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La mirada del extraño por Augusto2414

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Notas del capitulo:

Hola a todos. Dejo con ustedes el siguiente capítulo de la historia.
Espero sea de su agrado.

Información importante. He creado una cuenta de Instagram (@augusto_2414 LMDE) para que puedan seguirla. Que se vuelva un espacio de interacción con todos ustedes. Muchas gracias.

Advertencia: Este capítulo contiene escenas explícitas. Se recomienda discreción.

LXIX
 
A eso del mediodía, Martín fue llamado al despacho de su padre, quien, en vista de que su hijo mayor seguía sin cambios, encargó al pelirrojo que fuera a la ciudad para buscarle los medicamentos. Fue una conversación breve y tan pronto hubo terminado, el chico fue con Tomás. 
 
–¿Cómo te sientes? –le preguntó, cerrando la puerta del dormitorio.
 
–Mejor, hoy pude desayunar con normalidad –respondió. 
 
–Me alegra oírlo, y te ves más animado –dijo, viéndole trenzarse los cabellos cobrizos delante del espejo.
 
–¿Sucede algo?
 
–Iré a la ciudad, ¿quieres que te traiga algo?
 
–No, gracias, sabes que el viejo tiene de todo aquí para mí, con eso se evita que yo salga de casa.
 
–Aunque no siempre lo consigue, bien sé cómo reacciona cuando te escapas –dijo Martín, sonriendo en forma burlona ante la imagen alterada del padre. 
 
–No quiero imaginar lo que hará cuando ya no pueda traerme de regreso –dijo Tomás, atándose la trenza y volviéndose hacia su hermano.
 
–Yo tampoco, y no solo él, también la mamá y yo, me quedaré solo, ¿has pensado en eso?, no vas a dejarme, ¿verdad? –dijo, abrazándose al cuello del mayor. 
 
–No, aún hay cosas que debo hacer, y no te preocupes, nunca voy a dejarte solo –respondió, estrechándolo entre sus brazos. Por un momento, Tomás pensó que el menor lloraba, pero solo estaba siendo el chico mimoso de siempre–. Hace un bonito día para ir a la playa, ¿no crees?
 
–¡Sí!, lástima que no podré acompañarte, ni modo, ya me voy. 
 
–Me las arreglaré solo, puedes estar seguro, Gabriel siempre me echa una mano con lo que necesito. Y sí, vete ya, sabes que a mamá no le gusta que nos saltemos las comidas, procura regresar a tiempo para el almuerzo, no te retrases –dijo, volvió a abrazarlo y le dio un beso en ambas mejillas, pero antes de que Martín se retirara, agregó–: ¿Sabes?, pensándolo mejor, sí hay algo que podrías conseguir para mí. 
 
–¿Qué es? –preguntó con interés. 
 
–Información.
 
… … … … …
 
La iluminación resultaba extraña. No sabía ni con quién ni en dónde estaba. De entre todo lo que pudo distinguir, asomaron un par de manos que reconoció como las suyas propias, en parte debido al esmalte negro de las uñas; sin embargo, la visión no terminó ahí: un segundo par de manos surgió desde la nada, las cuales se acariciaban con las primeras, hasta que, al fin, entre roces y movimientos delicados, los dedos de unas se entrelazaron con los de las otras. El rasgo distintivo de aquellas manos desconocidas era el color verde limón con el que estaban pintadas las uñas. 
 
No despertó sobresaltado, al contrario, lo hizo despacio, como si fuera llevado de una realidad a otra, desvaneciéndose las imágenes como vapor en el aire. Adolfo se acostumbró poco a poco a la penumbra de su cuarto, distrayéndose con el tic-tac del reloj sobre el velador; se volteó para verlo, marcaba las 12:37, pero ignorándolo, se giró hacia el muro y se quedó allí pensando en el significado de su sueño. No era como si no soñara con cierta frecuencia, sino que este en particular resultaba diferente, hasta placentero, el recuerdo de aquellas manos en contacto con las suyas le hizo sentir un escalofrío, una sensación que quisiera experimentar en el mundo real. “¿Qué es esto?, solo fue un juego de manos y ya estoy como loco. No quiero imaginar lo que sería verme en sueños teniendo relaciones, ¿y con quién?, ¿con Lucas?, ¿qué diablos estoy pensando?”, la imagen del rubio regresó tan clara como el día, sintiendo un nuevo escalofrío recorriéndole el cuerpo. No tardó en unir las manos que vio con el cuerpo de Lucas, cuerpo que conocía por haber estado tan cerca de él. “¿Así es como realmente te veo?, ¿así es como realmente me haces sentir?”, pensó, llevándose las manos a su parte baja y descubrir la erección bajo su pantaloncillo del pijama, a lo que, en un movimiento brusco, las apartó y las miró por ambos lados, sus dedos y las uñas pintadas de negro. “Te voy a encontrar, Lucas, aun me la debes”.
 
