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La Nueva Era por Camila mku

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Mientras conducía directo al restaurante en el cual había acordado verse con Fausto, Tim recordó la última vez que había tenido una cita. Había sido hacía tres años, unos meses antes de entrar a trabajar en Biosyn, cuando todavía era apenas un estudiante de la facultad de ciencias genéticas de California.

En ese entonces había conocido a Axl, un chico de su edad, rubio, muy guapo, inteligente y divertido a quien, además, se cruzaba todos los días en el aula porque estudiaban la misma carrera.

No podía hacer memoria exacta sobre cómo había surgido la primera conversación entre ambos. Axl se sentaba al lado de su pupitre y habían tenido una conexión casi instantánea desde el primer momento en que se vieron. Luego de haber cruzado unas palabras, el resto se dio casi instantáneo.

Habían compartido varios meses llenos de tardes divertidas y noches de placer además de ayudarse mutuamente con el estudio. Aunque la mayoría de las veces era Tim quien se había encargado de explicarle el paso a paso a Axl. Después de todo, siempre había hecho renombre de su reputación de nerd.

Después de la graduación, su vida y la de Axl tomaron rumbos diferentes luego de que aquel se fuera a vivir a un pequeño pueblo del sur de Minnesota. No volvieron a verse después de eso, ni Tim llegó a saber más de Axl más allá de lo que le llegaban a mostrar las redes sociales. Estaba al tanto de que Axl se había casado y se había ido a vivir con su esposo a un departamento alejado del bullicio de la ciudad. Siempre lo había escuchado decir lo mucho que detestaba el amontonamiento de la gente en California.

Tim esbozó una sonrisa amarga. "Quizás ahora esté viviendo la vida pacífica que tanto anhelaba", pensó y apretó el acelerador. Debía darse prisa para llegar a tiempo a su encuentro con Fausto. Si tan solo hubiese salido un poco antes del laboratorio…

Estaba nervioso, no lo negaba. Habían pasado tres años de su última cita y se sentía oxidado. La ansiedad, para colmo, tan ingrata como fiel, hacía que se imaginara escenarios catastróficos; no dejaba de hacerse preguntas que, más allá de que las rumiara cientos de veces, no daba con sus respuestas. "¿Y si me quedo en blanco y no tengo nada que decir? ¿Y si no me gusta? ¿Y si yo no le gusto a él?".

—Bueno… —habló para sí mismo mientras ubicaba el auto en el estacionamiento—. Si no lo conozco jamás lo sabré. —Sonrió, apagó el motor y bajó con la seguridad de quien no tiene idea de con qué está a punto de encontrarse.

Cuando entró al restaurante buscó a Fausto con la mirada. Le había dicho que iba a estar vestido con blusa verde y jeans, pero Tim jamás imaginó que sería ese tipo con blusa y jeans. Se veía magnífico, ¡mucho más que en las fotos de Tinder! Tim daba internamente las gracias de tener tan buen gusto.

Fausto era un sujeto esbelto y musculoso de piel muy bronceada y cabello castaño, aclarado por el agua salada del mar y el sol. Muy contrario de él, cuya piel era tan blanca que los rayos de sol solían dejar manchas rojas si andaba sin protector solar por las tardes. Era uno de los motivos por los cuales Tim odiaba el calor abrasante de California, pero se había acostumbrado tanto a él que no se imaginaba viviendo en otro lugar, y por eso nunca se había ido.

Fausto estaba sentado en una mesa para dos al lado del gran ventanal con vista a la playa. Si le hubiese tocado elegir a él, hubiese ido a la misma mesa porque el oleaje se veía magnífico desde esa posición.

Se acercó con lentitud y se le paró al lado. Fausto recién entonces pareció caer en cuenta de que su cita había llegado, había estado mensajeando por celular sin prestar demasiada atención a su entorno. Su expresión cambió de una pensativa a una alegre y fue cuestión de segundos para que dejara el celular a un lado.

