasionales miradas que me enviaba lord Arrington. Me hizo preguntarme qué quería de mí.  Por qué me había escogido de entre los diez fértiles que estuvimos en la fiesta cuando no me conocía de nada. Cualquier imagen que se hubiera formado de mí y de mi personalidad con toda seguridad era errónea. El chico de la fiesta, quien mantenía los ojos bajos y seguía los pasos de su padre, no era yo y dudaba que pudiera hacer esa actuación el resto de mi vida. Me molestó que me hiciera sentir culpable el hecho de que se creara expectativas poco realistas sobre mí en base a una actuación mediocre. Si lo que lord Arrington quería era el típico fértil sumiso estaba mirando al árbol equivocado. ¿Pero cómo iba a decirle eso cuando Padre ya había dado su aprobación?

 

Llegamos a casa y mientras papá cruzaba la puerta de entrada lord Arrington me cogió por el brazo, aunque no se acercó más de lo necesario. Hacerme detener fuera de la línea de visión de papá era lo bastante descarado por si solo y debía saberlo.

 

-Señor Yarandriel –me dijo-. Como bien sabe, Su Excelencia… su padre, me ha dado su aprobación para cortejarlo. Dicho esto, no es mi deseo imponerme, y su padre me ha dicho que usted tiene la última palabra, pero aspiro a convertirme en su marido. Solo desearía que me diera la oportunidad de conocernos el uno al otro mejor. Realmente deseo saber cosas sobre usted y-y si al final decide que no somos compatibles… Nunca ha sido mi intención obligarlo a casarse conmigo, y si decide que no quiere…

 

-No quiero –le espeté-.

 

Me envió una mirada de confusión.

 

-Pero si todavía no me conoce bien. ¿Qué podría disgustarle de mí?

 

La culpabilidad que sentía se intensificó. Aquí estaba este hombre prácticamente diciendo las palabras a las que había estado dándole vueltas toda la mañana y ofreciéndose a conocernos, que básicamente era lo mismo que lanzar ya la boda a la basura porque dudaba que pudiera soportar mi temperamento. Eso sin contar que otro dominante habría reaccionado de un modo nefasto a mis palabras y lord Arrington lejos de reaccionar mal intentaba entender mi posición.

 

-No es tanto por desagrado personal sino más bien por desagrado al matrimonio en general –eso era bastante cierto-.

 

-¿No quiere casarse?

 

-No quiero… -decir “no quiero ser controlado” sería bastante penoso y seguramente lo encontraría risible (¿después de todo no nos controlaban a los fértiles desde que nacíamos hasta que moríamos?) así que terminé diciendo-: No particularmente, no.

 

-¿Tampoco quiere tener hijos?

 

-¿Por qué querría traer un niño a este tipo de mundo? ¿Por qué le haría eso a alguien que no tiene la culpa de nada?

 

No quise decirlo. Las palabras eran demasiado radicales, demasiado sinceras, y ningún dominante las entendería.

 

-No creo que sepa lo que pretende decirme. Si acaso le gustaría explicarse…

 

Levanté las manos con exasperación.

 

-No soy nada. Peor que un perro. Solo sirvo para dar a luz a otros fértiles, mi paso en este mundo se reduce a eso, y mientras tanto no debo querer nada, ni debo opinar sobre nada, ni debo sentir nada. Papá se pasa el día metido en la casa y solo tiene algo que hacer porque estoy aquí. Cuando yo me vaya no tendrá ninguna función. Ninguna en absoluto. Los fértiles apenas sobrevivimos hasta los treinta o cuarenta. ¿Genética? No, simplemente estamos aburridos hasta la muerte. ¿Por qué querría casarme y convertirme en un objeto más de la casa? ¿Por qué debería maldecir a mi hijo con un destino así? Prefiero morir, aquí donde he nacido, y quitaros a todos el gusto de hacer lo único para lo que sirvo.

 

Cerré la puerta de un portazo detrás de mí. No quise mirarlo a la cara, de otro modo vería la clase de expresión que mis descuidadas palabras habían provocado en él. Ya no importaba de todos modos; dudaba que volviera a verlo lo que me restaba de vida.

 

***

 

Al día siguiente lord Arrington estaba de vuelta.

 

Me quedé parado en el umbral de entrada al salón, preguntándome si acaso me había vuelto loco y estaba viendo cosas, o si acaso era él el que se había vuelto loco. No venía solo, tampoco. Un niño pequeño gateaba junto a su silla, agarrando con sus manitas un juguete. Era una cosita pequeña de mejillas sonrojadas, pelo negro y ojos azules. No había duda de que estaba emparentado con lord Arrington y habida cuenta de que el día anterior había mencionado que tenía un hijo de dos años no me costaba imaginar quién era. El niño, siendo justos, era absolutamente adorable.

 

Antes de darme cuenta de lo que hacía estaba agachado junto al bebe, observando los grandes ojos azules que a su vez me observaban a mí con curiosidad.

 

-Su nombre es Kija –me dijo lord Arrington-. ¿Quiere cogerlo?

 

Lo miré.

 

-Nada ha cambiado desde ayer.

 

-Ya imagino que no lo ha hecho.

 

-¿Dónde están mis padres?

 

-Siéntese a mi lado.

 

-No voy a hacer tal cosa.

 

Curiosamente eso le hizo gracia.

 

-He estado pensando en lo que hablamos ayer. Aunque he de admitir que me chocó al principio anoche me fui a dormir y empecé a darle vueltas. No puedo decir que sepa lo que es que te casen contra tu voluntad. Me casé con mi mejor amiga de la infancia y aunque la perdí muy pronto fuimos felices. Pero la posición social es también una pesada carga y tengo amigos que se han visto obligados a abandonar a la mujer que amaban porque no estaba a su altura socialmente. Los fértiles no son los únicos cuya vida no les pertenece del todo.

 

-Quizás os quiten una elección o dos pero no eligen por vosotros.

 

-¿Y eso es menos malo? Todos tenemos papeles en esta vida. Yo tuve que hacerme cargo de mi título y de mi hijo apenas dos días después de que muriera mi esposa. Perdí a mi esposa y a mi padre prácticamente al mismo tiempo. No podré acceder a la fortuna que me dejó mi padre hasta que cumpla los veintiuno y hasta ese día debo dejar que otro se encargue de mis tierras y propiedades, y sin embargo se me da el puesto de mi tío en el Consejo de Nobles. Mi vida no me pertenecerá en absoluto hasta que cumpla la mayoría de edad. Y sé que no es lo mismo pero creo saber de donde viene su impotencia porque es la misma que siento yo, la impotencia de no poder hacer nada contra aquello que es injusto.

 

-Me está diciendo que cree que es injusto que un fértil no pueda decidir sobre su vida –no me molesté en esconder el escepticismo en mi voz-.

 

-No exactamente… Le estoy diciendo que sé cuánto molesta que a uno se le obligue a hacer algo que no quiere.

 

-Pero que tendré que hacerlo igualmente.

 

-Puedo aprender a entenderlo, que es mucho más de lo que tendrá allí afuera.

 

-No es suficiente.

 

-¿No es suficiente? ¿Un marido que se compromete a respetar sus deseos en la medida de lo posible? ¿Cree que el próximo al que su padre elija le ofrecerá eso?

 

-Mi padre respetará mis deseos…

 

-Por el momento sí, pero dentro de un par de años no estoy tan seguro. Piense en lo que sucederá entonces. ¿De verdad la vida conmigo le parece tan horrible?

 

-Escoger el mejor de entre dos males no parece el mejor modo de empezar un matrimonio.

 

-Los hay de peores.

 

-Nunca voy a quererlo, ¿lo sabe?

 

-Decir nunca es un poco precipitado. Puede que se dé cuenta de que no estoy tan mal –bromeó-.

 

-No creo ser capaz de querer a alguien de ese modo.

 

-Me vale con que lo intente.

 

***

 

Al cabo de dos meses lord Arrington ya se había convertido en un visitante asiduo en el hogar de la familia Yarandriel. Aunque no se había impreso anuncios notificando el compromiso ya todos daban por hecho que las nupcias se celebrarían en breve. Un día encontré a papá leyendo un folleto sobre las capillas más populares para celebrar matrimonios. Lejos de amilanarse me mostró el folleto en cuestión y dijo que viajaríamos a la ciudad costera de Rabredish, donde el rey Saurich II se casó con la aristócrata extranjera Neia hace doscientos años. Me di la vuelta y me fui.

 

A Padre me lo encontré en su despacho sacando de su caja fuerte la espada conmemorativa que el rey Saurich usó en su propia boda cuando juró los votos de “proteger y honrar” a su dama “hasta su última gota de sangre”. Después de sacar la espada se la dio a un sirviente para que la limpiara a fondo para su próximo uso. No cambió ni un ápice su expresión cuando me vio parado en el umbral ni dio explicaciones. Esto se parecía demasiado a un complot para ser una casualidad inocente.

