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Suave corazón por Neshii

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Notas del fanfic:

Todos los personajes son propiedad de Tadatoshi Fujimaki.

Notas del capitulo:

Tenía mucho que decir y ya no me acuerdo, así que voy al grano:

Muchas gracias al grupo de face por permitirme participar en el evento.

Un enorme agradecimiento a Cone por esas plática reveladores (y que me dieron dolor de cabeza). Mujer, en serio, te agradezco de corazón que pongas mi mundo fanfickero de cabeza(?), oblígame a pensar xD Sé que hay muchísimas incongruencias en este escrito, por favor, no te cortes y dímelas n.n Sin piedad y directo a la yugular!! :v

Y un agradecimiento especial a Kurama_kun por la hermosa, HER-MO-SA portada que creó <3 <3 <3 Espero poder estar a la altura de tus expectativas (o al menos no defraudarte tan feo u.u).

Se limpió el sudor de la cara con el antebrazo, el calor era insoportable. En esos momentos echaba de menos la electricidad, el poder enfriar una bebida y tomarla al resguardo de un cuarto con aire acondicionado. En el fondo se daba por satisfecho con la simple acción de poder cerrar los ojos y tomar una siesta sabiendo que iba a despertar, vivo… entero. Siguió caminando entre las calles desiertas, arruinadas por el paso de la inclemente naturaleza, siempre cuidando de pisar por los adoquines llenos de vegetación, lejos de cualquier cosa que pudiera hacer ruido en el caso de sufrir una caída. Era preferible rasparse la cara, lastimarse un tobillo o el hombro a intentar sujetarse de algo que podría despertarlos.

Unos arrumbados entre las pilas de basura; otros de pie como maniquíes desperdigados a todo lo largo y ancho de lo que fue una próspera ciudad; unos más, no escondidos, sino abandonados a la suerte en que su estado de hibernación los asaltó. Todos a la espera de algún sonido lo suficientemente fuerte para hacer clic en su cerebro y poner en movimiento los pocos engranajes que aún mantenían en funcionamiento. Sonrió al hacer esa comparación, era lo único que lo mantenía con cierta cordura entre tanta muerte.

Ellos, los muertos, eran máquinas. Ellos, los vivos, también. Cualquier superviviente o infectado dejaba de ser un humano. Para sus ojos ya nadie ni nada poseía vida. Tratar a todos como objetos le daba la razón suficiente para enfrentarlos con la mirada en alto y la cabeza fría. Si un ser humano consistía en una máquina lo más perfecta posible, ellos, los muertos eran su contraparte perfecta: sin razonamiento, cordura, consciencia o instinto de supervivencia más que la necesidad de alimentarse; ese parecía ser lo único para lo que aún se movían.

La pandemia fue implacable. Primero pequeñas noticias aquí y allá, parecían más encabezados de páginas sensacionalistas en Internet, perfecto para cualquier inocente que esperaba todo menos un virus en su dispositivo. Ironía de la vida, en efecto fue un virus, uno capaz de frenar cualquier evolución y degenerar las funciones hasta su punto más primitivo. En poco tiempo las pequeñas noticias pasaron a ser el tema principal, por encima de la política, conflictos bélicos o la moda en turno. Para cuando la gente normal supo exactamente a qué se enfrentaba la humanidad, fue demasiado tarde. Evacuaciones, caos, desastre y genocidio empezó a circular por todos lados. No había adónde escapar, la seguridad se volvió una fantasía aún más arraigada.

Una vez pasada la impresión inicial, no existía otras alternativas que adaptarse o morir. Con el pasar de las semanas hubo planes para formar «metrópolis» donde resguardarse. Nunca supo si aceptaban a todos por igual, si se necesitaba dar algo a cambio de la estadía o si la protección con la que contaban era suficiente. Fuera de cualquier expectativa él decidió quedarse en su distrito junto a los amigos que no lo abandonaron. Fuera suerte, karma o simple lógica, los rumores de ser una bomba de tiempo dichas metrópolis se convirtieron en noticias veraces; una a una fueron cayendo y las pocas que quedaron en pie cerraron sus puertas para todo ser vivo, sin excepciones. Nadie de los que quedaron fuera sabía qué pasaba dentro y así continuó hasta que los rumores dejaron de escucharse porque no había quién los esparciera.

