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Mach Dich Frei por Kaiku_kun

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Notas del fanfic:

¡¡ALERTA ANTIFASCISTA!! Esta historia corta contiene trazos de la ideología fascista y franquista. Leer bajo vuestra propia responsabilidad. No toleraré apoyo alguno al fascismo. ¡El autor combate esta ideología desde las aulas como profesor de historia!

Notas del capitulo:

Música usada:

Finsterforst - Mach Dich Frei

Turisas - Stand Up and Fight

Two Steps From Hell - Heart of Courage

Two Steps From Hell - Freedom Fighters

Thomas Bergersen - Hurt

Mach Dich Frei!


("Libérate")


 


¿Cuánto tiempo me queda de vida? ¿Cuándo decidirán que han tenido suficiente? ¿Sabré que me ha llegado la hora? ¿Sentiré que por fin soy libre?


No, esto no es ninguna de esas historias emos en las que parece que todo va mal pero solo es un desajuste corporal que ni conocen los afectados. Ni tan siquiera es una historia de bullying de la que tanto se habla y que no le deseo a nadie, ni deseo que esa fuera mi historia. Mi historia no es emocional. No es algo mío. Y esas preguntas eran genuinas.


Me llamo María, y me he criado (si se le puede llamar así) en una familia fascista.


No voy a convertir esto en un “Diario de Ana Frank” ni tampoco a hacerme la víctima. Sólo voy a contar lo necesario y haré una predicción de cómo acabará la misma.


Crecí con un padre que nos hacía de profesor a mi hermano mayor y a mí. Tanto mi padre como mi hermano siempre estuvieron encantados de formar parte de algo más grande, les hacía sentirse importantes y en control de todo, a la vez que creían en la voluntad de “los caídos y los combatientes” cuando se trataba de seguirles. Uno de mis primeros recuerdos de esas “clases” extra de mi padre fue viendo una película:


—¿Por qué ha muerto ese chico?


—Era inocente —dije sin pensar. Yo sí que era inocente, entonces.


—¡¡Mal!! —Y en cuestión de segundos, me encontraba en el suelo con mi mejilla ardiendo—. José, responde por ella.


—Bajó la guardia, se ablandó, igual que su hermano mayor. Dejaron de creer en la causa.


—Por fin un hijo que no es inútil —se relajó mi padre, aunque sin mostrar demasiado cariño.


La película era American History X. Nunca le dije a nadie de mi familia que lo que en realidad enseñaba es que puedes ser tolerante pese a tu pasado y en lo que creías antes. Que puedes equivocarte. Todo lo que veía mi padre era un grupo neofascista americano cayendo en desgracia por culpa de un traidor, y si no respondías eso, el traidor eras tú. Y lo peor en mi familia era que te dijeran esto:


—Maldita aspirante a demócrata hippie, debería encerrarte en esta casa para que no me avergüences más. —Una frase muy parecida a una de las que sale en American History X, por cierto.


Yo bajaba siempre la cabeza, intentaba no mostrar emociones y cerraba los ojos, esperando a que los golpes no se sucedieran. Recuerdo que ese día no los hubo en exceso.


En casa también estaba mi madre y mi abuelo paterno. Ella parecía que había conseguido lo que yo no: saber cuál era su sitio, que era dejar que el hombre de la casa mandara, preocuparse de cuidarme a escondidas y, si no fuera porque después de mí no pudo tener más hijos, tenerlos a patadas y cuidarlos también. Nunca tenía voz en casa. Mi abuelo paterno era otra historia: casi nunca hablaba, pero se notaba que me miraba con el mismo desprecio que mi padre y, conforme fui creciendo, con lascivia. Notaba su mirada clavada en mi cuerpo en cuanto me daba la vuelta. Se notaba de dónde había aprendido mi padre.


Evidentemente, de cara al público esto era muy distinto: José y yo íbamos a un colegio concertado religioso (con la excusa de mi padre de “me gasto el dinero para que aprendáis los modales de un buen cristiano”) y teníamos que fingir que éramos buena gente, con amigos y todo eso. José sabía fingir muy bien, pero todo el mundo sabía que a mí me pasaba algo. No tenía amigos, y apenas sabía defender a mis pocos conocidos de algún matón. Las tutorías siempre terminaban rápido, pues mis padres se levantaban, se iban, o dejaban caer alguna frase como “preocupaos de enseñarla lo que debe”.


Pasé muchos años así. Me sentía culpable por no sentirme integrada en una familia que parecía odiarme. No entendía por qué era incapaz de responder bien a las preguntas que se me hacían, simplemente no sentía que aquello fuera lo correcto, pero tampoco sabía cuál era la respuesta. ¿Dónde estaba mi sitio?


La respuesta llegó por doble partida: en clase de sociales empezaron a enseñar qué era la democracia (no, hasta entonces no me lo habían contado), ni qué era el respeto hacia todas las etnias, a la vez que en Estados Unidos subía al poder un tal Barack Obama. Tardé tiempo en saber qué iba a hacer, pues sólo supe de ese hombre lo que mi padre (y en silencio mi abuelo) decía:


—Un negro en el poder. ¡Da asco! Pensaba que en América tenían algo más de cabeza. Lo va a arruinar todo. Se lo cargarán, ya verás.


Eso lo decía con una bandera española con el águila y los símbolos del fascismo encima. Qué imagen tan entrañable.


Luego saltaban las noticias de los inmigrantes o de los conflictos en Próximo Oriente y tanto mi padre como mi hermano se enervaban despotricando y jurando que se desharían de esa basura de gente en cuanto tuvieran ocasión. Yo, que empezaba a darme cuenta de la clase de familia en la que me había tocado crecer, contenía mis ganas de contestarles.


Pero ya es suficiente de historia antigua.


Dije que no me lamentaría. Esto ya ha pasado y no hay nada que hacer con ello. He sido educada y maltratada por un tirano, ignorada por mi hermano, controlada por mi abuelo y la única que salvaría sería mi madre, la que nunca ha osado oponerse a esta tiranía.


Hay algo que no he dicho: vivimos en Cataluña, el noreste de España. Yo durante muchísimos años pensé que todas las familias eran como la mía, fingiendo de cara al público y siendo unos desgraciados en privado. De hecho, oí de mis tíos, lejos en el centro de España siendo igual que nosotros porque mi padre les consideraba “leales aliados” y “la retaguardia contra los cerdos catalanistas”, mientras que nosotros éramos “la primera línea de combate”. Y resultó que no. Necesité cumplir los dieciséis años y empezar por fin a hacer amigos para descubrir que eran familias felices que no hablaban mucho de política y se podía estar en su casa sin temer una bofetada.


Y mientras que toda la región se levantaba en manifestaciones pacíficas en favor de la independencia (que, para aclararlo, personalmente me da igual), mi familia me seguía las veinticuatro horas del día, asegurándose de que “no me mezclara con esos cerdos separatistas”. Los pocos amigos que hice, desaparecieron. Ni se dieron cuenta de mi ausencia, y nunca supieron qué ocurría en mi casa.


—De ahora en adelante seguirás a tu hermano —ordenó mi padre—. Sé que te han enseñado ciertas cosas en el instituto que deben ser erradicadas de raíz. Por eso lo dejarás. José frecuenta los bares y clubes de los buenos españoles, a ver si te encarrilamos.


José puso cara de fastidio y se pasó una mano por su cabeza sin cambiarla: su pelo ya había crecido de nuevo, después que se lo rapara al cero unos meses atrás. Él quería lucir como verdadero skinhead. Ya sólo le faltaba el tatuaje de una esvástica en el cuerpo, como ése de American History X.


