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La caja púrpura de Jess por LePuchi

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Notas del capitulo:

Bueno bueno, un poco más tarde de lo que me habría gustado, pero lo prometido es deuda así que aquí vengo de nuevo a por el segundo capítulo.


Gracias a todo los que leyeron la primera parte y gracias especiales a quien me dejó comentario (había olvidado lo mucho que animan esa cosas :D).


En fin, éste cap es mucho más largo que el primero, de hecho, consideré cortarlo en dos partes pero al final no supe donde dividirlo y se quedó así por lo que ya no digo más.


Disfrútenlo.

 

Como el viento de un huracán

 

Y como si la vida, el mundo, Dios o algún aburrido ente superior quisiera burlarse una vez más de mí (una última vez) la broma máxima llegó a mi puerta; porque en medio de la inmunda ironía el vaso comenzó a desbordarse el día que decidí matarme. Pues ese día, el día de mi muerte, comencé a sentirme medianamente viva.

Estaba viva, ¡hurra! No obstante justo en ese momento, luego que me remolcasen arriba del puente de la bahía, también sentí que había perdido algo muy valioso. Algo que sabía, en el fondo, que no iba a ser capaz de recuperar jamás.

Como si a un niño pequeño le quitases sus caramelos.

Justo así me sentía yo.

Para empezar el pequeño espacio armónico que había creado con tanto esmero estaba roto, más quebrado que la pantalla de cualquier iPhone al menor contacto con el suelo. Y no estaba segura de poder experimentar alguna otra vez esa reconfortante sensación de ligereza. Ni siquiera si vivía otros mil años de miseria.

En segundo lugar estaba el hecho de que en todo el tiempo que llevaba en el mundo la vida no había hecho ningún intento por sorprenderme y si lo había intentado el fracaso era rotundo porque nada me parecía increíble. Cualquiera pensaría que la rapidez con que mi existencia se tornó en desgracia lograba asombrarme, no lo hacía, estaba acostumbrada a la desdicha y nada en ella podía robarme un solo suspiro. Sin embargo, en ese momento entendí a qué se refería la expresión mirar algo con los ojos como platos.

Las palabras no me salían de la boca, las ideas se apelotonaban en mi cerebro y no lograba comprender del todo cómo debía reaccionar en una situación tan... chocante.

—Me hiciste correr un montón ¿lo sabes? —Rio—. Caramba, creo que me dará un infarto o algo, mi condición física está para llorar. De todas formas ¿qué haces aquí? ¿No deberías estar durmiendo o algo? Son como las cuatro de la madrugada. —Inclinó la cabeza como si con ello pudiese descifrar mis intenciones—. Si no hubiese llegado estarías muerta justo ahora.

Dejó que el peso de aquellas palabras flotara entre las dos. Estoy segura que esperaba me diera cuenta de la gravedad de mis acciones.

—¿Estás herida? Lamento mucho la rudeza, hubiese podido alcanzarte antes que saltaras, pero el cinturón de seguridad se atascó y no podía zafarlo. —Apuntó tras su cabeza.

Estacionado en la carretera contigua estaba un auto, un atípico vehículo Volkswagen que con sus faros oscuros y su carrocería ovalada recordaba un pequeño escarabajo color amarillo.

—Iba a Saint Michael —explicó.

Lo imaginaba, sí. Incluso si el autito no hubiera estado estacionado sobre el carril que conducía en esa dirección la ropa que llevaba le delataba. La camiseta blanca con un cactus azulado pintado sobre la tela era lo menos extravagante de su atuendo, incluso era bastante bonita; pero los escandalosos vaqueros verde limón y el gorro con hocico y orejas de oso que llevaba cubriendo su cabeza eran complementos muy extraños. El gorro tejido le cubría sus propias orejas y tenía un par de lazos a cada lado que le llegaban al pecho.

Eso era lo que traía puesto y ningún habitante de L'Scolo llevaría esas pintas jamás, ni siquiera si les ofrecían un millón de dólares, por eso supe que debía pertenecer a la otra ciudad de la bahía.

—Entonces te vi y por poco me da un infarto. —Tocó su pecho—. Creí que no iba a llegar a tiempo, pero lo hice, aunque eso no quita que saltar fue imprudente y peligroso.

Me recosté completamente, escuchando a medias sus regaños. Todo lo que podía escuchar era un incesante bla, bla, bla...

Las palabras se le escurrían de los labios como agua en una cascada, parloteaba una y un millón de veces cambiando de temas tan vertiginosamente como cambia el viento en un huracán. Y la odié. La desconfianza inicial se transformó en desagrado que pronto mutó al regusto amargo de la rabia. Una sensación electrizante me recorrió el cuerpo y el corazón me martilleaba en los oídos del mismo modo que yo quería martillearle la cara a ella por manchar con su presencia un momento tan sagrado.

Hasta entonces no había deseado, con tanta fuerza, matar a alguien.

«¿¡Cómo te atreves!? ¿¡Cómo!?», quise gritarle. «¡Maldita seas!», pensé.

—¡Cállate! —grité cuando no pude soportar más.

—Bueno. —Escuché como se levantaba, caminaba hasta su auto y abría la puerta, agradecí los pocos instantes de quietud, aun así, el ronco motor del escarabajo no se puso en marcha, sino que se apagó. Por lo que supe que, aunque se había alejado, no se había marchado—. ¿De verdad no quieres ir a dormir? —Las suposiciones de que seguía conmigo se confirmaron cuando comenzó a hablarme de nuevo, a pesar de los metros que nos separaban.

—Déjame en paz.

—Bueno. —Volvió a decir.