Sabía que la mejor manera de atraer al rubio era no buscarlo, la experiencia demostraba que este conseguía aparecer cuando menos se lo esperaba. Así, con esta idea en la cabeza, Adolfo salió de casa vistiendo una holgada camiseta a rayas y el sombrero para proteger del brillante sol primaveral su cabellera oscura; el plan era dar un paseo por la ciudad, visitar los diferentes lugares que solía frecuentar y, con suerte, encontrarse casualmente con Lucas. Es cierto que podría ir a buscarlo a su casa, después de todo conocía el camino para llegar, sin embargo, eso sería darle demasiado crédito al rubio y lo haría sentirse más importante, más orgulloso de los crímenes que había cometido.
 
Adolfo llevaba el teléfono apagado, cosa habitual en días recientes. Había dicho a su madre que no quería llamadas, a no ser que fueran para informar del estado de su Nicolás, lo demás no le importaba. A esas horas, sus padres estaban en el hospital con toda seguridad, así que podría estar solo sin riesgo de ser interrumpido. Andando entonces, caminó por la ciudad por espacio de una hora, dos horas y tres horas, sin obtener resultados, sentándose de tanto en tanto en las bancas que se encontraba, viendo a su alrededor. Ni rastro de Lucas. “¿Dónde estás?”, se preguntó, tomándose un respiro de la última caminata, “nunca tardas tanto en aparecer, ¿será que te atraparon?, claro está, eres el maníaco encapuchado después de todo, yo lo sé mejor que nadie, ¿o es que alguien más lo sabe?, ¿Tomás?, ¿Erika?”, en realidad no conocía a ninguno de ellos, sus rostros y el conjunto que hacían junto a Martín eran tan difusos como nebulosas en el espacio, de las cuales podían nacer estrellas, lo mismo que ser el lugar de muerte de ellas.
 
Eran las tres de la tarde cuando Adolfo, con dolor de cabeza por no haber almorzado todavía, desistió de su plan. Se dirigió a la hamburguesería de siempre y tras pedir una mesa individual, encendió su teléfono, encontrando notificaciones de llamadas hechas por sus padres, además de un mensaje sin leer. Su contenido le hizo estremecer: «¿Piensas caminar por la ciudad el día entero? Estoy cansado de seguirte el paso.» Adolfo, sin ningún disimulo, volteó a ver tras él, las mesas alrededor y a través de la ventana inclusive, en un intento por descubrir desde dónde estaba siendo observado. “¿Dónde estás?, ¿dónde te escondes?”, pensó, convencido de que el acosador debía de estar cerca. Sus esfuerzos resultaron infructuosos, por más que buscara, no consiguió ver a Lucas por ningún sitio; para empeorar su ánimo, un nuevo mensaje llegó a su teléfono: «Por más que lo intentes, no podrás verme desde ahí, pero yo sí puedo verte.» Resignado, bebió del vaso que le habían servido y cuando hubo llegado el pedido, se comió la hamburguesa en la idea de que, al menos, el rubio estaba allá afuera, viéndole desde algún lugar. “Es solo cuestión de tiempo para que nos encontremos de frente otra vez”.
 
… … … … …
 
El dolor que experimentaba solo era comparable con su aburrimiento. La lectura no consiguió apaciguar su espíritu, y frente a la indiferencia de Erika, abandonó la Divina Comedia y se aventuró a recorrer un sendero más terrenal. En esa ciudad nadie preguntaría por él, si estaba herido o hambriento, sin embargo, sí esperaba que Adolfo se apareciera, tarde o temprano, para enrostrarle su crimen. Pero eso no ocurrió, el pelinegro no apareció, ni el día siguiente al ataque, ni los que vinieron después, y su paciencia disminuía cada vez. 
 