 

Me encerré en mi cuarto el resto del día.

 

Al día siguiente me anunciaron que mis profesoras ya no vendrían más a darme clases. Fue una forma rastrera de decirme que la boda ya era un hecho. Una vez los fértiles se casaban ya no había razón para seguir estudiando a menos que el marido decidiera lo contrario.

 

-¿No tengo palabra en esta decisión? –balbuceé, sorprendido por este giro de los eventos aunque debería haberlo olido desde hacía días-.

 

-No has dicho nada en contra en dos meses. Eso me ha parecido lo suficientemente halagüeño.

 

-¿Ah, sí? ¿Te lo ha parecido? No tener nada malo que decir no es lo mismo que querer que suceda.

 

Padre ni siquiera parecía estar prestándome atención. No tanto como debería, al menos. Tenía la impresión de que veía todo esto como una discusión tonta antes de que me plegara a su voluntad, como si solo hiciera como que me resistía un poco para no perder la costumbre. Fue humillante.

 

-No lo quiero. A él. Yo no…

 

-Es un buen hombre. Lo has hecho esperar lo suficiente, ¿no crees?

 

-Pero yo…

 

-Nos verás continuamente. Me ha dicho que quiere comprar una casa cerca de aquí. De hecho, me ha pedido que lo acompañes esta tarde para que lo ayudes a elegir. Quiere que te sientas a gusto en tu nuevo hogar, o eso me ha dicho –rodó los ojos, como si la sola idea de pedirle ayuda a un fértil fuera una absurdez, pero parecía gustarle lo suficiente lord Arrington para dejarlo pasar-.

 

-¿Esta tarde? ¿Quiere que vaya a mirar casas? ¡Él dijo que me dejaría escoger si quería casarme con él o no! ¿Y vamos a ver casas antes de que le diga que sí? ¿Qué clase de…? ¿Cómo se atreve?

 

-Vas a casarte con él –Padre se paró frente a mí, toda la diversión de antes olvidada. Se detuvo tan cerca que resultó intimidante, y claramente esa fue su intención. Pero así como este hombre era capaz de provocar temblores en hombres adultos, yo era hijo de mi padre. Una mirada amenazante de este tipo tenía menos efecto cuando has crecido contemplándola, y menos todavía cuando sabes que esos labios que ahora eran una fina línea recta de desaprobación se curvaban hacia arriba cada vez que entraba en la habitación, y esos brazos que podrían partirme en dos únicamente me habían abrazado y ayudado a curar mis heridas desde que tenía uso de razón. Podía tener miedo de su desaprobación, y me dolía decepcionarlo, pero una cosa era esa y otra que me asustara que tuviera una mala reacción y se pusiera violento o algo por el estilo. Me quería demasiado para ponerme una mano encima, lo que explicaba que la mayoría de las veces me saliera con la mía.

 

Esta no fue una de esas veces.

 

-Te casarás con lord Arrington –repitió-. Así tenga que arrastrarte al altar. Pero no llegaremos a ese extremo, ¿verdad?

 

Ahí estaba: la carta “vamos a hacerlo sentir culpable”. No podía decirle que no cuando ponía esa expresión.

 

Miré al suelo. La parte lógica me decía que debía aceptar. Que no encontraría otro dominante como lord Arrington que tolerara mis excentricidades. Había hombres mucho peores ahí afuera, hombres que encontrarían placer en humillarme y golpearme y tomarme por la fuerza. Hombres que querrían quebrarme. Monstruos como el hermano de Peri, que eran unos borrachos y unos maltratadores y quien sabía qué más. Si decía que no y luego terminaba casado con alguien así…

 

Pero esa era la parte lógica. La otra parte solo sabía que no quería casarme, ni con lord Arrington ni con el hermano de Peri, ni con su padre ni con nadie. No era solo mi independencia ni que no quisiera traer niños a este mundo como le había dicho a lord Arrington, era el hecho de que ni siquiera me sintiera un poco tentado a olvidarme de todo eso cuando lo veía. Era joven, apenas cuatro años mayor que yo, lo que podía parecer mucho a mi edad pero apenas se notaría en unos años. Había matrimonios con diferencias de edad muchísimo mayores –diez, veinte, treinta o incluso cuarenta años-. Por si eso fuera poco, era amable, guapo, rico y parecía que yo le gustaba pese a los muchos motivos que le había dado para lo contrario. Pero aunque sabía que probablemente no existía alguien mejor, que era el mejor marido que un fértil podría tener, algo me detenía.

 

Y ese algo era que aunque yo le gustara yo no sentía nada por él. Ser amable, joven, guapo y rico no significaba nada.

 

-No estoy preparado.

 

Y añadí:

 

-No puedo dejar esta casa. Sois todo lo que tengo…

 

Padre suspiró.

 

-Tu única intención es ponerme sentimental. Ya es suficiente, Shiva. No puedes ganar todas las batallas con palabras bonitas; esas guárdatelas para tu prometido que sospecho que te servirán más que conmigo.

 

Cogí aire.

 

-Si hago esto… Si accedo a casarme con él nunca, nunca, volverás a pedirme que haga algo que no quiera hacer.

 

-Lo prometo.

 

Y lo prometió sin pensárselo dos veces porque a partir del día de mi boda ya no sería problema suyo sino de lord Arrington y sería a él a quien debería obedecer.

 

Pero esta promesa le sabría a cenizas en el futuro, cuando se diera cuenta de lo que había prometido y a cambio de qué.

 

Esa tarde fui a ver casas con lord Arrington. Lo esperé en la entrada a que llegara y cuando lo hizo le dije que me casaría con él. Sonrió y la sonrisa le cambió la cara. No creí que fuera posible que un rostro tan atractivo se iluminara de tal modo que pudiera serlo todavía más, pero así fue. Aun así no sentí nada en mi pecho, este no palpitó, y todo cuanto pude hacer fue mirarlo y preguntarme qué había de malo en mí que su felicidad no me traía nada a mí. Se acercó y me rodeó con sus brazos y papá, que venía con nosotros como cada vez que nos reuníamos, no emitió ni una palabra de protesta.

 

-Seremos felices. Te haré feliz, Shiva –acercó sus manos a mi cara y las puso sobre mis mejillas. Sus dedos estaban calientes contra mi piel-. Felices.

 

Escogimos una casa a diez minutos de la de mis padres. No era ni de lejos tan grande pero tenía un jardín muy amplio donde lord Arrington dijo que construiría columpios para los niños.

 

-A Kija le encantará. Y cuando nosotros tengamos niños ya estará todo montado –me cogió de la mano y miramos la casa en silencio. Una casa hermosa a la que no me importaría llamar hogar si no tuviera que alejarme de mi familia-.

 

No me preguntó si había cambiado de opinión con respecto a los niños. Simplemente lo asumió.

 

***

 

La boda se celebraría dentro de tres meses, tiempo apenas justo para preparar el banquete, contratar personal, conseguir trajes, decorar la capilla, reunir carruajes suficientes para llevar a los invitados que viajarían desde otras regiones, enviar invitaciones, escoger menús y preparar la recepción del rey Taek II Zandriel, nuestro actual gobernante y oficiante de la ceremonia en cuestión. Más a causa de esto último que de un deseo de verme casarme todos los nobles del reino estaban esperando impacientemente sus invitaciones.

 

Lord Arrington estuvo en Palacio gran parte de esos meses, ocupándose del nuevo cargo como consejero que había heredado de su tío. Por un acuerdo no verbalizado Kija empezó a pasar prácticamente todos los días en nuestra casa, imaginaba que para que le sirviera de excusa a lord Arrington para visitarnos todas las noches y quedarse a cenar. Después nos movíamos al salón y jugábamos al ajedrez o tocábamos el piano. Cualquiera de mis dos padres se quedaba en un rincón ya fuera leyendo u ocupando su tiempo en otra cosa, y si no era ninguno de los dos entonces era nuestra ama de llaves o la sirvienta o cualquiera que estuviera disponible. Empecé a pensar si no sería tan malo después de todo, el casarnos. Jugar al ajedrez o conversar era entretenido pero cuando pensaba en la noche de bodas me entraba el pánico, tenía miedo de hacer alguna locura como reaccionar sin pensar, herirlo quizás, como una reacción instintiva a un ataque sorpresivo. Si eso pasaba no creía que lo que viniera después fuera muy placentero. E incluso si no pasaba, tampoco tenía claro que fuera a serlo. Incluso si fuera lo suficientemente amable para esperar a que fuera más mayor (cosa que había insinuado pero que no me acababa de creer) no creía que ese tiempo extra fuera a calmarme.