Miró hacia el cielo, faltaba poco para llegar a su destino. Era principio de primavera, no tenía porqué preocuparse por la lluvia, sin embargo los enormes nubarrones a lo lejos y que se acercaban con rapidez, lo pusieron en alerta; si las lluvias llegaban antes no tendría el tiempo para guardar el alimento suficiente y encerrarse en su refugio. La lluvia era uno de mus mayores obstáculos, hacía ruido al caer y con ello los despertaba. Ya no solía preocuparse por encontrar otro ser vivo, eran semanas de no tener contacto con nadie; eso era lo mejor, mucho más seguro.

Cuando las cosas se calmaron, meses atrás, pudieron verse cientos de sobrevivientes, miles a la redonda. Pero si de algo estaban seguros era que debían temerse entre sí, más que a los muertos mismos: pocos fueron los que lograron aceptar la realidad, la gran mayoría perdió la cordura o el poco atisbo de humanidad que aún prevalecía. La caza entre los mismos seres humanos empezó; en una tierra sin ley, doblegada por muertos que caminan, pocos pudieron sobrevivir. Uno a uno sus amigos cayeron. Si fue el destino que él sobreviviera, nunca lo sabría. El sentirse agradecido u odiado por la vida también sería un misterio sin resolver.

Se detuvo al sentir un suave jalón en su espalda. Con rapidez dejó en el suelo la presa que cargaba. Había sido una verdadera suerte encontrar un animal sano. El gato se removió dando gruñidos; tenía que actuar rápido, antes que el sonido lo delatara. Le dio un fuerte golpe en la cabeza esperando que el animal permaneciera con vida; sería una verdadera estupidez que llegando a ese punto del camino el animal muriera. Un último gruñido convertido en gorgojeo de sangre y el animal permaneció en silencio.

Suspiró aliviado. Se levantó, acomodó la correa con la que cargaba al gato y sintió una gota de lluvia resbalar por su nuca. Asustado miró hacia el cielo: los nubarrones seguían sin cerrarse, pero parecían cargadas; posiblemente sería una lluvia rápida, quizá potente, para él su sentencia de muerte si se quedaba expuesto.

Las gotas cayeron sin piedad, resonando entre el metal de los automóviles abandonados y cristales rotos, creando una melodía en el pavimento, sobre los cadáveres que comenzaron a moverse. Miró a su alrededor, por todos lados sutiles señales le gritaban lo perdido que se encontraba en las oleadas de carne putrefacta y hedor a muerte.

Corrió.

Sin importarle ser cuidadoso, tropezar con los cientos de obstáculos que semana tras semana sorteaba para llevar un poco de comida a la boca; con la lluvia empapándole el rostro, maldiciendo su nula suerte. Hizo caso omiso a las pisadas que escuchaba detrás; las exclamaciones, parecidas a gritos primitivos y lastimeros le resonaron en los oídos. No se detuvo. La lluvia arreció, levantaba el polvo del suelo que, por momentos, lograba disfrazar el tufo a carne podrida con el dulce aroma a tierra mojada; las gotas de agua que reflejaban los pocos haces del sol destellaban con una belleza simple y acogedora, algo que sólo la naturaleza podía ofrecer, regalarle a quien sea que pudiera admirar su perfección. Maravillas desperdiciadas. Regalos sinsentidos.

Cortó camino a través de una callejuela; era un acto peligroso, pero mucho más seguro que quedarse expuesto. Se quitó el animal antes de llegar a una reja que dividía el camino, lo aventó hacia el otro lado y se preparó a saltarla también. Un escalofrío de miedo le hormigueó la espalda al sentir como algo lo sujetaba del tobillo. No lo pensó, hacía tiempo que aprendió a nulificar el remordimiento o el respeto por una masa de carne y huesos que tomaban la forma de un ser humano. Aplastó con su otro pie la mano que lo sujetaba, siguió con la cabeza del medio cuerpo que se arremolinaba a su lado; sin piernas ni abdomen se movía con toda la libertad que sus dos únicas extremidades le daban. Escuchó las dentelladas antes de destrozarle la cabeza; sin dientes no podía morderlo, uno de los mayores métodos de infección quedaba eliminado. No se detuvo mucho tiempo en ver si seguía tratando de moverse, escaló la reja con toda la velocidad que pudo.

