Una luz parpadeante apareció en la parte superior de los radios; era la señal para comenzar la misión. Elías, Leslie y Jim querían resolver el misterio que se ocultaba en la mansión Stanford, ya que estaban seguros de que existía algo inusual ahí dentro, en especial después de todas las observaciones que realizaron durante más de un mes.
Previamente, prepararon cuatro comunicadores de radio local, linternas y un plano arquitectónico que robaron de los documentos oficiales del arrendador que rentaba la casona. Además, pasaron casi todas las vacaciones de verano espiando al vecino para obtener información precisa sobre los horarios en los que salía y regresaba.
Esa noche era magnífica para corroborar sus teorías. Tendrían suficiente tiempo para entrar sin ser detectados, de acuerdo con los itinerarios.
Jim les entregó un radio a cada uno, les mostró cómo mandar señales de alerta y hasta imprimió un mapa de la casa para que Leslie y Elias no tuvieran problemas a la hora de reconocer habitaciones en todo momento. Repasaron el plan varias veces. Conocían con exactitud las rutas de evacuación si sucedía lo peor. Podrían usar la terraza del segundo piso o salir por la barda trasera del patio. Era una fortuna que estudiaron los planos a profundidad.
Estaban seguros que esa vez no sería como las pasadas “infiltraciones”, esas que realizaron cuando fueron niños. Su objetivo no era una construcción abandonada en un terreno baldío, ni tampoco una obra negra pausada que se encontraba cerca de la periferia de la ciudad. Estaban a punto de ingresar a un sitio habitado por un sujeto al que calificaban como más que extraño.
Antes de llegar al sótano, debían conocer el perímetro y analizar todos los detalles posibles. Tendrían quince minutos para cerciorarse de lo que había en la sala, el comedor, el recibidor y la cocina. Leslie y Elías eran las unidades de investigación, mientras que Jim se quedaría en la habitación de Elías y se encargaría de los sistemas computacionales para guiarlos. Asimismo, el último se encargó de la conexión entre los radios, aseguró su funcionamiento y activó el programa de mapeo en tercera dimensión que había diseñado en las semanas pasadas. Estaría en constante comunicación con ellos y los alertaría de los movimientos exteriores.
Elías y Leslie se despidieron con tranquilidad y aprovecharon que no había más personas en la casa de los Altamira. Cruzaron la calle sin ser detectados y se adentraron por el balcón que dividía la mansión con la casa que perteneció a los Romero. Saltaron la barda, cruzaron el zaguán y llegaron al jardín interno.
—¡Guau! —Leslie se expresó con una voz melodiosa. Miró el jardín descuidado y las plantas altas que parecían matorrales deformes—. ¿Cuánto tiempo lleva sin ser podado? Pensé que el señor Martínez la dejó en buen estado antes de rentarla.
—No te distraigas con algo tan simple —reclamó Elías y se acercó a las puertas de cristal que conectaban con la sala.
Leslie le arrojó una mirada de reproche, pero no dijo más. Todavía parecía increíble que, después de todo lo que habían convivido en los últimos meses, y que parecía que habían enmendado su relación, a veces se comportara como un tonto.
Abrieron la puerta corrediza cuidadosamente y esforzaron la vista para penetrar en la oscuridad. Al no detectar movimiento, Leslie prendió la linterna y pasó la luz por algunos puntos.
Los sillones de la sala estaban cubiertos por unas sábanas protectoras para evitar el polvo. La mesa también tenía una protección, pero era más como un mantel barato, de esos con tejidos simplones, que simulaba darle un toque decorativo. A la izquierda, había un trinchador con dos vasos enanos y nada más. Ni siquiera se encontraba la clásica vajilla y adornos que las familias solían tener para lucirlas en las festividades. A la derecha estaba un antecomedor, pero se veía tapado con una colcha delgada de tonos claros, al igual que el resto.