No tenía grandes esperanzas de que se estuviese callada mucho rato, pero dejó extender el silencio más de lo que esperaba. Mi cuerpo, por otro lado, parecía gritar de dolor, sobre todo el costado que estrelló contra el metal y casi podía jurar que alguna cosa allí dentro estaba rota.

—Mierda —gemí al tocarme.

—¿Estás bien? —Su voz sonaba preocupada. Saltó el bajo muro y se acercó apresuradamente hasta mí, tocando delicadamente mi brazo.

—¡No me toques! —Lancé un manotazo, completamente fuera de mis casillas.

Mis uñas acabaron por estamparse en alguna parte de su cuerpo, pude sentirlas hundiéndose en su piel, y el golpe fue tan violento que la hizo caer sobre su trasero.

—Cielos —murmuró.

La miré, recuperando un poco de mí cordura.

Lamentando el arrebato y queriendo saber la gravedad del golpe.

Su linda camiseta estaba desgarrada y sobre su clavícula resaltaban cuatro líneas rojizas, la poca sangre que manaba se desparramaba entre su pecho y la tela blanca. El corazón se me encogió con frialdad y la sorpresa reflejada en sus ojos me dolió más a mí que a nadie. ¿¡Qué demonios pasaba conmigo!? La mujer frente a mí había salvado mi vida, era verdad que no quería que lo hiciera, pero había hecho un gran esfuerzo por rescatarme.

Cada día te pareces más a mí, Taylor.

La chillona voz de mi madre reverberó, pesada y amenazante, por toda mi mente recordándome un destino más funesto que la muerte misma.

—No... —susurré con dolor—. Yo no... —Era triste pero ya no podía volver el tiempo atrás para detener la ira, su piel estaba rota y la camiseta desgarrada no volvería a ser como antes—. No soy... —Me mordí la lengua intentando no llorar, pero no pude evitar que las lágrimas se amontonasen en mis ojos.

Los temblores y el sudor volvieron, pero esta vez no era miedo, era algo más paralizante. Aunque estábamos en espacio abierto sentí que no podía respirar, algo se había escurrido entre las costillas y me oprimía el cuerpo, el llanto me nublaba la vista. Tenía ganas de vomitar, de llorar, de desaparecer, de gritar y de golpearme, todo al mismo tiempo.

¿Por qué simplemente no podía morirme?

Sabía que no era buena en ninguna cosa, pero si ni quiera podía matarme adecuadamente entonces mi madre tenía razón. Mi hermana y mi cuñado tenían razón. Mi jefe tenía razón. Todos tenían razón. No era más que una miserable que debía morir, sólo así todo se detendría, así no le haría más daño a nadie con mi estupidez y el mundo sería un mejor sitio sin mí. Más feliz y pleno. «Idiota», pensé. «Eres una idiota, ¡estúpida inútil, buena para nada!», golpeé mi pierna. «Deberías morir», otro golpe. «¿Por qué no te mueres?», hundí las uñas en mis mejillas. «¡Muérete!»

—O–oye. —Por un segundo casi olvidé que aquella intrusa estaba allí viéndome desmoronar.

Debía verme patética y seguro que ella sólo querría alejarse de mí ahora.

—Déjame en paz, por favor, te lo ruego —le imploré casi a gritos.

Entonces sucedió algo inesperado. La mujer se acercó, se arrodilló junto a mí y me abrazó. Aun así me agité entre sus brazos, golpeándole los hombros para que me soltara y se apartara.

—No —protesté dolida. No quería que me tocase ni que intentase consolarme, no me lo merecía.

Seguí tratando de alejarla pero sin importar cuanto la empujé no se apartó, en cambio acarició mi cabeza. Una y otra vez, con delicadeza infinita, como si fuese a quebrarme si no lo hacía de ese modo. Fue un gesto gentil y delicado por lo que no pude contener las lágrimas mucho más, todo me importaba un comino, me desmoroné entre sus brazos y lloré con desesperación.

—Está bien —repetía—. Todo va a estar bien. —Un susurro bajo como una canción de cuna—. Concéntrate en respirar. —Inhaló, sus hombros ascendieron un poco y volvieron a bajar lentamente cuando liberó el aire.

Lo intentaba, en verdad. Inhala, exhala, inhala, exhala. Sonaba sencillo pero mis esfuerzos eran inútiles. La desesperación me llegaba en oleadas y me arrastraba al fondo con sus garras agudas, entonces respirar se volvía una proeza inalcanzable.

—¡Estoy cansada! ¡Y harta! ¡No quiero esto! ¡Nada! ¡Sólo quiero morirme! —A duras penas lograba hablar entre los sollozos y los balbuceos que se podían entender se limitaban a maldiciones y lamentos.

Lloré largo tiempo. Gritando, maldiciendo y estrujando su camiseta entre las manos, después de un rato ya ni siquiera sentía los dedos de apretar tan fuerte. En todo ese tiempo la mujer con gorro de oso permaneció a mi lado conteniendo mis arrebatos.

—Lo siento. —Fue lo primero que dije luego de que mi llanto acabase y me deshiciera de su abrazo.

—¿Por qué? —Señalé tímidamente el cuello roto de su camiseta—. Oh, no has hecho nada malo. Yo he sido una insensible, no debí tocarte sin tu permiso. Suelo ser demasiado impulsiva a veces, por favor discúlpame —suplicó—. Estoy bien, sólo es un rasguño. —Sonrió un poco—. ¿Lo ves? No llores, por favor.

Froté mi ceja desesperada, quería alejar de una vez esos pensamientos oscuros que me oprimían el cuerpo. No tuve éxito.