—Mientras no molestes, todo irá bien —me advirtió él.


Miré a mi madre como una niñita pequeña, como si esperara cualquier tipo de salvación, pero ella ni hizo ademán de girar la cabeza hacia mí. No delante de mi padre.


Luego miré al sillón de mi abuelo, que tenía la bandera española franquista a su espalda, y sonreí discretamente. Ese bastardo había muerto de un infarto nada más empezar la oleada independentista de Cataluña. Era lo único que me consolaba de todo aquello.


Al día siguiente, José me hizo seguirle por medio barrio hasta acercarse a un bar cochambroso del centro. Había gente mirando un partido de fútbol, y ruido y música en otra sala que parecía que daba a un patio.


—Buenas —saludó alegremente José a los parroquianos.


—¡José! ¿Es tu hermana? Qué guapa, no la había visto antes.


—Sí, estamos intentando que salga más de casa, es demasiado tímida.


Nos sentamos en la barra mientras me preguntaban por mí y apenas respondía. No quería tener nada que ver con esa gente, y menos trabar cualquier tipo de amistad. Más de uno me miró como si pudiera meterme la mano debajo de la camiseta. Era fácil detectarles, después de tantos años con mi abuelo. Se les nota en la mirada.


Entonces el partido acabó y empezaron las noticias. Empezaron a salir políticos uno tras otro, sin saber muy bien de qué iba la cosa, gracias a mi familia.


—Tendríamos que estar votando masivamente a Ciudadanos para parar a estos descreídos separatistas. Solo para darles una lección —renegó un parroquiano.


—No creo que con ellos al poder fuéramos a tener algo distinto a lo que hay. Su única causa es el dinero. —Reconozco que estaba genuinamente sorprendida en ese momento. José jamás discutía nada y, por lo que había oído, los fascistas se alegraban de votar a Ciudadanos en caso de necesidad. Eso había dicho mi padre. ¿José le estaba cuestionando?


—Quizás echarían el catalán de las aulas. Eso para mí ya es suficiente.


—Y luego nos robarían igual que hasta ahora. No nos sale a cuenta a los más pobres. Necesitamos más control de nuestro dinero. —Ya decía yo. Eso sonaba a algo que mi padre diría sobre cuando Franco mandaba.


—A mí, mientras el separatismo no gane, me da igual. Y parece que Ciudadanos tiene las de ganar si se convocan elecciones. —Todo esto pasó antes de que, precisamente, ese partido ganara las últimas elecciones—. Esos catalanistas deberían estar todos en prisión, después de esa aberración a la que llamaron referéndum.


Había muchas cosas que no sabía. Mi padre hablaba de luchar contra el separatismo, sobre la unidad de España, pero no hablaba de las cosas que pasaban en la calle, apenas sabía de ese referéndum (pues me encerraron en casa durante días), y parecía que todos los días se sacaba una nueva mentira de la manga para convencer a toda la familia de que saldríamos victoriosos de una batalla que ni sabía que ya se estaba librando, o de que nuestra causa era la más justa.


—No escarmentaron ni con toda la Guardia Civil. Falta el ejército aquí —dijo otro parroquiano.


No creo que sea necesario explicar más sobre esto, así que lo resumiré diciendo que todo lo que oía fueron arengas parecidas a las de mi padre sobre cómo el ejército, la policía tenían que aplastar a los independentistas y todo el resto votar por alguien a quien realmente no deseábamos, pero como no era catalanista, era el mejor.


—Vamos, María, quiero pasar un rato por la fiesta.


Nos levantamos y fuimos directos hacia el ruido. Allí, un montón de gente bebía, bailaba y reía. Muchos reconocieron a José y no sé cuántos me dijeron que me parecía mucho a mi hermano y bla, bla, bla. No quería estar allí y lo iba a demostrar. José me dejó tirada a la mínima de cambio, pero me observaba de lejos, así que no me podía escurrir y volver al bar, ni que fuera.


Y luego pasó algo aún peor: una chica y yo cruzamos una mirada. En ocasiones normales, mi inmediata reacción hubiera sido bajar la cabeza, como me habían enseñado. Pero a veces… me pasaba que no podía hacerlo. Aquella chica fue otra de las pocas con las que me había pasado eso. Ella sonrió y se acercó a mí.


—¡Hola! ¿Eres la hermana de José?


—Sí. —“Por favor, vete”, pensaba. Pero no era capaz de decírselo.


—Soy Luz, le conozco desde hace un par de años. Nunca te había visto.


—Nunca había acompañado a José a ninguna parte. —Intentaba mantener la apariencia típica de la familia, porque no podía fiarme de una desconocida, y menos si conocía a mi hermano. Podría chivarse de cualquier cosa que dijera y que me cayera otra paliza.


—Qué lástima… —Yo estaba reclinada en la pared, en una zona sombría, así que ella hizo lo mismo—. Él es muy majo. Seguro que se echa novia pronto.


—¿Te gusta?


—Ni por asomo. Esa cabeza rapada… Los prefiero con algo más de pelo, ni que sea.


Algo me decía que ella sabía qué clase de pensamiento tenía mi hermano, pero no me atreví a averiguarlo.


—¿Por qué te has acercado? —pregunté.


—Te veía sola, me ha sabido mal. José debería tomarte más en consideración, si es la primera vez que vienes.


—Da igual, es mejor así. Sólo quiero irme.


—¿Y por qué no lo haces?


—Tengo que volver con mi hermano.


—Oh…


No me hubiera extrañado que Luz se fuera después de ese comentario. Yo daba el aspecto de una desvalida atada a su hermano, daba pena, no sabía nada de lo que sucedía en mi entorno y ni sabía socializar. Lo único que sabía era lo que mi cuerpo me decía, y éste gritaba que le gustaba la presencia de Luz, algo que no me estaba permitido. Y Luz se quedó.


—Si no te importa, te acompañaré un rato.


“Sí me importa”. No podía decir eso.


Luz me acompañó ese día y durante los siguientes. Casi todos los días José iba a ese bar con esa parte de atrás con la fiesta, y yo rezaba por encontrar a Luz y no sentirme como un trapo sucio abandonado, pese a que sabía que ella me acabaría perjudicando.


—Vaya, las dos juntas —apareció José entre los fiesteros, uno de esos días—. ¿Qué estáis tramando? ¿A ver con quién os casaréis?


Yo bajé automáticamente la mirada. Luz fue más valiente.


—¡Piérdete, estúpido! —le gritó, aunque luego ambos se rieron—. Sólo le estoy haciendo compañía. Somos amigas.


—Eso está bien. Ya era hora de que tuviera un amigo de verdad. Pero tú sí que deberías pensar en casarte, y ya sabes que yo… estoy libre cuando quieras.


—Ahora sí que tienes que perderte —replicó ella con la risa floja.


José se fue con sus amigos de nuevo, riendo, y Luz me volvió a prestar atención, aunque con el rabillo del ojo vi que ponía una expresión triste.


—¿No has tenido amigos?


—Sí.


—¿Pasó algo?


—Mi padre dijo que eran mala influencia.


—Oh… entiendo. —Y lo dijo con tonito irritado. Por primera vez en todo el día, la miré a los ojos, interesada: ella sabía algo—. No me mires así, ni que hubieras visto al demonio. Sé que vuestro padre es un tirano.


—¿Lo sabes? —Una brizna de esperanza apareció en mi corazón, como si llevara años esperando aparecer.


—Sí. José se queja constantemente de él. Dice que obedece a su padre sólo para que no le pegue o se enfade. Algo que parece que sí que ha hecho contigo.


—Pues obedece muy gustoso sus órdenes —repliqué. Mi primera protesta en años.