Salió a la calle paralela a la anterior, corriendo entre los espacios más abiertos hasta llegar al estacionamiento de una pequeña tienda de autoservicio. La lluvia no paraba así como los diversos movimientos aleatorios a su alrededor. Entró a la tienda y la atravesó, salió al aparcamiento del personal, un lugar mucho más desolado por las vallas que lo rodeaban. Con anterioridad había conseguido llevar una escalera para llegar a la azotea de los negocios aledaños, podía cruzarlos con relativa facilidad y así llegar a su destino, un par de cuadras más adelante. Suspiró aliviado, parecía que había logrado sortear su mala suerte. No pudo recorrer ni un par de metros cuando vio como un cuerpo caía a su lado abriéndose la cabeza en el acto. Miró hacia arriba, otros dos cuerpos más se tambaleaban en la orilla del techo. El que estaba en el suelo comenzó a retorcerse intentando cogerlo; por precaución desenfundó el machete que llevaba anudado en el muslo. Antes de poder correr hacia la escalera, otro choque acuoso en el pavimento lo sorprendió. Apenas alzó la vista y con horror se percató que el tercero de ellos caía directamente hacia él.

Por puro instinto levantó el machete. Asestó un golpe limpio a todo lo largo del pecho cruzando el cuello y rostro; una profunda tajada le partió a la mitad la cara y con ello la sangre emanó. Se desplomó sobre él todavía moviéndose, intentando morderlo; las dentelladas rasgaron el aire a escasos centímetros de su boca, se escuchaban como pequeños tintineos, suaves por la falta de dientes que se desprendieron con el anterior ataque. La sangre seguía cayendo a borbotones. Lo aventó lejos de él, con rapidez se acercó machete en mano, sólo un par de golpes fueron necesarios para desprenderle la cabeza.

Hasta ese momento cayó en cuenta que la lluvia diluyó la sangre sobre él, negra y maloliente. Sangre espesa, oscura por al falta de oxígeno, tibia; a lo largo de sus experiencias observó que ellos mantenían la circulación de la sangre a un ritmo mucho más despacio. Supuso que el lento avance de descomposición se debía a ello: el ritmo cardiaco era tan lento que no lograba regenerar las células como era debido, a la vez que su corazón seguía latiendo para mantenerlos en movimiento. Técnicamente no eran muertos, por mucho que su estado en descomposición dijera lo contrario.

Jadeó por el esfuerzo hecho. Inconscientemente tragó saliva y saboreó un regusto salado, un poco amargo. Sangre.

—No…

Escupió todo lo que pudo y se provocó el vómito. No estaba seguro si se podía contagiar por ello.

Ya que las mordidas eran la principal causa de infección, supuso que la saliva contenía el patógeno. Pero no se resumía a eso. Recordó cuando fue testigo de cómo una madre amamantaba a su bebé, nadie sabía que estaba contagiada; la mataron a ella primero, a las pocas horas su hijo sufrió el mismo final, la leche materna resultó ser un agente infeccioso. Hasta ese día nunca pudo esclarecer con exactitud si la sangre, que no tuviera contacto con una herida expuesta, también lo era. Trató de sentir escozor en su boca, señal de alguna herida, pero eso no le decía nada de su laringe y estómago, con la mala alimentación que poseía no sería extraño que tuviera úlceras. Si estaba infectado, ¿cuánto tiempo tardaría en mostrar los primeros síntomas?

El método de infección influía en el tiempo que le tomaba al patógeno diseminarse por todo su cuerpo. Una mordedura, entre más cerca al corazón, era rápida, suponía unos pocos minutos; en otros fluidos el proceso era mucho más lento, lo suficiente para presentar síntomas como falta de dolor (el principal y más predominante), insomnio o inapetencia. Había visto a personas que duraron hasta veinticuatro horas para convertirse por completo.

Se miró las manos en un intento infantil de ver algún cambio en su cuerpo. No le era posible verificar si estaba a salvo o infectado; sus manos temblaban y el miedo le cosquilleó la nuca. Su instinto le decía que nada iba a salir bien; estaba sentenciado aun antes de poder saberlo con seguridad. Se levantó confuso queriendo reír y llorar, temeroso de lo que vendría y, una parte de él, aliviado, casi feliz. En ese punto ya no le importaban las cosas por las que antes llegó a tener miedo; bajo la luz de una muerte casi segura el valor de las situaciones se reacomodaba, quizá no tanto a lo realmente importante, sino a lo que dejó inconcluso y cuyo resultado podría cambiarle la vida; una vida que ya no poseía. La parte lógica de su cerebro le recordaba una y otra vez que estuviera alerta a cualquier señal que indicara un cambio en su cuerpo, por lo que había visto la transición solía ser abrupta, dolorosa y desesperante…

«Aominecchi, por favor…», recordó aquellas palabras  que tanto deseaba ignorar y siempre tenía presentes. Jamás había visto tal desesperación, súplica por retener lo que le era arrebatado de las manos. En varias ocasiones se preguntó si él sería capaz de representar gestos tan desconsolados. Y se preguntó la expresión que debía de tener en esos momentos.