El día que abandonó su casa, Lucas vestía un pantalón color verde musgo, una camiseta desteñida con mangas largas para ocultar sus heridas, y una chaqueta ligera con capucha, además de su gorra habitual. Confiado, sabía que no tardaría en encontrar a Adolfo, incluso si no se lo proponía, pues ese chico era casi como un imán que lo atraía hacia donde fuera que estuviese. Sin prisas de ningún tipo, Lucas recorrió las calles, visitando todos y cada uno de los lugares en donde antes se hubieran encontrado, frustrándose a cada momento que pasaba sin dar con su objetivo; los pasos que daba eran lentos, porque no quería agotarse innecesariamente a sabiendas de que su cuerpo no estaba en las mejores condiciones, tomándose descansos cada vez que lo requería. 
 
En determinado punto, cuando ya pasaban de las 13:00, se detuvo a comer en las mesas exteriores de una cafetería para ordenar una comida ligera, un sándwich y una taza de té, como no tenía ganas de almorzar y su plan no era regresar a casa para cocinar; tan pronto como le sirvieron, se prestó a comer mientras observaba a quienes le rodeaban: una pareja ocupaba la mesa a su izquierda; en frente, sentados en cómodas butacas, estaban unos hombres vestidos de traje, mirando papeles y bebiendo café. “Abogados, seguramente”, pensó; a la derecha y en una mesa que sería fácilmente para seis personas, había sentada una mujer que parecía dormida. Ni luces de Adolfo, pese a lo agradable que resultaba el día, con un sol brillante y una brisa fresca. “Ahora que el invierno ha terminado, decides no salir, maldita sea”, se decía, bebiendo el té de jazmín para relajarse. La cafetería estaba ubicada dentro de una especie de portal comercial, en donde las tiendas se ordenaban alrededor de una plaza central, cubierta por un enorme toldo que protegía del calor a quienes ocupaban las mesas o miraban las vitrinas; el recinto, de forma cuadrada, contaba con dos accesos desde las calles principales, y desde la posición que ocupaba Lucas, solo podía ver uno de ellos, el más cercano ubicado a su derecha, pues el otro, situado a varios metros de distancia, no le permitía distinguir a quienes pasaban caminando por fuera. 
 
Cuando se volteó causalmente, pudo ver fugazmente la silueta de Adolfo pasar de un lado a otro del acceso, antes de perderse en la multitud que caminaba calle abajo. Sin siquiera dudarlo, sacó un billete de su bolsillo y lo dejó sobre la mesa, para luego salir raudo hacia la calle y seguir los pasos del pelinegro, buscándolo entre la gente; no tardó en identificarlo gracias a su figura y atuendo característicos, que a juzgar por cómo caminaba y las detenciones que hacía, estaba buscando algo. “O a alguien”, pensó, dibujándosele una sonrisa triunfal en el rostro, “te tardaste unos días, pero saliste a buscarme después de todo. No podía equivocarme, y sólo por eso, hoy te llevarás una sorpresa. Ya lo verás. Eh… eh…, no corras tanto, que ya me está costando seguirte el paso, ¡maldición!, ¿a qué tanta prisa?” Veía con disgusto como Adolfo no se detenía en ningún momento, en una persecución que se prolongó por unas dos horas, dolorosas dos horas que el rubio maldijo a cada minuto, y para el momento que el reloj marcó las 15:00, estaba fatigado a más no poder. Adolfo iba sin rumbo fijo, cruzando de una calle a otra, sin pausas para comer o beber, evitando de una forma inconsciente que su acosador le diera alcance; al fin, Lucas vio como el chico entraba a la hamburguesería de la vez anterior, posiblemente para almorzar. Aprovechándose de su posición ventajosa tras una columna, pero que le dejaba un mínimo de visión hacia el local, Lucas tomó su teléfono y le envió un mensaje, para luego asomarse lo suficiente y ver como el pelinegro miraba a todas partes, claramente alterado; envió un segundo mensaje, pero la reacción que tuvo su destinatario no se la esperó: Adolfo lo ignoró y por lo que pudo ver, se sentó a comer de lo más tranquilo. “Y ahora tendré que esperarte, supongo”, pensó, sentándose en el suelo, “No quiero arruinarte la comida”. 
 
