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Sentir y escribir por Witty

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Notas del fanfic:

Yo tenia otra cuenta llamada loca-fujoshi, donde en su momento publiqué un One-Shot "Sesión de juegos" que posteriormente eliminé. Poe algun motivo no puedo acceder a esa cuenta, así que creé esta y este One-Shot, por más modificaciones que tenga, es la versión mejorada del que eliminé hace años.

Espero que disfruten la lectura.

Advertencias: Este One-Shot contiene referencias a la depresón y al suicidio, si eres sensible a estos temas te romiendo no leer.

Kuroshitsuji y sus personajes son propiedad intelectual de Yana Taboso.

 

El paso del tiempo cambia todo. Es imposible no crecer, no madurar, no caer en cuenta de los errores cometidos. Pero no todos lo hacen de la misma manera; si guardas los buenos sentimientos, las causas de ellos terminan desapareciendo. Si reprimes el dolor, este en algún momento se libera y quema todo lo que pueda. La tristeza te ahoga, y el orgullo puede dominarte. ¿Y las personas que no se guardan nada? Solo les queda la dicha de haber vivido cada instante de manera intensa sin amarrarlos a su ser. Hay momentos en los que uno se arrepiente... Todo es muy confuso.

El diablo te seduce y la agonía te doblega. 
¿Estás seguro de tu estabilidad emocional?

El Conde se encontraba en su despacho mirando fijamente al demonio. Había crecido, era más alto y sus ojos azules eran tan profundos como el mar. Por supuesto su carácter se había desarrollado mejor, pero todavía era débil ante la silueta de Sebastian.

—Joven amo... —dijo el mayordomo al ver que su amo se levantaba y se le acercaba a paso lento. Sabía lo que se venía, sus impregnaban toda la mansión—. ¿Se le ofrece algo?

Aspiró el aroma del demonio e intento contener las ganas de desplomarse en sus brazos. ¿Cuántas veces había dicho que quería dejar de sentir? ¿Por qué todavía no se había cumplido? Estaba harto de sentirse tan mal, tan desdichado.

Muchas veces el dolor se esconde en un suspiro.

—Sí, veras Sebastian últimamente estoy muy aburrido —respondió el joven de 22 años con un intento de voz infantil fallido. El desequilibrio ya era parte de su personalidad—. Necesito dispersar mi mente, alejar mis pensamientos del trabajo. —Sebastian no quería entender a qué se refería, pero en el fondo sabía que era inevitable. O eso creía.

Las cosas últimamente se estaban tornando raras. Paso su niñez pretendiendo ser un adulto y... ¿Ahora quería ser un niño?

Con una vida difícil todo se tuerce.

El Conde lo miró molesto mientras intentaba mantenerse erguido frente a él.

—Disculpe, amo, pero no entiendo que quiere decir. —Según él todo era causa de un efecto secundario del contrato; los contratistas al pasar mucho tiempo con un demonio podrían experimentar los pecados capitales como si fueran una enfermedad. Al parecer se equivocaba y esa alma no había sucumbido a la lujuria o a la gula como él creía.

Ciel tampoco se entendía a sí mismo. Era como si hablara sin pensar.


Los desbordes no se pueden evitar.

—¿No hay nada interesante que yo pueda hacer? —decía el Conde serio y aburrido—. Ya estoy cansado de la rutina. Creo que quiero sentirme vivo antes de completar mi venganza. —susurró y se arrepintió de ello, nada dentro de su cabeza parecía tener sentido.

Sebastian dio un pequeño sobresalto, el cuerpo de su amo estaba a tres pasos del suyo, pero parecía que su mente se había fugado.

—¿Sentirse vivo? —cuestionó el demonio. Ciel miró a su mayordomo mientras un atisbo de agonía se cruzaba en su rostro. Sebastian sintió algo raro en su ser, algo doloroso.

—Para los demonios debe ser algo raro. Quiero, no, necesito experimentar las emociones antes de que tomes mi alma. Es complicado. —Volvió a suspirar. Él no lo entendería.

—Joven, si usted así lo quisiera, yo podría ayudarlo con eso. —Ofreció casi por inercia.

«Quiero olvidar todo, deshacerlo y abrirme el cráneo de a poco. De verdad deseo suicidarme, pero lo único que me mantiene vivo es la esperanza de ser feliz algún día. ¿Dónde quedo mi venganza?», pensó Ciel mientras se daba media vuelta y volvía su escritorio.