Dejó todo lo que llevaba en el suelo. Caminó perdido, con un rumbo en específico; el mismo destino de siempre, el que alimentaba sus fuerzas para despertar otro día y en el único que podía cerrar los ojos al tener la certeza de un futuro asegurado. No le importaba morir en ese lugar, era el sitio perfecto, donde clamaba por regresar. Vivir, morir, cualquiera de los dos caminos los aceptaba, se entregaba de brazos abiertos a su destino.

Terminó el recorrido hasta uno de los edificios más altos que aún se mantenían en buen estado. De antemano averiguó que teniendo suficientes provisiones, estar en las alturas era lo más seguro, mucho mejor que un sótano o un campo abierto donde no pudiera esconderse o, por el contrario, un lugar lleno de vegetación donde no pudiera verlos llegar. Llegó a uno de los últimos pisos de lo que había sido un lujoso conjunto de apartamentos; le había costado bastante trabajo encontrar habitaciones insonorizadas. Como resultado de su esfuerzo, poseía bastante confianza de poder hacer todo el ruido posible sin llamarlos. Entró directo al baño; antes de abrir la puerta notó que sus dedos temblaban, por lo regular poseía un excelente pulso y en sí se sentía calmado (la calma típica antes de la tormenta); tragó saliva al imaginar que las «señales» comenzaban a presentarse.

—Hey, Kise —saludó al entrar. Obtuvo una especie de gruñido como respuesta— Ya. Perdí la comida de camino para acá —hubo un castañeo de dientes—. Yo también me quedé sin alimento, idiota.

Aomine guardó silencio observando a Kise, o lo que quedaba de él. Sus cabellos rubios estaban sucios y grasosos; la piel demacrada, cuarteada por la falta de hidratación; los labios resecos y partidos mostraban una hilera de dientes amarillos aún manchados con la sangre de su último alimento. Estaba encadenado a la tubería del baño de manos y cuello, desnudo. Al principio Aomine intentó cobijarlo, sobre todo en las noches más frías, pero, por lo que había vivido, si era verdad que no sentían dolor (al menos no daban muestras de ello) ni el calor del sol expuesto por varias horas o el frío de pasar una noche entre la nieve podrían hacerles daño; Aomine ya lo había visto en otros como Kise, pero se negaba a comprobarlo en él, por ello llegó a vestirlo. Era una faena que en un principio fue casi titánica por el peligro al que se exponía, sin embargo una vez que consiguió encadenarlo del cuello todo resultó más sencillo, menos para la limpieza, así que se decantó por dejarlo desnudo.

No le importaba lo demacrado de su cuerpo y el ligero tono azulado que, de unas semanas atrás, no quería reconocer, en Kise. Con un metabolismo tan lento era de esperar que la descomposición celular se hiciera presente; las uñas de los pies fueron las primeras en tornarse negras llegando al punto de la necrosis. Aomine estuvo en duda de si cortárselos para evitar que el tejido muerto se expandiera con mayor velocidad, algo que no sucedió, o al menos no a un ritmo tan acelerado como en un principio creyó. Aun así continuaron las manos y las piernas. Según los cálculos de Aomine, para el tiempo que Kise llevaba convertido su cuerpo llevaba una corrupción precaria en comparación con sus homólogos; quería creer que sus cuidados y el no estar a la intemperie le favorecían. Aún así le era imposible verlo como un ser humano sano o enfermo, era evidente su condición. Lo que más le dolía era el vacío en sus ojos; si antes refulgían en alegría y vida, ahora sólo quedaba el recuerdo de ello. No había nada, estaban vacíos; con un dorado opaco, sombrío como el frío dolor de ser insignificante. No representaban ninguna faceta emocional, eran nada… y para Aomine lo eran todo.

¿Cuántas noches pasó culpando a Kise de su condición? En infinidad de ocasiones se torturó a sí mismo asegurando que pudo haber hecho algo para cambiar el destino de Kise, y siempre terminaba azotando la puerta del baño para reclamarle. Y toda la tortura continuaba con mayor dolor al no encontrar culpa, arrepentimiento o enojo en ese par de ojos dorados. Una y otra vez le repitió a Kise lo idiota que fue, apenas la mitad de las veces que él mismo encontraba excusas perfectas para evitar ponerle un punto final a su existencia, de los dos.