… … … … …
 
Aliviado de la fatiga provocada por la falta de alimento, Adolfo se tomó su tiempo para reponerse, convencido de que Lucas estaba allá afuera, viéndole desde algún rincón. Le daba igual hacerlo esperar, lo había estado siguiendo durante horas sin que él lo supiera, ahora tendría que aguantarse si quería tener ocasión de encontrarlo. Para el momento en que terminó y pagó lo consumido, miró su teléfono por última vez antes de irse. No había mensajes nuevos. 
 
Ya en el exterior, dio un vistazo de un extremo a otro de la calle y como no viera al rubio, reemprendió su camino, esta vez hacia los barrios de las afueras de la ciudad, una zona de casas viejas donde apenas si se veían personas caminando, incluso el tránsito de vehículos era escaso, más a esas horas de la tarde. “Si continúas tras mis pasos, como estoy seguro de que lo estás, no pasará mucho para que te quedes sin un escondite. Bastará con que me dé la vuelta para saber dónde estás”, pensó, cruzando una transitada avenida por donde circulaban buses y taxis, para luego tomar una calle secundaria y comenzar a alejarse. “Ven, sígueme y cae en mi trampa”.
 
… … … … …
 
“Con que quieres un lugar más privado, ¿eh?, por mi está bien, aunque no vayas a arrepentirte después”, pensaba, mientras veía como Adolfo cambiaba de dirección, tomando una calle que no conocía y lo que encontró allí lo puso en un dilema: después de avanzar por una vereda llena de árboles y autos estacionados, el siguiente tramo estaba completamente descubierto, sin dejarle sitio para ocultarse, ni de un lado de la calle ni del otro. Entendió que Adolfo había sido más astuto y él un tonto predecible. No pasó mucho para que el pelinegro, en un movimiento repentino, le descubriera. 
 
… … … … …
 
–¿Tu otra vez? –dijo Adolfo, volteándose hacia el rubio, que en vano intentaba ocultarse tras un árbol raquítico. La formulación misma de la pregunta era innecesaria, así como el tono que empleó–. ¡Sal de una vez!, ¡muéstrate!
 
–Perdóname, por favor –dijo, acercándose con una mano en alto y con la otra acomodándose la gorra–. Te vi por casualidad y acabé siguiéndote hasta aquí, no pienses mal de mí. 
 
–“Sí, claro, por casualidad, maldito acosador, ¿quieres jugar?, pues juguemos”. Por tu bien era mejor que no lo hicieras, pero ya que estás aquí, te daré una paliza –dijo, haciendo crujir sus dedos, cuyas uñas estaban bellamente pintadas. Lucas retrocedió con la misma expresión nerviosa del día que se conocieron.
 
–No, no me hagas daño, te lo ruego, no me golpees –dijo, cubriéndose el rostro, fingiendo angustia, cuando en realidad quería estallar en carcajadas. 
 
–“Pésima actuación”. Eres un perdedor, mírate, ni siquiera puedes sostenerte en pie sin temblar, y aun así te atreves a seguirme. 
 
–Es que no aguanté la curiosidad de saber a dónde ibas, cuando me di cuenta, ya estaba detrás de ti –dijo con una sonrisa tonta–. Me alegra saber que no te olvidaste de mí.
 
–¡Ja!, lo que no olvidarás será la paliza que voy a darte, no te perdonaré lo que le hiciste a mi hermano, ¿oíste?
 
–Te ves lindo cuando te enojas, Adolfo –dijo, rascándose la nariz y dejando escapar una risita. Cada vez le costaba más seguir haciendo papel de tonto. 
 
–¿Ah, sí? –cuestionó, dando un paso más y golpeándole con el puño en toda la cara. Lucas cayó aparatosamente, pero en menos de lo que cabría esperar, se levantó y le asestó otro puñetazo que hizo caer de espalda al pelinegro, haciendo volar lejos el sombrero. Ahora el rubio estaba de pie frente a él con un aspecto diferente, soberbio y altanero, limpiándose la sangre con la sonrisa orgullosa que lo caracterizaba.
 