—Está bien. —Soltó con desprecio una vez se acomodó en su asiento. El contrario no entendía el motivo de las respuestas de su amo, sabía que había algo más, que guardaba un secreto.

A Ciel le dolía la cabeza y el corazón se le desgarraba en puntadas, era la aflicción de su alma.

—Yes, My Lord. —decía Sebastian mientras se retiraba del despacho de su amo.

Con el pasar de los días Sebastian intentaba cumplir con la orden, trataba que su amo pudiera «Vivir la vida», pero el chico expresaba todo lo contrario. Entrenó a Pluto para que se comportara como un perro normal, concreto citas con otros jóvenes para que su amo lograra hacer amigos y elimino las clases de francés que el tanto odiaba, en cambio intento enseñarle sobre arte.

Pero nada parecía alegrar o complacer al Conde, no quería jugar con Pluto, sostenía que los jóvenes de su edad no servían para ser sus amigos y pintar no le hacía gracia. Por suerte o desgracia Ciel encontró una forma de drenar sus sentimientos y sentirse vivo; escribiendo. Más específicamente poemas; sin títulos, ni números, demostrando su esencia.

«Yo no sirvo, 

ni siquiera sé para que escribo.

Quiero volver a 
engañarme y sentir 
que tengo algo 
porque vivir.

¿Y si olvidar 

y reprimir no son la solución?

¿Acaso recordar 

me hará mejor?

Prefiero escribir 
una carta de suicidio, 
porque este cuerpo 
no lo siento mío.


Esta muy sucio 
para mi gusto.

Manchado, 
contaminado, 
me da asco.

Náuseas, repulsión 
y dolor en el corazón.

Hasta mi conciencia 
está abatida 
y cree que no debo 
seguir con vida.

Por el simple hecho 
de que yo en mi totalidad 
creo que ya no hay que luchar».

—Ya no puedo seguir así—Se repetía a si mismo—. Quiero acabar con todo esto.

Suspiró, se secó las lágrimas y echo una última mirada a su reflejo. Salió de la tina, se vistió sin secarse y se volvió a adentrar en el agua; pero esta vez se sumergió completo.

Con tanto dolor dentro, es natural querer estar muerto.

El oxígeno se escapaba de sus pulmones mientras tensaba el cuerpo para no salir a flote. Y pensaba, pensaba en su dolor, en el contrato, en su familia, en su venganza, en su odio que ahora era para sí mismo. Y sabía que, si él mismo de niño se viera ahora, seguramente se decepcionaría.

La vida con él fue una mierda, teniendo que odiar siempre, prácticamente no le enseño a amar. Ni siquiera a sí mismo.

Ya casi estaba inconsciente cuando sintió que era jalado hacia afuera, con las fuerzas que le quedaban tiro hacia abajo golpeándose la cara en un intento de volver a hundirse. El dolor lo paralizo y sintió el aire frio atreves de sus ropas mojadas, no quería abrir los ojos y no lo iba a hacer.

Alguien lo aprisionó contra su pecho, aunque estuviera empapado sentía el calor que emanaba de ese cuerpo. Fueron pocos pasos hasta que lo dejaron suavemente en su cama.

—Míreme.

Ciel lo ignoró, todavía mantenía los ojos cerrados y no quería enfrentarlo. Esperó un rato, pero el chico se mantenía igual sobre la cama; en posición fetal con la cabeza entre las piernas.

—Joven amo, abra los ojos—Pidió, y la respuesta fue la misma—. ¡Quiero que abra los ojos! ¡Míreme!

No obtuvo respuesta.

—¡Qué me mire!¡Mierda! —Golpeó la mesita de luz.

Sebastian intentó calmarse al ver que sin querer había tirado unos libros al suelo. Ciel abrió los ojos y vio el semblante aturdido del mayordomo.

—¿Por qué has hecho eso? —cuestionó.

—¿Qué estaba haciendo? —recriminó el demonio—¿Por qué intento suicidarse?

—Yo no intente suicidarme.

—No me mienta—dijo—. ¿Qué hacía ahí? ¿Jugar a que era un pez? ¿Qué hubiera pasado si yo no hubiera llegado?