 

A Kija, por otro lado, no le costó nada convertirse en el nuevo dueño de la casa. Me perseguía allá donde fuera, gateando detrás de mí y levantando las manitas para que lo cogiera cuando me daba la vuelta parar mirar. Más veces que no terminaba agarrándolo, lo sostenía contra mi pecho y dejaba que me abrazara con sus bracitos. Era un niño sonriente, siempre riendo por cualquier gracia, abrazándose a quien lo cogiera con total confianza y a veces dando besos torpes. Una semana después de su llegada se había ganado a todo el mundo. Dos meses y varios días después, a escasas tres semanas de la boda, ya no podíamos imaginar la vida sin él. Padre se lo llevaba a su despacho y le hablaba de negocios como si fuera un adulto mientras Kija se sentaba en su sillita de bebe y aplaudía. Papá lo sentaba en el suelo a su lado cuando salía al patio a hacer jardinería y Kija tiraba las semillas dentro del agujero que papá cavaba en la tierra. La cocinera lo sentaba a la mesa, le cantaba mientras trabajaba y le decía lo alegre que estaba la casa ahora que volvía a haber un niño en ella. El resto del tiempo lo pasaba conmigo y las horas transcurrían sin que pareciera una obligación en absoluto. Jugaba con él con los cubos que me compraron de niño, le hablaba y le mostraba cómo cortar los bloques de madera en forma de animales. Le hice un gatito y Kija no se separó ni un segundo de él.

 

Entonces llegó Junio, apenas unos días después de que cumpliera los catorce y tres semanas antes de la boda. Ese día ni Kija ni lord Arrington vinieron.

 

-Habrá encontrado a alguien que se ocupe de Kija. Vendrá a cenar y podremos preguntárselo.

 

Pero no vino y tampoco lo hizo a la mañana siguiente. Papá empezó a mirarme mal, como si creyera que había hecho algo imperdonable que no estaba contándoles. Esa misma tarde me hizo prepararme para salir y una vez en la calle me dijo que iríamos a Palacio, donde lord Arrington estaba quedándose hasta que terminaran de habilitar la nueva casa. Nadie visitaba los dormitorios de la torre norte de Palacio a menos que se estuviera quedando allí pero a papá por una vez no le importó si dábamos de qué hablar. Debió pensar que a tan pocos días de la boda y yendo acompañados por los guardias las murmuraciones serían mínimas.

 

Sin embargo, nos detuvieron nada más llegar a la torre norte. No había ni uno ni dos guardias vigilando la puerta de acceso sino seis de ellos y todos armados por completo. Nos quedamos observando pasmados el despliegue, tanto que fueron ellos los que se dirigieron a nosotros primero a pesar de que se suponía que no debían hablar mientras estaban de guardia.

 

-El edificio está bajo cuarentena, señores. Nadie puede entrar.

 

-¿Cuarentena? –repitió papá-. ¿Qué clase de cuarentena? ¿Por qué?

 

-No podemos revelar esa información.

 

-Mi yerno está allí adentro –manifestó-. Exijo saber lo que sucede y si él está bien. No lo hemos visto en los últimos dos días.

 

Los guardias intercambiaron una mirada.

 

-La cuarentena se levantó ayer a primera hora de la mañana. Los infectados enfermaron por la noche e hicieron llamar al médico. Por seguridad todos los inquilinos permanecen en sus habitaciones hasta que el médico dictamine si se trata de un brote infeccioso o por el contrario ellos son los únicos enfermos. Nadie puede entrar.

 

-¿Pero cuál es la infección que padecen?

 

-No tenemos esa clase de información. Nuestra única orden es que nadie pase de aquí.

 

Papá asintió y después me miró. Creo que ese fue el momento en el que decidió que habíamos que esperar lo peor, pues estos últimos meses habían sido demasiado hermosos para ser reales.

 

-Iré a hablar con el rey, cariño. Espera aquí. Volveré con noticias.

 

Esperé donde se me dijo, mirando de tanto en tanto a los guardias y la puerta cerrada. Esperaba que Kija estuviera bien. Esperaba que lord Arrington lo estuviera también. Era un buen hombre; cualquiera que fuera la enfermedad que estaban tratando de contener él no se la merecía, a pesar de lo que pasó la última vez que nos vimos.

 

Yo había estado con Kija esa noche cuando lord Arrington llegó a cenar como de costumbre. Fue el día anterior a que levantaran la cuarentena. Después de cenar papá se ausentó un momento para avisar a la sirvienta de que debía limpiar el vaso que Kija había derramado en el suelo. Lord Arrington estaba observando algo por la ventana mientras yo buscaba las piezas perdidas del tablero de ajedrez y Kija gateaba de aquí para allá. Ninguno de los dos estaba cerca cuando Kija chocó contra un jarrón decorativo de alrededor de un metro de altura que había junto al aparador. El jarrón chocó contra la pared con fuerza, alertándonos con el ruido, y luego rebotó y fue directo hacia Kija… o lo habría hecho, de no haber reaccionado a tiempo y haber parado el jarrón. Con mi magia. Literalmente suspendido en el aire.

 

Kija empezó a llorar en ese momento, asustado por el ruido más que por el accidente ya que no fue consciente del peligro en el que estuvo. Dejé caer suavemente el jarrón sobre el suelo, esta vez con mis manos, y esperé a que el silencio opresivo en el que nos habíamos sumido –excepto por los sollozos de Kija- terminara de una manera u otra.

 

No fui tan consciente de lo que acababa de hacer como debería. Los fértiles no debíamos usar magia, lo sabía, y aunque desde que tenía uso de razón mis padres me castigaban cada vez que tenía un brote de magia accidental (desde luego solo si era accidental ya que había aprendido pronto a ocultarme de ellos cuando quería realizar un hechizo) no entendía del todo la magnitud de lo que había hecho. Ni lo que otros pensaban de ello.

                                                    

Este era el hombre que no pestañeó cuando dije algo excéntrico, que pidió mi opinión y escuchó cuando le respondí; sin embargo, fue también el hombre que al verme usar magia cruzó la habitación y me golpeó en la cara. No reaccioné, pues por un momento me pareció que nada de esto podía ser real. Únicamente había actuado por instinto: Kija había estado en peligro y mi magia se había hecho cargo aún antes de que lo pensara. No lo había planeado de forma expresa, ni había querido poner a prueba a lord Arrington para ver qué tan lejos podía llegar antes de que me pusiera un alto, o simplemente para saber cómo reaccionaría. De haber sido ese el caso probablemente habría explotado al ser abofeteado por alguien que no era mi padre, y que en realidad todavía no era nada mío, pero no lo había planeado así que me quedé sin saber qué hacer, quieto, mientras trataba de no concentrarme en el escozor que sentía en la mejilla. El golpe no había sido tan fuerte: a Peri le partieron el labio por algo que fue un accidente cuando éramos niños. Pero fuerte o no el mensaje era el mismo: compórtate como un fértil. No uses magia. Déjala marchitarse. Solo los dominantes usamos magia.

 

Lord Arrington suspiró. Con suavidad puso una mano en mi mejilla, tocando la marca roja con dedos suaves, y me acercó a él hasta que su mejilla descansó en la parte superior de la cabeza. Me susurró:

 

-Esto lo hago por tu propio bien.

 

Cuando papá volvió lord Arrington estaba de nuevo frente a la ventana y Kija seguía llorando en el suelo. Papá se acercó y lo cogió en brazos, arrullándolo y mandándonos una mirada de extrañeza. Seguí donde estaba durante varios minutos más, impactado hasta tal punto que la ira nunca llegó a la superficie, sepultada como estaba bajo oleadas de tristeza y defraude.

 

***

 

Fue Peri quien me encontró frente a la torre norte dos días después del incidente en mi casa, en el mismo sitio donde papá me había dejado para ir a averiguar lo que pasaba y a qué se debía la cuarentena. Peri vino directamente hacia mí y sin mediar palabra me dio un abrazo. Un momento después lo escuché llorar sobre mi hombro.

 

Peri era mi primo. Un fértil como yo. Teníamos la misma edad, aprendimos a caminar al mismo tiempo, a hablar al mismo tiempo. Éramos inseparables, más hermanos que primos. Mi primer recuerdo de él era de ambos haciendo dibujos en la arena, jugando y riendo. Su primer recuerdo, y nunca le creeré, era de mí robándole su biberón. A día de hoy continuaba diciéndole que no era verdad cuando me lo recordaba, aunque hacía tiempo que se había convertido en una broma entre nosotros.

 

Cuando éramos pequeños Peri era el típico niño que lloraba por todo. A menudo se caía cuando me perseguía y se raspaba la rodilla y yo tenía que cargarlo hasta casa porque no dejaba de llorar. Pero eso fue cuando éramos mucho más pequeños. Un día Peri dejó de llorar, dejó de mostrarme cuando estaba triste y únicamente sabía que lo estaba porque sonreía demasiado, mostrando todos los dientes. Como si se negara a que le afectaran las cosas.

 

Pero ahora Peri estaba llorando y era algo que no entendía porque mi primo, mi hermano, mi Peri, ya no lloraba nunca.

 

Conseguí que me mirara a la cara después de un largo momento. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y me miraba con algo parecido a… la compasión. No necesité que me dijera lo que pasaba.