—¿Por qué tiene todo cubierto? —dudó Leslie pensativa.
—¿Quizá no quiere limpiar tan seguido? —Se burló el chico para calmar los nervios.
Cerraron la puerta y dieron unos pasos al frente. Encontraron que el recibidor estaba un par de escalones abajo, luego había dos escaleras divisoras; una hacia un piso inferior y otra hacia uno superior. A la izquierda, visualizaron una puerta de paso que lucía inmóvil.
—Despejado —informó Elías por el radio comunicador.
—¿Cómo nos dividiremos? —preguntó Leslie.
—La planta baja parece más simple. Tú te quedarás aquí y yo revisaré el piso superior —ordenó un poco engreído.
—Prefiero el piso de arriba —dijo ella, ofendida—. Soy más ágil que tú, por si no te has dado cuenta. Puedo usar la cuerda de alpinismo para bajar por la terraza, por la experiencia que tengo. Sería más fácil para mí huir.
—¿Estás diciendo que soy lento? —refunfuñó y se acercó a ella lentamente para retarla—. Soy más alto que tú, así que podré protegerme si nos descubren.
—¿Y eso qué tiene que ver? Para eso traemos los cuchillos, ¿no? —respondió con altanería.
El sonido del radio los asustó de repente. Ambos se detuvieron y se tranquilizaron.
—No es momento de discutir, ¿sí? —La voz de Jim se escuchó por la bocina. No sonaba molesta, pero tampoco tranquila—. La mansión es enorme; no importa cuál área seleccionen. Deberán estar alertas en todo momento.
—La gran mayoría de las luces y sonidos vienen del segundo piso, ¿no es así? —recordó Leslie.
—No podemos ignorar que podría haber pistas fundamentales en la primera planta —insistió Jim—. Si Eli quiere ir arriba, déjalo.
—Está bien, yo revisaré el segundo piso. —Aceptó ella. Luego, caminó hacia la puerta de la izquierda, se despidió de Elías con un ademán y abandonó la sala.
El otro respiró profundo e intentó calmarse. Sentía los nervios de punta y no sólo era por lo que hacían en esos instantes. Si alguien los descubría, podrían ser acusados de allanamiento de morada y meterían a sus padres en problemas. Sin embargo, en los últimos días, antes de la supuesta misión, hizo cosas que nunca creyó que tendría el valor de nombrar, especialmente por el miedo que sentía si su padre se enteraba. Del mismo modo, su relación con Leslie se modificaba, aunque estaba un poco sorprendido por la revelación sobre el problema con su familia, todavía había un leve resentimiento contra ella, porque creía que la chica le robó a su mejor amigo. No obstante, no era lo que más le causaba miedo, sino lo que ocurrió con Jim.
—¿Eli? ¿Estás bien? —Se oyó la voz de este último por el comunicador.
—Sí —mintió.
Se acercó a las escaleras y subió, temeroso. Usó la linterna y encontró una alfombra roja aterciopelada de esas de siglos atrás. Definitivamente, el señor Martínez tenía pésimos gustos para la decoración interior. Avanzó un poco más, hasta que se encontró con una puerta lisa a la derecha que estaba forrada con el mismo papel tapiz que el resto; parecía como si la hubieran cubierto a propósito para esconderla. Levantó la mano y tocó la perilla en forma de rectángulo. Temblaba del miedo, en especial porque su mente le recordaba como una cinta rayada los sonidos extraños que habían capturado con ayuda de los micrófonos especiales que instalaron en el recibidor y el balcón superior.
Abrió la puerta con cuidado y apagó la lámpara para no ser descubierto por si había alguien en el interior. Lo primero que detectó fue un hedor asqueroso y penetrante, entonces aluzó a toda prisa y encontró algo espeluznante. Abrió los ojos de par en par; jamás lo habría imaginado. Los sonidos e imágenes que obtuvieron durante casi todas las vacaciones de verano cobraban cierto sentido.
