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Fuego y miel por 1827kratSN

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—Te va a encantar lo que te traje.

—No debiste hacerlo.

—Era sumamente necesario —Portugal ondeó la mano y su sirviente acercó un cofre de tamaño mediano que posó sobre la mesa—. Te juro que si con esto no recupero tu sonrisa, aunque sea por un ratito, me rendiré.

No estuvo consciente del tiempo que pasó porque para ellos, que representaban a la propia tierra, la vejez humana les era ajena. Esa maldición le impidió a Portugal percibir en qué momento aquella sonrisa tan bonita que caracterizó a Britain se fue apagando hasta volverse solo un recuerdo. Aquel rostro que conoció como una bonita pintura, se volvió apático, serio y sin expresiones siquiera.

Las cartas que se escribieron no reflejaron el dolor de una vida llena de peleas por poder, ambiciones que solo desencadenaban en mayores conflictos, y decisiones ajenas que afectaron de mala forma a la representación de tantas vidas. Los periodos eternos en los que no pudieron comunicarse formaron una brecha desconocida que robaron los sueños de aquel reino.

—Probemos entonces.

La contestación faltaba de emoción, los dedos opacados con colores moribundos de esas manos se deslizaron por la madera hasta abrirla con cuidado. Varios objetos recolectados con ilusión por Portugal se mostraron ante el británico que los examinaba con cuidado, guardando su sorpresa y apenas iluminando su mirada con alguna reliquia bonita e interesante.

—Dejé lo mejor para el final.

Portugal no perdió el entusiasmo y descubrió la tela que envolvía decenas de frascos pequeños, sacó dos con muchas ganas y sin poder siquiera explicar lo que era, lo acercó hacia ese rostro y sonrió.

—¿Hierbas? ¿Tierra? —adivinaba el británico.

—Se llama “té” y con tan solo un poco, te devolverá la paz al corazón.

—No juegues, Portugal, sabes que no creo en esas cosas fantásticas.

—Qué alguien me traiga agua caliente porque le voy a cerrar la boca al rey —soltó una risita.

—Portugal no hagas escándalo.

—No seas aburrido, King.

El sobrenombre “King” se lo inventó en medio de sus largas noches pensando en un amor que no pudo ser, y lo transmitió en aquellas cartas creadas a la madrugada, recibiendo una aceptación gustosa. Se volvió su pequeña treta para demostrar que el cariño nunca se olvidó.

Ante la atenta mirada de su amigo preparó la bebida caliente y la sirvió en finas tazas de porcelana adornadas por flores de vivos colores. Portugal esperó ansioso ver alguna señal de gusto cuando el líquido tocó los labios exigentes del gran reino, y lanzó un gritito de festejo al escucharlo suspirar de satisfacción.

—Es…

—¿Maravilloso?

—Diferente, diría yo —el británico bebió con calma.

—Espera a que las plantas hagan efecto y verás.

—¿Me envenenaste acaso?

—Te hechicé —bromeó divertido mientras bebía su propio té.

—Quiero un poco más.

—Pediré algo para acompañar.

Lo vio sonreír esa vez, como en antaño, con aquella sinceridad tan particular, siendo el mismo reino que conoció en una fiesta aburrida. Aquella bebida entonces se volvió como su vínculo más poderoso, compartiendo tazas a la misma hora en las contadas visitas que cada uno le hacía al otro.

Ocultando las segundas intenciones.

Nunca lo dijeron en voz alta o expresaron una insinuación siquiera, pero ambos repetían aquellas visitas justificadas por mostrar las nuevas adquisiciones de Portugal en medio de sus largos viajes entre mares. No levantaron sospecha siquiera, pero ambos y cada uno a su forma revisaba minuciosamente cada cambio por mínimo que fuera en el ajeno.

Una parte en especial.

Era el británico quien ansiosamente y apenas ver a Portugal revisaba aquel cuello esbelto, ocultando sus dedos temblorosos y sus palmas sudadas debido a la ansiedad de hallarse con la evidencia de un vínculo con alguien desconocido. Y por su parte, Portugal se empecinaba en siempre mantener alejado cualquier pañuelo y adorno de su cuello para demostrar que aún era libre, disponible para tomar cualquier oportunidad que se le presentara, pero solo lo hacía cuando estaba en presencia de Britain y de nadie más.

Era patético de cierta forma el que hicieran eso. Pero lo hacían.

Lo habían hecho desde la misma despedida hace años, era como una obsesión casi enfermiza y repudiable. Porque el matrimonio de gran reino seguía vigente, tambaleante y lleno de problemas, pero ahí estaba, siendo respetado aun cuando no se lo merecía. Y a su vez, entre amores sin terminar u organizar, el portugués jamás demostró verdadero interés en nadie más que en aquella representación marchita, a la que jamás intentó seducir por respeto a las creencias ajenas.

Su vínculo invisible jamás se rompió.

Y agradecían aquello.

—¿Quieres escaparte esta tarde?

—No lo sé.

—Iremos al centro —Portugal sonreía maliciosamente—, a beber algo fuerte en una cantina de mala muerte.

—¿Te gustan esos lugares, Portugal?

—No… Pero así molestaremos a Francia, tu esposo.

—Eres malévolo.

—Por favor, King, sé que quieres hacerlo.

—Nunca dije que no.

—¡Hay que embriagarnos! ¡Y lanzaremos las botellas al río!

—Prudencia.

—Para prudentes ya estás tú. Mi deber como tu amigo visitante es quitarte esa prudencia aunque sea un ratito.

—Estás loco.

—Sí —reía bajito.

Algún día Portugal esperaba poder responder a eso con un “Estoy loco por ti”.

 


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