 

-No –lo solté y di un paso atrás-.

 

-Lo siento, Shiva.

 

-¿Cómo…? ¿Qué…? ¿Qué ha pasado? No… no es cierto, ¿verdad? ¿Es una broma?

 

-Shiva… -me cogió de las manos-. Lo siento, Shiva, pero lord Arrington ha muerto.

 

-¿Qué?

 

Esto no podía ser real. No podía ser real. Yo no quería casarme con lord Arrington… pero esto no podía ser real. No querer casarse con alguien y desear que esté muerto son dos cosas muy distintas. Estar decepcionado con alguien por resultar ser igual que los demás y desear que esté muerto son dos cosas muy distintas. Lord Arrington no podía estar muerto. Sencillamente no podía.

 

-Ha sido esta misma mañana –prosiguió Peri-. Se ha contactado con urgencia con sus hermanos menores, de hecho están aquí… Han venido con una especie de dispositivo… Mira, eso no es importante. El caso es que también te avisé a ti… ayer. En cuanto me enteré. Te envié una nota a tu casa y el sirviente dijo que se la había dado en mano a tu padre…

 

-¿A Padre?

 

Intenté recordar cuándo fue la última vez que lo vi. Anoche a la hora de la cena, quizás. Papá había estado quejándose toda la comida porque lord Arrington no llegaba y Padre no había dicho gran cosa. ¿Lo había sabido él todo el tiempo? No era posible…

 

-Lo siento tanto, Shiva.

 

Me solté de sus manos y me alejé un paso. Necesitaba pensar. Necesitaba racionalizarlo. Todo esto era una locura.

 

-¿D-De qué estuvo enfermo?

 

Peri desvió la mirada en el acto. Sentí un retorcijón en el estómago.

 

-¡Peri!

 

-De… De ourus raen.

 

Ourus raen. “Muerte segura”. Ese era el significado de la palabra. Una bacteria que se introducía en el individuo y que provocaba que los órganos fueran fallando uno a uno. Una enfermedad horrible con un tratamiento aún más cruel. Solo uno de cada diez mil pacientes se salvaba, y esos diez mil solo eran los que conseguían ser tratados por un médico. Era una condena a muerte segura, de ahí su nombre.

 

Ahora sabía por qué mi padre había preferido mantenernos a todos a oscuras hasta que no quedara nada por hacer y recibiera la noticia de su muerte. Ourus raen, la misma enfermedad que había matado a mis dos hermanos. La misma que casi me había matado a mí cuando solo tenía cinco años. Que yo me salvara había sido un milagro. Muy pocas personas tenían esa suerte, ni siquiera lord Arrington quien estaba sano y era fuerte y… y ahora estaba muerto. A solo dos días de enfermar. Y si la enfermedad se había extendido…

 

Levanté la cabeza en el acto.

 

-¿Y Kija? ¿Qué pasa con Kija?

 

Peri palideció.

 

-¿E-El niño, quieres decir?

 

-¡Sí, Kija! El hijo de lord Arrington. Él… él está bien, ¿verdad? ¿Verdad?

 

No respondió. El aire se me atascó en los pulmones y mi visión empezó a oscurecerse. Escuché de fondo la voz de mi primo. ‘¡Shiva! ¡Shiva!’ pero estaba muy lejos, muy lejos…

 

Unos brazos me rodearon desde atrás. El mundo dio vueltas a mi alrededor, mareándome, despistándome, y entonces se asentó. Reconocí a la persona que me sostenía pese a no poder verla. Reconocí el tacto de sus manos –ásperas al tacto, duras, con callosidades-. Reconocí su calidez. Mi padre. No me pregunté cuándo había llegado, conociéndolo debía llevar rato observándome por si a alguien se le ocurría venir y ponerme al tanto de lo que pasaba.

 

-Lo siento, Shiva –me dijo-.

 

Peri me cogió también de la mano y me miró con ojos implorantes. Mis propios ojos se llenaron de lágrimas.

 

-Kija… -empecé-.

 

Mi padre dijo:

 

-No va a vivir mucho más. Está muy enfermo.

 

-¡Padre, no! ¿C-Cómo puedes…? –odié la forma en que lo dijo. Como si ya no hubiera salvación para él. El mismo niño al que había mimado los últimos dos meses y al que había tratado como si fuera su propio nieto. El niño adorable y alegre que nos había robado a todos el corazón-.

 

Padre me soltó al reconocer la condena en mi voz.

 

-Perdí a dos hijos por esa abominación. No me digas cómo enfrentarme a ella.

 

-Pero Kija…

 

-No va a curarse. Nadie se cura. No puedo enfrentarme de nuevo a la desesperación que conlleva tener un mínimo de esperanza para luego perderla. Tú tampoco deberías. Cuando se trata de esa abominación todos mueren, por mucho que desees que no sea así.

 

-Yo me salvé.

 

Padre suspiró.

 

-No todos son como tú. No todos tienen tu voluntad para vivir –me miró con ojos profundos, serios-. Mi pequeño milagro.

 

-K-Kija podría salvarse también.

 

-Es demasiado pequeño.

 

-Yo tenía cinco años.

 

-Tus hermanos tenían doce y ocho. Y murieron. Murieron ante mis ojos. Así como lo hicieron cientos de personas antes que ellos y así como lo harán cientos más en el futuro.

 

-No puedo pensar así. Me volvería loco.

 

-Lo siento, Shiva, pero esta es una lección que me temo que estás destinado a aprender. Hay cosas contra las que no se puede luchar.

 

***

 

Me dejaron pasar a ver a Kija después de que Padre amenazara a los guardias y al médico con que les haría algo que no pensaba repetir pero que por sus expresiones poco les faltó para mearse encima. A veces se me olvidaba el modo en que la gente veía a Padre: con respeto, sí, pero principalmente con un miedo atroz. Y si bien los guardias hicieron una débil tentativa de hacerlo razonar, el médico asintió vigorosamente a la primera orden; después de todo recordaba demasiado bien el frío glacial y la claustrofobia que sintió hace nueve años cuando Padre lo encerró en la diminuta cámara de refrigeración que teníamos en casa para almacenar alimentos hasta que aceptó tratarnos a mis hermanos y a mí de la misma enfermedad que nos tenía aquí a todos hoy.

 

A nadie excepto al médico (quien iba metido dentro de un traje que evitaba que su piel quedara al descubierto) y a mí (que al fin y al cabo ya había padecido la enfermedad y no podía infectarme) se le permitió entrar. Padre me esperó afuera, junto a Peri y a papá (quien había vuelto poco antes de que entrara).

 

Cuando llegué a la habitación solo Kija estaba tendido en la cama. Habían retirado el cuerpo de lord Arrington antes de que yo llegara y en algún lugar de la torre norte se estaban encargando de quemar su cuerpo (pues no debía quedar rastro). Igual que hicieron con mis hermanos. Igual que harían con Kija.

 

Me acerqué al pequeño y lo miré. Por un momento estuve a punto de decirle al médico que se había equivocado, que ese no era Kija y que quizás estábamos en la habitación equivocada. Pero cuando me giré a decírselo vi la expresión resignada de su rostro, como si esperara que le dijera eso mismo, así que me callé y volví a mirar al niño. No quedaba nada del bebe precioso de mejillas sonrojadas y mirada despierta. En cambio, su piel estaba tan pálida que se confundía con las sábanas que lo tapaban, un blanco color hueso como el de los cadáveres, y solo el ruido que hacía al respirar me dijo que seguía con vida. Era un ruido horrible, como si respirara agua. Sus riñones estaban encharcados.

 

En ese mismo momento quise darme la vuelta y salir corriendo. Ver a un niño tan pequeño pasar por esto era espantoso; ahora comprendía por qué Padre me había pedido que no entrara. Hacía que quisiera esconderme en el rincón más oscuro y llorar hasta que no me quedaran lágrimas, llorar hasta que el mundo hubiera llegado a su fin y con él este tipo de injusticias. ¿Cómo podía mi padre haber visto morir un hijo tras otro de algo así? ¿Cómo pudo resistir estar en la misma habitación durante las largas horas que mis hermanos tardaron en dejar este mundo? ¿Cómo pudo cogerles de la mano hasta su último aliento? ¿Cómo pudo venir a mí después de haber perdido a dos hijos y atreverse a esperar que yo fuera diferente, que consiguiera sobrevivir y desafiar toda lógica? ¿Había estado así de enfermo yo también? ¿Tan débil que… tan débil que sintió el chasquido del hueso al romperse cuando cogió mi mano, igual que lo escuché yo cuando cogí la de Kija?

 

Me tambaleé hacia atrás. Alejé mi mano como si pudiera borrar con ello lo que acababa de pasar. Su mano… su hueso…

 

-Le quedan unos minutos de vida –me dijo el médico-. Sus huesos se están deshaciendo, es lo que sucede en la última etapa. Sus riñones ya han fallado, así como uno de sus pulmones. No puede salvarse pero todavía intenta resistir.