Sebastian se pasó la mano por la cabeza y empezó a cambiar al joven que evitaba verlo a la cara. En ese momento se dio cuenta que se había lastimado la nariz y que de hecho le sangraba.

—No se toque—Limpió su rostro—. La herida no parece grave. Joven amo... ¿Por qué intentó hacerlo?

Ciel lo miró, pero no le contesto. Aspiro el aroma dulce que desprendía el cuerpo del demonio frente a él. Sus ojos estaban clavados en su rostro, él quería explicaciones, pero sabía que no las tendría. Apenas termino de cambiarlo, Sebastian se levantó, se dio la media vuelta y se fue dejándolo solo en esa gran habitación.

Quiso detenerlo, decirle algo, pero no tuvo las fuerzas para hacerlo. Miro a su alrededor, había agua en el piso, su ropa húmeda con sangre estaba a un costado y sus libros seguían desparramados. Él no sabía que al otro lado de la puerta dejó a un demonio desarmado.

Esa noche resguardado por la lluvia, escribió más que nunca en su vida y sus ojos relucían las lágrimas de la agonía. Cada noche lloraba por amor, y cada mañana ese amor lo despertaba.

Mientras tanto Sebastian intentaba encontrar una explicación lógica para lo ocurrido; su amo intento suicidarse. ¿Cuáles abran sido sus motivos? ¿Por qué no lo percibió antes? ¿Qué había hecho mal? ¿Qué lo orillaba hasta esos extremos?

Él no creía que el amor doliera, él sabía que el dolor enamoraba.

Ciel se veía demacrado, como si algo tomara toda su energía vital. Todo indicaba que olvidaba su sano juicio, se sumía entre las hojas, sufría en silencio y nadie a su alrededor sabia el porqué.

Sebastian ya estaba más que preocupado por el estado de ánimo del joven y las consecuencias que eso tenía sobre su propio ser. Ya no parecía un mayordomo perfecto. Estaba desalineado, su cabello estaba más revuelto y sentía que enloquecía. Empezaba a dolerle el no saber cómo hacer que el Conde se sienta bien. Se estaba desesperando. Él mismo cumplía las ordenes de la Reina.

«Estoy abandonado, esta etapa no se terminó: ¿Qué hago yo con mi pesar? Se que a nadie le importa si soy feliz o no, si me duele o no; si me muero o no. La verdad es que yo molesto en mi entorno», eran los juicios que atacaron la mente y desataron las lágrimas de Ciel una noche mientras cenaba.

—Joven amo—dijo Sebastian en un murmullo—. ¿Qué ocurre?

—Nada—Se ahogó con su llanto—. ¡Retírate!

Pero el demonio hizo todo lo contrario. Se acerco al joven y le limpio las lágrimas a la vez que intentaba hacer que regulara su respiración.

—Amo, por favor, dígame que le angustia tanto. —Casi suplico el mayordomo.

En cambio, recibió una mirada desolada por parte del joven, que se levantó entre nuevas lágrimas y se fue lo más rápido que pudo a su habitación. Quiso seguirlo, pero sus piernas no le respondían, se quedó de pie al lado de la mesa durante un rato.

Cuando logró salir de su trance se dirigió directo a la habitación de Ciel, no respondió las preguntas de los sirvientes, ni reparó en ver los destrozas causados por los mismos. Intento ingresar al cuarto, pero la puerta había sido cerrada desde adentro. Dejó escapar un suspiro, uno de los pocos que había dejado escapar en toda su existencia demoniaca.

Estaba desconcertado y atormentado, ya no comprendía lo que Ciel sentía. Realmente nunca lo comprendió, lo intento, o eso creía. ¿Cómo alguien tan joven puede sentirse de esa manera? ¿Qué paso con su verdadera motivación; la venganza? ¿Qué pasaba por la cabeza del joven? Y lo que más le preocupaba era no saber que hacer.

¿Cómo se ayuda a un ser humano en ese estado? ¿Se puede? Su lazo con Ciel cada vez se hacía más denso, le costaba distinguir entre todas las emociones del Conde.

Tenía miedo de dejarlo solo. ¿Qué le garantizaba que Ciel no iba a intentar suicidarse otra vez? ¿Y si en esa oportunidad él no llegaba? Tendría que ver a su amo sin vida, con su alma quien sabe dónde. El pánico lo invadió cuando lo vio dentro de la tina casi sin conocimiento, estaba helado y por un momento pensó que iba a perderlo.