Sin Kise ya no quería vivir, y Kise estaba ahí, frente a él. Sin Kise prefería morir, y el muerto le devolvía un gruñido y un intento por cogerlo. Sin Kise ya no valía la pena seguir sobreviviendo, asustado del mundo, cansado de no encontrar un solo minuto de seguridad, a la espera de una muerte dolorosa, quizás indigna. Pero no podía dejar a Kise en su estado, no se lo merecía y él no podía ser tan ruin. Por su amabilidad, compasión y por la humanidad que defendió hasta con el último de sus suspiros, Aomine se prometió a darle una existencia digna… mientras él se llenaba de esperanzas falsas y mentiras.

—Me gustaría poder escuchar por última vez  el latir de tu corazón, no hay nada en este mundo que desee más. Un atisbo de humanidad en ti, le devolvería la vida a mi existencia. —Se acercó. Al lado de Kise el aroma a orina y heces se acrecentaba; sin consciencia tampoco tenía control sobre sus funciones fisiológicas.

No sabía por qué se sinceraba; no quería entender por qué su voz se quebraba al hablar y su labio temblaba, no quería dejar caer las lágrimas. No lo haría, hacerlo sería como admitir que Kise, frente a él, no era Kise, que no importó un carajo su compasión y humanidad, al final fueron regalos dados en vano, su vida a cambio de nada, y él torturándose por una promesa que lo esclavizaba y una fantasía que lo desgarraba por dentro.

Se dejó caer de rodillas ante Kise; escuchar el tintineo de la cadena al moverse le taladraba los oídos. Kise se retorcía tratando de alcanzarlo sin importar lastimarse en el proceso. Aomine intentó sonreír al ver su afán de alcanzarlo, de ser todo lo que deseaba, de convertirse en su mundo, ese acto le reconfortaba. Alzó la manó e intentó tocarlo. El temblor había aumentado.

«Hasta aquí. Esta es mi meta» pensó. «Tu meta, Kise, fue la compasión, tu gran corazón. La mía… la mentira de estar a tu lado.»

—¿Kise, un último polvo? —Soltó con la típica sonrisa ladina que solía poner. Una parte de él se sorprendió al no recordar cuándo fue la última vez que sonrió de esa manera.

«Cuando te perdí» se respondió. Llevaban días sin ver otro ser humano más que ellos dos; con mucha suerte y esfuerzo habían conseguido sobrevivir. Aun en esos tiempos difíciles Kise no perdía la sonrisa por mucho que a veces a Aomine le aparecía forzada. Desconfiado como siempre, Aomine no estuvo de acuerdo en ayudar a una familia de cinco integrantes (dos adultos y tres infantes) que encontraron por casualidad; pero, Kise, feliz de tener contacto con más gente, estaba entusiasmado. El último rumor que llegaron a escuchar fue sobre un laboratorio que había conseguido crear una cura. Una noticia que parecía tan fantasiosa como veraz. Al final todos siguieron el mismo camino; para apoyarse mutuamente, concordaron. Fueron menos de cinco horas para que el niño más pequeño, de dos años, mostrara síntomas de contagio. Nadie lo sabía o nadie dijo nada. El padre sostuvo en alto un hacha frente a su hijo, pero, siendo la cura una esperanza viable, Kise protegió al niño y como pago éste le mordió.

Aomine fue rápido, siempre teniendo en mente que ya no existían los seres humanos como tal; todos eran objetos y máquinas que no poseían valor alguno, destazarlos se convertía en algo sencillo, sin pena ni remordimiento. Si al intentar eliminar a su hijo, el padre no dudó, menos lo hizo para atacar a Kise, al fin, para sus ojos, fue mordido, ya no le quedaban esperanzas aunque hubiera una cura. En cambio, Kise observó como los cuerpos caían, uno a uno, frente a sus ojos, a manos de Aomine, y se preguntó quiénes eran los muertos sin emociones: aquellos que caminaban sin razón ni consciencia o ellos que conscientemente mataban para sobrevivir. Quiso sonreírle a Aomine por protegerlo, lo deseó de corazón, pero, al percatarse que el agudo dolor en su herida desapareció, supo que su cuerpo comenzaba la conversión. Lo único que pudo hacer fue suplicarle sin palabras, rogarle para que diera punto final a su existencia. Sin embargo deseaba con mayor fervor que Aomine no se manchara más las manos de lo que ya estaba por defenderlo; no quería que en su consciencia pesara su muerte. La petición que nunca pudo pronunciar se perdió entre horrorosos dolores y el miedo atroz de olvidarlo todo, ser sólo un caparazón, dejar de vivir.

En vez de súplicas hacia una muerte se obligó a sonreír.

«Aominecchi, prométeme que siempre me amarás tanto como lo hago yo. Prométemelo.»