–Fue divertido, pero esta farsa no puede durar más, ¿no te parece? –dijo, haciendo movimientos exagerados, como si en verdad estuvieran sobre un escenario–. ¿A que no te esperabas eso?
 
–¿Cómo te atreves?
 
–No vuelvas a subestimarme, soy capaz de hacer más y peor. Un poco de sangre no es la gran cosa.
 
–¿Eso mismo fue lo que le dijiste a mi hermano cuando lo golpeaste?, según supe, no te la llevaste gratis con él. 
 
–No, ves esto de aquí –dijo, señalando sus heridas en la cabeza, brazos y el torso, después de levantarse la camiseta–. ¿Qué tal?, dieron buena pelea, me dejaron bastante resentido, incluso ahora me duele algo. 
 
Adolfo lo escuchó en silencio, mirándolo con desprecio, mientras que Lucas hablaba de la pelea como si se tratara de una gran hazaña. Tosió un par de veces y cuando quiso levantarse, el rubio le tendió la mano, pero tan pronto como el pelinegro la rechazó, el otro lo jaló del brazo, reteniéndolo con fuerza frente a sí, ganándose otra mirada despectiva por parte de Adolfo. 
 
–Me gusta que veas así, tan desafiante, ¿no crees que ya va siendo hora de olvidarte de Nicolás y fijarte en mí? 
 
–Eres asqueroso.
 
–Ahora te lo parezco, ¿no?, pero no fue eso lo que dijiste cuando decidiste involucrarte conmigo en primer lugar, hay que afrontar las consecuencias como hombre –dijo, acercándose peligrosamente a la boca del chico, tanto que ya se relamía los labios–. ¿Por qué eres así?, ¿por qué tan reticente cuando ya me has mostrado un lado más gentil y dócil? 
 
–No te lo mereces, no después de lo que le hiciste a Nicolás –le dijo, iniciando un forcejeo–. ¡Ya suéltame!, ¡que me sueltes!
 
–No lo creo, hoy no tengo deseos más que de tenerte para mí, sea que quieras o tenga que hacerlo por la fuerza –dijo, moviendo la cabeza de un lado a otro. Adolfo perdió la paciencia y como no podía hacer otra cosa, le escupió en la cara. Lucas, sorprendido, palideció visiblemente–. ¿Y a mí me llamas asqueroso?, ¡no me jodas!
 
El rubio se adelantó y le besó, al principio con dudas, no iba a negarlo, pero de a poco se dio ánimos y fue más allá, pese al asco que le provocó la saliva ajena. Sabía bien que un gesto así bastaría para quebrar a Adolfo, que ansiaba más de lo que estaba dispuesto a admitir el probar esos labios, aunque no de esa manera, haciendo temblar sus piernas y sentir que las fuerzas le abandonaban el cuerpo. Era repugnante para ambos, saliva y sangre entremezcladas, no obstante, lo cual el forcejeo tornábase en caricias incapaces de detenerse, hambrientos del cuerpo del otro que solo pensaban en satisfacer sus bajos deseos y, sin embargo, en un destello de cordura, los dos corrieron hacia un estrecho callejón situado delante de donde estaban, considerando que un vehículo pasó por la calle. Por mucho que fuera el descaro, no querían volverse un espectáculo para el público.
 
Los amarres se soltaron, los roces se suavizaron y las manos, que antes dieran golpes, entrecruzaban sus dedos. El asco que se provocaban quedó de lado, pues lo importante era el beso en sí, no como hubieran querido, pero era un beso, al fin y al cabo.  
 
… … … … …
 
La entrevista con el médico de Tomás fue larga y la entrega de los medicamentos demorosa, de modo que el chofer que aguardaba por Martín tuvo que esperar mucho, tanto que le dio el tiempo para ir y comer algo. El pelirrojo, por desgracia, no tuvo esa oportunidad, sin mencionar que, como era lógico por lo tarde que era, tampoco había podido regresar para almorzar con su familia. 
 
–¿A dónde vamos ahora? –le preguntó el hombre de mediana edad cuando este se subió al vehículo.
 