—Eso ya no lo sé. Tu hermano es buen tipo, pero creo que esconde algo que no tengo ganas de conocer. Es la única razón que me retiene de echarle el guante.


—Entonces me mentiste. Te gusta.


—Bueno, físicamente. Pero sé qué significa raparse la cabeza cuando tu padre es un tirano. Me temo que no comparto su visión del mundo.


Mi brizna de esperanza se contaminó: ella sabía que mi hermano apoyaba el fascismo y no hacía nada… igual que yo. Estábamos subyugadas a algo superior que nunca podríamos controlar.


—Ya.


—No soy tan radical. Pero me han enseñado que hay que respetar la libertad de expresión y de creencias, que por eso estamos en una democracia. José no está haciendo nada de malo, así que…


—Aún —puntualicé. Siempre pensé que mi padre escondió muy bien lo que pensaba hasta que se casó con mi madre y soltó a la bestia que llevaba dentro.


—Aún.


—¿Y cuándo lo haga?


—El sistema se encargará de él.


—No es lo que me han enseñado —dije rotundamente—. Mi padre siempre se libró de todo.


Luz no supo qué contestar. Mi mirada vacía parecía dar más significado a todo que mis propias palabras, porque mi nueva amiga volvió a su expresión preocupada, como si empezara a abrirse paso entre mis secretos.


—¿Crees que todo el mundo tiene derecho a creer lo que quiera? —pregunté. La estaba probando. Quería ver hasta dónde toleraría a mi familia y ni tan siquiera sabía por qué lo hacía.


—¡Claro! Mientras no perjudique a los demás. Da igual si eres gay o hetero, a quién apoyes políticamente. Si eres capaz de respetar a los demás igual como ellos te respetan a ti, no debería haber ningún problema.


Como pensaba: si a ella no le afectaba, no tenía por qué actuar. Y si su amiga, a quien tenía a su lado, recibía golpes todos los días y lo sabía, ¿actuaría?


—Ya —repetí, inexpresiva.


—Eso sí, que prueben de meterse con una mujer, y les agarro de los huevos.


—¿Qué?


—No eres la única que vive en una tiranía. Todas las mujeres estamos bajo una. Todos los días nos maltratan y nos violan, y creen que nos gusta o nos lo merecemos, y si nos resistimos, nos matan, y si obedecemos, no merecemos ser libres. A la mínima que me pongan un dedo encima, denunciaré.


—¿Se puede denunciar?


—¡Claro! —exclamó indignada. Luego me miró a los ojos y entendió mi pregunta—. Pero no te lo han contado. Me atrevería a decir que tu padre despotrica cada vez que ve un anuncio de esos por la tele.


La clavó. Yo volví a echar la mirada al infinito. Estaba acostumbrada a que me pegaran, y no encontraba el sentido a denunciar algo que solo podía probar hablando. Sería toda mi familia en mi contra. Nunca saldría bien.


Unas días después, me enteraba del caso de La Manada, esos violadores fascistas desgraciados, igual que mi familia. Por lo menos en mi casa sólo me ponían la mano encima para dejarme un morado. Me repugnaba pensar en cualquier hombre. Sólo me venía a la cabeza al cerdo de mi abuelo.


Mi padre se puso aún peor durante ese tiempo. Como más cerca estaba Cataluña de formar gobierno, más decía sobre tomar represalias o de apoyar a Ciudadanos, incluso decía que los fascistas eran ellos. Yo no veía el fascismo por ningún lado después de unas elecciones, y más cuando los que habían repartido bofetadas (como mi padre) y bloqueado todo posible intento de gobierno habían sido los policías y el gobierno, no los votantes. Mi padre me explicaba todo eso desde su asqueroso punto de vista y yo asentía, para luego transformarlo en mi propio punto de vista. Años atrás, esto me habría resultado impensable.


—¿Se porta bien María fuera de casa? —preguntó a mi hermano, contento de que yo absorbiera lo que me decía.


—No llama la atención. Y se ha hecho amiga de Luz.


—Oh, es buena chica. Estaría bien tenerla en la familia. Deberías casarte con ella.


—Pronto se va a ir del país —se lamentó. A mí se me encogió el corazón de golpe, y casi me echo a llorar. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no levantar la cabeza.


—Lástima… Bueno, mientras te cases y tengas una buena familia, no importa quién sea. Tarde o temprano aparecerá alguien. —Mi padre era proclive a hacer esa clase de concesiones cuando había algo que no podía controlar. Así daba la falsa imagen de no ser un dictador, como Franco en su momento.


Yo estaba ardiendo en deseos de hablar con José sobre Luz, pero él se encerró en su cuarto, y eso significaba que yo debía hacer lo mismo (normas de familia). Tardé hasta esa tarde, cuando fuimos de nuevo al bar, a poder hablar con él.


—¿Luz se va?


—No.


—Pero has dicho…


—No quiero que ella pase por nuestra casa. Es buena persona.


—Entonces lo que dijo ella…


—¿Qué?


—Que tú tampoco eres mala persona.


—Es mi amiga. Incluso la persona más odiosa del mundo tiene que tener un aliado que le apoye, ¿sabes? —replicó, intentando parecer sereno—. Tengo tiempo de casarme con otra persona y, cuando lo haga, haré mi camino con ella sin convertirme en mi padre. Creeré en lo que creo con alguien que también lo haga.


Yo leí entre líneas que Luz no era esa persona que creería como él creía en la famosa “causa”. No me estaba haciendo ningún favor, ni a Luz. Simplemente no había encontrado a la persona que no le discutiera su propia idea del fascismo.


—Tú deberías hacer lo mismo —siguió hablando—. Casarte, digo. Irte de casa y formar una familia.


—No puedo. Me da… asco.


—Pero debes. Te aconsejo que espabiles, aunque seas menor. La causa es más importante que tú, y nuestro padre te lo recordará de la peor manera posible. Ya has visto que a mí me pregunta constantemente.


—Pero ¿y si…?


—¡No seas inocente! ¡Padre no tolerará un solo cambio en su plan! —Bajé la cabeza automáticamente. Mi hermano era un hombre, el que me guiaba, y tenía que obedecerle—. Sabes lo que piensa de cualquier cosa que no sea un matrimonio con hijos legítimos. Es peor que la monarquía. Si estuviera en sus manos, mataría a todo homosexual, o pareja sin casarse y sin hijos que se encontrara.


No volví a hablar hasta que José me dejó con Luz. Ya sabía todo lo que me había dicho mi hermano. Mi padre estrellaba vasos contra el suelo (y luego le obligaba a mi madre o a mí a limpiarlo) cada vez que aparecía algo relacionado con el orgullo gay con la misma frecuencia que me pegaba o gritaba contra cualquier muestra de catalanismo. Y yo no sería nunca capaz de cumplir su deseo de ser abuelo con un buen hombre como marido. No pasaba por mi cabeza siquiera el contacto con uno. La imagen de mi abuelo se repetía una y otra vez en mi mente si lo intentaba. Intenté decírselo a José, o intentar poner una alternativa, pero él tampoco quería escucharme.


—Te veo cabizbaja hoy —me susurró Luz.


—No pasa nada. Hoy los gritos han sido recientes. Quieren que tenga familia.


Entonces un hombre con algo de barriga y la misma cara de pervertido de mi abuelo se giró y me miró directamente:


—¡Yo podría casarme contigo sin problemas, con lo guapa que eres!


Intenté esconderme en el vacío, pero no esperé lo que vino a continuación.


—¡Vete a paseo, aprovechado! ¡Es menor, pedófilo de mierda! —gritó Luz. No se había defendido así de mi hermano.