«Creo que por primera vez en mi existencia me siento agobiado... ¿Cómo evitó que mi amo sienta tanta tristeza? ¿Por qué todo esto me duele?», se sinceraba Sebastian consigo mismo al darse cuenta que sus acciones no eran las acertadas.

En los días siguientes las cosas habían cambiado, Ciel parecía haber perdido la noción del tiempo, ya no se preocupaba por averiguar información para la Reina. No pedía postres, no se concentraba en el trabajo. Su espíritu no podía más.

Vigilaba cada movimiento del joven y mientras este dormía, se escabullía para cuidarlo. Se veía tan frágil que reforzó su seguridad, y cada vez que salía a la ciudad se enfrentaba con cualquiera que hablara mal del Perro Guardián de la Reina, de esa manera liberaba su frustración. No le importaba volver con su traje rasgado por tantos pleitos, ya ni siquiera le interesaba jugar con los gatos por la preocupación que tenía.

Había conseguido información que consideraba repulsiva sobre los Middleford. No eran nada nuevos los problemas económicos que tenían, estaban muy endeudados y se sabía que sería complicado liquidar todas las deudas. Todo era culpa de Edward que empezó a apostar y perder, su padre había intentado invertir en las empresas sin tener éxito. Pero se rumoreaba que la hija más joven de la familia había pecado y estaba embarazada para poder convertirse en condesa más rápido...

El ambiente de la mansión era pesado, triste, y eso repercutía en los habitantes de la misma. Los empleados se sentían incomodos estando cerca del joven, quien últimamente estaba muy malhumorado e irritado. Sebastian en cambio, intentaba averiguar que le pasaba a su amo, sabía que el escribía en un diario, escondido bajo las sabanas a la madrugada. Y que cuando lo hacía, sus ojos derramaban lágrimas. Realmente no entendían que pasaba.

Por eso mismo a todos se les pusieron los pelos de punta cuando vieron un carruaje llegar de imprevisto.

—¡Ciel! —gritó una señorita esbelta de ojos verdes mientras interrumpía en el despacho y se abalanzaba sobre él, siendo correspondida con un simple abrazo.

A Sebastian le molestaba ver esa escena, el cómo todo demonio era posesivo. La joven había soltado al Conde al darse cuenta de que había tirado todos los papeles que estaban en el escritorio. El plan que ella tenía era indignante, su Joven amo les había ofrecido ayuda económica, pero fue negada. Parecía que esa familia ya estaba muy corrompida, usar a su hija para resolver sus problemas.

—Elizabeth ¿Qué haces aquí? —preguntó Ciel con una sonrisa amable y con los ojos brillantes, como si su expresión fuera sincera. Durante esos años aprendió a fingir muy bien, o eso quería creer. Se negaba a admitir que todavía había una parte de el sin corromper.

—Solo quiero pedirte algo. —dijo haciendo una mueca parecida a un puchero infantil, mientras le entregaba unos papeles que levanto del suelo.

Le enojaba ver como Ciel le regalaba una sonrisa por más simulada que fuera a la chica y el que había intentado hacerle sentir mejor no le dirigía ni la mirada. El demonio estaba irritado, aunque no lo demostrara, creía fervientemente que esa chiquilla era una molestia. Ahora él tendría que limpiar y ordenar todo el papeleo. Pero más le molestaba ver como ella le hablaba sobre estupideces a su amo, él no era humano y por el simple hecho de ser el mayordomo de esa mansión sabía que era lo que la joven quería. Sabia del plan que Elizabeth y su familia habían trazado.

—¿Qué se te ofrece ahora? —dijo el Conde fastidiado por la actitud de su prometida y por la mirada del mayordomo—¿Cómo está tu familia? Me han informado que los negocios de tu padre no van bien.

—La situación de mi familia está mejorando—Mintió—. Quiero que vayamos de campamento y pasemos tiempo juntos—Suplicó—. Como cuando éramos niños. —subrayaba con falsa nostalgia la joven.

—No, tengo mucho trabajo que hacer...—respondía molesto el Conde. Al final estar agobiado por el trabajo no era tan malo.

