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Remembranzas por Kitana

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Notas del fanfic:

Bueno, este fic ya tiene un tiempo de haber sido escrito, se me ocurrió gracia a una imagen que me pasó Claire, Xd, muy buena por cierto jejeje, espero te agrade, amiga

Era una mañana como cualquiera otra, no esperaba demasiado, como siempre, simplemente se dejó llevar por la inercia y dio comienzo al día. No tenía sentido alguno seguir preguntándose si acaso había algo más que lo que tenía enfrente. Luego de darse una ducha, se plantó frente al espejo y contempló su rostro, ¿a quién iba a engañar? Con esa cara parecía de todo menos nepalés. En su mente, esa era la explicación a su orfandad, ¿qué padre se tragaría el cuento de que un niño de piel blanca y ojos claros fuera hijo suyo en un país como Nepal? No, no se parecía a la gente que poblaba esa que a pesar de todo consideraba su patria. Ciertamente tenía sus ventajas ese aspecto suyo, sin embargo, no todo era miel sobre hojuelas.

Se afeitó cuidadosamente, como si ese día tuviera una cita muy importante o algo parecido. Sencillamente le apetecía vagar el día completo, sin embargo, si quería conservar su trabajo, era mejor presentarse y cumplir sus deberes prolijamente, como era debido y dejar los sueños para una mejor ocasión.

Sueños… parecía como si últimamente los sueños fueran la fuente de su desazón, de ese extraño duermevela en que a veces se sumergía sin desearlo siquiera. Aunque lo deseaba, no podía sacarse de la mente ese rostro, esos ojos, esa sonrisa que parecía habitar únicamente en el mundo de sus sueños. Pero… ¡era tan real la sensación de esas manos sobre su cuerpo, de esos labios sobre los suyos! Agitó violentamente la cabeza intentando desvanecer esos sueños que le hacían perder la consciencia de lo real y lo onírico.

Salió a la calle y se dirigió a su empleo, intentando pasar desapercibido entre el mar de rostros morenos entre los que, sin duda, el suyo destacaba poderosamente. Arribó en tiempo al hotel, en silencio y sin mayor aspiración, se vistió con el uniforme y se apresuró a tomar su lugar en la recepción. El día transcurrió sin pena ni gloria, en medio de ensoñaciones provocadas por el rostro de ese hombre que se aparecía en sus sueños cada noche, sin que él pudiera evitarlo.

Faltaba muy poco para que terminara su turno cuando esa extraña mujer se presentó, vestida completamente de negro, le pasó una tarjeta con un número y le susurró que debía llamarla.

La curiosidad pudo más que sus dudas, y la necesidad de emociones hincó los dientes contra su cordura. A penas terminar su turno, se acercó hasta el teléfono público más cercano y marcó el número, una voz aterciopelada respondió.
— Aiacos, sabía que no ibas a decepcionarme, aunque, has tardado más de lo que me imaginé — dijo aquella voz en tono amable —. Quédate en donde estás, enviaré a alguien a buscarte.

No se atrevió a responder, como tampoco se atrevió a preguntar cómo era que ella conocía su nombre. Sin saber explicárselo ni a sí mismo, se quedó ahí, en espera de lo que pudiera pasar, ni por un instante le pasó por la mente que pudiera ser una treta o una broma, sólo sabía que algo superior a él le obligaba a permanecer en medio de la noche en ese lugar sin que hubiera una razón lógica para ello.

Al poco rato apareció un automóvil al que una mano, pálida y fuerte le indicó que debía subir. Lo hizo, sin poder sustraerse al influjo de eso que había motivado sus actos desde el momento en que esa extraña mujer se presentara ante él.
— Bienvenido — le dijo el imponente rubio que aguardaba a bordo del automóvil, le hablaba en su lengua nativa, aunque con un marcado acento extranjero. El rubio le hizo señas al chofer y pronto se vieron en una especie de mansión que no recordaba haber visto antes, pese a que recorría ese camino día con día.
—Aiacos… bienvenido a tu destino —. Dijo aquella mujer cuando se encontró en su presencia.
— Yo… ¿qué es lo que estoy haciendo aquí? ¿A qué destino se refiere? — preguntó como si recién saliera del trance en el que los acontecimientos recientes le había puesto.
— Veo que aún no eres del todo consciente… — dijo ella en un murmullo, el rubio se acercó a ella y la mujer le recitó algunas instrucciones al oído, al poco, les dejó solos —. Hubiera deseado que esto no fuese tan violento, pero el tiempo apremia, mi querido Garuda. Debes tomar el lugar con el que nuestro señor Hades te ha honrado desde tiempos inmemoriales — declaró la mujer mientras sus extraños ojos oscuros repasaban una y otra vez la maciza figura del nepalés.
— Me temo que no la entiendo…
— Entenderás, ya verás que sí.