Una última sonrisa ladina de parte de Aomine.

Una última vez que se miraron a los ojos.

Una última esperanza muerta que se convirtió en mentira.

—Estoy algo oxidado, así que no esperes la gran cosa —dijo mientras se quitaba la ropa, aunque enseguida rectificó—: a quién quiero engañar, te haré tocar las estrellas, Kise —presumió.

Al estar desnudo dudó en acercarse. Se rascó la cabeza pensando que era un idiota al dudar, su Kise lo esperaba.

—Me gustaría hacer esto cómo se debe, pero creo que es un tanto imposible con tu poca cooperación —rezongó ante los siseos y dentelladas. Se mojó los labios con la lengua y comenzó a masturbarse.

Era un placer vacío, un deseo egoísta, pero tan necesitado que no le importó. Ya no le importaba nada. Cerró los ojos tratando de hacer a un lado su presente e intentar viajar al pasado cuando Kise lograba seducirlo con sólo una mirada o un gesto.

—¡Mierda! —Se obligó a abrir los ojos.

El cuerpo de Kise se retorcía en su intento por liberarse; sus ojos, vacíos, sólo lo miraban a él concentrando toda su atención en el objetivo de devorarlo. Aomine se aferró a esa manera de ser el núcleo de Kise para disfrazar la desesperación y el miedo que sentía.

—Lo conseguí… —susurró asombrado al ver su erección— El único que puede excitarse en una situación así, soy yo —bromeó. Se acercó lo suficiente a Kise para acomodarse entre sus piernas—. Voy a entrar —alertó como solía hacerlo en el pasado; una parte de él ansiaba escuchar el «hazlo rápido» que Kise le respondía. No lo escuchó así que lo penetró sin esperar más tiempo.

Era frío, flácido. Sin la magia que siempre acompañaba ese momento tan íntimo, sin nada que pudiera decirle que estaba unidos, complementados, que se amaban. Las embestidas fueron maquinales, una tras otra, sin ritmo ni cadencia, sin exigencias o alabanzas ni llamados a dioses imaginarios o carcajadas de satisfacción. Un placer vacío.

Aomine apretó los labios hasta formar una fina línea y en un arrebato soltó a Kise de las manos.

Sus uñas le rasguñaron los brazos, el torso, la cara, eran como pequeñas agujas que surcaban entre dolor y sangre. Gruñía y jadeaba; dejaba escapar roncos sonidos, quizá palabras que la memoria de su cuerpo intentaba recordar, pero su mente, muerta sólo razonaba en devorarlo. No parecía que lo disfrutara, que le doliera o le importara, ni siquiera parecía que su cuerpo fuera capaz de procesar la penetración, los músculos de su esfínter apenas apretaban. Eran cincuenta kilos de masa muscular, huesos y órganos en movimiento. Ya no era Kise. Ya no tenía vida.

Aomine se mordió el labio hasta sangrar. No hubo dolor, el proceso del contagio seguía avanzando. Perdió a Kise tiempo atrás y su estúpida ilusión de poder seguir a su lado, aún cuando estaba muerto, lo llevó a alimentar una esperanza retorcida. Se escudaba en el hecho de odiar perder, las únicas veces que lo hizo se hundió en una espiral de amargura y hostilidad. Por ello prometió no volver a hacerlo, no se rendiría jamás, y Kise tuvo que pagar por esa decisión.

«Aominecchi… Aominecchi… Daiki, por favor…»

Eran palabras de súplica, un ruego para poder terminar con su existencia siendo todavía un humano.

—¿Por qué…? —susurró entre jadeos. Las lágrimas empezaron a correr; se desvanecía, perdía la batalla.

¿Por qué no fue capaz de pedirle que lo matara? ¿Por qué dejó la súplica a la mitad? El subconsciente de Aomine se atascó en vanas ilusiones, en infantiles esperanzas. ¿Es que acaso Kise no tuvo el suficiente valor para decir «mátame»?

—¿Por qué…? Me torturas, Kise…

¿Por qué le dejó a él toda la responsabilidad si Aomine no era capaz de enfrentar semejante obstáculo?

—¡¿Por qué, Kise?! ¡¿Por qué no lo dijiste?! ¡¿Por qué me haces creer que quieres estar conmigo hasta el fin… hasta dejar de existir?!

«Te amo, Aominecchi»

Kise seguía intentando morderlo.