La expresión de la joven cambio, su mirada se afligió y apretó los puños, su plan no podía fallar. Ella no se había sacrificado en vano. El cuerpo de Ciel se tensó, y el mayordomo se preparó.

—¡Tu trabajo es más importante que yo! —enfatizo en medio del llanto, irritando aún más al conde. No entendía cómo alguien puede ser tan egoísta, él no era su juguete ni su sirviente, no tenía por qué complacerla siempre. Eso diría si no fuera su prometido.

Sebastian levantaba los otros papeles del suelo con sumo cuidado, quedándose con uno que parecía ser parte del diario de su joven amo. Elizabeth caminaba de un lado al otro en el despacho intentando convencerlo de que pasen tiempo juntos, recordándole que algún día serian esposos. Reclamaba al Conde su falta de atención, el estar siempre solo y alejarla de su vida. Este en cambio se había vuelto a sentar mientras la ignoraba y escribía lo más rápido que podía.

—Señorita Elizabeth, tranquilícese. No olvide que la salud del Amo es delicada. —Intervino Sebastian poniendo una pila de papeles en el escritorio antes de que todo se descontrolara.

—Pero no hay mal clima, y solo será una noche. Además, tu podrás cuidarlo... ¿No, Sebastian? —insinuó más calmada la futura condensa. Solo necesitaba una noche—Podemos ir mañana, así puedes terminar con tu trabajo. —Miró expectante a Ciel.

—De acuerdo. Sebastian, prepara todo. Nos vamos mañana. —Sentenció el Conde resignado, ya no quería más problemas, no quería decir o hacer algo de lo que se arrepintiera después. Ya tenía suficiente con su propio malestar, no tenía por qué desperdiciar sus energías discutiendo cuando sabía que iba a terminar cediendo de todos modos. Solo necesitaba ir a dormir un rato.

—Sí, amo. —respondió el mayordomo con su habitual sonrisa.

Su prometida se fue saltando contenta por lograr su cometido, prometiendo que se encontrarían al día siguiente para ir a acampar. Esa noche Sebastian espero que todos se fueran a dormir para leer la hoja que había guardado. En ella se encontraban un poema y lo que parecía ser una carta sin fecha ni destinatario, escrita con una casi perfecta caligrafía.

«...Me duele el corazón, día y noche siento que me falta algo y quedo en el vacío. Estas emociones acumuladas me hacen temblar, yo no las puedo liberar. No me siento bien en este lugar, estoy tan solo y perdido.

Ya soy un adulto, pero no soy como debería. ¿Por qué la inestabilidad se apoderóde mi vida?

Si las personas que me rodean y dicen quererme supieran todo lo que hice, se alejarían de mi lo más pronto posible. Estoy solo y abandonado. Soy alguien que ya no puede confiar en nada. Alguien que tiene anhelos y dolores ocultos. Me siento mal, estoy cansado y mi mente no me deja dormir. De verdad me quiero morir y solo espero no pasar esta noche.

Ciel Phamtomhive ».

Una punzada atravesó al ser demoniaco que se encontraba sentado en la cama.

A Sebastian se le estrujó el corazón, le dolió leer esa pequeña carta. Se enojó y maldijo a si mismo por no darse cuenta cual era él causante del malestar de Ciel, no quería que él se sintiera así. Se armó de valor y leyó el ultimo.

Necesito que arda,

que duela.

Que la agonía

se escape de mi vida.

Que el demonio entienda

que lo que busca ya

no se encuentra.

Me quedé vacío,

desolado, creo que ya no

puedo sentir nada.

Quiero danzar

con los despojos de mi alma,

sentir que estoy enamorado.

Para luego

dejarme arrastrar

hacia la nada.

Eso era lo que él necesitaba; motivación. Antes del amanecer fue a la habitación de su amo y le dejó un casto beso entre sus cabellos, para luego irse. Su objetivo era simple; eliminar a la competencia.

¿Cómo vas a salvar a tu amor de la autodestrucción?

En mitad de la noche salió hacia la ciudad de Londres, escuchando los murmullos de la nobleza, que escudados por las nieblas de su opulencia tenían de comidilla a los Middleford.

«—¡Son unos miserables!

Es escucho en la mesa donde unos empresarios y sus familias cenaban.