–A casa, de inmediato, no soporto más este lugar –dijo, ajustándose el cinturón de seguridad.
 
–Entendido –respondió, arrancando el auto. 
 
–Evita las avenidas, toma alguna de las calles traseras, quiero llegar rápido a casa, nada de atascos, ¿está claro? –ordenó, cubriéndose los ojos con la mano, aguardando que el hombre acatara las instrucciones. El chofer obedeció en silencio, incómodo por la actitud del pelirrojo, nada fuera de lo común, pues llevaba años trabajando para don Octavio, lo mismo que su hijo Gabriel, y esos niños, Martín y Tomás, eran los seres más caprichosos y descorteses que había conocido. No podía entender cómo es que su hijo sentía tanto aprecio por esos mocosos, especialmente por el mayor, por quien se desvivía; por suerte ese día solo estaba llevando a Martín y para un asunto puntual. 
 
Condujo hasta llegar a una calle que estaba despejada y que le permitió salir de la ciudad sin demoras. Martín miraba por la ventana, frustrado por no haber comido y también por no haber conseguido lo que su hermano le encargó, cuando algo llamó su atención: dos personas peleando a plena luz del día y que, al pasar junto a ellas, identificó a Lucas y a Adolfo. 
 
–¡Detén el auto!, ¡detenlo! –ordenó. El hombre obedeció, arrugando el entrecejo, y se detuvo casi llegando a la esquina de la siguiente calle–. ¡Aguarda aquí!, ¡ya regreso!
 
Martín bajó del vehículo y regresó hasta el sitio donde había visto a los muchachos. El chofer le vio alejarse a través del espejo retrovisor y, sin hacerle caso, comenzó a retroceder lentamente, mientras que no sin curiosidad, intentaba ver hacia donde se dirigía el pelirrojo; éste corrió al principio, trotó luego y finalmente se acercó a pasos ligeros, sin llegar a verlos, reparando solo en un estrecho callejón que había a mitad de la calle. Antes de asomarse a la entrada, intentó escuchar algo de lo que ocurría al interior, mas no lo consiguió, extrañado porque no había otro sitio posible donde Lucas y Adolfo se hubieran ocultado, así que, excitado por el morbo, decidió mirar dentro. No supo si sentirse asqueado o intrigado por lo que estaba sucediendo ahí, con todo se quedó mirando con atención pese a los nervios le consumían, minutos que se hicieron eternos hasta que los involucrados se detuvieron bruscamente ante el sonido repentino de un teléfono. Martín, en un santiamén, abandonó la escena sin volverse, buscando el vehículo con desespero, abordándolo tras una señal del conductor. 
 
–¡Arranca!, ¡ya mismo!, ¡arranca! –ordenó el pelirrojo con el corazón latiéndole a mil. 
 
El hombre aceleró y se marcharon del lugar, en tanto le veía por el espejo, retorciéndose las manos como hacía cuando estaba nervioso o emocionado. “¿Qué fue lo que viste?”, se preguntó, notando la expresión maliciosa que se dibujaba en su rostro enrojecido, sin intenciones de preguntarle directamente por miedo a la reacción que tendría, de modo que optó por guardar silencio y llevarlo a casa. 
 
Martín, entre tanto, se deleitaba con el recuerdo de lo sucedido. “Esta información vale millones”, pensaba, jugueteando con sus dedos y riéndose solo. 
 
… … … … …
 
Las caricias eran por completo diferentes, iban lentas, aunque no menos osadas y Lucas lo sabía, deseoso de cobrarse en el pelinegro todos los malos ratos que le ocasionó, por hipócrita que eso sonara. Adolfo, que ya no se resistía, al contrario, se dejaba tocar sin pudores, sentía su cuerpo embargado por las sensaciones y de su boca brotaban gemidos que encendían más y más los ánimos del rubio, dándole una visión que anhelaba ver desde hacía tiempo.
 
–Se ve que lo disfrutas, ¿eh?, no era tan difícil, ¿por qué me rechazaste por tanto?, ¿eh?, ¿te quedaste sin palabras?
 
Adolfo no respondió, sólo cerró los ojos como haciendo un último esfuerzo por resistirse. 
 
