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Sin colores por blendpekoe

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Nunca me detuve a reflexionar sobre mi vida porque las cosas siempre sucedieron sin que tuviera que provocarlas mucho, como si los acontecimientos me buscaran. Si tuviera que reflexionar diría que así es la vida, inesperada. Y nosotros improvisamos con los que nos da, sean golpes o caricias. Creemos que sabemos lo que tenemos que hacer en base a la razón y la lógica pero no sabemos qué hacer ante el caos de las emociones.


Mi pasado me impresiona cuando dedico tiempo a recordar sus detalles porque en cierto momento la vida quiso darme todos los golpes y caricias que pudo, con apuro y atropello. Tal vez yo tenía una existencia demasiado tranquila para su gusto. Nunca pretendí ser el causante de errores, revelaciones, esperanzas y angustias en otras personas. Tampoco sufrirlas. Pero volviendo al primer pensamiento, hay situaciones que a uno le caen encima y, para cuando nos damos cuenta, no hay vuelta atrás.


Aun así, no estoy arrepentido de nada. Si tuviera que vivirlo todo otra vez, lo haría sin duda alguna. Viviría todas las tristezas para volver a vivir todas las alegrías.


***


Mi vida era bastante ideal, relajada, resuelta, hasta para mí, antes de que  eso cambiara.


Mi padre, muy bien posicionado socialmente, nunca fue avaro con mi hermano ni conmigo. Tenía que gastarlo en vida, decía, haciendo todo fácil y cómodo para nosotros. Pero nos taladraba la cabeza con seguir estudiando una carrera para luego trabajar. La experiencia, aseguraba, nos haría personas más o menos decentes y no niños mimados.


Así que decidí estudiar radiología. Me gustaba el título de técnico radiólogo e imaginaba que no tendría que andar tocando gente enferma o vieja o fea. Y estaría relacionado al mundo de la medicina sin tener que estudiar medicina, con una falsa imagen de médico. Cuando terminé la carrera, por recibirme, mis padres me regalaron un departamento que era muy grande para mí. Ni siquiera con el tiempo pude llenarlo, las cosas siempre se veían muy dispersas. Y mi trabajo terminó siendo de acomodo. Así de sencilla era la vida.


Para entonces mi experiencia romántica era muy pobre. Mis pocas relaciones murieron en el mero intento, vivía en una rama de la sociedad donde el qué dirán seguía siendo importante. Con la aceptación de mis padres mi hermano ayudó mucho, fue quien los hizo entrar en razón en su momento. Y, una vez superado el innecesario drama, siempre me apoyaron. Con el resto de la familia la situación era ambigua, supieron que no me interesaban las mujeres pero nadie decía mucho al respecto por si acaso. En nuestro círculo social las cosas eran así, cuando las personas se enteraban que el hijo de alguien era gay no se tocaba el tema, se dejaba pasar con la esperanza de que se convirtiera en un rumor lejano. Esos hijos eran los que terminaban viviendo en otras ciudades o países, cuyas parejas nunca los acompañaban en las visitas, convencidos de que no debían aspirar a más. Yo era el bicho raro que podía y seguía apegado a sus padres. Mis pretendientes, que envidiaban mi suerte, desaparecían intimidados por la misma; no querían problemas con sus propias familias. Por un motivo parecido las amistades eran escasas. Había algo que nunca me dejaba encajar del todo.


—Cuando menos lo esperes, vas a encontrar a alguien para ti —repetía mi madre de manera espontánea cada tanto. Con sabiduría porque era madre y debía sonar como tal, con pena porque su hijo gay era un desgraciado en el amor.


Y yo repetía mi respuesta, un "mmmmm" que no aportaba nada a su comentario.


Mi padre, por su parte, mencionaba con ganas de sermonear que siempre fui una persona dramática y que hasta para estar con alguien seguro lo seguía siendo. Y si mi hermano estaba cerca escuchando eso, hacía gestos de estar de acuerdo, aportando su opinión sobre lo emocional y trágico que yo era, de como complicaba todo, como si me advirtieran de algo.


Y tal vez la vida me estaba advirtiendo algo a través de ellos.


Pero algunas advertencias no sirven de nada; las emociones no entienden consejos, mucho menos oyen advertencias.


***


Los golpes y caricias comenzaron un día que decidí ir a una conferencia médica con una invitación que conseguí en el trabajo. No era raro en mí participar de esas cosas, conferencias y seminarios, tenía el tiempo para hacerlo. A esa conferencia en particular llegué tarde porque el día anterior choqué mi auto nuevo en el estacionamiento de mi edificio. La charla estaba muy avanzada y me senté en la última fila sin saber si quedarme o irme. Para decidirlo, empecé a mirar buscando algún conocido o compañero, si no veía a nadie, me iba. Después de mucho buscar y no encontrar, me di cuenta que a un lado un hombre observaba mi inquietud, su rostro demostraba que no le agradaba la distracción que provocaba y le pedí disculpas en voz baja. Sin hacerme más caso siguió escuchando la charla. Pero la vergüenza la pasé cuando comenzó a sonar mi celular haciendo que varias filas se dieran vuelta a verme, el apuro, como era de esperarse, hizo que tardara en encontrarlo para silenciarlo. La gente dejó de mirarme enseguida pero el hombre que estaba a unos asientos de distancia no volvió a ponerle atención a la conferencia, de nuevo le pedí disculpas pero no dejó de observarme.


—¿Enfermero? —preguntó como acusándome.


No quise contestar, solo lo miré con la misma actitud sobradora que él me dedicaba. Entonces se sonrió.


—No importa. Esta conferencia es inútil para cualquiera. —Se volvió a mirar con seriedad al doctor que hablaba en el escenario—. Y muy aburrida.


Pero no presté atención a la conferencia, me quedé contemplándolo, sonriendo por la situación. No habría mucha diferencia de edad entre nosotros, pensé mientras lo estudiaba. Enseguida reaccioné y me di vuelta mirando al frente. Desvié un par de veces mis ojos para espiarlo pero él seguía concentrado en la aburrida charla. Sintiéndome medio tonto, tomé mi mochila y me levanté. No tenía caso quedarme en la conferencia. Pero no pude contenerme y antes de salir del salón volví mirarlo de reojo, aunque tenía cierto anhelo de que me devolviera la mirada, me tomó por sorpresa que lo hiciera.


Salí y por muy poco no me llevé por delante la puerta.


A mí me gusta pensar que ese momento fue el antes y el después en mi vida, para bien o para mal.

Notas finales:

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