—¡Vale, vale! Lo siento…


Y se fue, asustado. No me atreví a alzar la mirada.


—¿Cómo sabes que soy menor?


—No lo sabía, pero ya sabes… feminismo.


—Ya no lo recordaba. Gracias.


—Ahora quiero que me mires.


—¿Qué?


—Hazlo, por favor. —Era la primera vez en la vida que alguien me pedía algo “por favor”. No pude negárselo y me hundí en sus ojos azules—. Haré todo lo que pueda para defenderte de esta panda de machistas aprovechados, ¿me oyes? Te lo prometo.


“No, no prometas, no hagas promesas…”. Su firmeza me hacía sentir que valía algo como persona. Sus ojos me daban esperanza, la que no debía tener, pues no había futuro para mí. Y además… precisamente ella no. Supe desde el primer día lo que significaba que me cruzara con su mirada voluntariamente. Era tan simple como eso, para mí. Y no me estaba permitido. Mi cuerpo batallaba consigo mismo todos los días desde entonces.


—Ahora hablemos de novios —dijo, rompiendo la magia del momento—. ¿Te ha gustado nunca un chico? ¿Sabes reconocer el sentimiento?


—No. Y sí —me sinceré.


—Hum. ¿Cuándo sabes que te gusta alguien?


—Me basta si le sostengo la mirada por voluntad propia.


—Caramba, qué simple. ¿Y siempre es como esperas, esa persona? Quiero decir… una mirada es muy poco.


—Sólo me ha pasado dos veces y las dos veces fueron buenas personas…


—… Hasta que te separaron de ellas.


—Sí.


Estuvimos un rato en silencio. Yo estaba preguntándome qué era lo que destacaba de mí para que los pervertidos siempre me pusieran los ojos encima. Siempre iba bien tapada, incluso en verano, intentaba no llamarles la atención y evitaba todo el contacto. Sabía que era guapa, porque no me desagradaba mi cuerpo, pero…


—¿Puedo preguntarte algo? —Debería haber añadido un “es lo más atrevido que preguntaré en mi vida”.


—Claro.


—¿Qué crees que ve la gente en mí?


—¿Te preocupa el tipo de antes? —preguntó. No respondí, sólo mantuve mi vista en el suelo—. Pues… eres delgada, tienes una cara mona, unos ojos castaños bonitos, y un pelo que ya me gustaría a mí que estuviera tan ordenado. —Me permití el lujo de sonreír ante esa broma. También hacía tiempo que no sonreía—. Hombres como ése te miran porque no creen que seas algo inalcanzable bello. Ya me los conozco. Lo cual es profundamente machista.


—Quisiera que no me desearan de esa forma.


—Eso es algo que no puedes controlar. Además, míralo por el otro lado. Quizás una mujer te desee. Eso no te daría repelús, ¿verdad?


“No sigas”, recé en mi mente, cerrando los ojos. Me daba esperanzas tontas. Aquello no era para mí. Y una parte de mí, esa que debía estar enterrada, me acababa obligando a hablar.


—Me da igual que las chicas se fijen en mí, pero me enseñaron que está mal. Yo no lo creo, pero sigue sin ser algo que quepa en mi vida. Mi padre haría lo que fuera para quitarme eso de la cabeza, si algo cambiara, y mi hermano seguro que se lo chivaría.


—Así que es eso.


—¿Eh? —dije, levantando algo la cabeza. Acababa de cometer un error garrafal.


—Te gustan las chicas. —Bajé la cabeza de nuevo. “No sigas, te lo suplico…”—. Es eso… Después de tantos años con una familia como la que tienes, oprimida y privada de toda libertad, tu cuerpo y tu corazón te están diciendo que eres libre. Eres la revolución en tu familia.


—Para.


—¿Qué?


—¡Que pares! —susurré violentamente. La rabia salía de mis ojos, rodando hacia el suelo, mientras miraba a Luz fijamente—. Para de darme esperanzas que no se cumplirán. Lo haces todos los días y cada noche tengo que luchar conmigo misma para recordarme quién soy y con quién convivo. ¡No puedo!


—¡Pues huye de ellos!


—¡No puedo! —repetí, pensando en mi madre, recibiendo todo el castigo que me merecería yo si lo hiciera—. Y no podrás cumplir esa promesa con mi familia, si es lo que pensabas. No es tu familia.


Justo entonces, por primera vez en mi vida, me alegré de que apareciera mi hermano y se me llevara de allí. No quería ver a alguien que estaba convencida de que tenía algún tipo de salvación. Pero, al parecer, ese día el universo estaba convencido de ponerme las cosas difíciles, porque José tardó nada y menos en hablarme, algo, de nuevo, inusual:


—¿Qué acaba de pasar?


—¿Qué?


—No te hagas la despistada. Los demás no lo notan pero yo sí. ¿Qué ha pasado con Luz?


—Nos hemos peleado.


—¿Por qué?


—Cree que puede hacer nada por mí.


—Típico de ella —se rio amargamente—. Debería haberte advertido antes de eso, y de otra cosa que quizás te interese más: es bisexual.


—¿Y para qué me interesa a mí eso?


—No me trates como si fuera el tonto con el cerebro lavado que aparento. Hace años que sé que te gustan las chicas. No lo apruebo para nada, pero no soy como padre, y si no se lo he dicho es porque no creo que interfiera con la causa. —Sí, siempre la causa. Mi hermano tenía las ideas más claras de lo que nunca imaginé. Yo seguía siendo una inocente—. No hay nada de malo en querer pasarlo bien, incluso ser feliz, si al final acabas casada y con hijos tal y como está mandado.


—Pero si hoy mismo me has dicho que…


—… Que buscaras marido. Y también he dicho que aún eres menor, y también acabo de decir que no hay nada malo en pasarlo bien. Y creo que puedes hacer ambos a la vez. Aprovéchalo. Padre confía en mí, y yo no tengo intención de decirle nada siempre y cuando seas discreta y te comportes como siempre has hecho.


Eso significaba que nada delante de él, pero me preguntaba entonces qué debería hacer. Tuve el impulso de salir corriendo de vuelta con Luz, pero eso no me estaba permitido, ni mi hermano lo toleraría.


—Mañana volveremos y podrás hacer las paces. También tengo que hacer algunos recados, así que saldré un rato de la fiesta. Mientras no salgas de allí y Luz esté contigo todo el rato, estará bien.


—Vale.


José estaba siendo extrañamente compasivo conmigo y me daba todas las facilidades para probar de decirle lo que fuera que tenía que decir a Luz. Quizá nuestro padre le había denegado un deseo parecido y yo no lo sabía. Aquella era la casa de los secretos y la ignorancia trazados con maestría por el tirano.


Por otro lado… ¿qué pasaría conmigo y con Luz? José había hablado todo el rato de “pasarlo bien”, pero no me sentía como esas personas que tienen rollos cortos y azarosos (como había visto en el instituto). Prefería algo firme, y eso era justo lo que nadie en mi familia parecía querer respecto a Luz.


Cuando llegamos a casa, intenté poner la cara de póker obediente de siempre, aunque ya hacía días que me estaba costando. Bajaba la cabeza siempre que mi padre hablaba y decía que sí o “apoyaba” los gritos de mi padre hacia cualquier cosa que fuera más allá de lo que él llamaba “la derecha de verdad”. Estaba deseando que se callase para poder irme al cuarto, pero cuando por fin se me permitió hacerlo, me encontré sin saber qué hacer. No acostumbrada a tantas emociones, mi cabeza parecía desistir y apagarse, cuando lo que en realidad quería era acabar de decidir qué era lo que quería hacer. Me enfadé, porque sabía que todo eso era culpa del tirano, y que sus ideas me habían llegado más hondo de lo que nunca habría imaginado.