Buscó el radio e intentó hablar, pero sintió que alguien le tocó el hombro con delicadeza.
† * †
Leslie miró las decoraciones de cuadros y objetos sobre los trinchadores del pasillo. Los retratos y las vasijas daban un toque antiguo y muy lúgubre, pero para ella eran acertados. Creía que el señor Martínez tenía un gusto refinado y que tenía la intención de preservar un estilo clásico para acompañar la arquitectura de la mansión. Dio unos pasos más hacia otra puerta de paso y se perdió en reproches venidos de los últimos días.
Conocía a Jim desde mucho tiempo atrás, desde que fueron niños pequeños y estuvieron en el mismo colegio de preescolar. Lo consideraba su mejor amigo, pero nunca creyó que, al mudarse con su mamá a la cerrada San Oblicuo, conocería a Elías y a Ricardo. Este último la hacía suspirar. Ricardo era un chico simpático, amable, cordial y respetuoso, a diferencia del primero. Con él, desarrolló una amistad profunda y algo mucho más significativo, algo que le causaba mucho miedo aceptar. Gracias a Jim, pudo entrar al grupo de amigos y se divirtió con ellos durante casi tres años. Hasta que un día la familia Romero se fue.
Al inicio, Ricardo y Elías la molestaban y decían que ella y Jim eran novios. Por supuesto que no era así. Ella sabía que a Jim no le gustaban las chicas, pero procuraba nunca hablar de ello sin su permiso. Sin embargo, con el paso del tiempo, descubrió la relación tan enredada que existía entre Elías y Ricardo, y todavía no terminaba de comprender qué rayos sentía y buscaba Eli.
—Es inmaduro —musitó sin percatarse de que decía sus pensamientos.
Durante los años pasados, solían juntarse en la construcción del final de la cerrada que parecía una casa a medio terminar, inventaron todo tipo de juegos, desde exploraciones imaginarias, búsquedas de tesoros, hasta invasiones alienígenas. Por desgracia, en la cerrada San Oblicuo no había más niños de su edad, y era la única chica de la generación, por lo que recibió un trato cruel por parte de Elías, en el momento en que se unió al grupo. A pesar del inicio tan complicado, lo consideraba un amigo especial, aunque estaba contrariada respecto a lo último que le contó. ¿Por qué no era capaz de tomar una decisión que para ella era simple?
Se detuvo de forma abrupta, al descubrir una mesita de té con un florero ancho lleno de rosas marchitas. ¿Cómo terminaron por convencerse de que era buena idea entrar a la mansión? ¿Cómo aceptaron que era lo correcto? Antes, sus juegos se desarrollaban en la construcción abandonada, o en los terrenos baldíos que estaban a cinco cuadras, hacia el poniente, o incluso en las salas de videojuegos del centro comercial más próximo.
Exhaló, derrotada, y se regañó otro poco. Debió haberse opuesto al plan y decirle a Jim que era una locura entrar a la casa del nuevo vecino, así pareciera un tipo raro.
Ya no servía de nada reprocharse. Se hallaban en la mansión Stanford, y debía continuar la misión. No obstante, añoraba el pasado y todas las interacciones cuando Ricardo todavía vivía en el vecindario. Recordaba las historias de misterio que inventaron para buscar a un asesino serial; a ella le gustaba mucho ser la detective, pero tuvo que conformarse con ser la ayudante de Ricardo o Jim porque si no Eli se molestaba y decía que le daban preferencia por ser chica.
Desgraciadamente, sus juegos terminaron el día en que un joven bastante peculiar se mudó a la vieja mansión. Jim fue el primero en proponer la idea de espiar y observarlo, después de descubrir que el sujeto no lucía común. Compraron un juego de cuatro radios profesionales y gastaron todos sus ahorros en linternas, cuerdas de alpinismo y ropas oscuras. También robaron los planos de la casona de la oficina del señor Martínez, el cobrador de rentas y vendedor de bienes raíces.
