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Fruto prohibido || Black x Turles por Roveldel

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Un colosal árbol absorbía la energía y los recursos de un planeta entero, alzándose majestuoso a cientos de metros sobre el suelo y expandiendo sus raíces a miles de kilómetros a la redonda, destruyendo cualquier vestigio de civilización. Esa era, ciertamente, la única parte aprovechable del árbol, sin mencionar sus frutos, unos carnosos y deliciosos productos cuyo efecto sólo podía estar al alcance de los dioses.

Al pie de una de las descomunales raíces del sagrado vegetal, un hombre sonreía con especial arrogancia. Se elevó por los cielos en dirección del responsable de tal sacrilegio, pues, aunque no alcanzara a verlo, sí presentía su salvaje energía, característica de la raza con la que trataba.

—Sucios saiyans —dijo cuando llegó a su altura.

Un escuadrón de cinco individuos se aproximó a él con no muy buenas intenciones, sin embargo, no eran rivales, ni siquiera objetivo de aquél hombre con hábito negro y mirada oscura.

—¡Gran Turles! Tenemos visita —apuntó un ser de piel violácea y escamosa, con una estatura y complexión ridículas para ser un guerrero.

De entre las sombras del árbol emergió el hombre a quien el recién llegado buscaba, calibrando su energía con su scouter de color rojo, sonriendo sombríamente ante los valores tan anormalmente bajos que detectaba el dispositivo.

—Vaya, vaya, vaya... al fin apareces. Tú debes de ser Kakarot, ¿me equivoco?

El otro hombre miró sorprendido a quien se mostraba ante él, pues el parecido era tal como estar mirándose enfrente de un espejo. Rió en respuesta a la afirmación mediocre del desgraciado mortal:

—No, no soy a quien tú llamas Kakarot, aunque podría decirse que éste —hizo un ademán con la mano, vanidoso— es el cuerpo de él. Y permíteme decirte que has cometido un terrible pecado, insecto.

Ahora fue Turles quien rió a mandíbula batiente. Sus secuaces lo imitaron.

—¿Qué me estás contando? No te creas que porque eres un saiyan voy a permitir que digas semejantes estupideces.

El hombre de ropaje oscuro volvió a sonreir con arrogancia:

—Estúpido saiyan, ¿no sabes reconocer a una deidad cuando la tienes delante? Soy vuestra peor pesadilla, el magnífico dios que os ajusticiará por vuestros terribles pecados de codicia y vanidad suprema. Sois detestables. ¿Acaso osáis comer del fruto de ese árbol, alimañas inmundas? No lo permitiré.

Los seis integrantes del escuadrón no se dejaron amedrentar por las temibles palabras que acababan de escuchar, porque, a pesar del tono de voz contundente del intruso y de su imponente presencia, la petulancia de sus gestos le restaba cualquier atisbo de la grandiosidad que decía atesorar. A parte que los scouters indicaban en él un nivel de pelea ridículo. Incluso para un saiyan de clase baja como sabían que en realidad era.

—Mucha labia tienes tú —dijo un individuo de tez rojiza y cabello largo recogido en una trenza—. Ahora te vas a enterar, por charlatán.

En medio de un grito de guerra, el corpulento oponente se abalanzó sobre el excéntrico gemelo de su jefe para caer sobre él con una lluvia de puñetazos. Pero, para su propia estupefacción, se mantuvo estático en el aire, paralizado sin saber muy bien a qué se debía, ya que sólo alcanzaba a percibir el rostro del rival sonriendo tal y como lo hacía su capitán cuando disfrutaba de un buen desollamiento. A su vez, una terrible sensación de ardor se apoderó de su ser desde el centro de su pecho al resto de su cuerpo, inmóvil de la propia sorpresa.

El resto del escuadrón observaba atónito la escena, en la cual su compañero aparecía en el aire atravesado de parte a parte por una especie de espada, pero en la mano del siniestro desconocido no había absolutamente nada, salvo una luz del mismo tono que la punta del estoque que asomaba por la zona dorsal izquierda de su compañero. Era una espada de energía. 

Antes de poder contraatacar y defender a su compañero, una decena de miembros cercenados, alguna cabeza segada y cinco cuerpos mutilados se esparcieron por la amplia superficie leñosa del árbol sagrado.

Cadencioso, el extraño clon de Kakarot se fue aproximando a Turles, que, para su vergüenza, temblaba de pánico.

—¿D-De dónde demonios has salido tú? —El saiyan retrocedía por cada paso que daba su homólogo, hasta topar con la pared del tronco, quedando acorralado por la figura negra del otro.

—Vengo de un lugar que jamás conocerás, y que, por suerte, tampoco conocerán los repelentes humanos de este tiempo si dejamos que este árbol haga su trabajo —La proximidad de ambos cuerpos fue creciendo. Turles se sentía más que cohibido.

—¿Q-quién…?

—¿Qué quién soy? —respondió el nuevo, en tono ácido—. Soy tu peor pesadilla, despreciable cucaracha. Me llaman Black allá de donde vengo, y voy a tenerte a mi merced para divertirme y hacerte pagar por tu tremenda osadía.

Puso una mano sobre el cuello de Turles, ejerciendo un poco de presión para amedrentarlo pero sin intenciones asesinas... de momento. Todo a su tiempo. Black tenía planes mejores para esa sabandija.

Con una sonrisa llena de malicia, tentó el arco de la mandíbula de Turles con el dedo pulgar, llegando al mentón y bajando a su nuez de Adán, que subía y bajaba airadamente debido a su respiración entrecortada. El anillo dorado que portaba en su dedo principal refulgía tímidamente  con la escueta luz que se filtraba por las ramas del árbol, titilando al son de la respiración  del saiyan.

Con una risilla traviesa, llevó los dedos índice y corazón de la otra mano hasta su frente, apareciendo en menos de un suspiro en un paraje completamente diferente al que estaban. Se trataba de un hermoso prado en el cual soplaba una pacífica y agradable brisa. A lo lejos, un árbol de gran porte, pero no tan descomunal como el anterior, se divisaba en el horizonte. El cielo, coloreado en tonos que viraban entre el rosa pálido y el lila, estaba salpicado de multitud de planetas y estrellas. Estaban en el Planeta Sagrado.

De la propia inercia, al perder su punto de apoyo, Turles cayó de espaldas sobre la frondosa hierba del lugar, impactado por el ser llamado Black, que se había propuesto atormentarle, y por las increíbles habilidades de las que hacía gala. Dudaba todavía de que se tratara realmente de un dios, sin embargo podía corroborar que no era un saiyan ordinario.

—¿Quiénes sois vosotros? Y, ¿qué hacéis aquí?

Dos tipos de piel lila, orejas puntiagudas y ojos rasgados aparecieron con urgencia corriendo hasta ellos, uno más alto e intimidante que el otro, pero ambos con bastante autoridad por la actitud que demostraban.

Poco más pudieron decir, pues Black los atravesó a ambos a la vez con la velocidad de un rayo sin darles tiempo siquiera a respirar. Turles observó como los seres desaparecían de su vista del mismo modo que se desmaterializa una humareda, con la sencilla brisa que mesaba su ya alborotado pelo.

—Listo. Este mundo ya está definitivamente condenado —Black se irguió y se volvió de espaldas para volver a encarar a Turles, sonriendo insidioso.

No tendría escapatoria. Sería todo para él.

 


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