Llegué al bar y a la fiesta sin casi haber pegado ojo, y allí Luz me esperaba con cara de haber destruido el mundo sin querer. José la saludó rápido y no tardó en mezclarse con sus amigotes, aunque no había fiesta por ningún lado.


—Lo siento —dijo casi al instante—. Me metí donde no me llamaban, y sé que tu situación es complicada… —Dijo “complicada”. Estuve a punto de soltar la primera risa irónica de mi vida—. Sé que no puedo hacer nada, y te he presionado en pensar cosas que te podrían poner en un aprieto. Si no quieres hablar conmigo, lo entenderé.


Fue breve, pero en esas pocas frases me sentí tentada varias veces de levantar la mirada del suelo y decirle que lo sentía yo, o que mi hermano no era tan malo como pensaba, o que tenía razón en todo, pero sólo lo hice después de unos segundos de pronunciar esa palabra que me hizo sentir como si me arrancaran el poco corazón que me quedaba.


—¡No! ¡No, no, no, no! —dije rápidamente, pensando que se iría. La cogí de un brazo sin pensar—. No te vayas.


—No lo haré —me aseguró, después de sonreír. No la miraba a los labios, pero sabía que lo había hecho.


Yo me solté entonces, avergonzada. Mi primera mirada hacia ella, durante aquel día fortuito, había acertado de nuevo, y me sentía capaz de contarle por lo menos un rinconcito de lo que me estaba pasando.


—Mi hermano…


—¿Te ha hecho algo?


—¡No! No… Ayer estaba enfadado, pero… Lo sabe todo.


—¿Qué sabe? ¿Qué es “todo”?


Me corté. Era imposible que fuera capaz de decir todas esas palabras, todas de golpe, sin que me diera algo. Iba en contra de lo que mi cuerpo había interiorizado desde pequeña. Mi mente sabía que lo que pensaba estaba bien, pero el resto de mí no le seguía. Empecé a temblar por esa batalla interna y tenía la vista tan clavada en el suelo que pensé que lo destrozaría con la mirada.


—Todo… —dejé escapar.


Mi cuerpo se relajó un tanto, justo cuando José y algunos de sus amigos pasaban por nuestro lado. Noté su fulminante mirada en mi pelo, y mi nerviosa mirada consiguió atisbar el desvío de la suya hacia Luz. Luego desapareció por la puerta trasera del bar.


—Todo lo que nos dijimos ayer —pensó en voz alta ella. Yo asentí, cerrando los ojos—. No parecía enfadado. ¿Qué te dijo?


No quería responder, pero la parte de mí que estaba insuflada de esperanzas por culpa de Luz tenía ganas de salir a la superficie. Tardé un poco, y tampoco contesté a su pregunta directamente:


—Nunca he cruzado una mirada con una desconocida y he fallado en mi corazonada. Eres la primera persona a quien se lo digo. —Hice una pausa—. Tengo tanto miedo…


Seguro que no fue lo que imaginaba que diría, porque tardó en reaccionar. Un instante después, me sentía como si hubiera vuelto a mi infancia y sintiera el calor de mi madre, pero la sensación que sentía yo era radicalmente diferente: estaba haciendo algo malo, atrevido, por lo que podrían pegarme hasta dejarme inconsciente, no me sentía en absoluto segura… y a la revolución en mí le encantaba.


Recuerdo cada instante de aquel momento. Su pecho estaba caliente, era blando (se notaba que tenía cierto volumen), su sujetador me molestaba en la barbilla (pues me había cogido de lado y estando mal apoyada, porque en realidad ella no era tan alta), y pasaron tres personas por nuestro lado durante ese tiempo, que primero sonreían por la escena, y luego ponían cara de no querer involucrarse cuando veían mi cara de afectación, como si fuera un repelente natural.


Después de soltarme y volverme a dejar tal como estaba antes (como si fuera un jarrón de cerámica muy caro), la batalla se había invertido. Mis miedos se tranquilizaban y la revolución se me enfadaba. Y pensé “de perdidos al río”:


—Mientras mi hermano no lo vea, estará bien.


—Entiendo.


—Tenías razón.


—¿En qué?


—Soy la revolución en mi familia. Todo mi cuerpo me advierte del peligro y no soy capaz de hacerle caso.


Ella sonrió, pero no dijo nada. Nos quedamos un rato más sin hacer nada. Estaba segura que ella sabía qué debía hacer en una situación como ésa, pero yo no.


Ahora que ya todo había salido a la luz, podía pensar en lo que nunca jamás me había atrevido: en un beso. Siempre me dieron envidia las parejas que tenían esa libertad. Ardía en deseos de hacer lo mismo, pero no tenía ni idea de cómo hacérmelo venir para conseguirlo. De hecho, me parecía algo muy lejano, de alguna manera, después de tantos años bajo el yugo familiar. No era posible. Si apenas miraba a la cara de nadie…


—No tienes que hacer nada —dijo Luz, leyéndome la mente, sin variar en su postura—. Deja que suceda.


La imagen de un chico dejando a su novia porque ésta era demasiado tímida para besarle continuadamente me vino a la cabeza, y me entraron muchos más miedos de los que creía que ya tenía. ¿Qué clase de persona sería ella? ¿Paciente? ¿Apasionada? Me relamía sólo de pensar en la sorpresa que me fuera a encontrar.


Esa fue la primera vez que me sentí feliz de verdad, pese a todo. Me sentía cómplice con Luz, y en mi caso era especialmente peligroso, pero el miedo a mi familia no era suficiente en ese instante, como sí lo era la mayoría de veces.


De hecho, nos fuimos cada una a su casa, después de que José volviera, sin casi habernos hablado más. Me sentí una tonta inocente, y también me di cuenta de que ella no me había dicho directamente que le gustaba, pero ese “deja que suceda”… Era tonta, pero no tanto.


¿Y el beso? Cayó un día, de sorpresa. Volvía del baño, di un bote para saltar un escalón, sonreí por mi propia tontería, y Luz me atacó cuando nadie miraba.


—Has estado irresistible. No podía dejarlo pasar.


Fue breve, fugaz, y mi memoria no lo retuvo. Pero fue apasionante, y mi cuerpo me pedía más. Le miré con ojitos de perro abandonado (algo que no sabía que podía hacer), y a partir de entonces íbamos misteriosamente al baño cada cierto tiempo para besarnos y saciarme, para explotar esa adrenalina de estar rompiendo todas y cada una de las normas de mi familia. A veces nos metíamos en sitios tan estrechos que me tenía que subir a la taza para hacernos espacio, o acabábamos contra la pared de madera y, sin querer, tocándonos el trasero o los pechos. Nunca me había sentido tan viva.


Y nunca me había sentido tan insegura. Nunca tuve un ápice de tranquilidad haciendo nada de eso, siempre tuve miedo. Me gustaba romper las normas, pero eran normas que me habían salvado el pellejo muchas veces, que no me había costado tanto seguir. Por las noches temía que todos se dieran cuenta de lo que había hecho, así que tenía la cabeza más gacha que nunca. No hablaba, me costaba comer, me encerraba en mi cuarto antes que José, hacía la comida al instante que alguien decía que tenía hambre para librarme de su presencia. Luz fue todo lo que nunca pude hacer o ser, y para mi cuerpo era tan radical como un independentista encarándose a mi padre.


