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Alevosía por Sara Lain

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Notas del capitulo:

Aquí estoy de nuevo... adoro el Sano-Saito!

Este fic ya tiene rato que lo empecé a escribir. Hoy me senté a terminarlo, y me dejó con una sensación extraña... con que una sola persona haya sentido "algo" con este songfic, me doy por satisfecha.

DISCLAIMER:

Rurouni Kenshin y todo lo relacionado es propiedad de Nobuhiro Watsuki.

"Alevosía", letra y música de Luis Eduardo Aute. 

A L E V O S I A

 

El agente encubierto Saito Hajime se encontraba de pie en su oficina y mirando a la calle, una ventosa noche de finales de septiembre. Tenía un cigarro en la mano enguantada y daba profundas caladas, esperando que le proporcionaran un poco de paz pero sin éxito. Su espíritu se encontraba inquieto y en desazón, al igual que su mente agitada. Exhaló lentamente el humo del tabaco, cuando un leve temblor apareció en su pecho, muy parecido a un suspiro. El policía, un hombre recio y duro que a sus 35 años de edad tenía la energía de un adolescente, lo notó y resopló involuntariamente, desdeñoso.

No era para menos, ya que su carácter no le permitía ese tipo de debilidades. Y sobre todo considerando que conocía perfectamente la razón de ese suspiro: el deseo reprimido. Hacía mucho tiempo que había aceptado esa verdad, le había costado hacerlo debido a que lo tomó por sorpresa y en una situación nada cómoda (la pelea contra Shisio); pero al final lo había asumido porque en la vida existían sensaciones (y por qué no, emociones) que no pedían permiso para instalarse en el cuerpo o la mente, simplemente se descubrían ahí y no había nada qué hacer.

El objeto de su deseo no era otro más que  el estúpido muchacho que conociera al reencontrarse con el Battousai después de diez años: Sagara Sanosuke. El chico le inspiraba todo un mar de sentimientos, muchos de ellos contradictorios y explosivos, pero todos sumamente intensos. Lo que más destacaba en su mente al pensar en él no era otra cosa que el deseo, una subyugante atracción física que empezaba a rayar en la locura. 

Más que amor lo que siento por ti
Es el mal del animal
No la terquedad del jabalí
Ni la furia del chacal
Es el alma que se encela
Con instinto criminal
Es amar hasta que duela
Como un golpe de puñal
Ay amor, ay dolor…
Yo te quiero con alevosía…

Cerró los ojos, desechando la colilla del cigarro en el cenicero y volviendo a sentarse tras su escritorio. Los minutos caían pesadamente, a cuentagotas, sin embargo el ínfimo rubor en sus mejillas y la sensación de frustración no se iban de su pensamiento. Se quitó con fastidio los guantes, incómodo ahora con el contacto sobre su piel. No sólo le molestaba la tela de los guantes, sino la de todo su cuerpo: el pantalón del uniforme rozando y aprisionando sus piernas fuertes, la chaqueta oscura y cerrada hasta el cuello que lo asfixiaba, la playera negra que se pegaba como segunda piel debajo de la chaqueta… Bufó, molesto, e intentó ponerse lo más cómodo posible, dispuesto a volver al trabajo después de ese receso a sus tareas. Pero era inútil, su mente volvía una y otra vez al mismo tema, sin darle un momento de descanso.

Sus pensamientos se deslizaban frenéticos al recordar al muchacho: su piel morena y tersa (lo sabía aunque nunca la hubiese sentido, era como si pudiera olerla cuando lo tenía cerca); su cabello alborotado y rebelde como él; su pecho liso al descubierto, dejando ver sus músculos marcados con tantas y tantas peleas callejeras; sus labios sensuales que invitaban a morderlos, a besarlos con ternura y con vehemencia; ese cuerpo firme que se notaba tan propio para el amor...