—¿Entonces ella está embarazada? —exclamó una joven dama—¿Será por eso que el Conde Phantomhive está desaparecido? ¿Por tener intimidad con su prometida fuera del matrimonio?

—¡No seas ingenua! —replicó una señora llena de joyas antes de beber de su copa— El vástago es de un hombre cualquiera. Ella se embarazo para poder casarse cuanto antes con el Perro Guardián de la Reina.

Los presentes voltearon a verla sorprendidos.

—Ese niño está condenado—añadió un hombre viejo y alcoholizado—. No tiene familia, su prometida lo deshonra y va a estar toda su vida debajo del mando de la Reina.

—Con suerte la muerte se apiada de él y se lo lleva —dijo otro hombre—. Así el mercado quedaría libre para nosotros».

Sebastian no quiso escuchar más y se fue reprimiendo las ganas de generar una masacre. Salió de la ciudad hecho una furia y emprendió una carrera hacia las afueras de está. Diviso el jardín marchito y descuidado, ese lugar que antes estuvo tan lleno de vida ahora se veía deplorable.

Se adentró en la vieja mansión de los Middleford, recorrió los pasillos ya casi desgastados y llego a la recamara de Elizabeth. Contuvo las ganas de dañarla, pero la maldijo de tal manera que ella en medio del dolor, solo pudo visualizar una niebla espesa y oír el granizado de un cuervo.

Y soltó un grito desgarrador, los pocos empleados que todavía podían pagar se acercaron a su habitación para encontrarla sin ninguna herida, pero con una expresión de terror puro en su rostro.

Ella ya estaba maldita y su familia quedaría en miseria. Su alma ya no valía, no supo respetar el compromiso y se dejó influenciar por el egoísmo. Él ya encontraría la forma de explicarle a Ciel lo que había pasado.

Quiero bailar un poco más con mi dolor, te pido mi demonio que no te lo lleves, por favor.

Soñar que todo está bien es horrendo. Se despertó de golpe, sintió frío y un dolor que no lo dejaría volver a dormir. Salió de la cama y se encaminó hacia el espejo, se reprochaba a sí mismo y a su subconsciente. El maldito reflejo lo afligía. Quería intentarlo otra vez, necesitaba callar su mente podrida.

Pero no podía, esa noche lo que quedaba de su corazón lo hizo arrastrarse de vuelta a la cama. Se enrollo en las sabanas e intento imaginar otra vida, intentó convencerse de que tenía que vivir por su venganza. Lo único que logró fue dormirse con un hueco más grande en su corazón.

Sebastian regresó a tiempo para levantar al joven, lo preparó y le dictó los deberes del día. Ciel le informo que solo trabajaría hasta el mediodía y que después se prepararía para cumplir con el compromiso que tenía con su prima.

Casi no se dirigieron la palabra, Sebastian evitaba estar cerca del chico. Y este se sentía dolido, ya no daba más, no era normal ese comportamiento por parte del demonio. Era frustrante para Ciel no poder estar cerca de su mayordomo, cada vez que le pedía algo, le mandaba a otro de los empleados.

—Sebastian.

No hubo respuesta.

—Ven, Sebastian.

El silencio reino en la biblioteca. Se encontraba tamborileando el pie frente al umbral de la puerta, mientras observaba a su mayordomo acomodar las estanterías. Ye se había cansado de ser ignorado, él era el amo, no una persona cualquiera.

—Sebastian. Te ordeno que dejes de ignorarme. —exclamó molesto—

El aludido se volteó a verlo con una mueca poco disimulada.

—¿Qué es lo que te ocurre, Sebastian?—preguntó mientras se adentraba en la habitación—¿Por qué te comportas así?

El mayordomo dejó los últimos libros en su lugar, pasó por al lado del Conde y cerró la puerta. Ciel lo miró confundido al mismo tiempo que escuchaba las gotas de lluvia caer y el lamento de los truenos acercarse.

—¿Por qué has hecho eso?—No obtuvo respuesta— Sebastian...

El aludido se dio medía vuelta, y se acerco al joven. Su rostro mantenía una expresión fría e indiferente, una expresión que daba mala espina a quién se le cruzara.

—Tenemos que hablar— Sentenció—. Por favor, tome asiento.

Ciel se sentó en uno de los sillones de cuero, y Sebastian avivó el fuego de la chimenea. La incipiente tormenta había hecho que el ambiente refrescara.