Supe que las cosas se me habían escapado de las manos cuando Luz habló con José:


—¿Te importa si me la llevo a dar una vuelta de vez en cuando? Volveremos al bar a tiempo para que volváis juntos. No cambia ningún plan.


Sabía que José me miraba inquisitivamente, pero yo miraba al suelo fijamente, maldiciendo el atrevimiento de la que mi hermano consideraba “mi rollito” y yo podía pensar en “novia”.


—Vale, como veas. No os metáis en líos —dijo con tono despreocupado bien fingido. Fingir se nos daba bien en la familia.


Cuando se fue, miré a Luz a los ojos, pero no fui capaz de quejarme. Estaba cruzando una nueva línea y no sabía si me gustaba, pero ya no había marcha atrás. José no lo aprobaba, pero Luz era Luz y… supongo que tuve suerte de que hiciera silencio.


—¡Te voy a llevar a muchos sitios! A pasear al parque, a la playa… quizás hasta una biblioteca pública. Apuesto lo que sea a que no has estado en una.


—No.


—¡Pues es donde iremos ahora!


Me fascinaba su habilidad para dejar pasar lo grave de las cosas. Ella no se sentía en peligro, en absoluto, a diferencia de mí. Parecía libre de verdad. Ignoraba la presión que sentía en casa con cada paso fuera de “la ley” que dábamos juntas, y no era capaz de decirle que no lo hiciera, porque sentía que no debía protestar, que me iba a beneficiar de alguna manera.


—Supongo que has usado ordenadores, ¿no?


—Sí.


—Mira, te enseñaré la web que acostumbro a mirar sobre el feminismo, para las manifestaciones y demás.


Aparecieron montones de imágenes e información. Nunca creí que hubiera tan extremada organización dentro del feminismo, y me llamaba especialmente la atención que hubiera citas de libros, como una de un tal Desmond Tutu sobre los opresores que no acababa de entender. Era como si hubiera una razón, una teoría, detrás de todo aquello. Todo lo que había aprendido hasta ahora me habían resultado palabras vacías, tanto las que no debía creer del instituto, como las que mi padre me intentaba inculcar, sin posibilidad de discusión, aunque se inventara él mismo las normas. En aquella página, la gente debatía, podían protestar, podían elegir qué creer.


—¡Uau, es impresionante!


—¿Verdad? En tu caso, bueno, es peligroso, pero me encantaría que te unieras.


—Sí, es peligroso. No puedo.


—No pasa nada, sé que me apoyas. ¡Voy al baño! Sigue leyendo.


Luz se fue, y fui mirando por mi cuenta. Había anuncios de manifestaciones pacíficas, quedadas, debates en la calle y demás, pero de alguna manera faltaba algo. Esas mujeres estaban dispuestas a todo menos enfrentarse directamente a aquello contra lo que luchaban. Yo si hacía algo como ellas en mi casa, me dejaban llena de moratones, sólo por hablar. Tenía que haber algo más que una mera protesta. ¿No había nadie que diera un paso al frente para luchar por la libertad?


Yo no lo sabía entonces, pero tecleando en los buscadores de internet sobre otras maneras de luchar empecé un camino de no retorno. Todas las veces que íbamos a la biblioteca y a los ordenadores aprendía del pasado que me habían prohibido. Había descubierto guerras, había descubierto revoluciones contra tiranos como el que tenía yo en casa, y como más descubría, aunque no entendiera muchas de las palabras que iban apareciendo, más me daba cuenta de que ya no estaba bajo el yugo familiar. En apenas unas semanas, todo lo que me habían intentado inculcar cayó bajo su propio peso, y sentía que tenía que hacer algo al respecto. No podía no hacer nada.


Empecé a escribir esto. Luz me preguntaba constantemente lo que hacía, pero le mentía diciéndole que era un regalo y lo compensaba con un beso o una sonrisa, y luego seguía escribiendo. Quería contarle al mundo que todavía hay tiranías escondidas a simple vista, que el fascismo estaba en nuestra casa y que era libre de hacer lo que quisiera. Me conseguí un correo electrónico y puse a Luz en mi lista, la primera de todas. Luz me dio también acceso a algunas de sus redes sociales (sin saber lo que haría con ellas) para que experimentara la poca libertad que tenía. Descubrí blogs, foros y demás, ideales para colgar mi historia.


Yo ya estaba perdida, porque en todo momento mi mente batallaba con mi cuerpo por restablecer el orden o desatar el caos y no era solucionable, me afectaba demasiado, pero montones de personas libres como Luz debían saber, y debían luchar. Y si leían todo lo que había escrito, quizás unas pocas personas me creerían y reaccionarían. Eso nunca lo sabré, pero lo espero.


—¿Ya has terminado? —preguntó en una de esas visitas, la última que haría con ella—. Debemos volver.


—Claro.


—Quién me diría que pisaríamos tantas veces una biblioteca como si fuera una cita… —suspiró, sonriendo. Yo le sonreía también—. Supongo que tarde o temprano lo hubieras hecho, pero me hace feliz que sea conmigo.


—Yo también soy feliz —me sinceré, abrazándola brevemente mientras caminábamos. Me sentía con confianza, tranquila, si ella me lo decía. Silenciaba mi lucha interna por un rato—. Me gusta que estés conmigo para descubrir el mundo.


—Si quieres, puedo hacerte descubrir más cosas, antes de volver con tu hermano —dijo con voz socarrona.


—Qué pervertida —me reí ligeramente, aunque mi cuerpo no sabía cómo tomarse eso—. Pero no tenemos tiempo para jugar.


Sí, los besos y las caricias… Luz era una delicia para ellas. Ahora mismo, recordándolo, me da algo de pena y arrepentimiento no haber aceptado aquella jugosa oferta.


Cuando volvimos, José nos estaba esperando, pero parecía animado, y pasó por alto el hecho de que él llegara antes que nosotros.


—Papá —José nunca le llamaba así en privado— nos ha preparado una excursión para mañana. Hacía tiempo que no le veía tan contento.


Y quizás éste es el punto decisivo de esta pequeña historia. Una “excursión” era una acción fascista en contra de alguien, evidentemente camuflados bajo otras banderas. Siempre que había una, toda la familia iba en bloque, si estaba en Barcelona. Esta vez sólo seríamos nosotros cuatro, por lo que me contó José, pero tanto a él como a mi padre les entusiasmaba la idea.


Todos mis miedos acabaron de cumplirse cuando el fascismo invadió mi instituto.


—Será mañana por la mañana. Un profesor asiduo a la causa ha contactado para decirnos que hay un cerdo independentista enseñando a los niños que el referéndum era una muestra de democracia y nuestro amigo le ha denunciado por adoctrinamiento. Aprovecharemos para cortar el tráfico y dar visibilidad a nuestros compañeros de Sociedad Civil Catalana.


Mi hermano miró a su padre cuando pronunció esas últimas palabras. Parecía no estar de acuerdo con formar parte de otra agrupación.


Y yo, evidentemente, callaba, pero no veía cómo una votación popular no era democrática. Había aprendido lo suficiente esas últimas semanas para saber que cualquier votación es democrática de por sí. Yo hubiera votado que no, pero lo habría hecho. Mi padre despotricaba contra aquella acción cada dos por tres y ahora sabía que no, no “deben votar todos los españoles”, como decía él. Si todos eran igualitos que mi padre, sería como que unos jueces me pidieran a mí que mi padre y mi abuelo votaran por una orden de alejamiento contra ellos. Era justo eso. El agresor teniendo derecho sobre el agredido de forma legal. Y también me venía a la cabeza algo que me enseñó Luz que rezaba: “Una mitad de los catalanes no puede imponer su voluntad a la otra mitad”; “Ni la otra mitad a la primera. ¿Votamos de nuevo?; “Y una mierda”; “¿Entonces quién impone a quién?”. Además de agresores y opresores, eran malos perdedores. Que luego no saliera bien para los independentistas, eso ya era estupidez suya.