—Lo siento, estaba… atendiendo algunas consultas del trabajo —dijo todo apresurado mientras ojeaba a Tim de pies a cabeza. Su sonrisa perlada de oreja a oreja le advertía a Tim que estaba, por lo menos, entusiasmado de verlo—. ¡Oye, qué gusto que finalmente acordamos!

—Pienso igual —dijo Tim, la alegría en la expresión de Fausto lo contagiaba de cierta sensación de bienestar—. Me da gusto verte al fin —dijo sonriendo, y tomó asiento. Todavía estaba pensativo sobre cómo romper el hielo. Esa mezcla de entusiasmo y estrés siempre le había resultado muy desagradable.

—¡Vaya, te ves increíble! —exclamó Fausto de la nada.

—¿Lo dices por la camisa? —preguntó Tim perplejo—. La elegí esta mañana, medio dormido, antes de salir del trabajo. Me alegra saber que elegí bien. —Sonrió.

—Es muy sofisticada… Yo, en cambio, me puse esta camisa que, creo, es demasiado llamativa.

Tim sonrió para sus adentros. A muy pocas personas le quedaba bien la ropa con colores tan exuberantes como el verde manzana y tenía que admitir que Fausto, con el color almendrado de sus ojos y su piel trigueña, la lucía espectacularmente bien.

—Te ves hermoso —dijo Tim con honestidad.

Hubo un silencio incómodo que Fausto se encargó de romper antes de que el rubor se le fuera a las orejas.

—Así que trabajas para Biosyn… —dijo Fausto, cambiando inmediatamente de tema.

—Sí, así es.

—Lo que haces me parece maravilloso, no es como la abogacía. Yo me la paso encerrado entre cuatro paredes, recibiendo quejas de gente que está desesperada por salir de apuros en los que ellos mismos se metieron.

Tim esbozó una sonrisa.

—No creas que yo soy diferente a ti… También me la paso encerrado. El laboratorio no es muy diferente de un estudio jurídico.

—Es diferente —dijo Fausto rodando los ojos—, ¡tú creas vida! Yo solo atiendo problemas, y a veces ni siquiera soy capaz de resolverlos.

Tim soltó una risotada que contagió a Fausto.

—Te sorprendería saber que la clonación artificial de dinosaurios es un trabajo muy tedioso y cansador —explicó con honestidad—. A veces me quedo madrugadas enteras en Biosyn.

—¿Sueles quedarte a hacer extras?

Tim movió la cabeza de un lado a otro.

—Las suficientes como para tener cinco meses de vacaciones al año —confesó, y con ello sorprendió a Fausto, que abrió grandes los ojos.

—Y yo que me creía un workaholic —dijo Fausto riendo.

—No vine hasta aquí a hablar de Biosyn —dijo Tim mientras miraba a través del ventanal el mar que golpeaba las rocas de la orilla—. No quiero tocar el tema del trabajo, ya paso demasiado tiempo ahí todos los días. Cuéntame de ti, Fausto. ¿Vives aquí, en California? ¿Tienes familia?


—En serio creo que estás loca —dijo Anton, y creyó que había hecho bien al ajustarse el cinturón de seguridad al máximo, porque Genna conducía como piloto de Fórmula uno—. Además, ¿cómo vamos a hacer para ubicar a Tim? No te dijo el restaurante donde va a estar.

Genna rodó los ojos.

—Con que "no habías escuchado toda la conversación", ¿eh? —dijo irónica—. Tranquilo, ya me encargué de rastrear su celular. Está en Pleasures of the Seas.

Habían estado media hora buscando una florería abierta, pero era tan difícil de encontrar a las ocho de la noche que Anton estuvo a punto de darse por vencido. Sin embargo, Genna parecía reacia a desestimar el plan. Le había asegurado que lo iba a ayudar a estropear la cita de Tim con Fausto al costo que fuera.

Anton no le respondió. A veces Genna le daba miedo.