—¿Puedo preguntarte algo? —Esperaba que no preguntara sobre el arrebato de descontrol y llanto que acabábamos de vivir, no sabría qué responderle si lo hacía.

—No, no puedes.

—Sé que no fue un accidente. —Busco mi mirada, pero rehuí sus ojos curiosos—. Sí, no fue accidental, así que saltaste apropósito, ¿por qué?

—No es tu asunto —exclamé, la irritación estaba volviendo y eso no era buena señal.

Me eché de espaldas, concentrándome en mirar lo alto que era el puente.

—No querías que te salvaran ¿cierto? —El tono de la revelación acompañaba sus palabras—. Sí, tengo razón. —Asintió, la vi hacerlo por el rabillo del ojo.

De nuevo los ojos empezaron a escocerme, un traicionero sollozo se me escapó sin que pudiera evitarlo.

—¿Aún te duele? ¿Quieres otro abrazo?

—¿Qué?

—¿Necesitas otro abrazo? —La pregunta era diferente, pero la intención, la misma—. Siempre ayudan cuando se está triste.

—No quiero otro maldito abrazo —gruñí de malos modos mientras me enjugaba los ojos con la manga del abrigo.

—Oh bueno —murmuró y casi parecía ofendida por el rechazo—. ¿Un osito entonces? —Volví a mirarle descolocada por su oferta—. Comerlo te ayudará.

Sabrá Dios de dónde lo había sacado, pero tenía entre las manos un paquete de gomitas con forma de oso.

—Te prometo que no tienen nada raro, son ositos de goma comunes. —Se encogió de hombros—. Están ricos.

Me incorporé, no había comido nada desde hacía bastantes horas y el pequeño oso dulce de pronto me resultó muy apetecible. Una mísera gomita no terminaría con el hambre recién despertada, pero acepté con la esperanza de que un poco de azúcar apartara definitivamente las endemoniadas lágrimas y volví a tumbarme.

—¿Qué tal, sabroso?

Asentí.

—¿Quieres otro? —Acercó el paquetito hasta mí—. ¿Cómo te llamas? Yo soy Jessica, pero casi todo el mundo me llama Jess, también puedes llamarme así si quieres.

Tomé un par de ositos más sin responder.

—¿Es que no tienes nombre, por eso querías saltar?

—Claro que tengo nombre —exclamé enfurruñada, ¿¡quién diablos se creía!?

—Pero no vas a decírmelo ¿verdad? —Contra todo pronóstico que mi cerebro conjeturó no pareció ofendida—. Descuida —sino que sonrió—, no hace falta que me lo digas, puedo llamarte de algún otro modo hasta averiguarlo. —Se calló un segundo, masticando la gomita y pensando—. Adelante chica del puente, toma tantos ositos como quieras. —Inclinó la cabeza con un gesto burlón danzándole sobre los labios.

—No me llames chica del puente —protesté metiendo la mano en el paquete por tercera vez.

—¡Iugh! Escogiste un osito verde. —Se quejó con mueca de asco.

—¿Y? ¿Qué tiene?

—Son los de peor sabor —explicó, como si fuera algo que debía saber.

—¿No saben todos igual?

—¡Ah! —exclamó estupefacta, sus ojos se abrieron de par en par y se cubrió la boca con una mano.

—¿Qué te pasa ahora? —Aunque quería, ignorarla era muy difícil.

—¿Cómo puedes decir eso? —gritó—. ¡Retráctate ahora! —Amenazó apuntándome con ambos índices—. ¡No saben igual! ¡Y los rojos son los mejores! ¡Eso se sabe, chica del puente! ¡Eso se sabe!

—Quieres, por favor, parar de llamarme así. —Me cubrí los ojos con el antebrazo decidida a no seguir hablándole.

—¿Vas a decirme cómo te llamas? —Enarcó una ceja.

—No.

—Pues chica del puente, entonces.

—¿Siempre eres tan exasperante?

—Sí. —Rio—. Eso creo.

Lo había dicho con tal naturalidad que tuve que descubrirme la cara y mirarla para asegurarme que todo aquello no era parte de un programa de bromas.

—¿Ya te cansaste de ignorarme? —dijo—. Qué bueno, comenzaba a pensar seriamente que preferirías no tenerme aquí y eso no me gusta demasiado. Es cruel.

—Si no te gusta ¿por qué no te has ido?

—No tengo prisa por llegar a ningún sitio y éste es un lugar público así que puedo quedarme todo lo que quiera, de hecho, puedo estar aquí toda la noche. —Para darle mayor énfasis a sus palabras estiró las piernas y se sentó en el suelo junto a mí.

Me froté la ceja con exasperación, todos mis intentos por echarla sólo parecían alentarla a quedarse más.

—No me importa lo que hagas. —Un largo y cansado suspiro salió de mis labios con pesar—. Pero ¿puedes estarte callada?

—Seguro. —Levantó ambos pulgares sonriendo—. Pero encenderé la radio al menos ¿eso está bien para ti?

—Da igual. —Realmente no me importaba lo que hiciera, sólo esperaba un segundo en el que se descuidara para poder saltar, pero al parecer ese momento no iba a llegar pues aunque encendió la radio no dejó de mirarme ni un solo momento y estaba segura que si intentaba algo me sujetaría antes que pudiera poner un pie fuera del puente.

Permaneció en silencio, como le pedí, sentada a mí lado tamborileando con los dedos al ritmo de las melodías, comiendo ositos de goma que parecían no acabarse nunca y a cada tanto murmurando entre dientes alguna que otra estrofa, intentando, porque bien que parecía que lo intentaba, no hacer demasiado ruido. Incluso la música estaba en un volumen bajo, a penas lo suficiente como para que la escucháramos estando tan alejadas de su estrafalario auto.