 

-¡Cállese! ¡Dios, cállese! –me dejé caer al lado de la cama de Kija. No lo toqué. No podía. No podía incrementar su dolor todavía más-.

 

De esa manera lo vi morir. Un segundo atrás ese ruido espantoso de ahogo salía de su boca y al siguiente todo quedó en silencio… silencio… silencio…

 

No reaccioné al principio, esperando la llegada de otra respiración. Esperando que la demora tuviera que ver con que mi percepción del tiempo se había visto afectada por mi desesperación, pero transcurridos dos minutos el silencio seguía entre nosotros, asfixiante. Cuando el médico anunció su muerte le grité que no era así, que estaba equivocado, que lo comprobara, que lo había visto moverse…

 

No me dejaron llorarlo. Casi de inmediato los sirvientes entraron para llevarse su cuerpo. Me lancé contra ellos cuando quisieron cogerlo, los golpeé con mis puños, les grité que eran inhumanos y crueles y que esperaba que también murieran. Los perseguí torre abajo, al sótano, donde los vi arrojar a Kija en el crematorio improvisado que en otro tiempo debieron ser mazmorras. Pasé lo que debieron ser horas contemplando el cadáver calcinado de lord Arrington y viendo a Kija consumirse entre las llamas. Los sirvientes y el médico me dejaron solo durante todo ese tiempo, dejándome a cargo de mi propio dolor. Nadie vino a por mí.

 

Era de noche cuando salí. Mis padres y Peri me esperaban donde los había dejado, en el exterior de la torre. Peri corrió a abrazarme en cuanto me vio. Me agarré a él y fue como si me golpeara de nuevo el pesar y la injusticia, y fue tan duro que pensé que no me levantaría de nuevo nunca.

 

Pasé toda la semana siguiente encerrado en la habitación de Peri. Me había quedado otras veces en Palacio, casi siempre con mi primo, pero nunca tanto tiempo y tampoco sin salir de esa habitación. Peri trató de estar conmigo todo el tiempo posible pero cuando eras el hijo del príncipe heredero de esta nación tenías otras responsabilidades entre las que no estaba cuidar de primos afligidos, por mucho que a él le hubiera gustado hacerlo. De mis otros primos no supe nada en absoluto. Yo solo era el pariente fértil y si ni siquiera Peri conseguía agradarles del todo y eso que era su propio hermano ¿qué oportunidad tenía yo?

 

Pero con Peri fuera eso significaba que pasaba largas horas solo. Dormía prácticamente todo el día y despertaba de pesadillas que me perseguían como fantasmas buscando venganza. Veía el rostro sin vida de Kija cuando cerraba los ojos, rememoraba el momento en el que lord Arrington me golpeó y la furia que sentí, y me consumía en la culpa porque aunque fuera completamente irrazonable sentía que yo lo había matado. Que había enfermado por mi culpa, que yo se lo había hecho, que había estado tan enfadado con él que nada más llegar a su habitación enfermó y dos días después murió. Que quizás les había hecho lo mismo a mis hermanos. Que yo debí morir cuando tenía cinco años y no ellos. No lord Arrington o Kija. Que estaba maldito y mataba a todos los que me querían.

 

No dije nada de lo que pasaba por mi mente pero Peri me conocía y trataba de aliviar mi pesar de la manera que podía. Me hablaba de cómo transcurría su día, me contaba historias y trataba de captar mi interés en algo que no fuera la muerte de un niño inocente y del hombre con el que debería haberme casado. Mi primo hacía todo lo que podía, sin éxito.

 

Una noche me desperté y vi a Peri sentado en la cama, con la cara escondida entre sus manos. Susurraba:

 

-No me puedes dejar solo. No puedes perderte. No puedo seguir yo solo. Me moriré. Me moriré. No puedo soportarlo más. No me dejes con ellos. No me dejes. No me dejes solo con ese monstruo.

 

Varios minutos después, cuando le toqué el hombro, negó tajantemente haber dicho ni una sola palabra. La claridad de sus ojos y la indiferencia en su rostro cuando hacía pocos minutos lo había visto completamente destrozado me dejaron sin habla. Quien lo viera creería que no había nada malo en absoluto con él. Que no podía ser posible que hubiera estado lamentándose. No fui capaz de ver el menor resquicio en su impenetrable máscara de normalidad y eso me asustó más que cualquier otra cosa. Me hizo reaccionar.

 

-Peri…

 

-¿Me acompañarás a dar una vuelta mañana?

 

La dulzura en su rostro y en su voz, la viveza de su expresión, la completa normalidad en sus maneras, todo él era Peri, el primo que conocía, y no podría haber adivinado que estaba triste ni en un millón de años. Pensaba que conocía a Peri mejor que nadie, que podía ver cuándo se sentía mal incluso si fingía lo contrario, pero era mentira. No lograba ver al verdadero Peri. El niño que gateaba a mi lado cuando éramos unos bebés, el niño que se caía y se raspaba las rodillas y lloraba y lloraba hasta que lo cargaba en mi espalda, ese niño no era el mismo que tenía delante. ¿Cómo podía haber ignorado las señales hasta ahora?

 

Quizás porque se necesita un ser infeliz para reconocer a otro.

 

Intenté coger sus manos pero me evitó con una sonrisa, diciéndome que era ya muy tarde y que debíamos descansar si queríamos salir mañana temprano. Me tumbé a su lado y lo abracé, como cuando éramos pequeños y nos dormíamos uno al lado del otro.

 

-¿A qué le tienes miedo, Peri?

 

-¿Miedo? –repitió-. ¿A qué podría tenerle miedo? Mi abuelo es el rey de este país, ¿verdad? ¿Acaso no me protegería él de todo?

 

-¿Te protege él de todo?

 

No respondió al principio y cuando lo hizo dijo:

 

-No necesito protegerme de mi propia ignorancia, que es más de lo que puede decir el hombre más poderoso de este continente.

 

Me incorporé y lo miré. Su rostro estaba completamente en paz, sus ojos cerrados.

 

-¿De qué tienes miedo, Peri? –repetí la pregunta-.

 

-De nada –abrió los ojos y sonrió-. Ya no me queda nada que temer.

 

A la mañana siguiente me desperté para encontrar a Peri dando vueltas alrededor de la habitación, sacando prenda tras prenda de ropa de su armario, probándosela y descartándola, y riéndose como si nada en este mundo pudiera turbarlo. Me vio, sonrió y se dejó caer a mi lado en la cama, y soporté dos minutos enteros de cosquillas hasta que tuve que rogarle entre lágrimas de risa que parara.

 

Se levantó riéndose a carcajadas y me mostró el puño en señal de victoria. Sonreí sin pretenderlo, viendo su cara feliz y sus niñerías, y de alguna manera la horrible sospecha de la noche anterior quedó sepultada debajo de su risa cantarina y de esa energía que exhibía incluso a primera hora de la mañana.

 

Peri parecía la persona más feliz del planeta.

 

Y yo continué sin ver la realidad. Como siempre.

 

***

 

Aunque éramos primos, Peri y yo crecimos casi como hermanos. Hasta hacía un par de años, cuando su padre empezó a mostrar interés en los estudios de Peri, pasábamos prácticamente todo el día juntos. Jugábamos en el patio del palacio. Nos escondíamos en la gran biblioteca, él sobre el suelo con un papel frente a él y dibujando y yo devorando cuanto libro sobre magia tuviera a mi alcance. Otras veces pasábamos la tarde bajo el yugo de Briseida, la hermana de Peri, quien tenía apenas dos años más que nosotros, y soportábamos sus “fiestas del te” y sus intentos de hacernos peinados graciosos que me hacían dar gracias a dios de no tener que casarme nunca con una mujer. A veces era en mi casa donde terminábamos y jugábamos al escondite por toda la mansión, lo que garantizaba horas de juego y una gran variedad de sitios donde escondernos. Una vez tardé una hora en encontrarlo. Otra vez él tardó tres, aunque luego me juró que no se olvidó de buscarme cuando mi abuelo trajo tarta. Pero la mayoría del tiempo jugábamos fuera –siempre vigilados por los guardias, eso sí-. Peri se dedicaba a recolectar flores y plantas mientras yo me subía a los árboles, otras veces me seguía y se caía, y otras veces era yo quien me caía y él me reñía sin parar, como si a él no le hubiera pasado lo mismo otras veinte veces. Yo adoraba a Peri y sabía que haría cualquier cosa por mí, igual que yo haría cualquier cosa por él. Era el hermano que yo habría escogido para mí, si ese tipo de cosas pudieran escogerse.