—Tú solo debes seguirme la corriente —le dijo ella con una sonrisa maléfica, mientras el viento que entraba al auto por la ventanilla abierta del conductor le batía el flequillo—. Soy una experta en esto de arruinar citas. Solo haz lo que te digo. Ya lo verás. —Anton decidió guardar silencio y confiar en ella, después de todo Genna era de esas personas a las que se les daba bien eso de generar malos entendidos. En el trabajo lo había hecho más de una vez y los resultados habían sido satisfactorios… para ella. Esperaba en serio estar haciendo bien al hacerle caso.

Genna estacionó y Anton bajó del auto con prisa. Si bien no habían encontrado ninguna florería, estaba abierta la tienda de chocolates de la señora Pumfrey, que tenía predilección por todo el "rollo" de San Valentin y vendía las cajas de bombones junto con las flores. Ideal según Genna.

Anton se acercó al auto después de salir de la tienda con un ramo de margaritas en una mano y una caja de chocolates en la otra. Se metió dentro del auto de un salto. En cuestión de segundos, Genna apretó el acelerador y salieron disparando a Pleasure of the Seas, uno de los restaurantes más coquetos y elegantes de la zona, donde el menú principal estaba compuesto mayormente por mariscos.

Anton se preguntó si Tim había accedido a ir a comer allá para complacer a Fausto. Lo había escuchado decir más de una vez que no le gustaba la comida de mar. Eso le preocupaba, porque si Tim comía algo que odiaba solo por alguien, eso querría decir que ese "alguien" significaba bastante para él.

Tuvo miedo.

Estacionaron en el aparcamiento.

—¿Los ves? —le preguntó ella mirando desde la ventanilla.

Anton observó la vitrina con vista al mar. Logró ver a Tim sentado frente a un sujeto en una mesa para dos.

—Ahí están —dijo, señalandolos con el índice.

Observó la sonrisa de Tim, que se veía desde la distancia. Verlo sonreír con alguien más le generó un dolor punzante en el estómago. Fue entonces que recapacitó en que sus sentimientos por el pelirrojo eran fuertes y sinceros, y todo aquel tiempo desde que había entrado a trabajar en Biosyn no había hecho más que enamorarlo aún más.

Sabía todo de Tim; sabía que se tomaba un café todas las mañanas antes de entrar a la oficina y que trabajaba de manera incansable hasta las seis de la tarde. Sabía que tenía una hermana mayor llamada Lex que era veterinaria de reptiles; sabía que tenía dos sobrinos encantadores. Sabía que odiaba la comida de mar y que le encantaba el bistec con puré de papas. Sabía que solía estar de mal humor los miércoles porque era el día con más trabajo de la semana. Sabía que su abuelo había sido el creador del primer parque Jurásico y que Tim y Lex habían tenido que vérselas con un tiranosaurio rex siendo tan solo niños. ¡No era justo que un completo desconocido como Fausto se lo quedara!

—¿Compraste la etiqueta? —le preguntó Genna con los ojos bien abiertos. Anton le mostró una pequeña hoja amarilla decorada con hermosas guardas, muy sofisticada, atada a la caja de bombones—. Perfecto. Con eso será suficiente —dijo ella con una sonrisa diabólica. Agarró una lapicera que tenía en la guantera y se la dio a Anton—. Tienes el privilegio. Recuerda sonar muy, pero muy… enamorado.

Anton miró fijamente a Genna. Asintió y empezó a escribir. Sus dedos iban más rápido que sus pensamientos y tenía la vaga sensación de que estaba sonando como un adolescente hormonado. Cuando acabó de escribir, ató la tarjeta a la caja de bombones.

—Listo —murmuró—. ¿Y ahora qué? —preguntó Anton nervioso.

—Ahora solo tienes que confiar en mí y en mis habilidades actorales —dijo Genna enarcando una ceja.

Anton se cubrió la cara con ambas manos.

—Si Tim llega a verte estaremos perdidos…

—No lo hará, descuida —murmuró.

Anton se tapó la cara con las manos y soltó un suspiro largo y cansado.