Por pensamientos como ésos, la paliza hubiera sido de las que hacen historia. Yo me sentía con mucha más confianza desde que estaba con Luz y me podía permitir el lujo de no bloquearme a mí misma, pero jamás se me ocurriría soltarlo en esa casa.


A la mañana siguiente, nos plantamos bien temprano con una bandera española en la “manifestación”, que en realidad éramos nosotros y cuatro familias más que ya conocíamos. Yo me encogí entre mi familia mientras todos rotábamos para intentar parar el tránsito, pero era una calle encima de la ronda donde pasaban muchos coches, así que con cuatro pitos nos apartaban. Estaba intentando no reírme de esa tontería de manifestación. Mi padre y los más mayores gritaban a los cuatro vientos sobre adoctrinamiento (qué ironía), quitar el independentismo de las aulas y no sé cuántas tonterías más que olvidé enseguida.


Lo olvidé porque la quinta familia se sumó, y reconocí al marido. Y él me reconoció también.


—¡¿Qué hace esta bollera aquí?!


—¿Qué? —reaccionó mi padre, buscando a su alrededor. Yo intentaba esconderme.


—¡A esa cría asquerosa la vi morreándose el otro día con una tipeja al lado de una bar! —La peor frase posible.


Antes de que mi padre, yo, o el marido chivato reaccionáramos, una bofetada restalló en mi mejilla y me tambaleé contra mi padre, que me agarró con fuerza.


—¡Cerda traidora! —gritó mi hermano. Tuve un momento para mirarle y darme cuenta de lo que había hecho: le había puesto en un aprieto muy gordo. Y lo peor: había traicionado la poca confianza que tenía en mí. Y toda mi confianza se fue con aquella bofetada.


—¡Nos vamos! —chilló mi padre, alterado.


Me llevó hasta el coche agarrándome por el mismo brazo por el que me había sujetado antes. Era peor que una tenaza, pensaba que me lo rompería en cualquier momento. No me atrevía a mirar, pero sabía que hasta mi madre me miraba con desprecio.


—Entra.


Me empujó dentro del coche, casi rozando el techo con la cabeza. Mi madre se sentó a mi lado y pude ver el miedo en sus ojos. Yo ya no lo tenía. Ya sabía qué iba a pasar.


El trayecto se hizo eterno. Mi hermano hacía silencio, y mi padre esperaba encontrar las palabras adecuadas para empezar a gritarme, pero en lugar de eso, estalló hacia José:


—¡Me dijiste que la tenías controlada! ¡Que estar rodeada de ese ambiente la ayudaría! ¡¿Qué coño has hecho?!


—¡Estuvo todo el tiempo conmigo! —mintió. Tenía la esperanza de que aún fuera mi aliado, y que no solamente se estuviera protegiendo el culo—. Sólo me fui ayer por orden tuya a confirmar las sospechas de tu amigo el profesor.


—Esa maldita trabó amistad sin que te dieras cuenta y, nada más girarnos, nos ha traicionado. No le hemos enseñado adecuadamente, nos hemos descuidado. —Ya no le gritaba a mi hermano. Su bofetada y esa respuesta parecían haberle aplacado, pero ahora era mi turno, y ya estábamos muy cerca de casa—. Pero lo corregiremos, hijo.


José hizo silencio, y me miró furibundo por el retrovisor, y luego cerró sus ojos con desaprobación. No pensara que me doliera más lo que él me demostraba que lo que fuera a hacerme mi padre, pero lo hacía.


—Vamos, arriba —me instó mi padre, cuando salió y abrió mi puerta.


Desfilamos hacia nuestra puerta. Me dio las llaves a mí y me fue empujando hasta que abrí, y mi madre cerró. No tuve tiempo ni de girarme: me agarró del pelo con una mano, y con la otra me dio la primera bofetada cerca del ojo.


—¡¿Sabes lo que has hecho?! —Me lanzó contra la mesa y me di en la frente con un lado de la silla. Me estaba mareando—. ¡Has arruinado tu vida! ¡¡Has arruinado nuestra vida!!


—¡Ah! —se me escapó, cuando me dio una patada en las costillas. Mi voz provocó que me diera otra vez en el mismo sitio, y ya no pude retener mis lágrimas—. ¡Tú, vete al cuarto!


Mi madre huyó de la escena, sabiendo que la siguiente sería ella. Mientras tanto, mi padre me levantaba del suelo y volvía a tirarme del pelo. Ese desgraciado quería que le mirara a la cara, pero en lugar de eso, busqué la de José, en la que no se atisbaba una pizca de piedad.


—¡Mírame! —Otra bofetada para enderezar mi mirada. Me vi obligada a hacerlo—. Debería enseñarte porqué debes y estarás con un hombre, pero no me apetece meterme en tu coño podrido. Y nadie me obligará a dejarte libre, así que nunca más saldrás de esta casa si no es conmigo. Nunca volverás a avergonzarme como lo has hecho hoy.


Volví a desviar la mirada hacia José. Esta vez había aligerado su mirada. Seguro que una violación no entraba en sus planes. Ya casi no le veía, por el cardenal que se estaba formando en mi ojo y lo mucho que me tiraba del pelo mi padre, cuando dijo:


—Creo que ya ha aprendido la lección, padre.


El tirano aflojó un poco su mano, y me lanzó hacia José.


—¡Sujétala bien! No debes tener compasión de algo como ella.


Se quitó el cinturón mientras José me aprisionaba con sus brazos fibrados y me dio un azote en las entrañas que me hizo desfallecer de dolor por un instante.


—¡Aah!


—¡Cállate!


Otro más restalló cerca del estómago, y me quedé sin aire para gritar. José había soltado un suspiro dolido: parte del cinturón le había dado a él. Era un castigo para los dos. Yo no sabía cómo aún era capaz de derramar lágrimas, y no sangre directamente.


—Espero que esto te enseñe con quién te tienes que acostar y a quién debes obedecer —sentenció, volviéndose a meter el cinturón en su sitio. Yo no me tenía en pie, así que mi padre me cogió de los brazos de nuevo, abrió la puerta de mi cuarto y me tiró de cualquier manera allí dentro—. No saldrás de aquí hasta que te lo digamos.


Y cerró la puerta. Aquello era un secuestro en toda regla. Una prisión. Muchas veces me habían encerrado de aquella manera, después de pegarme para darme una lección, pero pensaba que me lo merecía. Era cómplice de mi propio secuestro. Pero aquella última vez que mi padre me puso la mano encima, se la puso a alguien que no iba a tolerar ninguna bofetada más. Me iba a vengar.


Después de todos los gritos y golpes, me senté en mi cama, intentando parar de llorar o de no dormirme y probé de curarme las heridas. Mientras lo hacía, más gritos sobre mi mala educación y golpes sonoros se sucedían en la habitación de mis padres. Mi madre no gritaba y no la oía llorar. Ella había tenido que aguantar mucho más que yo. Ya lloraba yo por las dos.


Pasé dos días encerrada sin apenas comer ni beber, tumbada en la cama, recuperándome. Todo mi optimismo, mi esperanza, Luz, el nuevo mundo… Todo se había desvanecido. Me había confiado y lo había pagado caro. Pero ni todas las palizas del mundo me quitarían este pasado reciente lleno de descubrimientos. Tenía un plan que seguir. Y le acababa de añadir una parte más, una que condenaría a ese tirano.