 

Sabía que algún día nos separaríamos. A Peri lo casarían con algún noble con la sola intención de crear un acuerdo que beneficiara a su familia y podía ser que lo enviaran muy lejos de aquí; la sola idea de verlo solo cada tres o cuatro años me hacía desear que las cosas pudieran ser diferentes. De pequeño, cuando papá todavía me influía en su sueño de verme asentado y con hijos, imaginaba a nuestros niños como habíamos crecido nosotros, tan unidos como hermanos. Un niñito con el pelo rubio y los ojos azules de Peri, otro con el pelo plateado y los ojos también azules como yo. Una nueva generación de primos inseparables.

 

Pero eso fue antes. Antes de comprender que a cualquier hijo que tuviera lo convertirían en un simple objeto, la clase de persona sin voluntad en la que querían convertirme a mí también. Alguien que aceptara que le impusieran los términos de su propia vida porque así es como debían ser las cosas, porque no se suponía que los fértiles nos rebeláramos contra esa verdad inamovible.

 

Peri todavía soñaba con casarse e irse lejos de casa. Yo dejé de hacerlo hace mucho tiempo porque las personas que tenía ahora en mi vida eran las mismas de las que no querría alejarme nunca.

 

***

 

Dos días después regresé a casa.

 

Volví a la rutina casi sin darme cuenta. La profesora Naira y la profesora Salma retomaron su trabajo sin ton ni son: un día bajé al salón y allí estaba la profesora Salma, sin que mis padres me hubieran dicho nada sobre ello. Ahora que la expectativa de casarme había pasado mis deberes volvían a ser los mismos que antes.

 

Un día recibí una visita. Estaba en ese momento dando clase con la profesora Naira cuando el ama de llaves llamó a la puerta del salón y me dijo que esperaban mi presencia fuera. Cuando llegué había dos extraños parados junto a la gran escalera que llevaba al piso superior: una mujer con el pelo negro recogido en un moño y vestida de forma elegante y un niño de unos diez años que levantó la cabeza de inmediato cuando me oyó llegar. Al acercarme me di cuenta de que la mujer no debía tener más de quince años aunque el hecho de ir toda vestida de negro la hiciera parecer mayor. Me hizo una reverencia.

 

-Siento molestarlo a estas horas, señor, y haber venido sin avisar. Mi nombre es Rina Adcock y este es mi hermano pequeño, Servin.

 

-Señorita. Señor –incliné la cabeza como saludo. Un dominante habría cogido su mano y habría dado un beso al aire a dos centímetros de su mano enguantada pero yo no era un dominante y ella tampoco esperaba que lo hiciera-.

 

-Soy la hermana de Krauss. Lord Arrington. El difunto lord Arrington. Ahora Servin es el… -su voz se cortó-. Ahora Servin lo es.

 

Asentí.

 

-Mi hermano… quería casarse con usted –se llevó un pañuelo a los ojos. Parecía incapaz de mirarme a la cara-. He hablado con el príncipe y-y me ha contado algunas cosas… y mi hermano por descontado habló de usted en sus cartas… -sacó un objeto del interior de su abrigo y me lo tendió-. Sé que no nos conocemos, y tampoco sé cómo era su relación con mi hermano, pero me gustaría que tuviera esto. Que tenga un buen día.

 

Me hizo una nueva reverencia y, como reacción natural, volví a inclinar la cabeza. Sin embargo, para cuando la levanté ella ya estaba desapareciendo por la puerta. Fui a llamarla pero ya era tarde; bajó los escalones casi corriendo, con su hermano pequeño de la mano, doblaron el recodo y los perdí de vista.

 

La profesora Salma me llamó. Como pillado en una falta, aunque no tenía motivos para ello, escondí el objeto –que resultó ser un libro- dentro de una caja decorativa que había sobre el aparador de la entrada y volví corriendo al salón. Más tarde lo subiría a mi habitación y lo metería en mi cómoda.

 

-Tienes que mejorar tu acento, Shiva. Estás hablando kreniano. Tienen una forma de hablar más cerrada. Repite conmigo…

 

A veces me parecía no entender ni una palabra de lo que la profesora Salma me decía pero persistí. Tenía suerte de que mis padres fueran tan estrictos con mis estudios, la mayoría de fértiles se limitaban a aprender a leer y a escribir y a saber un poco de geografía. Es decir, a parte de las lecciones obligatorias sobre modales y comportamiento fértil y las líneas generales sobre costumbres de la Confederación, que contaban con más de trescientas reglas de las cuales algunas de ellas, por no nombrarlas todas, eran:

 

1- El fértil debe acatar las órdenes del dominante; las de su esposo, si lo tuviera, las de su progenitor dominante, y si no lo tuviera tampoco, en su defecto las de su gobernante.

 

Esa por supuesto era la primera, no fuera a ser que los fértiles nos creyéramos que la regla no era lo suficientemente importante. Seguían otras reglas de igual índole a continuación.

 

26- Solo se reconocerán como legítimas las uniones entre fértiles y dominantes y dominantes y féminas. Cualquier otra variación será castigada con todo el peso de la ley. Cualquier apoyo por parte de otra persona a dicha unión, en obra o en palabra, será castigado con todo el peso de la ley de igual manera.

 

43- Cualquier abducción de un ciudadano de nacionalidad extranjera contra su voluntad está penado con la muerte, siendo una infracción aceptable para que la otra nación exija el cumplimiento de una retribución por los daños causados.

 

58- Un fértil no volverá a casarse por segunda vez.

 

74- Cualquier daño a un fértil está penado con la muerte, al ser éstos propiedad de la nación. Ver excepción 42 y 62. Los tres escalones jerárquicos a los que el fértil le debe obediencia quedan exentos de esta regla.

 

Papá me hizo empezar a memorizarlas cuando solo tenía ocho años. Cada día me preguntaba la que me había enseñado ese día más todas las que me había enseñado durante los anteriores días, hasta que diez meses y dos semanas después fui capaz de recitar las trescientas veinte reglas sin esfuerzo.

 

En comparación las clases de kreniano eran el paraíso.

 

***

 

Un mes después Padre me llamó a su despacho. Me hizo sentar frente a él en el escritorio y, en una muestra poco habitual, me cogió la mano por encima de la mesa mientras hablábamos.

 

-Shiva, sé que no vas a entender mis motivos por el momento, pero necesito que retomes tu lugar como mi único hijo a los ojos de la sociedad.

 

La verdad sea dicha no tenía ni idea de lo que quería decir con eso.

 

-Todos saben que soy tu único hijo.

 

-No, no, quiero decir que debes retomar tu deber en los actos sociales. Has estado viniendo conmigo y con… lord Arrington durante los últimos meses. De igual modo, debes venir conmigo a la fiesta de esta noche que organiza lady Dombegh. Que te permita una ausencia tan larga no está bien visto, ¿o acaso quieres que mi posición sea cuestionada?

 

-No, Padre.

 

-En ese caso vendrás conmigo y te comportarás de forma adecuada.

 

-De acuerdo.

 

***

 

Media hora junto a la mesa de las bebidas parecía excesivo, incluso por parte de un fértil que no se suponía que se mezclara entre los invitados a la fiesta. A mi lado, papá no dejaba de criticarme por las cosas más nimias, empezando por mi pelo-no-tan-perfecto y terminando por ‘esa cara de alma en pena que afronta a las personas’. Parecía pensar que ahuyentaba a la gente con mi actitud, lo que me parecía perfecto. Si lo único que Padre quería era que me vieran estaba haciendo un trabajo lo suficientemente bueno.

 

Otros veinte minutos después, sin embargo, Padre vino con otro hombre a la zaga. Lo recordaba de haber venido a visitar a Padre a casa en otras ocasiones. Lord Akintosh. Era un hombre de unos cuarenta años, corpulento y con un extravagante bigote, que era también socio de mi padre en sus diversos negocios.

 

-Por fin te encuentro, Shiva, déjame que te presente…

 

Los observé con la mente en blanco. Menos de dos minutos después intuí lo que planeaba Padre. Papá tuvo que clavarme los dedos con fuerza en el brazo, deteniéndome de ese modo de hacer algo de lo que luego me arrepentiría. No pude reprimirme durante más tiempo cuando llegamos a casa, sin embargo, y no estoy orgulloso de las cosas que le grité a Padre en cuanto cruzamos el umbral de la puerta. A dos metros de distancia, papá temblaba como si presintiera el fin del mundo. Padre, por otro lado, ignoró por completo mi furia. Fue como si mis palabras le resbalaran.

 

-No seas un niño, Shiva, sabes perfectamente lo que se espera de ti. Será mejor que controles tu lado fantasioso. No vas a pasarte el resto de tu vida en esta casa viviendo de mi dinero y dependiendo de mí.

 

-¡Pues puedes irte olvidando de que me case con… de que me case con cualquiera que me elijas! No dentro de unos meses, o de unos años, ¡y desde luego no ahora!

 

Padre resopló. Se quitó el abrigo con toda la parsimonia del mundo y para cuando terminó me sentía tan furioso que podría habérselo cogido de las manos y haberlo lanzado contra su precioso jarrón de coleccionista.