—Sé que pediste que me callara, pero ¿puedo preguntarte otra cosa? —Mis silencios parecían ser la única confirmación que necesitaba para preguntar porque eso fue exacto lo que hizo—: ¿te gusta tu ropa?

—¿Mi ropa? —Fruncí el ceño. ¿Qué clase de pregunta era esa? Era la cosa más inaudita que me habían preguntado jamás en toda mi vida. Y si la mujer ya era lo suficientemente rara las preguntas que hacía rayaban el absurdo completo.

—Sí, ¿es cómoda?

—Realmente no lo sé, me puse lo primero medianamente decente que me encontré al abrir el armario.

—¡Pero eso es terrible! —Se llevó las manos a la cabeza—. Estás planeando morir, sabes, por lo que si lo logras serás un fantasma, ergo la ropa que llevas es la que vestirás por siempre, ergo debiste elegir un mejor atuendo ¿no lo crees? Algo como tu camiseta o tus zapatos favoritos habría estado bien, no lo sé.

—Estás diciendo disparates. —Definitivamente algo estaba mal con su cabeza—. ¿Qué importa la ropa que me puse?

—Siempre he pensado que es mejor salir bien vestido, como si fueras a una fiesta ¿sabes? —Comenzó a explicar—. Uno nunca sabe dónde ni cuándo ni cómo se va a morir así que creo que por lo menos deberíamos morir cómodos ¿no te parece? —No respondí, estaba realmente descolocada por lo que decía—. Pienso: «¡Caracoles! Si al morir te conviertes en fantasma y pasas toda la eternidad vistiendo la misma ropa que cuando moriste sería un fastidio ir vistiendo algo que no te guste». Eso es lo que yo creo ¿tú no lo crees así, chica del puente?

De nuevo permanecí callada, intentando procesar las palabras que salían de labios de la mujer con el gorro de oso. Además de preguntarme quien mierda utilizaba la expresión caracoles en estos días.

—Así que mi pregunta es esa chica del puente: ¿te gusta tu ropa? ¿Te gusta tanto como para pasar el resto de tu no vida de fantasma con ella?

—No quiero ser un fantasma.

—Si saltas lo serás, ergo, estarás enfurruñada toda la eternidad porque no te gustará tu atuendo. Ergo, serás un fantasma triste. Ergo–

—Ya deja de decir ergo. —Me quejé—. Además, aunque quisiera saltar no me dejarás hacerlo. —Se encogió de hombros mirando a otro lado. No supe qué significaba aquello—. ¿Qué me dices tú, llevas tu ropa favorita?

Me arrepentí al instante de decir eso y recordar su camiseta rota.

—Lo lamento, prometo que te lo pagaré.

—Es sólo ropa chica del puente. —Sonrió—. Además, yo no tengo favoritos, toda mi ropa me gusta y toda es cómoda así que estaré bien. —Se interrumpió un segundo—. ¡Tengo una idea! —exclamó alzando las manos.

—¿Ah, sí? —pregunté sin emoción.

A esas alturas había aceptado posponer mi muerte, después de todo daba lo mismo, un día o dos no harían gran diferencia si al final iba a terminar en el fondo de la bahía.

—Decidí que te haré compañía. —¿No lo estaba haciendo ya?—. Ser un fantasma solitario al que no le gusta su ropa y que encima prefiere los ositos de color verde por sobre los rojos suena bastante deprimente para mi gusto. —Tomó mis manos y sin previo aviso tiró de ellas hasta ponerme de pie.

—¡¡Qué mierda te crees!!

—Lo siento, lo siento, pero no podemos saltar si nos quedamos en el suelo. —Por desgracia mi cerebro todavía estaba aletargado y no fue lo suficientemente rápido para entender lo que sus palabras significaban.

Pero no necesité mucho para entenderlo pues antes de decir algo en contra subió su cuerpo a la barandilla y se sentó de manera que sus piernas quedaron suspendidas sobre el vacío.

—¿Qué estás haciendo?

—No puedo saltar si me quedo del lado seguro de la valla.

—¿Saltar? —Debía escucharme ridícula repitiendo sus palabras, pero ni ella ni sus acciones tenían el significado que esperaba—. Vas a saltar ¿del puente?

—Sí. —Sonrió con suficiencia.

—P–Pero tú... ¿Qué estás...? —balbuceé—. No puedes, tú misma me regresaste aquí arriba ¿y ahora quietes saltar? —¿Acaso estaba loca?—. ¿Acaso estás loca?

—Tú lo hiciste ¿no?

—E iba de maravilla hasta que llegaste tú a detenerme —recriminé molesta—. Pero ya me salvaste una vez, no dejarías que salte de nuevo ¿o sí?

—Si de verdad, de verdad, de verdad, de verdad eso es lo que quieres no puedo detenerte. —Sacudió los hombros y su semblante adquirió un gesto indescifrable—. Pero yo también saltaré. Creo que mi compañía te hace feliz y nos llevamos bien ¿no? No te conozco mucho, pero pareces ser una persona muy agradable.

No estaba segura de sí estaba siendo sarcástica o simplemente era imbécil.

—Vamos —urgió.

—No, no, no. —Sacudí las manos con espasmos ansiosos, su cara seria y decidida comenzaba a ponerme de los nervios porque realmente parecía resuelta a saltar del estúpido puente—. No puedes hacer esto.

—¿No? —Arqueó las cejas mirándome como cachorro confundido—. ¿Por qué no? Tú no ibas a detenerte.