—Ve de una vez antes de que empiece a creer que soy mala persona por estar haciendo esto.

Genna le guiñó un ojo y salió del auto a toda prisa.

—Tú solo observa y ve a una profesional hacer su trabajo —le dijo mientras caminaba hacia la entrada del restaurante, con cuidado de no ser vista por su jefe, aunque sospechaba que por lo entretenido que estaba Tim hablando con ese sujeto sería difícil que le prestara atención a otra cosa.

Genna no había visto a Fausto antes, era la primera vez. Creía que era un chico con una sonrisa encantadora y un bronceado de playa caribeña… ¡pero ni que fuera Orlando Bloom! Creía que Anton era mil veces más lindo que él, y deseó que su plan funcionara o tendría que soportar a su compañero de trabajo con el corazón roto todos los días en la oficina.

Se apresuró a esconderse detrás de una pared para no ser vista.

—Psss… —le chitó a un mozo que acababa de salir afuera del restaurante a tirar una bolsa en un tarro de basura. El hombre, ya avanzado en edad, se giró en todas direcciones para ver de dónde había venido ese sonido—. Aquí… —le dijo Genna—. Acérquese, por favor.

—Estoy trabajando, ¿qué quieres? —le dijo de muy mala gana. Genna salió de su escondite con el ramo de flores detrás de su espalda y la caja de chocolates en una mano. Prometió dejar todo su talento en esa puesta en escena y empezó a llorar como una niña—. ¿Se encuentra bien? —le preguntó el hombre y fue acercándose lentamente a ella.

Genna se volteó con rapidez y el mozo casi se echa hacia atrás del susto.

—¿Señor, usted puede ayudarme? —le preguntó con lágrimas en los ojos. El delineado negro en sus párpados se había chorreado hasta sus mejillas—. Estoy enamorada hasta el tuétano de aquel hombre. —El mozo se giró para ver al sujeto que Genna señalaba con el índice—. ¡Y no me importa si es gay! No voy a renunciar a él, no quiero perderlo… —gritó. El mozo cambió su expresión a una atolondrada. Lucía asustado—. Necesito que entre a ese lugar y le dé a ese hombre estos chocolates y estas flores, por favor… ¡Se lo suplico!

—Señorita, yo no puedo ir allá e interrumpir…

Genna se dejó caer sobre sus rodillas.

—¡Se lo imploro, señor! —lloró, y esta vez sacó a relucir todo lo que le habían enseñado las telenovelas que miraba de pequeña a media tarde con su abuela—. Esta quizás sea la última oportunidad que tenga para lograr que él me de un lugar en su corazón. Si no le da estas flores, quizás hoy… lo pierda para siempre —finalizó con la voz quebrada.

El mozo se la quedó mirando con el entrecejo fruncido.


—¿Qué te han parecido las pastas? —le preguntó Fausto a Tim.

—Muy buenas, aunque la salsa no tenía ese toque al que estoy acostumbrado.

Fausto rodó los ojos.

—Ya voy viendo que te gusta la comida casera.

—La que solía preparar mi niñera cuando yo aún vivía con mi hermana y mi abuelo… —confesó—. A mí no se me da bien la cocina.

Ambos rieron, pero las risas se convirtieron en expresión de incertidumbre cuando vieron a un mozo acercándose a ellos con un ramo de margaritas y una misteriosa caja.

—Am… siento mucho esta interrupción, señores —dijo el hombre—. ¿Quién de ustedes es Fausto? —preguntó.

Fausto observó al hombre extrañado.

—Yo… —titubeó, no muy seguro de lo que estaba ocurriendo.

—Esto es para usted —dijo el mozo y apoyó los obsequios sobre la mesa. Tan pronto como lo hizo, dio media vuelta y se fue directo a la cocina.

—Tim… no era necesario que hicieras esto —dijo Fausto con voz aterciopelada y una sonrisa radiante, aunque se lo notaba algo avergonzado.

—Yo no lo hice —confesó Tim.