 

-Como mi hijo obedecerás cada palabra que yo te diga. No creas que puedes hacer lo que quieras. Despierta, Shiva, todo cuanto tienes ahora se lo debes a mi buena voluntad, pero esta no llega tan lejos para permitirte tus niñerías. Igual que ibas a casarte con lord Arrington lo harás con…

 

-No –lo interrumpí-. No. De hecho, no puedes obligarme a hacer nada.

 

Se rio. Me cogió del brazo y se inclinó hacia mí, sus ojos burlones, su agarre condescendientemente afectuoso. De la misma manera que mimarías a un buen cachorro después de adoctrinarlo con firmeza para que no se mee en tu alfombra.

 

-Dijiste que si accedía a casarme con lord Arrington nunca volverías a pedirme que hiciera algo que no quisiera hacer.

 

-¿Cómo dices?

 

-Lo prometiste –dije-. Lo prometiste.

 

Ya no sonreía.

 

-No tientes a la suerte, Shiva.

 

-Hiciste la promesa –insistí-.

 

-Por si lo has olvidado no te has casado con lord Arrington.

 

-Esa no fue la promesa. Prometí acceder a casarme con él, no hacerl..

 

El agarre en mi brazo se hizo violento. Tragué saliva, sintiéndome poco seguro de repente. Era como si lo envolviera una nube oscura. Una nube oscura de furia. Nunca lo había visto de este modo. Más que nada, nunca pensé que esa furia iría dirigida a mí.

 

-¿Has olvidado quién soy?

 

-No, Padre.

 

-Me debes obediencia, hijo. Estás vivo por mí. Esa ropa que vistes te la he dado yo. La comida que te llevas a la boca te la he dado yo. La cama en la que duermes y las mantas con las que te cubres por la noche te las he dado yo. La educación que recibes te la he dado yo. Tu mísera vida te la he dado yo.

 

-No soy una cosa…

 

-Cállate. Olvidas continuamente cuál es tu lugar. Te aprovechas del afecto que te tengo para hacer las cosas a tu manera, y de alguna manera piensas que todo eso es normal. No lo es. Eres un condenado fértil y me perteneces…

 

-Kael… -papá puso una mano sobre su brazo, claramente con la intención de calmarlo-.

 

-No te metas, Darin. Escúchame bien, Shiva, nunca pienses que puedes obligarme a hacer algo. No vuelvas a hablarme como si tuvieras algún poder. Tu vida no te pertenece.

 

-Pero tu promesa…

 

-Suficiente. ¿Piensas decepcionarme aún más el día de hoy?

 

Sentí tal nudo en el estómago que pensé que vomitaría.

 

-¿Cómo puedes decir que me quieres y planear para mí un futuro que sabes que me hará infeliz? –pregunté con un hilo de voz-.

 

-¿Y qué te haría feliz? ¿No casarte en absoluto? ¿Crees que esa es una opción? ¿Crees que es una opción, como fértil que eres, y como el único que heredará mi título?

 

-Tu título –repetí-. A eso se reduce todo. No te importo en absoluto, solo piensas en tu dinero y en tu posición y…

 

-Exacto –me interrumpió-. Porque es mi deber pensar de este modo. Porque muchas vidas dependen de que piense de este modo. ¿Tengo que abandonarlos a ellos para que tú vivas a gusto? Todos tenemos responsabilidades en esta vida, Shiva. Todos sentimos a veces que nuestra vida no nos pertenece. Pero tú no lo sabrías. Nunca has hecho nada por ti mismo.

 

-Shiva, voy a llevarte a tu habitación ahora –dijo papá-.

 

-No. Él va a escuchar esto –se negó Padre-. ¿Piensas que todo lo que tienes te ha caído del cielo? Es porque he hecho sacrificios. Porque mis antepasados hicieron sacrificios. ¿Qué has hecho tú? Honestamente, Shiva, ¿alguna vez has hecho un sacrificio en tu vida?

 

Me mandaron a mi habitación después de eso. Más tarde, cuando intenté abrir la puerta a la hora de la cena, descubrí que la puerta estaba atrancada; como no me trajeron nada para cenar me tuve que ir a dormir con el estómago vacío.

 

A la mañana siguiente llamaron a la puerta, como un modo de avisarme para que me pusiera presentable, y luego la desatrancaron. Papá estaba al otro lado de la puerta y llevaba una bandeja con mi desayuno. La dejó sobre la mesa y me dijo:

 

-Te conviene disculparte con tu padre. Nunca lo he visto tan enfadado contigo… y tiene razón de sobra para estarlo.

 

No le contesté.

 

-Piensas que me comporto de este modo contigo por gusto. Que intento todos los días enseñarte cuál es tu lugar en este mundo por gusto. He estado intentado enseñarte que enfadar a tu padre es el peor error que puedes cometer. Por ley le perteneces y por ley puede hacer lo que quiera contigo. Como si quiere echarte de casa ahora mismo o dejarte sin comer hasta que te mueras de hambre. Nadie se lo reprochará, porque la verdad es que eres su propiedad y un hombre puede hacer con su propiedad lo que quiera. Come un poco, Shiva, y luego baja y discúlpate –después añadió, como si le doliera el solo decirlo-: Tu padre no es el tipo de hombre que rompería su palabra. Si te la dio la cumplirá.

 

Cerró la puerta tras de sí y se marchó. Escuché sus pasos alejándose por el pasillo y luego bajando la escalera.

 

***

 

La verdad que no me quedaba más remedio que admitir era que siempre había sido demasiado orgulloso para mi propio bien. Sabía que debía hacer caso al consejo de papá y disculparme cuanto antes: en este caso el paso del tiempo solo haría que se irritara más, que contemplara mi negativa a ceder como una afrenta más. Pero ahí es donde entraba mi orgullo porque cada vez que me levantaba y me dirigía a la puerta me ponía enfermo y tenía que correr al baño. Mi propio cuerpo se rebelaba ante la idea de claudicar. Hacerlo sería como admitir que me veía a mí mismo como una simple cosa que le pertenecía a mi padre.

 

Al segundo día, sin nada que hacer excepto quedarme mirando a la nada, cogí de mi cómoda el libro que me había traído la hermana de Lord Arrington y me senté en un sillón. Lo abrí por la primera página. Parecía una especie de diario.

 

Al principio hablaba sobre temas relacionados con su propiedad. El número de cabezas de ganado. Las reservas de comida con las que contaba. Predicciones sobre el oraje y el mejor modo de proteger la cosecha de las ventiscas. Hablaba brevemente de la muerte de su tío y luego mencionaba tener que hacerse cargo de su puesto de consejero. Poco después paraban las anotaciones sobre sus tareas en su propiedad familiar, seguramente porque se encontraba ya de camino a la capital.

 

En ese momento me trajeron la comida así que dejé el diario a un lado. Más tarde me puse a practicar con el violín ya que hacía días que no lo tocaba. No fue hasta una hora y media después que retomé la lectura.

 

Lord Arrington describía con detalle la Corte. Lo que le había parecido, la gente con la que se había encontrado, incluso hizo un listado de las personas en las que no debía confiar. Conocía a prácticamente todas esas personas y me pareció apropiado que desconfiara de ellas; también me sorprendió que hubiera podido ver a través de ellas con tanta facilidad.

 

A decir verdad, no tenía ni idea de por qué la hermana de lord Arrington me había traído el diario, hasta que llegué a la siguiente parte:

 

‘Hoy he ido a la librería y allí estaba Él. De pequeño solía leer Las Memorias de Raihart Monek; mi madre me lo leía cada noche. El cuento se perdió durante el incendio que se produjo en el año 216, cuando yo tenía ocho años, y que destruyó parte de nuestra casa cuando alguien dejó una vela encendida en una de las habitaciones. Hoy pasaba por delante de la librería cuando he visto una edición nueva de Las Memorias de Raihart Monek con las tapas doradas e ilustraciones en el interior y no he podido evitar detenerme y preguntar al dueño del lugar por su precio aunque sospeché que, siendo una edición inédita, éste sería desorbitante. La casa necesita algunas reparaciones y el granero debe ampliarse ahora que vamos a dedicarnos a criar caballos para el ejército de Su Majestad; no es el mejor momento para gastar en frivolidades. Sin embargo, cuando he entrado ahí estaba él, con una edición vieja del cuento en la mano y agitándolo delante del rostro del empleado con insistencia. El empleado se ha negado a vendérselo por ser un fértil y él, con el rostro encendido, ha exigido ver al dueño de inmediato porque <siempre he comprado mis libros aquí y no pienso dejar de hacerlo ahora por su incompetencia>. No sabría decir qué me ha llamado la atención de él. Es hermoso –con su cabello de un extraño color blanco y esos ojos más extraños todavía- pero, la verdad sea dicha, todos los fértiles lo son. Pero hay algo en él. Esos ojos no se limitan a toparse con los tuyos con indiferencia; te sondean, te escudriñan y hacen que uno se ponga nervioso. Cuando se ha girado y me ha mirado he musitado una disculpa apresurada, me he dado la vuelta y he desaparecido. Nunca me he sentido más inútil en mi vida’.