—Pues porque no —murmuré insegura.

¿Qué se supone que debía decir? Hacía sólo unos minutos yo estaba en su lugar y no me había detenido, la verdad era que no estaba en posición de decir nada a nadie.

—Tú no quieres hacerlo y tienes una vida esperándote para que la disfrutes.

—¿Acaso tú no tienes una?

—La mía no importa —negué melancólica.

—Todas lo hacen.

—¡No quiero tu compañía! —protesté desesperada.

—Es una lástima —sonrió con cinismo—, no te queda otra. Lo bueno es que la eternidad es un tiempo considerable y ya aprenderás a tolerarme, quizás–

—¿Hablas en serio? —Le interrumpí.

—Ya lo decidí, sí. —Lucía tan segura que al inclinarse un poco hacia adelante temí por un segundo ser culpable de la muerte de esa chica—. ¡Vaya! Chris en verdad tiene buen gusto ¿no te parece? —Se incorporó—. Esa es una canción increíble. —No tenía ni idea de qué canción era ni de quién demonios era Chris así que permanecí callada, estaba más ocupada pensando cómo evitar que esa idiota de pantalones ajustados terminara en el fondo de la bahía por mi causa—. Dame un segundo, voy a subir el volumen.

Bajó la valla de un salto, pasó sobre el bajo muro con otro, trastabilló al aterrizar, se tiró sobre los asientos delanteros, subió el volumen de la radio y volvió a mi lado con más habilidad de la que le podía adjudicar cualquiera al verla por la calle.

—Una buena última canción.

Escuchando atentamente supe que la había oído antes, me parecía, no recordaba dónde o cuándo. Pero lo importante era que el ritmo, aunque con cierta melancolía, me seguía sonando demasiado alegre para ser mi marcha fúnebre.

—Quita esa cara chica del puente, unos minutos más no harán diferencia ¿cierto?

Y empezó a bailar, en todo su esplendor, abarcando entero el espacio que le ofrecía el carril peatonal. Era un bailecito ridículo, sólo saltaba de un lado a otro haciendo improvisados movimientos que seguían a medias el ritmo de la música. No parecía importarle que la observara y mucho menos que literalmente nos hubiésemos conocido hacía unos pocos minutos.

No le importaba nada.

Fue por eso que la envidié, a ella, a su comportamiento relajado e incluso a la interesante y despreocupada vida de la que imaginaba provenía. Su cansancio daba la impresión de haberse esfumado y pasado a formar parte del mío porque de pronto me sentí demasiado fatigada.

Como si no fuese suficiente con el baile después de las notas iniciales una voz tranquila empezó a cantar y claro que no tuvo ningún reparo en cantar a dueto. No parecía asustada de morir, así que o estaba completamente loca o estaba lo suficientemente en paz consigo como para sonreírle a la muerte en la cara.

—¡Canta conmigo chica del puente! —Repentinamente tomó mis manos entre las suyas obligándome a moverlas al ritmo de la música. «Loca, está loca», concluí.

A pesar de lo que planeaba lucía muy alegre y aunque quise contagiarme de su buen ánimo me fue imposible conseguirlo, sentirme feliz era una hazaña fuera de mi alcance. En ese momento y en cualquier otro.

—¿Qué demonios estás haciendo? —pregunté, medio incrédula, medio irritada.

—Vivo mis últimos minutos lo mejor que puedo chica del puente, es lo único que hacer hasta que llegue el final —respondió entre carcajadas.

Aunque no era participe de tremenda despreocupación aquello no estaba tan mal, nunca había visto a nadie dejarse llevar de ese modo y menos habría imaginado a nadie hacerlo con alguien casi desconocido cerca, pero en ese momento, por mucho que me costara admitirlo, la mujer de Saint Michael tenía razón si había decidido morir no importaba lo que hiciera con mis últimos minutos de vida ¿verdad?

Cuando la música llegó a un punto culminante la intrusa me sujetó la mano con fuerza para apoyarse al subir el borde, me sonrió tan ampliamente como al llegar y para mi asombro me encontré devolviéndole el gesto. Me pregunté desde hacía cuanto no sonreía de aquella o de alguna otra manera.

«Mucho», me respondí, «quizás demasiado».

—¿Lista? —«Realmente no», pensé para mis adentros.

Cuando las notas finales resonaron bastó un movimiento hacia delante para comenzar a sentir al metálico tubo desaparecer bajo mis plantas, después el corazón se me detuvo.

 

**

 

Dar el primer paso es lo más duro, no cabe la menor duda, el momento justo en que tus pies dejan de sentir el sólido piso bajo ellos es cuando te das cuenta lo que tus acciones significan y entiendes que toda tu vida está a un pestañeo de irse al carajo. No te queda nada excepto un buen trozo de tiempo que se prolonga hasta la eternidad para reflexionar mientras caes al vacío envuelto en una oscuridad como jamás has experimentado.

Luego viene el golpe final, violento, feroz e inesperadamente pacífico pues significa el final de todo, por fin.

Oh, si tan sólo la vida hubiese sido así de fácil para mí...

En el segundo que miré a las profundidades del abismo y la negrura del abismo me devolvió la mirada me acobardé. Supe que no podría terminar conmigo misma ese día y quizás ningún otro, pero la imbécil que estaba a mi costado estaba decidida a saltar, podía sentirlo.

—¡No! —grité, sujetando la tela blanca de su playera al mismo tiempo que tiraba de ella hacia atrás con una energía que no sabía que tenía.

Cerré los ojos preparándome para lo que fuese a suceder.