Aomine debía de hacerlo, terminar con todo, dejar de sufrir y darle el descanso al cuerpo de la persona que más amaba antes de perder la batalla, de rendirse y dejar de ir contra corriente. Rodeó con las manos el cuello de Kise, sus dedos abrieron la piel con una facilidad asombrosa; un olor fétido se combinó con el almizcle del semen, del acto sexual en sí. La sangre, negra y espesa, burbujeó al salir de las arterias, tenía demasiado gas dentro del cuerpo. Era un cuerpo en descomposición, un muerto que se mantenía en movimiento con las escasas funciones que todavía lograba desarrollar. Pero al final resultaba ser un cadáver, una cascarón que no albergaba nada de Kise más que la ilusión de ser su centro, lo único que necesitaba, su todo, aunque fuera como alimento.

Lo liberó del cuello.

En un movimiento Kise de abalanzó sobre él y le mordió el hombro con tal fuerza que consiguió arrancarle un trozo de carne. Aomine sintió como su hueso chirriaba con la fricción de los dientes; sintió la vibración de forma tan visceral que gimió lastimero al no sentir dolor. Kise masticó, tragó y volvió a morder esta vez tratando de arrancar el hueso; como un perro rabioso lo intentó varias veces, haló con los dientes hasta que Aomine lo cogió del cuello y le apretó la mandíbula para que lo soltara.

—No siento nada, Kise —le susurró mientras trataba de juntar ambas frentes. Kise gruñía imposibilitado de mover el cuello tratando de morderle—. Tengo miedo. —Lo sujetó con mayor fuerza, sus uñas atravesaron la piel, la punta de sus dedos se hundieron en la carne—. No quiero morir de esta forma. Pero… mucho menos puedo dejarte así. Estoy para protegerte, mi vida se reduce a cuidarte. Jamás te haría daño, Kise. Lastimarte a ti es lastimarme a mí mismo. Si lo que necesitas soy yo, tómame.

Kise dejó de intentar morderlo.

La poca atención en sus ojos se desvaneció, era como si la única señal de vida, el instinto depredador junto a la necesidad cruda de un hambriento se esfumó. No quedaba nada dentro de sus ojos dorados.

La muerte lo había alcanzado.

—¡Kise!... ¡Kise! —Lo llamó. Cogió su rostro, algo inútil, Kise ya no estaba.

Como uno de ellos intentaba atacarlo llamado por el instinto y la necesidad primitiva de alimentarse; pero, como una selección natural, al estar Aomine ya infectado y con el virus esparciéndose por todo su torrente sanguíneo directamente, dejaba de ser un alimento viable. Aomine ya no representaba una amenaza, ni un interés, nada. Nada. Para los instintos de Kise era un cero a la izquierda, una mota de polvo, un objeto inapreciable e insignificante.

—¡Kise! ¡Kise!

Los gritos se atoraron en su garganta al sentir como subía el vómito. Se hizo a un lado y expulsó una masa sanguinolenta, espesa y negra. Jadeaba hincado en el suelo; sus extremidades apenas soportaban su peso, no tenían fuerzas y comenzaba a sentir un sutil cosquilleo en los dedos. Otra arcada, tan fuerte y abrupta que le ahogó las fosas nasales; no podía detener los espasmos de su esternón, mucho menos respirar. El charco de sangre se extendía con inminente rapidez por las baldosas, lo único que se escuchaba en la habitación eran las arcadas de Aomine que no podía detener aun cuando ya no tuviera nada que expulsar.

Cuando pudo tranquilizarse trató de ponerse en pie; necesitó de varios intentos para conseguirlo. Se miró en el espejo: las ojeras pronunciadas, la palidez de su piel y la expresión desesperada la devolvieron un reflejo en el que no se reconoció. Poco a poco dejaba de ser él. Con temor observó su herida, con horror reconocía que no le dolía, eran como si sus nervios hubieran muerto. Poco a poco, pedazo por pedazo, llegaba a un mismo final; no importaba cuánto deseara otro destino, una segunda oportunidad, nada ni nadie podía cambiar la meta de su camino, siempre fue así.

Caliente. Cada célula de su cuerpo la sentía arder, era como si estuviera en combustión. Su cuerpo temblaba de frío, con los músculos acalambrados y aun así era quemante la sensación que se expandía por dentro.

Ira. Furia. Cólera. Emociones explosivas que se arremolinaban en su mente, hervían, fundían su raciocinio. Apretó los dientes hasta creer que crujieron por la presión. Apenas y sintió un atisbo de control; su mente comenzaba a nublarse con una espuma rojiza, dañina y venenosa. Ira. La furia lo enloquecía, la cólera intentaba controlarlo.