 

‘Hoy lo he vuelto a ver. Estaba en la Corte, hablando con alguien a quien no he alcanzado a ver. He ido en su busca pero lady Dombegh se ha interpuesto en mi camino y lo he perdido de vista. No sé si debería presentarme si vuelvo a toparme con él. Si acaso me mirara con el mismo fastidio que le dedicó al empleado de esa librería, eso sería suficiente para escarmentar a cualquier hombre’.

 

‘He descubierto que su nombre es Shiva Yarandriel. Acudir a esa fiesta es lo mejor que pudo pasarme’.

 

‘A medida que pasan los días más me doy cuenta de lo distinto que es a como me lo imaginé la primera vez que lo vi. Tiene demasiados pensamientos en esa cabeza suya y tanta apreciación por sí mismo que dirá y hará lo que quiera incluso si con ello consigue que lo pongan en su lugar de mala manera, y nunca bajará la cabeza aunque lo amenacen con una repercusión rápida y dolorosa. Cuando era más joven pensaba que sabía exactamente la clase de persona que me gustaba: alguien dulce, modesta y tímida, alguien como Lania, mi difunta esposa, quien fue todo eso y más y a quien quise durante más de la mitad de mi vida, cuando solo éramos unos críos que corríamos por la campiña detrás de los caballos. En los dieciséis años que la conocí rara vez la escuché levantar la voz ni actuar de forma precipitada y era eso lo que más amaba de ella, que pudiera llegar a casa después de un largo día y pudiera simplemente sentarme junto al fuego sosteniendo su mano y viendo su expresión relajada, sus ojos calmos y su sonrisa discreta. Lo veo a él ahora y pienso que masticaría mi mano hasta dejar solo huesos antes que representar ese papel, y lo más extraño de todo es que sonrío ante ese pensamiento. Sé que no me quiere, dice que nunca lo hará, pero quizás simplemente sea demasiado joven para considerar la idea. Con el tiempo se acostumbrará a mí, y quien sabe, puede que llegue el día en que podamos sentarnos junto al fuego en armonía’.

 

***

 

Esa noche abrí la puerta de mi habitación y bajé en silencio al piso inferior. Aunque me topé con papá en el camino no me quedé a hablar con él sino que fui directamente al despacho de Padre. Entré sin llamar y sobresalté a las personas que estaban reunidas. A parte de Padre, estaban lord Akintosh y lord Epson, sus dos socios principales. Cuando Padre levantó la cabeza y me miró no vi el enfado con el que pensé que me recibiría, en cambio me preguntó:

 

-¿Vienes a disculparte?

 

Caminé hasta quedar frente a él y dejé el diario abierto por la página que quería mostrarle. Como no estábamos solos usé el tratamiento formal; pensé que le agradaría presentar ese tipo de imagen frente a sus amigos.

 

-Tengo una sugerencia para usted, Padre. Una idea de negocio a cambio de mi petición de la otra noche.

 

Lo miré, la imagen misma de la inocencia, y él me devolvió la mirada con una ceja alzada. Sabía bien a qué me refería con petición: a mi demanda de que cumpliera su promesa de no obligarme a casarme contra mi voluntad, no por el momento al menos. Intuí que iba a negarse de pleno así que dije rápidamente:

 

-No es que yo sueñe con tener tal agudeza ni capacidades propias para pensar que podría serle siquiera de ayuda en esa área, Padre –por una vez disfruté de la actuación, un teatro para beneficio de estos dos hombres, porque sabía que Padre no se creía ni una palabra de este discurso estúpido, y además, esta vez yo tenía el jaque mate-. Fue una sugerencia de mi prometido, me habló de ello brevemente porque temía ofenderlo, siendo su futuro suegro y todo eso, y todavía tenía que pensar cómo abordar el tema, pero lord Arrington murió antes de que tuviera ocasión.

 

-¿Lord Arrington? –preguntó Padre sospechosamente. Sabía que no lo nombraría a la ligera ni me inventaría su participación en algo simplemente para salir del paso pero al mismo tiempo le resultaba difícil creer que me hubiera hablado a mí de algo por el estilo-. ¿Qué quería proponerme el muchacho?

 

Me incliné sobre el escritorio y apunté con mi dedo un párrafo.

 

-Cría de caballos, Padre –declaré. Él me miró, miró el diario y de nuevo a mí, como si no tuviera claro si reírse de mí u ofenderse por sacarme de la manga un negocio al azar del que ninguno sabíamos nada solo para burlarme de él-. Para Su Majestad –añadí-.

 

-¿Cómo que para Su Majestad? –Padre bajó de nuevo la cabeza y leyó con atención el fragmento. Sus cejas se dispararon hacia arriba y lord Akintosh y lord Epson se acercaron para leer por encima de su hombro-.

 

-Su Majestad va a crear una guardia montada, una totalmente nueva y desvinculada de su guardia de a pie. Eso significa que un gran número de hombres competentes serán declarados caballeros, y muchos de ellos no contarán con su propia montura. Hombres que necesitarán todo un equipamiento nuevo: armaduras, espadas, no solo caballos. Pero si solo pudiéramos hacernos con el control de la venta de los caballos sería más que suficiente. El nuevo lord Arrington es joven y necesita un hombre capaz para hacerle de guía y que lo ayude a soportar el peso de una inversión tan grande que lord Arrington ya habría tenido problemas para hacer frente. ¿Qué mejor para ello que el hombre que iba a convertirse en el padre de su hermano si el destino no hubiera sido tan injusto?

 

Padre me observó con el rostro descompuesto. Tragó saliva y cruzó los dedos frente a él. Lord Epson, ajeno a su reflexión, cogió el diario y empezó a leer.

 

-¿Esto es verdad? –se sorprendió-. Podríamos hacernos de oro si lo planeamos bien. Si nos hacemos con la exclusiva…

 

-Dime si me equivoco pero ninguno ha trabajado antes con caballos. Para montarlos sí, pero la crianza es algo totalmente distinto –dijo lord Akintosh-.

 

No quería intervenir, ya había dicho suficiente y ahora el balón estaba en su terreno. Hablar de más haría que les ofendiera mi interés y que quizás se lo pensaran mejor. Afortunadamente, Padre dijo lo que yo estaba pensando:

 

-Nosotros no pero lord Arrington sí.

 

-¿Estamos hablando del fallecido lord Arrington?

 

-De su hermano. Es un muchacho muy joven, en efecto, pero se ha criado viendo a su hermano mayor encargarse del negocio. Él y su hermana. Ya tienen caballos, tienen instalaciones y contactos. Lo que necesitan son fondos y alguien que pueda hablar por ellos y llegar al mejor acuerdo posible, y eso nosotros lo tenemos.

 

Precisamente. Gracias, Padre.

 

Padre me miró, como si hubiera leído mi mente. Por extraño que pareciera pude hacer exactamente lo mismo en ese momento. Me imaginé lo que pensaba. “¿Cómo este niño ha podido llegar a la misma conclusión que yo por una simple frase escrita en un diario?”. Porque lord Arrington no hablaba de nada en específico, solo decía que se reuniría con el rey, y él tampoco me contó nada; si sabía lo de la nueva guardia montada era porque había pasado dos semanas en Palacio y porque Peri se había dedicado a contarme cualquier cosa para animarme. Así fue precisamente como me enteré de que el rey estaba pensando romper el acuerdo al que había llegado con lord Arrington, porque aunque Peri solo había mencionado “un acuerdo anterior” más tarde supe por el diario a quien se refería.

 

Me levanté en silencio, aprovechando que lord Akintosh y lord Epson estaban enfrascados en su conversación, y me fui sin decir nada. Ya había hecho mi parte.

 

***

 

Estaba en el salón leyendo un libro (Derrek Mirsens y el arte militar que conquistó Rabredish) cuando Padre vino en mi busca. Nos quedamos mirando en silencio hasta que dijo:

 

-Acepto el acuerdo.

 

Asentí.

 

-Hasta el momento en que piense que estás entorpeciéndote a ti mismo –añadió-.

 

Fui a protestar pero Padre se me adelantó de nuevo:

 

-Lo has hecho bien.

 

Cerré la boca. Así de fácilmente. Y así de fácilmente también se evaporó parte de mi sensación de triunfo porque aunque gané una batalla la verdad es que solo necesitó un elogio para que bajara mis defensas y le dejara hacer lo que quisiera, incluso poner un límite de tiempo a los términos de nuestro acuerdo. Cuán fácil le resultaba a Padre vencerme cuando toda mi vida lo que más había querido era tener su aprobación por encima de todas las cosas, su cariño y su bendición.

 

Pero aun así fue una victoria porque de esta manera compré cinco gloriosos años más de libertad, hasta el día en que cumplí diecinueve y a mi padre se le agotó la paciencia. Pero esa ya era otra historia; una que dejaría para otro día.


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