La brusquedad del tirón nos hizo caer sí, y en una irónica similitud volvimos a precipitarnos sobre el asfalto, cayendo en la parte segura del puente, en el grueso bloque de hormigón que nos separaba de una mortal caída al mar, esta vez gracias a mí.

—Maldición. —El golpe fue doloroso, pero no tanto como había sido el primero.

Si al final no conseguía saltar del puente creía en serio que los golpes serían los causantes de mi muerte. Aunque sorpresivamente el asfalto era un poco más suave ésta vez.

—¿Estamos muertas? —preguntó la intrusa con voz entrecortada.

—No —respondí con los párpados todavía fuertemente apretados.

—La espalda me duele como si lo estuviera —protestó—. ¿Puedes quitarte de encima? —La causa de que el golpetazo no me hubiese lastimado en exceso era que su cuerpo estaba bajo el mío. ¿O era el mío el que estaba sobre el de ella? Daba igual, el caso era que había amortiguado mi aterrizaje—. ¿Te importaría moverte?

Rodé el cuerpo al costado hasta caer sobre el duro carril, demasiado perezosa y lastimada para realmente levantarme.

—Lamento haber caído sobre ti —susurré, bajo, pero la persona a quien me dirigía estaba a menos de treinta centímetros así que no tenía por qué hablar muy alto—. Fue un accidente.

—No importa —dijo—, después de comer tantos ositos de goma mi cuerpo ha desarrollado una capa protectora contra golpes. —Se palmeó la barriga—. ¿Te hiciste daño?

—No.

—Menos mal.

Permanecí inmóvil, pensando cuán fracasado tenía uno que ser para ver frustrados no sólo uno sino dos intentos de suicidio en menos de una hora.

—¿Por qué te arrepentiste?

—Ni idea. —Estaba siendo sincera—. ¿Por qué quisiste saltar?

—En un momento parecías muy triste —titubeó—, pensé que había hecho mal en detenerte y si saltando dejabas de estar tan triste entonces no podía evitarlo. Pero nos salvaste ¿por qué?

—No sé, me salvaste la vida antes, no podía dejar que te murieras así nada más.

Se rio.

—¿Querías morir pero no estabas dispuesta a ver morir a otra persona? —Volvió su rostro hacía mí. Sus ojos eran cafés, como chocolate liquido con quizás un toque de leche porque sus iris no eran tan oscuros como los míos. Estaba sonriendo. Las tres líneas rojas aún resaltaban dolorosamente en la base de su cuello—. Yo tampoco estaba dispuesta a dejarte morir.

—Estuviste así de cerca —levanté la mano juntando índice y pulgar lo más que pude para ejemplificar cuán poco había faltado para que cayese— de morir.

—¿¡Acaso piensas que estoy loca!? —Se indignó.

—¡Lo suficiente como para arrojarte al mar con una completa desconocida!

—No creas. —Rebuscó en sus bolsillos y me mostró su móvil. La pantalla del aparato estaba iluminada mostrando un teclado numérico y sobre él, claramente listo para marcar, estaba puesto el teléfono de emergencias—. Lo tuve preparado todo el rato, si eso no era suficiente bastaba con retrasarte lo suficiente como para que alguna patrulla pasase por aquí en su ronda matutina.

—¡Casi saltaste!

—Oh, sí, pero te solté antes de hacerlo porque esperaba que con eso te asustaras lo suficiente para no seguirme. —Se rascó la cabeza apretando los labios—. No podía dejarte morir, si para evitarlo necesitaba lanzarme yo pues qué remedio.

—¿¡Qué clase de estúpida lógica es esa!?

—No tiene sentido creo, ahora que lo pienso, sí. —Rompió a reír en estridentes carcajadas—. Pero bueno, terminaste por salvarme tú, así que ahora eres una heroína.

No me sentía como ninguna heroína pero decidí no decir nada y así permanecimos ambas, en silencio, durante un tiempo considerable, simplemente nos quedamos tirada en el asfalto del Community, lado a lado, pensando quizás qué cosas tanto tiempo que parecieron horas. Aunque pudieron ser sólo unos minutos.

—Frío endemoniado —protesté hundiendo las manos todo lo que pude en los bolsillos de la gabardina cuando una ráfaga sopló en nuestra contra.

El abrigo se me había roto por la espalda y podía sentir perfectamente el suelo helado debajo.

—Creo que deberíamos levantarnos —propuso—, dudo que esto sea bueno para la espalda.

Lo hicimos, no sin algo de esfuerzo y el cuerpo maltrecho.

—¿Por qué saltaste? —Extendió su mano para ayudarme mientras preguntaba.

—No es de tú incumbencia.

—¡Vamos, no seas testaruda! Ya nos hemos salvado la vida mutuamente.

—Exacto —dije—. No nos debemos nada, así que no te diré una palabra.

—¿Cómo puedes ser tan descortés con la persona que tiene tus lágrimas y tus mocos pegados en la camiseta? —Sentí las mejillas arder—. Al menos puedes decirme cómo te llamas.

—No.

Nos acercamos al borde, pero esta vez no había peligro, tanto ella como yo sabíamos que la otra no intentaría nada. Habían sido suficientes emociones por un día así que sólo nos dedicamos a observar la noche comenzar a dispersarse desde el punto más alto de la bahía.