–Anda, di algo.
 
–¿Por qué…?, ¿por qué… le hiciste eso a mi hermano? 
 
La pregunta sacó de onda al rubio. 
 
–¿Por qué preguntas eso ahora? –cuestionó, deteniéndose a ver el rostro de Adolfo, quien le miró con ojos nublados–. ¿De verdad quieres saberlo? 
 
–Sí, quiero saberlo, oírlo de ti…
 
–Pues bien, te lo diré –y se acercó hasta su oído para susurrarle, como si de un secreto se tratara–. Tú me hiciste hacerlo. Tú y tu rechazo hacia mí. ¿Qué no ves que estoy loco por ti?, porque sí, me volviste loco desde el día que nos conocimos, despertaste en mí no sé qué monstruo, uno peor del que ya existía. 
 
–No me culpes por lo que hiciste. Yo nunca te pedí que golpearas a mi hermano y a Alejandro. 
 
–No me lo pediste, de acuerdo, pero sí querías olvidarte de lo que sentías por él, olvidarte también de Alejandro y de cómo te robó a tu hermano. 
 
–¿Qué estás diciendo?, yo no…
 
–¡No lo niegues más!, todo este tiempo no he sido más que tu juguete, uno con el que querías compensar la falta del que perdiste, Nicolás, tu hermano, pero ahora que él está fuera del escenario, podrías fijar tus ojos en mí, y ya no como un juguete pasajero, sino como aquel que conservas permanentemente, aquel que si lo pierdes, no puede reemplazarse con nada –hizo una pausa para tomar aliento y continuar su monólogo–. En cuanto a mí, te vi de esa manera al principio, pero cuando me rechazaste todo cambió y ahora, que te tengo aquí, haré contigo lo que se me ocurra y de paso, que cambies de opinión.
 
–¿En serio? 
 
–En serio, después de esto, ya no te quedarán ganas de correr a los brazos de tu hermano, sino a los míos.
 
Las palabras de Lucas, además de sonar confiadas, estaban impregnadas de una perversión que a Adolfo supo leer, una que le parecía atractiva tanto como su autor. Era cierto, lo que había ocurrido en sus correrías nocturnas era solo un pasatiempo que no pretendía extenderse sino hasta que pasara su interés, no obstante, Lucas le provocaba emociones y sentimientos que jamás había experimentado con Nicolás. Lo sabía y lo aceptaba como una situación irremediable. ¿Era Lucas el único que podía brindarle aquello que tanto deseaba y nunca experimentado?, incluso si había lastimado a su querido hermano, inocente de todo crimen, él, en su egoísmo, estaba dispuesto a ignorar ese hecho y entregarse al placer y desenfreno de la mano del rubio, con tal de saciarse en su retorcida fantasía.
 
–¿Qué estás pensando?, ¿por qué no dices nada?, habla –le dijo, tocándole la mejilla con inesperada suavidad. 
 
–Debo… debo estar enfermo para seguir adelante con esto, pero… ¿qué importa ya?, me gusta, me gusta lo que haces y me gustas, tanto que me volví loco –confesó, sosteniendo la mano que permanecía aun en su mejilla.
 
–No sabes cuánto deseaba oírte decir eso, no sabes cuánto deseaba saber que sientes lo mismo que yo, que nos consume el mismo mal –le dijo con satisfacción, deslizando ambas manos bajo su camiseta, quien volvía a estremecerse–. Quiero oírte gemir, no te reprimas, déjame oírte, provócame como solo tú sabes hacerlo. 
 
Adolfo no le hizo caso. En su lugar, asaltó los labios del maniaco con una fuerza que este no se esperó, sumado a que las bellas manos esmaltadas le revolvían el cabello con intensidad. Era como si el pelinegro se hubiera liberado de sus cadenas. 
 
–¿Sabes?, tenía pensado darte una sorpresa y como me siento generoso, te la daré, un regalo. 
 
–¿Un regalo?
 
–Sí, y lo voy a gozar, como no lo puedes imaginar. 
 
–Anda, dámelo y no hables más, ¡dámelo!
 
–Tan impaciente que eres, no te quejes después –le dijo y procedió a darle el regalo. 
 