—¿Y bien? ¿De qué tenemos que hablar?

—Necesito que me diga...—Se aclaro la garganta con la vista puesta en las llamas—¿Qué es lo qué lo mantiene afligido?

Ciertamente el Conde esperaba cualquier cosa, menos esa.

—No entiendo a que te refieres—El demonio se volteó—. Creí que ibas a hablarme sobre algún caso que nos encomendó la Reina...—Echó una mirada al reloj en la pared—. Ya es más del mediodía, Elizabeth llegará en cualquier momento. Y yo aquí perdiendo el tiempo.

Hizo el amago de levantarse, pero una presión en sus manos se lo evitó. Sebastian lo miraba de manera intensa, sus ojos relucían como las gotas de sangre fresca, obligó al Joven a acomodarse otra vez en su sitio.

—Usted no se mueve hasta que responda mi pregunta.

—¿Estás loco? Elizabeth podría llegar en cualquier momento. —Intentó razonar.

—Ella no vendrá. Así que contésteme, por favor. —explicó el mayordomo antes de que cayera un rayo.

—¡Cómo que no vendrá!—exclamó Ciel— ¿Porqué no vendrá? ¿Qué es lo que pasa?

—No entiende que lo único que me importa es usted. ¿Verdad?—Soltó de manera brusca Sebastian al momento que se arrodillaba delante de él— Ni la Reina ni Elizabeth me importan. Quiero que me cuente lo que le pasa, por favor.

Ver a un demonio rogar fue una de las cosas que Ciel nunca creyó ver, y le dolía. ¿Realmente podía confiar?¿Qué era lo que tenía? Ni él mismo estaba seguro.

—Ciel, por favor —Una lágrima se escapó de los ojos escarlatas—. No quiero que te hagas más daño. Por favor, te lo ruego.

Un tumulto de emociones y pensamientos se agruparon en el joven, el dolor en su pecho se intensificó. Y sin quererlo empezó a llorar con Sebastian y el cielo. De inmediato comenzó a temblar, no sabía que hacer o decir, ya era demasiado para él.

—Sebastian, me duele el pecho—susurró—. Me asfixió, no sirvo, soy solo un estorbo en la vida de todos. Y me odio, odio no poder llegar a convertirme en el alma que deseas.

El demonio intentaba mantener el contacto visual con Ciel, mientras esté hiperventilaba y temblaba.

—Cálmese, por favor. Yo leí lo que usted escribió, no quiero que se haga más daño.—Lloró Sebastian aferrándose al Conde.

—Sebastian, quiero morir, sigo sin saber para que vivo—jadeó—. Yo te amo, pero no puedo seguir viviendo así, siendo un esclavo de la Reina, el prometido de Elizabeth; mi propia prima, a la que no amo. Mis pensamientos y mi pasado no me dejan ser feliz.

—No digas eso, Ciel. Tu compromiso se rompió, y lo del Perro Guardián se puede arreglar—Alentó—. No...

—Yo no merezco estar vivo—Interrumpió—. Debí morir en el incendio con mis padres, no se porque mierda sobreviví.

—Esa mierda es el contrato—Aclaró—. Me duele verte así, tu venganza ya no importa. Necesito que estés bien. ¿Qué es lo que tengo que hacer para que seas feliz?

Sebastian pasó su manos por la cara de Ciel limpiando sus lágrimas. El ambiente estaba tenso, el joven temblaba y su cabeza parecía estallar en cualquier momento.

—Sebastian, quiero morir, es una o...

—No, yo te amo. Nunca más piense en decir eso—murmuró—. Deje de ser tan egoísta. A mí también me duele, me angustia en sobremanera que usted se sienta así.

Sebastian lo abrazo, intentó esconderlo en su pecho mientras ambos lloraban de manera amarga y agonizante.

—Todo puede mejorar, Ciel—susurró en su oído—. No te voy a abandonar.

Ciel asintió y se aferró a su espalda, por primera vez en mucho tiempo sentía algo de esperanza para su vida, aunque el dolor todavía seguía ahí.

Él sabía que el amor no es la cura para la depresión, pero no dudaba en que lo ayudaría y que ya no tendría que luchar solo por su vida. O eso quería creer en  el fondo de su dolor.

 

Notas finales:

Sepan disculpar cualquier error de dedo.


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