La mitad del puente estaba marcada por una placa conmemorativa que delimitaba la frontera de las dos ciudades, un simple rectángulo de bronce con apenas algunas letras que tenía por toda su superficie el estilo conciso, pulcro y aséptico de L'Scolo. Pasé los dedos por ella, a la lámina la envolvía una seriedad impersonal que resultaba reconfortante pese a ser un trozo de metal bruñido, sin embargo, sobre un dispensador automático donde podía comprarse una postal del puente por un par de monedas estaba la caricatura de un albatros que vestía un ridículo sombrero de marinero inclinado a la izquierda deseando feliz día a todo el que pasara por allí; aquella innecesaria aportación de Saint Michael le restaba toda la elegancia al puente, rebajándolo a ser un simplón sitio turístico donde todos se sacaban fotografías absurdas en lugar de admirarlo como la magnífica y seria obra de ingeniería que era. Esa era, entre otras muchas, una de las cosas que L'Scolo jamás le perdonaría a su vecina sin importar el tiempo que transcurriera.

—Me gusta este sitio —rompió el silencio—, pero no siempre. —Metió sus manos dentro de los bolsillos de su pantalón buscando algo con ímpetu—. Prefiero la calma de ahora, es más pacífico.

—Da cierta tranquilidad.

Asintió

—Es lo único certero que tienen las ciudades, siempre está allí no importa donde vayas puedes volver la mirada y allí estará. Es agradable ¿no crees? —Me sorprendí, no porque fuese una revelación, el puente era enorme y era obvio que se vería sin importar donde estuvieras, sino porque más de una vez yo había pensado lo mismo—. Es el hilo rojo —le dio unas palmaditas al puente—, que une a L'Scolo y Mich.

No pude evitar una mueca de desagrado al escuchar el mote con el que varias personas se referían a Saint Michael.

—El sol va a salir pronto —indicó.

—¿Cómo lo sabes?

—La noche es más oscura antes del amanecer y esta noche ya ha sido lo suficientemente oscura ¿no te parece?

Esta vez asentí yo y apoyé los codos sobre la metálica barra cuya existencia empezaba a parecerme un chiste. Era muy parecida a mí en ese aspecto, ambas existíamos en el mundo, pero ninguna cumplía del todo bien su papel; la barandilla no podía detener a las personas decididas a saltar y yo no sabía qué hacer con mi vida.

Suspiré desolada, los pensamientos dentro de mi cabeza seguían revolucionados por todo lo que había pasado en un tiempo tan corto. Corrían entre la incredulidad, el miedo y una cierta sensación de melancolía que me atascaba las palabras en la garganta. Las cosas que acababa de vivir me parecían un sueño y eso era una conclusión más asequible que pensar que la vida y sus vueltas confabulaban para que eventos confusos y dolorosos aparecieran en mis horizontes, rompiendo mi gris cotidianidad. Suspiré, convencida de que todo era un sueño, uno del que despertaría un poco más hastiada. Lo haría, quizás, en la incomodidad de mi cama, quizá tendida en la camilla de un hospital rodeada de aparatos y rostros graves. O, tal vez, en el frío de la playa habiendo milagrosamente sobrevivido a la caída y al ahogamiento.

—Vaya noche.

No supe si lo había dicho ella o lo había murmurado yo. Incluso pudo ser que ninguna de las dos dijese nada y fuese sólo uno de mis pensamientos abatidos, pero como si aquellas palabras fuesen una llave fantástica capaz de desencadenar mis pensamientos y hacerme presa de un incomprensible arrebato, recordé todas las cosas que había vivido.

Sorprendentemente tenía muchas cosas buenas que recordar. Momentos dulces, sonrisas, logros pequeños... mis dedos enredados entre el pelaje de un gato antes que la alergia explotara. El sabor de aquel helado de coco danzando sobre mí lengua. Las series maratoneadas los sábados por la tarde. Un viejo libro de jardinería que había encontrado por casualidad en el parque. El aroma del café fuerte que desprendía la ciudad por las mañanas. Los vivaces colores de las flores que crecían en la ribera del lago que había tras la casa de mi abuela, donde pasé los primeros años de mi vida, los primeros y los mejores justo antes de que todo se hiciese complicado, la brisa de aquel entonces despeinándome a mí y a las hojas del olmo que me daba sombra mientras oía de fondo a Rex, el perro de la granja vecina, con el que a veces correteaba por entre los pastos y el barro.

Y me eché a llorar.

Lloré porque no importaba lo que todos los libros de autoayuda y oradores motivacionales del mundo quisieran hacernos creer... lo cierto es que a veces las sonrisas, o vivir los pequeños detalles no servía para que tu perspectiva de la vida cambiase.

En ocasiones, podía ayudar.

Pero no es algo que puedas hacer sólo, al menos yo no lo conseguía.

Y estaba completamente sola en el mundo.

Por eso lloraba.

Ella me miró, pero no preguntó por qué lloriqueaba otra vez. Lo agradecí, no me gustaba llorar, la mayoría de las personas se alejaban de mí cuando lo hacía y siempre me pareció que tenían razón ¿quién podría querer a una llorica como yo? Seguramente nadie en sus cabales. Pero allí estaba ella, la chica loca, en silencio, dedicándome una mirada gentil y una sonrisa genuina.

Nunca supe por qué pero me dio la impresión de que su mirada me decía: «No estás sola». Y como casi todas las cosas importantes en la vida no lo comprendí de inmediato, me llevó algún tiempo entenderlo pero al fin pude comprender que lo que me había salvado esa noche no fue que alcanzara a sostenerme en la caída. No, lo que me había salvado la vida había sido el bondadoso abrazo que me obsequió en medio de la desesperación, el silencio apacible de ese momento y la manera sincera en que me miraba.