Las observaciones dejaron de ser una distracción durante las vacaciones y se transformaron en algo serio. Y todo se acrecentó cuando consiguieron audios perturbadores e irreales que parecían no tener explicación. Hicieron itinerarios exactos para confirmar los movimientos del vecino durante la madrugada, pues vieron que las luces se encendían de forma intermitente y en diferentes habitaciones. Por si no fuera suficiente, descubrieron al vecino salir bastante arropado cuando el calor del verano era insoportable.
Comenzaron a creer que su trabajo ya no era jugar sino espiar, y su misión se había convertido en un problema cuando decidieron infiltrarse a la mansión.
Un sonido se escuchó en el pasillo siguiente. La chica sintió a su corazón latir aceleradamente y al sudor caerle desde la frente. Creía que lo peor era ser descubierta y meter a su madre en problemas legales por lo que estaban haciendo; no obstante, aquello no podía compararse con lo que estaba a punto de presenciar en esa casa.
Continuó el paso y cruzó el recibidor hasta llegar a una sala de comedor amplia. Los muebles eran oscuros y de estilo barroco. Observó un reloj de péndulo que estaba junto a una pintura con dos hombres sentados de manera obscena, mientras comían cuerpos en putrefacción y la sangre caía por sus cuerpos desnudos.
—¿Qué rayos es eso? —susurró, asqueada.
Sin previo aviso, una puerta se cerró con estridencia y la asustó. Dio un brinco y apagó la linterna. Se escondió detrás del reloj de péndulo y contuvo la respiración. Estaba sumamente nerviosa y aterrada. Si alguien la había visto, ¿qué pasaría? No quería ni pensar en lo que podría ocurrir.
Esperó unos minutos, hasta que se tranquilizó por completo. No detectó ningún sonido, ni pasos, nada. Así que observó, desde detrás del mueble, en dirección a la puerta del frente y prendió la linterna. Pero no había nadie.
—Tú puedes hacerlo, Leslie, vamos. —Se alentó en un monólogo de convencimiento.
Salió del escondite, avanzó y abrió la puerta. Otra vez, encontró un corredor grande que tenía una entrada a la derecha y unas escaleras hacia la parte inferior. Caminó con cautela, mientras se debatía si seguir a la derecha o bajar. Optó por la última opción y encontró una puerta caoba al final.
Antes de abrirla, recordó el mapeo que memorizó con ayuda de Jim y Elías. Se suponía que estaba por adentrarse a la cocina, así que debía ser más cuidadosa. Entonces, después de un par de ejercicios de respiración para calmar la ansiedad, entró y descubrió el lugar completamente descuidado. Los platos estaban en el fregadero, llenos de restos de lo que parecía ser comida. Se podía ver a los insectos rondando por casi todos lados, incluidas las mesas. El refrigerador estaba entreabierto sin señales de luz; quizás el foco estaba descompuesto. Se acercó al electrodoméstico y visualizó un líquido rojo que escurría de alguna parte del interior. Miró la mesa y también encontró fluidos irreconocibles y unos cuchillos grandes y sucios.
—Guácala. Huele horrible —expresó en un susurro, como una forma para sentirse menos sola.
Tocó la jaladera del refrigerador y lo abrió. Nuevamente, detectó un hedor insoportable a putrefacción. Se cubrió la nariz y levantó la linterna para ver el interior con detalle, pero notó algo demasiado horrendo. Se alejó a toda prisa, tropezó con la mesa y soltó la lámpara. Sentía ganas de vomitar, de llorar y de gritar, pero se contuvo. Se levantó, tomó el fanal y corrió hasta la puerta. Sacó el comunicador e intentó mandar una alerta al resto del equipo. Sin embargo, el pomo comenzó a girar con una lentitud inusual, para después escucharse el chirrido de los pernos de la puerta al ser abierta.