Giró la cabeza para ver a Kise. No se movía, apenas y se notaba como su pecho subía y bajaba a intervalos muy largos. Inmóvil, no se dignaba a observarlo.

—Kise, ayúdame… —estiró la mano hacia él, su esperanza, su anhelo, la representación de sus fantasías— Ayúdame, por favor…

Kise no cambió de postura, no se movió.

Aomine se acercó a él y lo sujetó del rostro.

—Pronto estaremos juntos, otra vez. —Excusas perfectas para disfrazar su temor.

Lo abrazó con fuerza, demasiada; clavó las uñas en la espalda hasta sentir como atravesaba la piel. No hubo una respuesta. Con más desesperación por el miedo a morir sin llegar a hacerlo, le dio un beso en la frente, sobre los ojos abiertos. Kise no cerró los parpados. Repartió besos por las mejillas, en la comisura de los labios, mordió hasta que su lengua jugueteó con un trozo de carne dentro de su boca. Kise no hizo un solo movimiento. Aomine se separó, lo observó incrédulo; sus dientes aplastaron la carne dura que fue parte del labio de Kise; la sensación fue abrumadora, sofocante, como el mejor manjar del mundo, como la necesidad de un infante hacia el pecho de su madre, como el deseo de alcanzar el clímax en una muestra de cariño. Era cruda necesidad.

—No… no quiero… Kise, ayúdame a superarlo, por nosotros. Por lo que tú no pudiste pedirme y yo no me atrevo a darte. Por nuestra vida, porque todavía, tú y yo, vivimos.

Kise no lo miró. Jamás volvió a hacerlo y jamás lo haría otra vez.

Estaba muerto.

Todo era una mentira que llegó a un punto incontrolable. Admitirlo fue menos doloroso de lo esperado. Si ante los demás Aomine necesitaba mantener la cabeza fría, verlos como objetos y creer que el respeto por la vida se convirtió en mera utopía, con Kise fue al contrario: hubo calor, un desazón que le supo amargo y le quemaba las entrañas; la negación se peleaba con la realidad; su promesa, en combinación con su espíritu, contra una derrota fatídica.

Todavía se dio el lujo de suponer que lo «correcto» sería llorar, en vez de eso se acercó a un Kise inmutable, bañado en sangre. Lo odió.

Demasiado calor. Le abrió las piernas a tal grado que sintió como el fémur salía de su lugar. Kise continuaba inmutable. «Devórame…acaba conmigo. ¡Mátame, Kise! Antes que muera»

Lo penetró sin delicadeza ni ternura. Kise movió los ojos hacia todos lados, como si buscara algo, pero sin ver a Aomine. La ira de ser ignorado junto al hecho de ya no tener bases para continuar creyendo en sus fantasías se fue acrecentando, acuñándose como una masa pesada en cada una de sus extremidades, le impedía respirar con normalidad y pensar como una persona coherente… viva. Se apoyó en el pecho de Kise, las embestidas llegaron a un punto que en otras instancias hubieran sido dolorosas; sin parar, tratando de llamar su atención, merecer un poco de importancia. Algo que Kise no le dio.

Con más fuerza en los embates, con mayor furia en sus gruñidos disfrazados de jadeos y la cólera en su cuerpo, Aomine no lo pensó, no lo podía procesar aun cuando sus ojos lo veían: sus dedos se clavaron en al carne fría de Kise, cerró las manos hasta que los músculos  salieron de entre sus dedos, la sangre emanó con lentitud.

—¡Necesítame, Kise! ¡Necesítame! —gritó mientras sus uñas escarbaban dentro del pecho de Kise y su pelvis seguí enterrándose sin consideración. Llegó a las costillas tratando de apartar las náuseas por una pestilencia asfixiante. Kise seguía buscando algo con la mirada, impertérrito a lo que le pasaba a su cuerpo.

Aomine se detuvo por completo ante la escena de los órganos expuestos. De forma casi imperceptible vio un movimiento dentro de las costillas. Se acercó ahogando las arcadas, era un débil latir de corazón, tan convaleciente como perfecto. Descansó su oreja sobre las costillas; el sonido acuoso y burbujeante de una respiración decadente no era suficiente para opacar tan dulce latido. Quería morir escuchándolo, pero también sabía que era algo imposible. Ninguno de los dos moriría, al mismo tiempo que la vida se les negaba, a Kise desde hacía mucho tiempo y a Aomine en cualquier instante.

Aun así, el latir de ese corazón era lo único que Aomine necesitaba.

Notas finales:

No tengo la menor idea de dónde salió algo tan dramático -.-

Gracias por leer.


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