Se puso de pie y Aiacos la siguió con la vista. Ella era hermosa, más hermosa que una noche sin luna…
— Pandora… — susurró sin saber porqué, la mujer se giró y le encaró con una enorme sonrisa al tiempo que sus largos cabellos negros revoloteaban a su alrededor como si tuvieran vida propia.
— Veo que empiezas a recordar… tranquilízate, el proceso no es igual para todos. Ven conmigo, hay asuntos de los que debemos hablar ampliamente antes de que te dispongas para el viaje. — dijo ella avanzando a la salida, Aiacos la siguió, sin comprender todas las imágenes que se agolpaban en su mente, sin entender a que época de su vida pertenecían esos recuerdos que empezaban a inundarle con violencia.

Pandora lo condujo a un amplio salón en el que varios hombres y mujeres se hallaban reunidos. Las sonrisas no se hicieron esperar, se sentía confundido e incapaz de interactuar con ellos. Pandora en persona le llevó hasta su lugar en aquella reunión que, aunque en aparente desorden, parecía reflejar distinciones entre los presentes. Contempló algunos rostros que relacionó de inmediato con nombres que no recordaba donde había adquirido. Sin embargo, se obligó a permanecer en calma.

— Bien, creo que al fin estamos todos reunidos — dijo Pandora con aire satisfecho mientras hacía esa especie de báculo que le hacía ver amenazadoramente hermosa —. El tercero de los jueces esta con nosotros… Aiacos, al fin te hemos encontrado — los murmullos crecieron en intensidad, fue entonces que se percató de algo que le dejó sin aliento. A su derecha, justo al lado del rubio que le había recogido, se encontraba, literalmente, el hombre de sus sueños. Tuvo que reprimirse para no lanzar una exclamación de asombro al reconocer el rostro que le había torturado durante meses.

— Comprenderán que es inminente el enfrentamiento con los santos de Atenea, la muerte de esa diosa, nuestro señor así lo requiere, pero es imperativo dar con su cuerpo a la brevedad posible — continuó Pandora sin que Aiacos comprendiera en realidad de que hablaba, estaba demasiado ocupado intentando descubrir si en realidad de los labios de ese hombre que le miraba de reojo había nacido una sonrisa.
— Me temo que nos tomará más tiempo del deseable, tengo entendido que es uno de los santos de Atenea quien será el hospedero de nuestro señor Hades — dijo el rubio obligándolo a volver sus ojos hacía Pandora.
— Si somos pacientes, todo resultara bien, no debemos precipitarnos, Radamanthys —. Dijo la mujer.
— Pero, señora…
— Nunca dejarás de ser el más impulsivo de nosotros… — dijo ella aproximándose —. Tengo cubierto el asesinato de Atenea, debemos enfocarnos en disponerlo todo para el regreso de Hades y el gran eclipse, ¿me has comprendido, Wyvern?
— Si, señora.
— No pienso tolerar fallos, ni insubordinaciones, de ninguno de ustedes — declaró ella —. Dispónganse a partir cuanto antes, debemos viajar al castillo de Hades.

Todos se pusieron en marcha al poco rato, aquel lugar era un caos, tanto que no tuvo oportunidad de ver de nuevo a Pandora ni a ese hombre que comenzaba a obsesionarle.

En cuanto arribaron a Alemania, Pandora les informó de sus planes para asesinar a Atenea, Radamanthys de inmediato se mostró escéptico respecto a la eficacia y confiabilidad de la medida que la lugarteniente de Hades pensaba implementar.

— Era de esperarse, viniendo de ti, Wyvern… — se escuchó murmurar. Aquello le sorprendió, de repente actuaba como alguien en absoluto distinto del hombre que creía ser.
— Garuda… — siseó el rubio mirándole con furia.
— Basta, ambos — dijo el tercero de los jueces posando su mano sobre el antebrazo de Aiacos. El pelinegro maldijo entre dientes mientras Wyvern se alejaba —. Hay cosas que no cambiaran nunca, ni siquiera después de doscientos años — dijo con una sonrisa suave que le recordaba tantas cosas.
— Minos…
— Me alegra saber que me recuerdas — dijo en tono suave. Aiacos lo miró detalladamente, perdiéndose en esos misteriosos ojos que se escondían detrás del flequillo de su interlocutor. Minos aferr5ó su brazo y maldijo con todas sus fuerzas al sapuri por impedirle sentir la calidez de su mano —. Ven conmigo — le dijo y le guió por los corredores del palacio hasta una habitación que parecía escondida del resto de los habitantes de aquel lugar.