Fausto arrugó las cejas y observó la caja. Había una etiqueta en ella. La agarró y empezó a leer.

—¿Qué dice? —quiso saber Tim.

—Am… —tartamudeó Fausto, y empezó a leer en voz alta— Fausto, hoy te ves increíble. Esa camisa verde te queda fenomenal… —Sus ojos se abrieron grandes con expresión de espanto. Continuó—: Me hubiese gustado estar ahí contigo en vez de ese tipo. Sé que estás muy enojado por lo que pasó, pero te ruego que me perdones. Todos cometemos errores. Sabes que te amo demasiado. Solo recuerda lo que hablamos esta tarde… —Tim miró a Fausto con los ojos bien abiertos—. ¡Juro por Dios que no sé quién diablos escribió esto, Tim! de verdad, yo no hablé con nadie esta tarde. ¡Me la pasé trabajando todo el día!

Tim estaba serio como una lápida.

—Sabe la ropa que llevas puesta —murmuró. Hasta entonces había creído que estaba saliendo todo demasiado bien con Fausto como para creer que podía llegar a ilusionarse. Se sintió un estíupido de tan solo pensar que Fausto había estado esa misma tarde con otro.

—Esto es una broma de muy mal gusto. Juro que no sé quién escribió esto ni entiendo por qué sabe cómo estoy vestido. —Estaba tan nervioso que sus manos empezaron a temblar—. Tim… me crees, ¿no es cierto? —Tim desvió la mirada—. Tim…

El pelirrojo exhaló hondamente.

—Supongo que esto estaba saliendo demasiado bien como para que fuera cierto —dijo, se puso de pie y sujetó su chaqueta, que había dejado en el respaldo de la silla—. Iré a pagar la cuenta. —Se alejó de a poco, pero Fausto lo detuvo sujetándolo del brazo.

—Espera, por favor, no hagas esto. Juro que te digo la verdad. —Sus ojos castaños ahora lucían acuosos y temblaba como una hoja al viento. Tim sintió una mezcla de enojo y pena que lo estaba sacando de quicio. Odiaba que lo trataran de tonto y era exactamente así como se sentía en ese momento.

Volvió a suspirar. Desvió la mirada y luego volvió a observar a Fausto a los ojos.

—¿Estás seguro de querer venir a mi departamento después de esto…? —dijo Tim—. Es decir, no quisiera quedar en medio de algo entre tú y otro sujeto. Si ya estás saliendo con alguien, debiste haber sido sincero desde el principio.

—Tim enserio… ¡yo no sé quién escribió esto! Y a mí ni siquiera me gustan las margaritas —dijo, arrojando con desprecio el ramo de flores al otro lado de la mesa. Se cubrió los ojos con una mano y empezó a llorar.


—¿Qué está pasando? —preguntó Genna desde la ventanilla del auto—. ¿Puedes ver algo, Anton? —Tanto ella como el rubio habían estado observando el segundo a segundo de todo lo que pasaba entre Tim y Fausto—. Tim se puso de pie —continuó ella—, al parecer quiere irse, pero Fausto lo detuvo. Están hablando.

Anton no quería precipitarse a decir nada hasta no ver que el plan había funcionado. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que ese momento no llegaría, porque los vio a ambos levantándose y saliendo juntos del restaurante después de que Tim pagara la cuenta.

—¡Maldición! —gritó Genna golpeando el volante del auto con furia. Anton tragó espeso y pronto lo invadió una sensación de malestar intensa—. Agáchate —le susurró Genna, y sujetó a Anton de la ropa para jalarlo hacia abajo, para que ni Tim ni Fausto los vieran cuando pasaron por el estacionamiento.

Esperaron un largo rato hasta que Tim encendió el auto y agarró viaje por la avenida principal.

—Ya se fueron... —murmuró Genna. Ambos se incorporaron. Anton dejó caer su espalda sobre el asiento del acompañante. Su expresión de tristeza era tan grande que sobraban las palabras en un momento como ese. Genna guardó silencio.


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