Las lágrimas fluyeron hasta que la línea del horizonte comenzó a teñirse de naranjo y celeste. El mar matutino, de azul trasparente, tan diáfano que se fundía con el paisaje, actuaba como consuelo para mi confusión e incertidumbre. Las nubes que el viento había arrastrado parecían trozos de algodón estirado con las manos; estaban en el cielo, estaban en el agua. El sol, dolorosamente dorado, se arrastraba fuera del horizonte envuelto en arreboles púrpuras, rojos, naranjos y rosados. Las líneas de firmamento y tierra se licuaban en una sola imagen suspendiendo la ciudad, el puente y a nosotras en lo que parecía el cielo del que tanto se hablaba. Perfectamente podría creer que estaba muerta, pero estaba viva, lo sabía porque mi hombro estaba muy cerca del hombro de la intrusa y el calor que su cuerpo irradiaba en medio de tanta frialdad me mantuvo sujeta a la realidad.

Giré la mirada hacia la mujer que me había salvado. Ella estaba incluso más absorta que yo, sonreía muy tenue con la vista pegada a las nubes. Las líneas curvas de su rostro encajaban perfectamente con la luz del amanecer e incluso las marcas rojas del mentón de alguna manera lucían menos graves en ese momento. Aun así era una herida terrible. Quise decir algo, tal vez agradecerle, tal vez disculparme, pero cualquier palabra habría opacado el momento y no habría podido expresar nada.

Ella se dio cuenta que la miraba y me sonrió, pero no como antes, ésta vez sólo las comisuras de sus labios se elevaron un poco.

Sí, había perdido la oportunidad de mi muerte, pero a cambio supe que había encontrado algo que, presentía, iba a acompañarme por el resto de mi vida. No podía saberlo, no tenía modo de preverlo y en ese momento sólo fue pura intuición, pero supe que esa extravagante chica loca iba a meterse en mi vida de una manera o de otra. Porque aún si nunca volvíamos a vernos iba a quedarse por siempre en mis recuerdos.

Un bocinazo repentino nos arrastró de vuelta a la realidad, la ciudad había vuelto a la vida y traía el ajetreo consigo

—Caracoles —se rascó la nuca con risa—, creo que no noté la hora. —Sin despedirse, sin mirarme, ni decir nada más corrió a su auto. Una punzada de algo que entonces no pude catalogar como dolor me atenazó el pecho al verla irse sin voltear ni una sola vez atrás.

Sin embargo, no se fue ni subió del todo al vehículo, desde mi perspectiva no estaba segura pero parecía buscar algo en la guantera. Luego bajó del escarabajo y le hizo señas con los brazos al conductor que había sonado la bocina, el hombre no parecía muy feliz, pero no le quedó más remedio que rodear el carro y seguir su camino.

—Me gustaría quedarme, chica del puente, pero los conductores no estarán felices si me quedo mucho más. —Otro bocinazo confirmó sus palabras—. ¡Hey, eso es contaminación sonora! —le protestó al conductor de un auto blanco que con habilidad esquivo el suyo.

Tras gritar eso e ignorando el resto de bocinas que cada vez sonaban menos espaciadas entre ellas se acercó a la placa conmemorativa y rebuscó en sus bolsillos. Cuando halló lo que buscaba, una moneda, la introdujo rápidamente en la ranura del dispensador de postales, presionó el discreto botón que accionaba la máquina y levantó el cristal que protegía las tarjetas, sacó una y le dio vuelta mientras volvía a rebuscar en los bolsillos de su pantalón. Esta vez encontró el objeto que quería más rápido y usándolo garabateó con velocidad sobre el reverso.

—Ten. —Puso el rectángulo de papel frente a mi cara cuando hubo terminado de escribir—. ¡Oh! También ten estos. —De la bolsita izquierda de su pantalón sacó un paquete de gomitas iguales a las que habíamos estado comiendo.

—¿Qué tan grandes son esos malditos bolsillos? —Me reí sin querer.

—Lo suficiente chica del puente, lo suficiente como para hacerte sonreír —exclamó sonriente.

Siguió con la mano extendida ofreciéndome los dulces y la postal, yo los miraba incrédula.

—Sólo son golosinas, un poco de tinta y un trozo de papel, no van a morderte. —Tomé ambos con dudas—. Llámame si alguna otra vez tienes ganas de saltar. —Y echó a correr hacía la carretera.

—¡Oye! —grité antes que se alejara—. ¿Cuál era tu nombre?

—Tan rápido lo olvidaste. —Cubrió sus ojos con su antebrazo y fingió llorar—. En realidad, no me importa repetirlo. —La molesta sonrisilla le regresó a la cara—. Jessica, Jessica Sortis.

—Mi nombre es Taylor.

—Ahh, ai lof iur neim —pronunció con encanto en un malísimo intento de inglés hecho, supuse, a posta—. Un placer Taylor. —Saltó el muro por quintillonésima ocasión y se echó sobre el asiento delantero del escarabajo—. ¡Cuídate chica del puente! —gritó para hacerse escuchar sobre el ruido del motor encendido.

Y tan intempestivamente como había llegado se fue.

 

Notas finales:

¡Bien! Así concluye el primer encuentro entre estas dos.

Espero que se hayan divertido leyendo los disparates que se me ocurren y si han llegado hasta aquí muchas gracias.

Me encantará leer sus opiniones de esta nueva historia así que dejen un bellísimo review con todo lo que tengan por decir, mi corazón se los agradecerá.

¡Ah, por cierto! No puedo prometerlo porque soy mala con los tiempos, pero intentaré actualizar la historia cada semana. Tengo varios capitulos pensados así que no debería ser complicado, de todos modos, como dije, no prometo nada.

Ya nos leeremos.

 

-Ilai out.

 


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