Se sorprendió al notar esa palabra en su mente: “amor”... por supuesto que el chico le fascinaba, que inundaba sus más profundas fantasías con su torso desnudo y sus labios frescos, con su mirada provocativa y cautivante; pero de ahí a aceptar que estaba enamorado, todavía no lo creía, se resistía a creerlo. Sin embargo una parte de él, un ligero resquicio de su corazón le decía que ya estaba pasando del simple deseo físico... así como lo había ido conociendo, y dejando de lado su exquisito físico, se encontraba con que el muchacho también le interesaba en otros aspectos.

Necesito confundir tu piel
Con el frío del metal
O tal vez con el destello cruel
De un fragmento de cristal
Quiero que tus sentimientos
Sean puro mineral
Polvo de cometa al viento
Del espacio sideral
Ay amor, ay dolor…
Yo te quiero con alevosía…

Rememoró cuando conoció a Sagara, un novato extrovertido que se atrevió a plantársele enfrente, a pesar de que le reconocía su superioridad como veterano del Bakumatsu. Reflexionando, eso fue precisamente lo que en principio le había atraído de él: su temperamento indomable, decidido, y sus insuperables ganas de demostrar su valía. Pero, ¿a quién quería probárselo? A sus amigos, a él mismo... tenía la sensación de que ni el propio chico lo sabía a ciencia cierta.

-Es un tonto... –se dijo con un amago de sonrisa en el rostro, imaginándolo en uno de sus caprichos de niño mimado.

Porque aunque quisiera aparentar lo contrario, Sagara  era tan dulce y tan ingenuo que lo contrariaba, y a la vez lo excitaba tanto…  Le encantaba hacerlo enfadar por su corazón tan inexperto e inocente (pero recubierto de valor), así como llevarle la contra con tal de ver la exasperación aparecer en su rostro bronceado, junto con sus rabietas de adolescente. Le encendía el que no se dejara de nadie, que rezongara, incluso que fuese un tanto exaltado; pues toda esa demostración de sentimientos lo hacían ver aún más valioso a sus ojos, ya que ponían en evidencia su carácter apasionado y febril. Ya había escuchado historias acerca de su fama entre las mujeres, que por cierto no le interesaban en lo absoluto, ya que el objetivo de Saito era ser el primer (¡y único!) hombre para el chico.  Su obsesión era hacerlo suyo, mostrarle todo lo que un hombre de su experiencia podía hacerle sentir a un muchacho como él... de sólo pensarlo, sus nervios vibraban y su pulso se aceleraba.

Nada envidio a la voracidad
De tu amante más letal
Ella espera tu fatalidad
Yo pretendo lo inmortal
El espíritu que habita
Tu belleza más carnal
Esa luz que resucita
El pecado original
Ay amor, ay dolor…
Yo te quiero con alevosía…

Observando su entrepierna abultada, encendió otro cigarro. Tenía la necesidad imperante de hacerlo suyo, de arrancar de su boca suspiros y súplicas para que lo poseyera, para que lo tomara. Y esa posesión no sólo la quería de su cuerpo, también la deseaba de su espíritu y de su corazón. Anhelaba convertirse en su protector, en su mentor, en su todo; recorrer con él la senda de la sensualidad y del placer, por primera vez… Cerrando los ojos y arrugando el ceño, apretó los labios para controlar su estado físico. Esta continua represión de sus instintos lo frustraba sobremanera, le dolía... definitivamente necesitaba al muchacho para alejar este desasosiego que lo consumía y lo agotaba, para hacerle sentir como mínimo la mitad de lo que él mismo estaba sintiendo al pensar en él de esa manera. Porque estas noches frías y vacías que pasaba pensando en él no podía seguir soportándolas solo, debía borrarlas con su compañía. Porque la naturaleza de un lobo era ser depredador... y este lobo ya había encontrado a su presa.

-Vaya, después de todo, creo que sí estoy enamorado... –aceptó a regañadientes el policía, y se fue a su casa, a esperar la interminable noche sin sueños, a esperar la interminable noche sin el chico.

Ay dolor, yo te quiero con alevosía…

 

 


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