Seguro que me pasaría metida en aquella casa muchos días, así que, una vez me dejaron salir de mi cuarto, obedecía a todo lo que me decían al instante. Necesitaba fingir una vez más, someterme una vez más, para poder salir de casa una sola vez más. Sabía que nunca más vería a Luz, porque no tenía ningún medio para contactar conmigo, pero seguro que encontraría mi historia allá donde la hiciera pública.


Dos semanas después de un silencio sepulcral, cuando los moratones de mi cara se habían marchado y los golpes en el cuerpo ya empezaban a no doler, me acerqué a José con todos los nervios del mundo:


—¿Puedo pedirte un favor?


—No estás en posición de hacer eso —me replicó, mirándome con asco. El día de la manifestación lo había cambiado todo. Ya no me toleraría nada.


—Sólo quiero decirle adiós a Luz…


—No.


—… Por Email —seguí, sin hacer una pausa por su negativa—. No sé dónde encontrarla. Acompáñame, puedes asegurarte de que no es nada. Le he escrito una carta de despedida.


José titubeó. Su amargura se deshizo un tanto en su mirada. Los recuerdos de la paliza de aquel día y lo que insinuó que quería hacer mi padre conmigo le hicieron desafiarle entonces, y lo haría de nuevo ahora.


—Vale —aceptó, al cabo de un minuto tenso—. Pero no te separarás de mí. ¿Dónde hay que ir?


—A la biblioteca.


Mi padre estaba en el trabajo y mi madre era incapaz de articular palabra desde la paliza que nos dieron a ambas, así que José me hizo coger una chaqueta, él se puso la suya, e hicimos el camino hasta la biblioteca que quedaba más cerca de casa, a pie.


—Hazlo rápido —me instó, cuando por fin me senté, sudando, delante del ordenador.


No me quitaba el ojo de encima y estaba detrás de mí, así que mi plan quedó herido: no podía entrar en cualquier página y colgar mi historia como si nada. Además, aún faltaban los últimos acontecimientos del instituto. Eso era vital que todos lo supieran.


—¿Puedo escribirle algo más? Se me ha ocurrido ahora. No tardaré.


—Sí, sí, vale, pero date prisa. No quiero que padre se entere de que te he dejado salir.


Empezó a deambular con impaciencia a mi alrededor mientras yo actualizaba la historia hasta justo ese momento. Esa impaciencia me dio el tiempo e intimidad necesarios para escribir cosas por las que me hubieran pegado de nuevo hasta matarme. Y en vez de entrar en todas las páginas que había pensado, simplemente le puse el archivo en el correo para Luz, le dediqué mis últimas palabras de amor, y en un rincón puse “pásalo todo lo que puedas”. Y lo envié.


En esta historia no puedo contar si hemos vuelto antes que mi padre, o si todos mis planes han funcionado, o si más gente a parte de Luz ha leído esto. No veo el futuro. Lo que sí que puedo decir es que lo he intentado, y que me despido de todos con un sabor agridulce, disfrutando de mi pobre libertad, pues mi último plan no puede tener margen de error.


Y ahora, antes de acabar, me dirijo directamente a ti, Luz, instigadora de la revolución. Eso es lo que fuiste, la instigadora. Y no, no pudo ser otra persona, como creíamos ambas. Lo sé porque no había entorno más peligroso que ese en el que estábamos, nunca me sentí segura, me sentí pecando, y sentía que debía hacerlo, siempre contigo.


También lo sé porque, conforme íbamos cruzando líneas rojas, me daba cuenta de que yo cruzaba muchas más que tú. Todo lo que había ido enterrando, mis opiniones, mis propias emociones, todo lo que veía de mi familia, todo lo que veía de los demás… Nunca recibía la respuesta que esperaba de ti. Siempre me parecía insuficiente, limitado, no podía creer que lo que me decías fuera lo que todo el mundo creía. Si algo me ha enseñado este tiempo contigo es que siempre hay algo más radical de lo que yo hubiera imaginado, y seguro que para lo que te voy a decir, también lo hay.


Siempre que me hablabas de la libertad de expresión y de ser tolerante igual como lo eran contigo, me embargaba una sensación de amargura. Deseaba que fuera así. Pero todo lo que pensaba era: ¿Cómo puedo ser tolerante con alguien que me ha pegado toda la vida? ¿Cómo puedo ser tolerante con todas esas personas que me han dado la espalda o han girado la cara sólo para no verlo? ¿Cómo puedo ser tolerante con aquellas personas que han aceptado resignarse ante un destino cruel? ¿Cómo puedo ser tolerante hacia unas ideas que me han arruinado la vida, que ellas mismas no lo son? No, Luz, no es conciliable. Nunca lo será. Tú toleras la intolerancia porque no la has sentido como yo.


Una de las pocas veces que conseguimos escaparnos a una biblioteca para hacer el tonto por internet, encontré una frase que solamente ahora entiendo: “si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor”. Ese tal Desmond Tutu sabía lo que se decía, y compartías esta idea cuando se trataba de mí, o de las mujeres, pero siempre te quedaste corta.


O quizás soy yo, que nací inocente y me corrompieron, y me estropearon, para no ser capaz de ser tan tolerante como tú. Lo que sí sé es que no puedo cambiar nada ya. Como decía al inicio, ya todo es pasado. Estoy estropeada. Me han estropeado.


 Y también sé que no hay forma de que mi intolerancia hacia lo intolerante desaparezca. Aunque no sepa el nombre, seguro que hay una clase de gente, o un partido, o qué se yo, que piensa lo mismo y, si no he oído hablar de ellos, es culpa de los desgraciados de siempre. Sé que, mientras exista una clase de gente como mi familia, existirá una clase de gente como yo que deseará combatirla con todas sus fuerzas. Y es lo que voy a hacer.


Si tuviera que responder las preguntas del inicio ahora… Sólo puedo responder que no he conseguido sentirme libre, casi nunca en mi vida, pero lo seré ahora.


¿Sabes que mi cocina es lo bastante grande para toda mi familia? Es muy sencillo vernos todos juntos molestándonos entre cocinar y coger cosas de la nevera. A mi madre y a mí siempre nos obligan a estar allí si los “hombres de la casa” entran. Es una norma estúpida de mi padre que me ha dado alas por una vez.


Porque, si ha salido bien, nadie se habrá dado cuenta que he abierto el gas para dos fuegos, y sólo he apagado uno. Si ha salido bien, todos estarán conmigo por mi llamada, y el último habrá cerrado la puerta.


Si sale bien, nunca me volverás a ver.


Y todo lo que pienso mientras escribo esto y lo que pensaré mientras me prepare para encender la llama final es que al fascismo no se le tolera bajo ninguna forma, no se dialoga con él, no se le hace un espacio en tu cómodo sillón, esperando que no te haga nada.


 


AL FASCISMO SE LE DESTRUYE.


 


FIN

Notas finales:

NOTAS: Las escenas y personajes siguientes son reales.

- La escena del bar donde José y los parroquianos discuten sobre política. Presenciada por mí en varias ocasiones en el centro de Barcelona y durante este verano en el festival "Leyendas del Rock" en Alicante.
- La escena de la manifestación al instituto. Mi mejor amigo y yo somos exalumnos del instituto Joan Boscà, que recientemente sufrió justo ese ataque que se ha descrito. Mi amigo presenció parte de la escena cuando iba a recoger los papeles para conseguir el título de carrera y se enteró de la razón a través de otros exalumnos compañeros nuestros.
- El padre y el abuelo son la personificación del abuelo de mi exnovia. El hermano, de su hermano. En todos los casos se ha añadido la ideología como detonante.


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