1 DE OCTUBRE:
OCRE, ROJO Y ORO
En un beso sabrás todo lo que he callado.
(Pablo Neruda, Pelleas y Melisanda).
—Entonces, ¿aceptarás?
Sus palabras, cadenciosas en aquella primera tarde de octubre, cubiertas del tono cálido de las hojas pintadas en ocre, rojo y oro, resuenan en tus oídos como un llamado que te tienta, como una plegaria que te ruega.
Es un juego, sabes perfectamente que para él es solo un juego. Su capricho antes de, cerrar los ojos, y dejar todo atrás en vista de lo que podrá descubrir más adelante. Es un maldito juego que solo será como un suspiro en el tiempo y dejará a su paso dolor y corazones rotos, el tuyo y el suyo, por lo que tu cerebro te insta a negarte, tan fácil y simple como eso, así de sencillo; pero, aun así, no puedes…
El reflejo que te devuelve la ventana de la sala por la que observas, eres tú rodeado de otoño, con los grises ojos reflejados en las nubes que pincelan el cielo y la piel fría como el viento gélido que hace aullar las copas de los árboles. Eres tú rodeado de tristeza ante lo que no tienes y secretamente deseas, a pesar de saber que una vez lo obtengas te maldecirás y lo maldecirás por hacerte daño; ¿pero no sería acaso un precio justo por al menos tenerle?
Vuelves el rostro y le ves sentado junto a la chimenea, rodeando lánguidamente sus piernas en un abrazo mientras te observa con aquellos impresionantes ojos que hablan de la primavera lejana y los días más cálidos del verano. Aquellos ojos que la primera vez que te observaron cerraron tu boca y contuvieron tu aliento, a pesar del fuerte propósito que tenías de regañarlo por colarse en tu casa como si fuese la propia. Aquellos ojos que se han convertido en una constante, como las constelaciones celestes, y que, en vez de marcar el paso de una estación a otra, hablan de días buenos y días malos, de sueños rotos y esperanzas que vuelven a repararse.
Durante tres años han sido un ir y venir constante para ambos, un girar en torno al otro esperando algo, lo que sea, quizá porque desde el principio han sabido que debían encontrarse y colisionar en algún punto, aunque siempre temiendo que fuese demasiado pronto, demasiado incorrecto, y solo por eso han esperado y esperado, perdiéndose en pláticas eternas y situaciones absurdas; en tus silencios demasiado largos y en su necesidad de hablar de mil cosas y reír por todo.
Entonces, ¿por qué no aceptar?
Han sido tres años de esperar, de conocerse, de comprender que son lo correcto para el otro, aunque no lo sean, y ahora el tiempo —siempre favorable para ambos— ha comenzado a correr a contrarreloj, porque una vez ese mes llegue a su fin, Eren cerrará los ojos y abandonará todo sin mirar atrás para perseguir su sueño, o reparar los pocos que le quedan; aun así, no deja de ser doloroso. Y quema. Y sangra.
El tictac del reloj en la sala resuena y marca el compás de tus latidos, de tus respiraciones suaves y ligeras que se asemejan a la forma en que él se muestra cuando guarda silencio y su imagen de colores extremos se difumina con el entorno, decolorándose un poco por los bordes, porque Eren, que siempre ha sido como el verano ante tus ojos, con su piel bronceada que recuerda a la tierra calentada por el sol y su mirada verdeazulada que habla del mar de julio, te recuerda a veces con sus sonrisas rotas y sus sueños quebrados a la escarcha de diciembre, tan cruel como hermosa, tan frágil como etérea. Y duele, duele tanto…
Y aunque deseas seguir engañándote a ti mismo, sabes que él no es un «para siempre». Que a pesar de haber orbitado el uno entorno al otro nada más conocerse, esperando, siempre esperando, en el momento en que el mundo de ambos colisione se producirá el cataclismo, convirtiendo a este en un millón de estrellas distantes, tan hermosas como inalcanzables.
Sus ojos —aquellos ojos cargados con el color de los óleos y acuarelas que llenan su vida— te estudian sin tregua y casi puedes jurar que el aliento que escapa de sus labios grita y suplica, porque tiene miedo y está asustado. Porque, a pesar de sus sonrisas, sus palabras y sus juegos, siempre el dolor ha sido más fuerte y la desesperación más profunda. Porque, a pesar de su felicidad fingida, ha sido su tristeza perpetua la que acabó enredando su alma con la tuya.
Te observa y lo observas, y le odias por lo que sabes te hará, o te harás tú mismo, pero, si de todos modos sufrirás su ausencia, ¿entonces por qué no?
Acortando la distancia entre ambos te acercas, escuchando como el crepitar de las llamas en el hogar se entremezcla con sus palabras mudas y el llanto que no cesa ni cae. Acaricias su mejilla y la sientes cálida, impregnando así tus dedos de hielo de un rayo de verano y aquella promesa efímera que durará apenas un parpadeo, porque cuando este mes transcurra, abrirás los ojos y el sueño habrá desaparecido.
Te inclinas lo justo y besas sus labios, sintiendo el regusto dulce del té en su boca y el ligero golpe de su suspiro mezclándose con el tuyo, y aunque duele, lo aceptas gustoso, porque al menos te recuerda que sigues y sigue vivo, que todavía está allí antes de que acabe de desdibujarse y se vuelva por completo inalcanzable.
Lo besas y dejas que esa sea la respuesta que te ha pedido, porque sabes que él va a comprenderte sin necesidad de palabras, porque siempre lo hace, y mientras profundizas aquella íntima caricia, piensas que nada nunca ha sido tan amargo y triste como aquel comienzo del fin.
El reloj ha comenzado su cuenta atrás, y duele, duele tanto…
Octubre ha dado inicio vestido de ocre, rojo y oro en pleno otoño, rodeado de la etérea tristeza del verde y la dulce amargura del primer beso que han compartido.