Había algo que James Tiberius Kirk realmente odiaba en la vida y aquello era seguir ordenes. Siempre le había molestado aquello, seguir ordenes de sus padres o de sus profesores, pero siempre lo había hecho, porque siempre había planeado pertenecer al Imperio y asesinar a un capitán para poder subir al cargo, pues aquella era su meta en la vida, ser un capitán de una nave estelar del imperio.
Asesinar no era algo que le molestase en lo absoluto, después de todo en aquel universo era algo normal, pertenecer al Imperio Estelar y asesinar para lograr subir de rango, escalando sobre la sangre y cuerpo de alguien más para un puesto que pudiera ser satisfactorio.
En aquel universo donde prevalecía la barbarie en vez de la paz y la hermandad con otros planetas.
Para el imperio estelar sólo estaba la orden de exterminar si el planeta que visitaban no cumplía con los requisitos, los cuales básicamente era obedecer todas las ordenes que el imperio estelar diese, como si fuesen unos perros siguiendo a sus amos.
Y aquello era algo que al cadete de la Flota del Imperio, James T. Kirk realmente le gustaba.
Pero había otra cosa que le desagradaba más que seguir ordenes y aquello era el mentor que la Flota le había colocado.
El nombrado mentor no era nada más que un vulcano, una de las razas que siempre usaban su lógica para atacar a las personas, aunque por lo general cuando llegaban a un puesto no solían moverse de aquel lugar, no como los humanos que siempre buscaban escalar cada vez más alto.
Los vulcanos por otro lado únicamente se quedaban quietos, como si fueran satisfactorios sus meritos para estar en aquellos puestos. Aunque había algo que no se podía negar de los vulcanos, lo cual era que cuando se les ordenaba cumplir una misión, lo hacían a sangre fría, como si nada les importase, siendo que había uno que otro capitán en alguna nave que había subido de rango porque el Imperio había ordenado a aquellos vulcanos deshacerse de un capitán que ya no cumpliese las ordenes que debían.
Aburrido estaba esperando por él afuera de la oficina que aquel vulcano poseía, pues al parecer su tutor no era nada más ni nada manos que un primer oficial, que no había salido de su puesto en aquel lugar desde hace mucho tiempo al parecer, lo cual comprobaba su pensamiento de que los vulcanos no se esforzaban por ser más para el imperio.
— Cadete Kirk, supongo — Le dijo una voz con un aire sereno y al girar su cabeza, el rubio cadete, pudo ver a aquel primer oficial de la nave Enterprise, aquella nave a la que todos deseaban poder ser asignados. Aquel vulcano tenía su cabello negro pulcramente ordenado, al igual que su uniforme azulado, con sus medallas colgando de él, además de su cuchillo y su fazzer colgando de su cadera, después de todo los oficiales de alto rango nunca podían bajar la guardia, ni siquiera en la academia con los estudiantes, pues aquellos jóvenes igualmente querían subir de rango, como todos en aquel lugar.
— Así es señor — Dijo dando el saludo de la flota, siendo respondido por el vulcano que abrió la puerta de su oficina para que él entrase.
El rubio al entrar dentro de aquella oficina, pudo sentir un suave olor a incienso que hizo que le molestase su nariz, pero aquel olor ni siquiera inmuto al vulcano, que poseía una barba de candado, que hacía que se viera de cierta forma más intimidante, mucho más rudo, casi como para intimidar desde antes a su enemigos, para que no fuesen a atacarlo por su puesto.
— Hoy será el primer día de su entrenamiento...
Dijo con un gesto serio el vulcano y el cadete de rubio cabello sintió como si aquellas palabras, de alguna manera, fueran a cavar su tumba, pues todos sabían, que no habían profesores y mentores más estrictos que los vulcanos.