A penas cerrarse la puerta de esa habitación que olía a canela y frutas frescas, tuvo el deseo incontenible de mirarse en los ojos de su acompañante, guiado por una fuerza superior a él, llevó su mano hasta el rostro del otro.
— Minos de Grifo, el primero entre los jueces del infierno, la estrella celeste del valor… — susurró mientras se miraba en los ojos grises del hombre de sus sueños.
— Sabía que ibas a recordarme… lo prometiste…
— Y yo siempre cumplo mis promesas… — dijo antes de besar aquellos labios que había anhelado desde hacía tanto tiempo.
— Nada escapa al devorador de luz… — susurró Minos separándose a penas de Aiacos.
— Es verdad… — dijo mientras lo aprisionaba entre sus brazos. Sus labios recorrieron el camino andado innumerables noches, reconociendo cada ápice de la piel del hombre que languidecía entre sus brazos.
— Tardaste mucho… — susurró el noruego mientras sus manos se afianzaban en los hombros de Garuda.
— Dijiste que me esperarías…
— No tenía intenciones de seguir esperando, pensé en sugerirle a Pandora sustituir al bastardo de Wyvern y encontrarte yo mismo.
— Habría sido muy arriesgado, tú no actúas de esa manera… — dijo el pelinegro mientras se encargaba de desprender las piezas de la armadura de su compañero para deleitarse con esa piel, suave y pálida, que poseía la habilidad de hacerle enloquecer.
— Esta reencarnación nos ha vuelto un tanto distintos…
— ¿Eso crees?
— Mírate… tan ingenuo, tan simple… — susurró Minos con voz ronca y sensual.
— ¿Qué me dices de ti? Tan arrogante… — ambos rieron suavemente,
— Aiacos… — susurró el noruego mientras entrecerraba los ojos.

Una a una las piezas de sus armaduras fueron a parar al suelo, en medio de esa habitación oscura y cálida, se entregaron al más ancestral de los ritos, desnudos en cuerpo y alma, esos dos hombres, encargados de juzgar las almas de sus semejantes, se entregaron a la pasión.

Minos se arrodilló frente a Aiacos, como si fuera a adorarle, las manos, grandes y fuertes de Garuda acariciaron suavemente los despeinados cabellos de su amante procurando mirarse en esos ojos grises que le hechizaban. El pelinegro se arqueó al sentir los húmedos besos de Minos sobre su henchida masculinidad. Aferró con fuerza y delicadeza los largos cabellos del perfecto Minos.

No podía más, le obligó a ponerse en pie y le tumbó en el lecho de blancas sábanas que presenciaría un capitulo más de esa aventura en la que ambos se habían embarcado por amor.

Lo amaba… era consciente de ello. Lo demás no importaba en esos momentos, quería vivir el aquí y el ahora sin preguntarse como habría de venir esta vez la derrota. Sabía que perderían, así eran las cosas. Después de tantas guerras, después de tantas derrotas, no conocía el sabor de la victoria, sabía que la suya era una causa perdida. Pero, ¿de verdad era esa su causa? ¿De verdad le importaba el desenlace de semejante locura? No había manera de negarlo, como en tiempos ancestrales, sólo había accedido a rendir servicio a Hades para saber que podría verlo de nuevo, porque no toleraba siquiera pensar en una existencia en la que él no estuviera presente.

Disfrutaría de su momento de gloria, después acudiría a la batalla sin pensar en el pasado ni en el futuro, cumpliría su papel y, una vez que estuviera hecho, dormiría en brazos de la muerte tranquilo, sabiendo que al despertar, él estaría ahí.

Se tendió lentamente sobre Minos, el noruego sonreía, con esa mezcla extraña de excitación y malicia que le había fascinado desde el primer momento.

Los labios de Minos devoraron los suyos y supo que no podría contenerse más. Las imágenes de los sueños se tornaron reales cuando se internó en ese cuerpo maravilloso y pudo ver desde el mejor ángulo esos gestos cargados de placer a los que los sueños le habían acostumbrado.
— Te extrañe… tanto… — dijo Minos.
— No más que yo… — susurró mientras su cadera atacaba esa perfecta anatomía. El éxtasis le sorprendió mirándose en esos ojos, enormes y grises, llenos de las más secretas de sus esperanzas, no pudo evitar preguntarse ¿qué pasaría si esta vez la victoria llegase a sus manos.

Se amaron hasta que el día les sorprendió, lentamente se separaron uno del otro. Se miraron a los ojos y Minos le dedicó esa sonrisa que nunca se borraría de su memoria así pasaran mil reencarnaciones.
— Estaré esperándote… lo sabes, ¿verdad? — dijo Minos mientras jugueteaba con sus cabellos.
— Como siempre, ese será mi único consuelo cuando esto termine.
— Te amo — se atrevió a decir Grifo.
— Yo también — Aiacos le abrazó con fuerza, incapaz de mirarse en esos ojos que poblarían sus sueños hasta que volvieran a encontrarse.

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