No ignoraba que los besos y las caricias habían inflamado las pasiones de Adolfo, constatándolo al llevar las manos hasta su entrepierna, tocando por encima del pantalón y aumentado la calentura; antes de que el pelinegro pudiera decir nada, Lucas le abrió el pantalón, bajó la cremallera y extrajo desde los interiores el miembro erecto de Adolfo. 
 
–¡Oye!, ¡oye!, ¡espera…!, ¡ahhh…! –intentó reclamarle, pero fue silenciado por la felación que el rubio inició sin demoras, el cual tampoco pudo decir nada por obvias razones. Intentó apartarlo, pero le fue imposible. Las piernas le flaqueaban, obligándolo a recargarse contra el muro, apoyándose en una mano y con la otra sosteniendo la cabeza de Lucas por los cabellos; jamás había experimentado algo así en su cuerpo, que parecía querer más de esas sensaciones, moviéndose al ritmo que lo hacía la boca del otro. 
 
–Ya veo que te gusta, ¡argh!, ¡espera…!, ¡no hace falta…!, ¡argh!, ¡no hace falta que me ahogues…! –intentaba decir, pero Adolfo, cada vez más atrevido, sujetó con ambas manos la cabeza del rubio y lo forzó a tragarse toda su hombría, al igual que sus palabras. ¿No era eso un regalo?, porque ahora parecía un castigo.
 
La respiración de Adolfo se agitaba y sus caderas se movían simulando una penetración, que habría continuado hasta correrse, sofocando a Lucas en el proceso, de no ser porque el teléfono que guardaba en su pantalón sonó fuerte e insistentemente, fuera quien fuera que llamaba, a lo que el pelinegro no pudo ignorarlo más y se detuvo. El rubio, agotado y jadeante, cayó al suelo, dejando a la vista su erección, pues se había estado masturbando todo ese tiempo, sin llegar a terminar; recobrando el sentido, alcanzó a ver por el rabillo del ojo como algo desaparecía por la esquina del callejón. “¿Fue mi imaginación o había alguien allí?”, pensó, antes de levantarse y ver a Adolfo, que hablaba con alguien por el celular, disimulando su respiración y sosteniéndose los pantalones. 
 
–¿Qué sucede? –le preguntó cuando colgó la llamada.
 
–Mi hermano despertó, debo irme ya mismo –dijo, arreglando su ropa. El semblante le había cambiado y Lucas lo notó, pero el pelinegro se le adelantó–. No digas nada ahora, es solo que no he reaccionado a la noticia como pensé que lo haría, supongo que ha sido por causa de esto. 
 
–Eh…, entiendo, eh…, no sé qué decirte, la verdad. 
 
–Que no digas nada, ¿sí?, ha sido suficiente por hoy, y no me escribas, espera a que yo lo haga, ¿de acuerdo?
 
–Vale, vale, de acuerdo, ¿y cuándo volveremos a…?
 
Un beso de Adolfo bastó para acallarlo, sostenido por las manos de este tras su cuello, y él, no queriendo ser menos, le sujetó por la nuca. 
 
–Será tan pronto como sea posible, nada de impulsos repentinos.
 
–Como digas –dijo, con una sonrisa de esas que ocultaba todo el mal que había en su interior. 
 
–Bien, debo irme.
 
–Dame un beso, el último.
 
–Ven por él, eres bueno haciendo eso –le dijo con una mirada provocativa. Lucas no se hizo de rogar y le besó. Después de toda aquella experiencia, besarlo sería poco considerando todo lo que aun quería hacerle. 
 
Separados, Adolfo se separó, recogió su olvidado sombrero y se marchó del callejón sin nada más que agregar. Lucas, por su parte, se dejó caer al suelo, sentado y apoyando su cabeza contra el muro. “Has abierto una puerta que ya no se puede cerrar”, pensó, cubriéndose la cara con las manos y soltando una carcajada que resonó en todo el callejón.
Notas finales:

Como siempre, pueden dejar sus opiniones y comentarios sobre el capítulo, me gusta mucho leerlos.
Muchas gracias a todos los que siguen fielmente esta historia. Volveré tan pronto como pueda con la siguiente actualización. Hasta pronto.

El autor.


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